viernes, 20 de noviembre de 2009

Buscando a Perséfone

14/11/09

A las seis de la mañana, una hora estupenda para nada, unos diez millones de gallos montan un concierto estridente al otro lado de la pared de nuestra habitación. Klara soba como siempre, es una peque y ni un terremoto la despertaría, y yo le susurro que estamos en un hotel, que es reina por un día y que si quiere llegar tarde pues llegamos tarde, qué cojones, somos tan fucking cool. Así que ahí la dejo, dormidita, y rulo por el hotel. Al fondo descubro el patio y las suites al otro lado, con aire acondicionado cada una. Me asomo por la pared en un lugar bajo y descubro gallos encerrados individualmente en jaulas pequeñas. Debe ser un criadero de gallos de pelea y esos deben ser los responsables de que yo no haya podido dormir alguna hora más, que las estoy pagando, cabrones.

Pete está también despierto y con la puerta entreabierta, con su libro de español, su cuaderno y su diccionario en la cama. Ha dormido estupendo y ha aprovechado la mañana que yo empiezo a vivir para buscar un ciber, que hay muchos, pero ninguno con Skype, que es lo que quería, para charlar de verdad con su mujer. Me dice que se ha pedido un café en un sitio y que ha flipado de lo malo que estaba, que eso debería ser delito en Nicaragua.

Andamos hasta el Parque Central en una mañana de mucho calor y nos sentamos en una de las terrazas, muy cuca, con sillas y mesas hechas de ramas peladas de madera, muy monas e irregulares. Pero son mormones y no sirven café, aunque yo no lo sea que soy el que me lo voy a tomar, que los mormones no pueden tomar nada que les afecte al estado de ánimo, y aun así nos recomienda un zumo de naranja con piña, menta y jengibre, que no sólo va bien para el riñón, dice, sino que además nos da energía para todo el día. En qué quedamos, mormón. Lo cierto es que el zumo está increíble, muy ácido pero muy rico. Pero queremos café, coño, tan sabroso pero aguado como siempre, que ya me he acostumbrado. Pete ha descubierto un sitio para desayunar antes, en su búsqueda de tecnología, y nos dirigimos para allá. Pasamos por delante de la comisaría, cochambrosa y de la que salen policías de dos en dos en bici. El sitio de los desayunos es como muy yanki, con un gran ventanal por fachada, mostradores con la bollería, cafetera de bar, y un cartel de neón que reza abierto, cada letra de un color y enmarcada en un tubo iluminado de verde. Tiene un agente de seguridad que se aburre tanto que sólo se dedica a abrir y cerrar la puerta para los clientes, con lo poco que me gusta que me hagan eso si no va a ser como cortesía para pasar después de mí. Me decanto por un croissant relleno de jamon york y café solo, y ambos cumplen con creces.

Volvemos al hotel y recogemos a Klara, que ya es persona y la ducha le ha quitado algo de la resaca. De vuelta al parque nos encontramos con Vanessa, Reanne, Alba y Eli en una de las terrazas del parque. Están todas moribundas y Alba y Eli se van para Granada, que hay fiesta en La Prusia, organizada por una asociación de allí que se dedica a recaudar fondos para diferentes actividades, y el domingo inician una semanita de vacaciones en la isla de Ometepe, en el Lago Cocibolca.
En cuanto a la fiesta de esta noche en La Prusia, la doña no quiere que vayan voluntarios, que se va a beber, y no hay cosa más hipócrita. Decirle a alguien que te invita que no vas porque no quieres participar en su borrachera es poco más o menos insultarle. Si quieres formar de verdad parte de una comunidad, cómo no ir.

Por su parte, Vanessa y Reanne se van a ver la casa que van a alquilar los padres de Vanessa cuando vengan el 22 de diciembre, que está lejos, en Pochomil, en la playa, pasando por Managua y luego otra hora y media de bus. Con un par.

Eli se ha desayunado dos hamburguesas con queso, el resto una sola y limonada para todos. Nos cuentan sus mejores momentos de anoche, la locura de entrar en su hotel totalmente borrachas y que Jose y Lau se han ido de vuelta a Granada prontito por la mañana, que tenían tal resaca que no se planteaban otra cosa que morir en la hamaca. Así pues sólo quedarán en la ciudad Ale, Cata, Marta, Eider y Haley, que por cierto nos están esperando en el otro extremo del parque desde las once, y faltan veinte minutos para el mediodía. Les busco y no les veo, así que deben haberse ido al volcán por su cuenta. Nos zampamos nosotros también una hamburguesa, pieza angular de todo desayuno nutritivo, que sentenció Jules Winnfield antes de reventarles los sesos a tiros a un par de negros, y un zumito de naranja. Todo el mundo se empieza a mover a sus respectivos destinos, y Pete, Klara y yo tiramos para el mercado viejo, el pijo y amurallado, antes de subir al volcán, que hace un sol poderoso y Pete se ve en la necesidad de un sombrero. Klara además quiere un bolsito pequeño, mítico de artesanía.



Al tercer puesto donde preguntamos por precios nos convencemos de que este mercado es demasiado caro, pero aun así le damos la vuelta completa, que es muy bonito, con su escenario para conciertos y todo. Pete termina comprándose una camiseta negra en la que pone en blanco Me vale verga todo.

En el mercado nuevo, el de verdad, encontramos finalmente el sombrero que buscaba Pete, que es como el que le robaron a Jose, de pita, muy moldeable y ligero. Se me ocurre que sería un gran detalle comprarle uno también a Jose. Así que regateamos el precio, que son dos sombreros al fin y al cabo los que nos llevamos del mismo puesto, pero sólo conseguimos reducir el precio en 20 córdobas. Pete se cachondea con los vendedores de sombreros, diciéndoles "cabeza mía muy grande, pero no listo, sólo piedras en cabeza", y a ellos les encanta, se cercioran de que los gringos somos estúpidos y payasos. Finalmente encuentra uno que le cabe, y lo transforma convirtiendo un sombrero de campesino en una suerte de sombrero de cowboy, con las alas plegadas y juntándose en punta sobre la frente, y hundido en la cabeza. Klara encuentra por fin un bolsito pequeño que le mola, y regateamos y nos hacemos con él por 150 córdobas, 50 menos de lo que pedía el vendedor al principio. Contentos con las compras, nos montamos raudos en el autobús que va a Managua, y le digo al chico que vamos al volcán, que paré a la entrada del parque natural, que está en la misma carretera. Y salimos, con el chaval gritando Managua, Managua, Managua. El trayecto hasta la entrada del parque natural debe ser corto, y llegamos a ver el volcán, que se acerca, que se acerca, y que nos lo pasamos. Mierda. Qué importante es saber silbar fuerte en este país. Es una forma de comunicación en toda regla. Nos levantamos rápido, despertando a Klara, por supuesto, y le recrimino al chico que íbamos al volcán, y sin cambiar de expresión hace parar el bus un kilómetro más allá y me pide la misma pasta. Le importa tres cojones, sólo somos unos gringos inútiles que tendríamos que haberle avisado antes, que decírselo al principio del trayecto es absurdo porque es obvio que no va a hacer el esfuerzo de recordar donde se baja cada uno. Nicaragua es así. Desandamos un kilómetro por la carretera, dos carriles por sentido y una jardinera separando ambas direcciones, y la tenemos que cruzar en un momento de locura, pero lo conseguimos.

En la entrada al parque natural el de recepción nos pone al día de los precios. 80 córdobas por persona para acceder al recinto, de cincuenta y cuatro kilómetros cuadrados y con una carretera empinada para llegar al volcán. 35 córdobas en total si queremos que nos suba una camioneta o jeep, y otros 35 si lo queremos para que nos traiga de vuelta también. Y 150 córdobas entre los tres si también queremos visitar las cuevas. Por supuesto, pillamos el lote completo, que además para lo de las cuevas te acompaña un guía, y podemos elegir el idioma en que hablará. Pagamos la entrada y me hacen firmar en un listado con el que llevan el control de los visitantes. Tengo que rellenar con mi nombre, el número de personas del grupo, la hora que es, la firma y mi nacionalidad. Echo un vistazo al listado de turistas anteriores y veo que sería posible hacer un mundial, hay de todo. Se me ocurre preguntar por un grupo de cuatro españoles y una canadiense y me confirman que ya salieron hará como una hora.

Saltamos a nuestra camioneta y se nos unen un ex trabajador del parque que va con sus dos hijos, él de ocho años, ella de unos cinco. Ahora es bombero y como sabe inglés, nos va haciendo de guía improvisado y gratuito hasta el volcán. Nos muestra una senda por la que se pueden ver fumarolas, nos relata el incendio que hubo el año pasado y en el que él estuvo trabajando en la extinción. Les llevó doce días, trabajando de seis a seis y subiendo el agua a sitios inaccesibles simplemente amarrándose cubos a la espalda y andando todo el camino para arriba.

Una vez en la explanada donde nos deja la camioneta nos dicen que nuestro guía contratado y bilingüe aún no ha llegado, así que hacemos tiempo admirando el cráter Santiago, uno de los tres del volcán Nindirí, que está a unos doscientos metros del volcán Masaya. Nos cuentan que sí, que en principio era un solo volcán, pero hace un millón de años estalló de tal manera que se partió en dos, formando cinco cráteres. Santiago es el único activo y el que tiene más tirón claro. Una intensa columna de humo oliendo a azufre sale de las profundidades del cráter, que se va estrechando a medida que va hacia abajo, dejando para el final un agujero que a esta altura parece pequeño pero debe ser de unos veinte metros de diámetro. Paredes amarillas y negras descendiendo hasta el infierno.





Al lado de la muralla que evita que te creas Teseo en busca de Perséfone hay un cartel avisando de los peligros de visitar un cráter activo. Recomiendan no quedarse más de veinte minutos, y que ante cambios bruscos de viento te cubras la boca y la nariz, que son gases tóxicos lo que sale de las profundidades. Pero el aviso más impactante reza: "Si el volcán empieza a expulsar rocas, refúgiese bajo los coches".

Es espectacular, es el poder de la tierra ante tus narices. Subimos los 170 escalones hasta el mirador y la cruz de Bobadilla, "erigida por el Padre Francisco de Bobadilla a inicios de la conquista", leo en la información panfletaria, que tiene un pararrayos en la punta. Subimos también con el bombero y sus hijos y las vistas son espectaculares. Puedes ver los tres cráteres de Nindirí y más allá nuestro familiar Mombacho.



Al otro lado, el lago Managua y el volcán más alto de Nicaragua, el Momotombo, flanqueado por su hermano menor, el Momotombito. Desde lo alto vemos que hay un nuevo guarda bosques hablando con el conductor que nos ha subido e intuimos que es nuestro guía, así que allá que vamos. El bombero y sus dos hijos también van a las cuevas.

Es un guía realmente competente y con un perfecto inglés, pero sigo teniendo una alta incapacidad para quedarme con los nombres nicas. Nos da un casco y una linterna que nos hace parecer más gilipollas y allá que vamos.



Ascendemos por el camino que va por entre los dos volcanes, dejando el Nindirí a la derecha y el más aburrido Masaya a la izquierda, en dirección a las cuevas, encarando lo que yo diría es dirección norte y con un buen tramo en bajada. El camino de grava desemboca en un bosque de árboles bajos con ramas fuertes, desarrollados así, explica el guía, como hermanos mayores de los bonsáis, para evitar los vientos que cargan azufre. A la entrada del bosque están las cuevas. La gente que vive cerca de ese paisaje brillante y verdoso que se erige sobre roca agujereada, marrón y amarilla, tuvo que dejar de plantar arroz y legumbres porque la acidez del suelo lo envenenaba, y ahora sólo se dedican al cultivo del cactus de pitaya (rica fruta con la que se hace el fresco más popular) y piña, que saben aprovechar el suelo ácido para crecer monstruosas.

Resulta que en realidad hay 15 cuevas transitables, pero solo permiten el acceso a una pues es la única que no usan los murciélagos para anidar y salir, que son especie protegida. Puede haber alguno, pero es murciélago común. Los vampiros y otras especies están en las otras cuevas. El guía nos pone los dientes largos contando que de cuatro y media a cinco salen unos 20.000 murciélagos a la vez de una cueva que acabamos de dejar atrás, y las serpientes se quedan colgando de las ramas próximas para ver si cazan alguno al vuelo. Vale, volveremos para hacer la ruta nocturna, le prometemos.

La cueva Tzinacanostoc tiene unos 250 metros de largo, pero solo los primeros 170 metros son accesibles. Por el guano, abono excepcional donde los haya, y que no es otra cosa que mierda de murciélago, las raíces del chilamate blanco, un árbol descomunal y multitudinariamente ramificado, llegan hasta el suelo de la cueva, desperdigándose por paredes y suelo resbaladizo como una medusa dormida.

Haciendo espeleología por primera vez en mi vida, me sitúo junto al guía, los dos abriendo el paso, y por eso soy el único que ve algunos murciélagos colgados bocabajo y abrigados con las alas plegadas. En cuanto nos acercamos o les hiere la luz, se alejan a la profundidad.

El trecho visitable termina en un círculo ancho y de techo elevado, que la lava es caprichosa cuando le da por hacer de ingeniero de túneles y caminos. El resto de la cueva queda sepultado por rocas desprendidas.
En este mismo círculo, donde estamos un yanki, una alemana, un español y cuatro nicaragüenses, todos con casco amarillo y linterna mala, los incas seleccionaban a los niños que serían ofrecidos en sacrificio al dios del volcán, para aplacar su ira. Y era un honor para la familia que su hijo fuera escogido, pues suponía años de cosecha y fertilidad.
Mucho tiempo después, ya no hace tanto, con la guerra contra Somoza, el ejercito del dictador bombardeó Masaya, y muchos de sus habitantes se refugiaron en el interior de esa misma cueva, y que fueron las bombas las que desprendieron la pared de rocas que tenemos delante.

Y eso es todo, que es bastante. Media vuelta, que sólo se puede salir por donde se ha entrado. Pete se mofa de mí porque, siendo un único camino, me las apaño para meterme por donde no debo y terminar con la nariz pegada a la pared. "Your orientation is so bad that you can even get lost in a cave with just one way in and one way out".
Salimos y ascendemos de nuevo, para luego bajar hasta la explanada donde nos espera la camioneta de vuelta.

Cogemos el bus a Masaya, Masaya, Masaya. El único asiento que queda libre para mí es el de la primera fila, al lado de la puerta de la que cuelga el muchacho, así que estudio su trabajo. Es educado, ayuda a madres y a niños, reclama que se ocupe el centro que va vacio, y Masaya, Masaya, Masaya, y mercado, mercado, mercado.
Nos apeamos, vamos al hotel, dejamos las cosas, duchita, y a comer algo. En otro mesón que hace esquina con el Parque Central pedimos pescado y hablamos de cine y le confieso a Pete que me sorprende muchísimo que viese Los lunes al sol, que probablemente sean él y otro tipo raro el único público estadounidense que ha tenido Santa. Pete le cuenta a Klara la escena de cuando Bardem le lee al niño pijo el cuento de la cigarra y la hormiga, que esa escena le llegó al alma, que flipó con la peli, y me pregunta que quién es el director, que tiene que ver más pelis suyas. Le digo que es Fernando León de Aranoa, un Ken Loach español, que hay quien le critica que no sabe hacer otra cosa que cine social o político. Pete frunce el ceño y me responde con sonrisa soberbia que qué cine no lo es, que hasta las pelis de Bourne lo son. Termina reconociendo que su problema es que le gusta tanto el cine que no ha visto suficiente cine malo.

Hacemos desaparecer el pescado, empanado, servido con ensalada, arroz, puré de patata y plátano frito, y nos vamos al mesón donde ya nos encontramos con el resto ayer, y a los que nos volvemos a encontrar a los diez minutos de sentarnos. Hay combate de boxeo en la tele y el otro bar que queríamos conocer está atestado de aficionados, así que nos vale con lo malo conocido.

Aparte de Klara, Pete y yo ya sólo quedan Ale, Cata, Marta y Eider, y también Haley, pero ésta se ha quedado en el hostal, tirada y viendo la apasionante programación nica en la tele, que ellos no tienen satélite y se tendrá que tragar lo que la echen. Cuentan que la canadiense les ha vuelto un poco locos, que se ha tirado todo el día que si esto no lo quiero hacer, quiero esto, quiero aquello, vámonos ya que no me gusta...

Nos cuentan que el volcán no les ha gustado, que han subido a la cima directamente en un taxi cogido desde Masaya, 40 córdobas por cabeza, muy barato, y que han subido, se han asomado al volcán y poco más, que no les ha impresionado, pero que probablemente fuese porque tampoco estaban con todas las ganas, resacosos ellos. Han invertido veinte minutos en el parque, y teniendo en cuenta que cinco son de ida en coche y cinco de vuelta (los ha recogido un pick up de turistas para evitarles el penoso descenso), con diez minutos de mirar, un par de fotos, pues muy bien y para abajo, es difícil que algo te llame la atención. Nosotros le contamos lo nuestro y concluimos que sí, que la diferencia de pareceres se debe a la falta de guía y de sueño.

Nos metemos entre pecho y espalda una Victoria de litro y nos movemos afuera a que estos cenen algo. Se decantan por la misma pizza que nosotros, pero en otra pizzería, y aunque esta vez lo que se piden es una botella de un litro y medio de Pepsi, el precio es 170, que debe ser el precio real. Y volvemos al mismo mesón a por más birra, pero la gente está cansada y no habrá fiesta. Sólo Klara se muestra algo decepcionada por la falta de ritmo en nuestros huesos.

Eider sigue triunfando con los autóctonos. Se le acerca un nica de unos cuarenta y proveniente del jukebox y le susurra "this song is for you", que si somos gringos se nos habla en inglés. Me pregunto si por su pelo negro y sus ojos verdes Eider es el modelo ideal de mujer para un nica, pero al español medio probablemente no le gustase, demasiado grande y anchas las fosas nasales y las cejas en exceso tupidas.

Pete dice que él se irá prontito por la mañana, que no contemos con él, y Klara y yo quedamos con Ale and company a las 11 en el parque, pero sin prometerles nada, que ya saben cómo soba la pequeña alemana.

La mayor parte concluimos que Masaya nos gusta más que Granada, que nos resulta más auténtico, abierto por los cuatro costados y más representativo de lo que debe ser Nicaragua, aunque ninguno de los que estamos somos veteranos.

Nos retiramos pues al hotel, donde mantengo una charla tremenda con Klara, desnudos y felices, intimando y conociéndonos más, y aquí lo dejo, que lo que ocurre entre dos entre sábanas de hotel, se queda en el campo de juego. No porque yo quiera, que ya saben mis asiduos que raudo cuento lo que sea en el blog, sin dejarme detalle.

1 comentario:

Carlos dijo...

"... se queda en el campo de juego." ¡Ja ja ja! ¡A tope!

Por cierto, bro, que Jules Winfield a quien mató tras afirmar que una hamburguesa es la piedra angular de todo buen desayuno nutritivo, no era a dos negros, sino a dos blancos, uno de ellos llamado Bret y otro que estaba tirado en un sofá. El negro es el enlace al que luego se cargan en el coche por accidente. Pregúntale a Pete, pregúntale... ¿No llevaras demasiadas botellas de Flor de Caña? ¿O serán los vapores sulfurosos?

¡Hasta la próxima!

Carlos