sábado, 24 de enero de 2009

Jonás, el sexo, y yo

Jonás tiene 26 años y no ha estado nunca con una mujer. Aun así, se siente igual de vivo que el mayor de los vividores.
No es ni feo ni guapo, lo cual bien sabido es que es peor que ser feo. El feo puede tener encanto, el que no es nada no tiene nada, sólo una enorme sombra de normalidad quitándole la poca luz que pueda emanar de él. Pero Jonás no piensa en eso. Jonás piensa en todo lo demás, que para muchos simplemente no existe. Todo lo demás, ¿qué coño hay más allá del amor y el sexo y la perpetuación de la especie? Pero él, eso dice, no siente esa necesidad, ya no la evoca, ni se agobia por no conocer un orgasmo de verdad sentido y con sentido.
Yo, claro, como tú, no lo entiendo. ¿Cómo sería yo si a los 32 no supiese lo que es el nervio adolescente por encamarte hoy mejor que mañana? ¿Cómo sería yo con las mujeres si sólo las conociese vestidas y por lo que ellas me dicen, no por lo que yo descubro y desnudo?
Jonás se ha desnudado sólo a sí mismo y no delante de nadie. Jonás sólo ha mentido a una mujer, a su madre, y nunca ha hablado de sexo con ninguna otra que no fuera su hermana, menor que él en biología pero mucho mayor en supervivencia y biografía.

Pero Jonás ríe mucho, sabe más y cuenta lo que se le pregunte. Ni esconde ni miente ni edulcora verdades. Y nunca le he visto llorar.

Yo también río mucho, pero lloro siempre que puedo, ya no hago esfuerzos por retener lágrimas que quieren conocer mundo, libertario que soy. También cuento, demasiado, y no me pregunto qué es lo que sé seguro. Y follo.

Ni juzgo ni comparo, sólo expongo con sorpresa.
¿Cuánto de mí es resultado de mis polvos y mis rupturas y mis conquistas y mis decepciones y mis gatillazos y mis sábanas manchadas? Y qué cojones importa de qué soy resultado yo, de qué es resultado Jonás. Su corazón late como el mío, su polla responde a estímulos como la mía... ¿su cerebro pervierte como el mío?

El otro día lo hablé por fin con Jonás. Le pregunté cómo era posible, porqué no intentaba nada, si le importaba hablar del tema o si le suponía más presión. Cómo puedes ver Virgen a los 40 y no verte con desasosiego en semejante gilipollez de película. Cómo puedes no charlar de sexo con tus amigos. Él, encantado de discutir su curiosa existencia, agradecido de intentarlo, pildoreó su balbuceante discurso con muchos "no sé" y "ya tío, si tienes razón". Pero sonriendo, como sólo lo hacen los niños cuando les pillan haciendo una travesura divertida, entre sorprendidos por los captores adultos y orgullosos de su pícara hazaña. Sabiendo que el sentido del humor no tiene rival, ni siquiera la maldad se le enfrenta, y es que la niñería que han hecho es excepcional. Como lo es el no haber follado a los 32. Y yo insisto, engrandecido por descubrir que Jonás está más que dispuesto a hacer un simposio sobre El Tema.
- Pero, tío, ¿es que no te apetece o qué?
- Sí, claro que me apetece, pero como que siento que se me pasó el momento para ir entrando a tías, ¿sabes? No sé, si yo sé que tienes razón, que en realidad es simplemente porque no hago nada.
- Pero ¿y porqué no haces nada si te apetece, tronco? Y no se trata de ir entrando a tías, es el tonteo, no sé, el juego, macho.
- Ya. Es que... no sé, tío, es que no lo sé. Supongo que ya ni lo pienso. Y ya, claro, pues quiero que sea con alguien que me mole de verdad, que ya qué más da esperar un poco más.
- Si eso me parece bien, joder, follar siempre es más divertido cuando hay algo más, pero es que tampoco haces nada para enamorar a nadie, Jonás, joder.
- Ya, tío, si tienes razón. Si tengo ahí a un par de ellas con las que yo creo que se podría hacer algo. Pero no sé, luego estoy con ellas y no se me ocurre, no sé, no sé qué decirles, no sé, hablo de otras cosas...
- Ya... bueno, tío, al sexo hay que darle su justa importancia. Es muy importante, pero no tanto. No te rayes, ya llegara.
- Si yo no me rayo.
- ¿No?
- No, ¿para qué?
- ¿Para follar?
- ¿Si no piensas en el sexo como un simio a medio evolucionar, no follas?
- ¿Me lo estás preguntando? ¿A mí?

jueves, 22 de enero de 2009

El juego, el sueño y las horas que vuelan

Aunque no me importa que me llamen Julito, es más, casi nadie me llama por mi nombre bautismal, Julio, me sorprendió que ella, perfecta desconocida, decidiese despedirse con un "Un beso, Julito".

- Pero, si no me conoces, ¿por qué me llamas en diminutivo?

Y ella respondió en el acto, sin pensar, que es cuando se contesta de verdad.
- Porque eres un niño.

Después de que se desconectara, de que termináramos una conversación que duró dos horas y demasiado, me quedé con esa frase en la cabeza, repitiéndose, como los ecos de Obama. Porque eres un niño...
Soy un caprichoso. Quiero volver a hablar con ella, de todo y de nada, sin conocerla, sólo sabiendo su nombre, Sandra, e intuyendo todo lo demás, con lo equivocado que podría estar.
Soy impulsivo, no puedo evitar llevar a cabo lo que me late en las venas tan fuerte que mi cuerpo parece envase de gaseoductos de Putin.
Deseo y lloro como sólo un niño puede hacerlo. Y río y sueño como un niño. Vivo más que el resto de los grises que me rodean. Más intenso, y las ostias que me pego son más peligrosas para mi salud mental, pero me las pego, y eso es experiencia que me llevo a donde vaya, que no lo sé, ni me importa. No es ni mejor ni peor, es la manera que conozco. Y ya no me la planteo. Ya no. Así que, sí, soy un niño, y ya es que me da igual, ya soy coherente con esa idea y todo me importa un maldito carajo. Sólo lo que le preocupa a un niño me preocupa a mí. Jugar, reír, correr, conocer, tropezar...

- Dime al menos tu nombre. Un nombre dice mucho sin decir nada - siempre fui un chulo y siempre lo seré, y no iba a ser menos con una desconocida.

- No. Ponme tú un nombre - jugaba ella.

- Estamos en desventaja. Tú sabes cómo me llamo - me plantaba yo.

- Vale. Me llamo Sandra.

- ¿Ves? Dice mucho, sin decir nada - chulo, siempre, hasta el final.

Así que se llama Sandra, pero no sé nada más de ella. Llegó a mí en forma de ventanita del Messenger, usurpando la cuenta de una amiga común a la que hace tanto que no veo que ya no sé si es común o sólo una extraña, pero es amiga, que eso no conoce de tiempos y distancias. ¿Y qué dirá la amiga común? Según me contaba mi interlocutora sin rostro, nuestra amiga estaba en el salón con más amigas mientras Sandra jugaba tecleándome. Laura no sabía nada, pero lo sabrá. Por mí, claro. Que soy un niño.
J u l i t o. Leer mi nombre en pantalla, con la mayúscula inicial, rara avis en Messenger, simplemente me pone, es como si destacara entre el resto de palabras, es como si me indicara que se toma su tiempo en escribirme, porque quiere hacerlo bien. Y eso, a mí, crío sin tapujos, ¿cómo no me iba a gustar? Sin circunloquios ni rodeos. Y si encima los dedos que teclean están manejados por una mujer que me cita a Wilde, la hemos liado.

- No sabía yo que Laura tuviera amigos tan golfos como tú - provocaba ella.

- Ni yo que Laura tuviera amigas tan lanzadas como tú - devolvía yo. Y la pelota iba y venía, sin cansancio, sin perder su novísima apariencia, sin saber dónde botaría a la siguiente, si dentro o fuera, o incluso en la línea, que es dónde el juego puede volverse loco; sin saber incluso el marcador, en qué set estamos, quién tiene la ventaja, quién cojones eres y porqué me has agregado al Messenger para luego quedarte bailando en mis sienes.

Y el caso es que sin saber de mi existencia, ella intuía mi presumida inmadurez, mi admiración a Peter Pan, mi absurdo anhelo de plantarme en estos 27, que los 28 ya están más cerca de los 30 que de los 25 y yo quiero ser Dorian Gray. Y terminamos hablando del misterio y del azar, de los juegos y las reglas, pero nunca de mí ni de ella. No sé en qué trabaja. No sabe en qué trabajo. No sé si le gusta más Nueve semanas y media o Notting Hill. No sé nada, y me encanta, porque todo está por hacer después de dos horas y demasiado en las que yo terminé siendo un niño y ella fantasma que perturbó una tarde que no prometía ninguna diferencia con la del día anterior y el siguiente. Y hoy llegaré a casa y miraré el Messenger, buscando su nick, o tal vez aparezca como Sandra y el misterio se diluya, pero... la fase siguiente al misterio no tiene porqué perder encanto. Soy un niño y así me toca pensar. ¿Pensar?

sábado, 17 de enero de 2009

Camiones, camas y otros misterios

Yo quería haber dormido con la chica rubia, y al final, siempre mejor que dormir solo, conseguí una morena a mi lado. No la que yo quería, pero suave, dispuesta y lasciva, que ya es mucho.
Mientras me corría con la morena, la rubia se me aparecía. De repente era su cara la que se contraía, era su cuerpo el que sudaba bajo el mío, era su recuerdo lo que provocaba mi orgasmo, no los esforzados contoneos de la chica que efectivamente ocupaba mi cama pero no mis deseos.
Podría sentirme mal por esto. Podría considerarme un tipo sucio por preferir cenar sólo un segundo plato antes que acostarme con el estomago vacío y con las tripas llorando. Incluso al escribirlo podría sentirme asqueado, pero qué va. Hasta qué punto soy frío que puedo contar todo esto sin rodeos ni circunloquios, sin tirar de excusas que nunca lo son y sin ocultar nada.
La rubia me dejó claro que lo que fue, fue, y que repetirlo tal vez no tenga sentido. A la hora le mandaba un mensaje a la morena diciéndole que le hacía un hueco bajo mi manta y ante una peli, que hace frío y se me antoja buen plan. A las dos horas, Tom Hanks en pantalla, una pierna ajena rozándose con la mía, y una erección en ciernes que no desaparecería hasta el desayuno.
Y ahora, solo otra vez, lo pienso y ni me relamo ni me flagelo. Busqué un bálsamo ante una negativa que no quería oír pero que debía esperar, y lo encontré. Lo usé. Me curé durante unas horas, Paracetamol en resacas. Y ahora, que el efecto ha desaparecido, vuelvo a pensar en la rubia.
Incluso llamarlas por su color de pelo puede parecer un intento de denigrar. Pero no, no quiero nombres y, como Easton Ellis en American Psycho, busco describir por un solo rasgo externo. Él uso la ropa y sus marcas, yo elijo el pelo y sus colores aprovechando que la una es antítesis de la otra. Morena y rubia, nada y algo. Mierda, no sólo en el color de pelo son polos opuestos. A la rubia la pienso, a la morena me la follo sin pensar demasiado, que son dos verbos que no suelen llevarse bien.

Se me pasa por la cabeza la idea de que debería darme con un canto en los dientes por tener refugios ante una tempestad de noes.
Pero luego esa idea es atropellada por el camión rotulado con un no-consigues-lo-que-quieres.
Me encantan las mujeres. Creo que no he conocido a una sola mujer sin sopesar las posibilidades de encamarme con ella. Mi cerebro desnuda a mujeres que me dicen su nombre, lo cual no quiere decir que vaya a hacer realidad los caprichos de mi hipotálamo, que regula mi temperatura con el mismo entusiasmo y criterio con el que Nerón quemaba Roma. Yo sólo le rompo las cadenas para que mi masa encefálica haga y deshaga y luego ya veremos si la satisfago o no. No sé si soy bicho raro en eso, o si al final todos somos iguales y todos decimos lo mismo, mentiras, porque quien más quien menos ve a las mujeres como lo que son, mujeres todas ellas con cierto poder de seducción.

Pero filosofías de galletita china aparte, ayer follé con una chica de buen ver y pelo negro cuando lo que quería yo era haber dormido con una chica de pelo castaño claro, y punto. La morena disfrutó y yo también, reímos y fumamos y bebimos e hicimos bailar la cama, y ambos sabemos que eso es lo que ahí, ella heroína de Sexo en Nueva York, yo artista invitado en algún capítulo suelto, personaje de usar y tirar. Así que no hay problema, ni de conciencia ni de flacidez, y el cuerpo se queda contento y a otra cosa mariposa y nos llamaremos cuando el cuerpo implore compañía.

Sí, todo eso está muy bien, pero ahí está otra vez el camión de cuatro ejes arrasando con todo.

martes, 13 de enero de 2009

Bea

Nunca había estado con un hombre. Eso por delante. Pero que no quería follar con él, ahora, en la puta acera si hiciera falta, amigo, eso ya no estaba tan claro.
De momento bailar como habían bailado y besarse como se habían besado, dejando a la lujuria al lado de niñería en el diccionario, ya era un hecho. Y lo había disfrutado. Y ahí es cuando las luces rojas de su cabeza, que no se sabe para que están, si para iluminar o cegar, se encendieron como locas, parpadeando como doscientos aviones pasando tan lejos sobre ti. Y no las había hecho el más mínimo caso. Estaba extrañamente tranquilo andando sin decir nada y cogido de la mano de un hombre.
No se había drogado aquella noche, y los cubatas que se había bebido no eran suficientes como para servir de excusa. Tampoco le acababa de conocer. Sabía como se llamaba él, a qué se dedicaba, su edad y gustos y sentido del humor, y su condición sexual. Y todo eso lo conocía desde hace años. Pero sólo hoy su radical heterosexualidad se tambaleaba, simplemente haciéndose notar, cuando antes siempre se la encontraba repantigada en un sofá en su esquina del cerebro o tumbada sobre los cojones.
Sólo hoy se planteaba la existencia del deseo hacia un hombre, con su polla y su voz y su nuez. Sin tetas que acariciar, sin coño que admirar, sin gemidos femeninos. Él le atraía, ahora, aquí, y no podía negárselo. Ni siquiera se había permitido un paso atrás, una idea furtiva que le disuadiera. Joder, le apetecía tanto como follarse a Marta. Con Marta todavía no había pasado de un juego de sobra conocido, lleno de mensajes por móvil y ventanas en Internet con todo tipo de dobles sentidos y demás alevosías tan permitidas como provocadas. Pero con él no había hecho falta ni reconocerse gay. De repente mirarle y desnudarle eran lo mismo, todos sus poros imploraban auxilio imaginando cosas que antes sólo había visto en la peli porno equivocada. Y sin poder recordar como, o sin querer hacerlo, también de repente se estaban lamiendo las lenguas y palpando el sexo ajeno en medio de una pista de baile.

Y ahora que anda con él hacia su casa a follar durante, eso espera, toda la noche, se acuerda sin saber porqué de su primera novia, Bea. Sólo de ella. El resto de mujeres ante las que se he quitado los calzoncillos no se le aparecen inoportunas.

Y ahora, que ya no entiende nada y tan a gusto, sube a una cama desconocida con una sonrisa y una erección descomunal sabiendo que no hay ninguna mujer esperándole. Sólo un hombre a su lado con la misma erección y la misma sonrisa y una nueva e inesperada muesca en su pistola.

jueves, 8 de enero de 2009

Locuras como...

Y Alex se despertaba otra vez en su cueva. Se despertaba estirándose en su lecho de paja y sin encontrar obstáculo para la completa expansión de sus delgados y venosos miembros. El píe izquierdo llegaba al final de la paja y su uña raspaba la pared fría. El píe derecho quedaba colgando en el vacío, mientras sus brazos no agarraban nada. Así Alex, una vez más, se descubría solo sin necesidad de abrir sus ojos amarillos.
Pero el cabrón sonreía, como siempre. Porqué sonríes, si estás solo, le preguntaban todas aquellas voces que en realidad no oía. Porque puedo, era lo que no respondía Alex.

Pero estaba solo. Y aunque podía sonreír, no quería estar solo, no engañaba ni a unos fantasmas que él creaba y en los que no creía. No lamento estar solo, lamento estarlo ahora, se reconocía al final el huesudo y aún sonriente Alex.
Tirado en su catre dibujaba sonidos en un papel y escribía cosas como "La última vez que maté un conejo, terminé vomitándolo, con lo que me gustó cazarlo". Luego tiraba las hojas llenas de semejantes idioteces escalofriantes a una hoguera que nunca encendía.

Eso, todos los días.

Alex llegó a pesar 35 kilos y no comió más que pescado crudo en su comedor de cien metros cuadrados con vistas al Pacífico, bien cobijado en su castillo de Santiago de Chile, heredado de una familia que menguó hasta la extinción. Nunca durmió en una cueva y no sonreía desde hacía tanto que la boca se le había quedado reducida a un botón por el que silbaba canciones que no conoce nadie y por el que dictaba órdenes que todos cumplían menos él.
Alex quiso creerse un mísero desgraciado y terminó siéndolo, pensando en lo que había perdido aquella vez, y añorándolo tanto que el recuerdo había deformado una realidad tan común como los ojos marrones: cuando amó sin reservas y una horda de negativas terminaron por convertirlo en el viejo que ya no se arrepiente de nada, pero que nunca volvió a esperar nada. Obcecado en la hecatombe sólo supo gustarse en la derrota y ser mártir para si mismo.
Lógicamente, tampoco ella fue a su entierro.

viernes, 2 de enero de 2009

Travesía

La última vez que una tía me gimió "joder, Alex, como me pones" fue hace tanto que ya ni me acuerdo de si alguna vez había excitado yo a una mujer.
Desde hacía demasiado tiempo la culata de mi pistola no registraba más muescas triunfales.
Si me desnudo y me confieso del todo, sólo puedo reconocer que llevaba sin follar tantísimo tiempo que la Guerra de los Cien Años se me antoja riña de borrachos.
Pero hoy una tía me ha susurrado "joder, Alex, como me pones". Y no era una fulana cualquiera, ni mi crédito se ha visto mermado por oír tan deliciosa frase con mi nombre recortado e intercalado.
Una amiga de una amiga en una fiesta cualquiera una noche más, de esas que sales por ahí porque quedarte en casa creyéndote cinéfilo ya hastía. Y te emborrachas y hablas con tu amiga y se incorpora a la conversación la rubia imposible, la que has saludado al llegar y has descartado tras un rápido cálculo de probabilidades, y de repente tu amiga recibe una providencial llamada y con la escultura con minifalda como única oyente tú te creces y sueltas un par de frases de esas que antes eran cientos, cuando estabas a muerte en el mercado y nada importaba, un no por respuesta no entraba nunca en tus planes, y entonces ella decide jugar a un juego del que tú inventaste las reglas y las creías olvidadas y se despeja la tormenta y resulta que si te hubieras quedado en casa creyéndote cinéfilo hubieras terminado haciéndote una paja a las cuatro de la mañana, y en cambio has follado otra vez, con una mujer que cuando se ha desnudado has buscado el móvil con la mirada, una prueba, una maldita prueba para que te crean cuando lo cuentes, porque lo vas a contar, lo estás escribiendo.
Sabes como se llama pero te encantaría olvidarlo. Un triunfo como ese, conseguido con el esfuerzo justo para creerte un dandy, no puede tener un nombre.
Tienes su teléfono, pero ojalá lo perdieras. No lo vas a borrar, pero una noche de lujuria como punto y final a la travesía por el Sahara no tiene número.

Así que he decidido que lo dejo escrito, la llamo, y mañana con suerte continúo escribiendo.