martes, 26 de abril de 2011

Historias de pueblo

Al volver al pueblo de su infancia se propuso únicamente recuperar vivencias, recordar anécdotas con los amigos que siempre lo serán aunque llevara tanto sin verlos, beber sin mirar la hora, amanecer a mediodía, comer con la familia que le idolatra, porque la distancia entre el pueblo y la ciudad hace que los que se fueron a la urbe sean vistos como próceres, mirar goloso a las mujeres de su adolescencia, pero sólo mirarlas, hablarlas, no caer de nuevo en el sexo por el sexo con mujeres que no se merecen ser tratadas como las que esperan a que él llegue, pues él no es nadie para ser esperado, llamar por su nombre a todos los camareros y paisanos avejentados, reír al máximo de decibelios, desde el estómago hasta la mandíbula, escuchar vidas y penas y comprender de nuevo quién es, porque las raíces se empeñan en dejarle claro qué esencia le marca, por más que él se esfuerce en creerse de otra pasta. Él es de allí, de allí será y allí debería volver para examinarse, sólo ante sí mismo.

Y cumplió con lo que se propuso, excepto en lo de las mujeres. Aunque en esto no se comportó como antaño, como el tipo de ciudad que arriba a lo rural creyéndose héroe sólo por no estar allí a diario, permitiéndose cansar a las vecinas que buscan algo ajeno a lo habitual. No, no fue así, así que él no considera, ahora de vuelta a la gran ciudad, que capitulase.

La primera noche, porque los de fuera llegan de noche, o se dejan ver con las estrellas, son así de chulos, poso en ella sus ojos y todos sus planes de mantenerse al margen de musas con falda y preciosos zapatos de tacón se fueron al carajo. Pero no olvidó el discurso que se dijo ante el espejo, y habló con ella. Podrían haberse encamado esa primera noche, pero él dejó claro (iluso, probablemente fuera ella la que tenía capacidad de decisión) que no era eso lo que buscaba. Que besar, hablar, reír y conocerse en otro terreno que no fueran sábanas era un fin mayor. Ella, sorprendida pero a la defensiva, porque le conoce desde época púber, porque sabe de lo que él es capaz cuando se cree más de lo que es, no atinaba a decir esta boca es mía. Él, verborreico por el ron y por realizarse verbalizando, no quiso convencerla, sólo la beso, le habló, provocó su risa y le dio pie a conocerse de veras.

Y pasó una semana, de besos y miradas y buscarse en la plaza y en los bares, de repasarse cuellos, tirarse del pelo y jugar al cíclope, de cafés solos o en compañía, de qué más da el qué dirán, con lo que eso importa en los pueblos, mala costumbre. Y lo pasó mejor de lo que se propuso, porque fue fiel a su ideario y fue, por fin, el que quería ser, en el pueblo y en todas partes. Y ahora, en la capital, recuerda la semana con una sonrisa y el orgullo del que se reconoce y se alegra.

Ella se quedó allí, como siempre. Pero, cree él, ella descubrió facetas de él que antes no imaginaba, así que sí, se quedó, pero no como siempre. Se quedó pensando que algo en él había cambiado y que sólo podía ser bueno, porque la trataron como se merecía, como reina que es. Él no quiere coronarse, rechaza papeles de monarca, sólo quiso no engañarse. Objetivo cumplido, semana pasada, sexo lleno de mucho más que sexo, y la vida sigue, pero ahora le gusta más, la vida y sus locuras, que ya no son tantas, porque las locuras no tienen sentido, y él ha puesto todo su ímpetu en darle sentido a esos siete días largos, con sus siete noches cortas.

Y volverá al pueblo, con más ganas que nunca, aunque sólo sea porque por fin ha hecho allí las cosas bien y no ha dejado heridos en el campo de batalla, no amigos despechados que luego le perdonarán sin coste alguno, porque son así de excelentes, ni mujeres enfadadas por desprecio mostrado, ni familia pensando que es un descastado, ni él en el coche, de regreso a su rutina de asfalto, pensando "otra vez, lo he vuelto a hacer", mirando por la ventanilla con el arrepentimiento en los ojos. Esta vez retornó sin que el recuerdo le doliera.

miércoles, 13 de abril de 2011

El príncipe mediocre

Nació hijo de monarca, pero se dijo que no quería ser como él. Tal vez, y en todo caso, como su madre, plebeya que con la fuerza de la belleza y la virtud le descubrió al rey que casarse por reglas protocolarias, negándose el amor, sería quizá el error más grande que le quedaba por cometer. El soberano cambió la costumbre y la ley y contrajo matrimonio con aquella mujer poco digna del trono y tan digna de todo lo demás. Y así nació él, fruto del cariño y de la transgresión de normas establecidas.

El rey, ocupado en labores de Estado y diplomacia, dejó a su reina el cuidado del retoño. Pronto nació otro, que sin ser primogénito recibió las mismas atenciones que el mayor. La diferencia de edad era tan minúscula que también la madre se decantó por obligaciones sociales, confiando en que los dos hermanos se entretendrían juntos, sin la necesidad de unos padres infantilizados por el nacimiento de la prole. La nana hizo su trabajo, que no consiste en jugar, sino en cuidar, educar y ver crecer. Así que los dos infantes descubrieron el mundo a la par, en juegos y bromas y pruebas que no necesitaban más que de dos participantes.

El primogénito creyó que no quería ser como el padre. Se veía más en el rostro y las formas de su madre, se reconocía más sensible que cabal, con los años su discurso versaba más sobre el corazón que sobre la razón. Incluso rechazó la vestimenta propia de un príncipe heredero, decantándose más por ropas de lacayo. El hermano menor, en cambio, ni pensó en como quería ser ni se propuso alcanzar unas u otras cotas. Sin saberlo, aceptaba su condición, se engalanaba sin problemas, acudía a las fiestas en otros palacios y hablaba y se movía como se esperaba de alguien de su linaje. Y no se lo proponía.

El hijo mayor viajó, ocultando su cuna. Conoció mujeres, a las que contaba que él tenía talento para pintar, pero que no exponía, ni se lo planteaba, el éxito le daba igual, estaba por encima del reconocimiento. Entabló grandes charlas con gentes de toda edad y procedencia, se decía amante de la vida, perseguidor de amores ciertos y un absoluto despreocupado por la imagen y el protocolo.

El menor aprendió lo que de él se esperaba desde que sólo era feto. Asumió su papel sin plantearse otro, alcanzó las metas que le marcaba su destino, se casó con la mujer que entendió que amaba y le correspondía e hizo crecer la familia en una nueva generación. Decían que se parecía en todo, genotipo y fenotipo de la mano, a su padre. Él no le daba importancia, realizaba sus labores diplomáticas lo mejor que sabía y comprobando que era ducho en ello. Él, simplemente, era.

El mayor regresó de sus viajes, se mudó a barrios pobres, convivió con gentes que le atraían por ser tan diferentes a él y, a la vez, tan prósperos. Pintaba poco, pero aquellos que veían sus cuadros sabían reconocer su talento. Pero seguía sin exponer. Y seguía sin encontrar el amor y sin saber muy bien cómo vivir esa vida que él encontraba tan apasionante y llena de aventuras, de dichas y desdichas, de encontronazos y descubrimientos.

Cuando el menor se disponía a heredar el trono, el mayor se encontraba en el Perú visitando chamanes.

Fue entonces cuando uno le dijo "has de ser mediocre, has de dejar de formular lo bonito del amor y del talento. Lo único que tienes que hacer es amar y pintar, sin hablar de ello, sin vivir por ello, sin creerte bueno en ello. Porque tal vez no lo seas, tal vez seas uno más, y eso, mi buen amigo extranjero, debería darte igual. Debes ser como el profeta, que para serlo tuvo que encontrar a un sabio que le negase su condición de profeta. Sólo cuando creyó que no era el elegido, realizó las labores propias de un visionario".

Volvió a la corte, lleno de dudas, sumido en una depresión incomprensible, él que lo tenía todo y que siempre se había creído superior a lo material, él que despreciaba el intelectualismo puro y abogaba por el más romántico proceder, él no era feliz.

Peleó sin saberlo con lo heredado de su padre y lo añorado de su madre, dos polos en una sola cabeza. Cuando dejó las armas y buscó la reconciliación de sus dos fuentes de genes, se conoció, se aceptó y olvidó el significado de la palabra frustración, que no había pronunciado en su vida porque se creía incapaz de serlo, con tantas dotes que tenía. Cuando se vio mediocre, sólo pudo escalar. Hoy, en la más alta de las cumbres, mira abajo y reconoce sus huellas en la trocha. Antes, miraba desde arriba sin saber cómo había subido hasta allí, porque en realidad no había ascendido, se había plantado sin más en una altura donde la falta de oxigeno le hacía irrespirable su existencia.

Empezó a ponerse ropas que antes denigraba, cuando se creía ajeno a las modas y en realidad era representante de una. Pintó ocho horas al día, algunas obras eran buenas, otras no tanto, pero buscó y bregó con exhibidores. Quiso, y le costó tiempo, cumplir con sus funciones de hijo y hermano de monarca. Sólo cuando pudo comprobar que ni era el mejor pintor ni falta que le hacía, sólo cuando se dio de bruces contra la realidad y se vio reflejado en un espejo de mundanidad, descubrió que había sido toda la vida un insatisfecho, embobado como estaba en la consecución de altas cotas que sólo él se había propuesto en un intento de idealizarse.

Y, por supuesto, cuando dejó de imaginarse el amor como el mayor de los triunfos a los que un hombre puede aspirar, la encontró a ella.

Cuando se encontró a un amigo de la infancia, éste no le reconoció. Quiso incluso burlarse de él por el cambio, pero se encontró con que el príncipe era el primero en mofarse de sí mismo.

Le salvó intentar ser mediocre, dejar de querer, y ponerse a hacer, sin temor al fracaso, obviando que, aunque no fuese el mejor pintor, ponerse a pintar con constancia era lo único que necesitaba para colmar sus deseos de ser. Y fue.

miércoles, 6 de abril de 2011

No es siglo para románticos

¿Se puede ser romántico y no tener objeto de deseo?

Se puede.

Años de inconsciente experiencia me dicen que sí, que soy un romántico y que no, no tengo objeto de deseo. No hablo del deseo carnal, hablo del deseo más puro, del querer algo hasta la extenuación, de cristalizar (Stendhal, por siempre), de dormirme despierto pensando en ese objeto de deseo, llámese mujer, llámese pasión por el arte, llámese un coche de tropecientos caballos.

Pero ¿y cómo se puede?

Y yo qué sé. Soy demasiado inocente y tengo poco bagaje empírico como para responder a semejante pregunta. Me enseñaron inglés siendo yo tan pequeño que soy incapaz de explicar reglas gramaticales, pero hablo en el idioma universal por los codos, y correctamente. Es decir, no sé porqué en inglés una expresión es de una manera y no de otra, pero sé que es así. Carezco de teoría, pero la práctica me dice que la aplico bien. Lo mismo me pasa en este caso del amor, en singular. Se puede ser un romántico sin objeto de deseo porque me pasa, pero no sé más.

Hoy me han preguntado, un psicólogo, claro, cuando fue la última vez que amé. Digo yo que de Paula estuve enamorado, pero si lo comparo con ese amor platónico que fue Eva en la adolescencia, simplemente no, no he amado a nadie más, no de esa manera (no hay dos amores iguales, todo sea dicho). A Eva la idolatré, cristalice su imagen (carajo, Stendhal, dónde has estado todos estos años), perfeccioné sus rasgos y aptitudes antes de acostarme y en el desayuno. Y me acostaba solo y el desayuno lo compartía con mi hermano, ella estaba a kilómetros pero yo la sentía tan dentro de mi cabeza y de mis entrañas que nunca estaba solo.

Paula se trabajó nuestro amor, fue ella la que puso el empeño y la que me hizo admirarla, no fueron mis sienes ni mis genes rebelándose en soledad. Fue un amor maduro, supongo, si es que eso existe, y fue un amor correspondido. Eva fue un amor adolescente, como creo que lo son todos, tengamos la edad que tengamos, y nunca supe hacer para que me correspondiera, nunca pasé la fase de admiración y primera cristalización, en esa descripción sagaz que hace el francés al que descubro tan tarde, pero a tiempo.

Así que digamos que el amor platónico por Eva fue, por ser platónico, el amor que me hizo insomne y que no he vuelto a experimentar. Y de eso hace ya más de una década, qué mayor dice mi DNI que soy, qué infantil me siento. Entonces, una década sin amar como explican el verbo los románticos de hace dos siglos. ¿Es posible, aun así, reconocerse romántico?

Sí, y frustrado, claro.

¿Y por qué sonríes si lo que escribes termina reconociendo frustración?

Estamos en las mismas, hay cosas que sé, pero desconozco sus razones y reglas.
Soy un romántico sin objeto de deseo. Y me carcajeo al teclearlo en este ordenador que parece cansado de recoger tantas locuras, insensateces, maravillas que me caracterizan y en las que me reconozco.

Quiero despojarme de esos amor-placer que he visto y tocado y zambullirme algún día en ese amor-pasión que casi ni el mismo Stendhal, categorizador del sentimiento, supo tener.

Supo tener... y es que eso, de nuevo, no se sabe. Se tiene, se siente, se hunde uno en el amor-pasión sin que su voluntad pueda decir esta boca es mía. Por eso quiero embriagarme en él, como cuando tenía 15 años y Eva se me antojaba la excelencia.

P.D.: no suelo recomendar libros, pero si algín día os dais de bruces contra 'Del Amor', de Stendhal y prologado por Ortega, y si además os reconocéis emocionales, agarradlo, devoradlo, dejaos llevar por su ironía.