viernes, 29 de enero de 2010

De una suerte de asfixia

¿Sabes cuándo estás con alguien, con una chica, digo, y, siendo la situación de lo más inocente y trivial, ocurre algo, algo que tal vez sólo tú ves, sólo tú quieres ver? Algo absurdo, nada fuera del más aburrido normal, pero que te inquieta; algo que te despierta, que te hace pensar en si esa chica te ha sugerido de más, en si podrías con un poco de labia y de descaro mecer el curso de los acontecimientos previsibles hacia el terreno del juego de la seducción, de los dobles sentidos. ¿Sabes de lo que te estoy hablando? Claro que sabes.

Es como en Los puentes de Madison, cuando Meryl Streep sólo está fregando los platos, qué cosa más habitual, sin colores. Pero de repente ya no está sólo fregando los platos porque Clint Eastwood se le ha acercado más de lo normal, sin cambiar el tema de conversación monótono, sin hacer nada más que acercarse a donde ella friega, consiguiendo que ella ya no esté sólo fregando, allá con las manos enguantadas y hundidas en el agua jabonosa. El pistolero que envejeció romántico le roba el espacio vital a ella, provocando que la escena se llene de colores que no se ven pero se palpan, y ella quiere seguir fregando pero, preguntándose por qué, se ha puesto nerviosa. Han invadido su aire y Eastwood está ya por todas partes, tan cerca, su respiración se nota, la de ella se detiene. Sus cuerpos se rozan cuando él se cruza sobre el fregadero para alcanzarle algo a una madre que no esperaba volver a sentirse tentada por un hombre. Hay una explosión silenciosa en cada vena, músculo y hueso de los dos maduros que no esperaban encontrarse y que, sin más, se estaban buscando después de todo. Él monopoliza el oxígeno y ella boquea, como en un incendio, él es el viento y ella el árbol que se deja quemar, vencida.

Pues algo así me ha pasado hoy, siendo yo mucho más joven que Eastwood y ella sin querer ser Meryl Streep, y con el símil con la película revelándose en mi mente, rebelándola. Ella me repasaba las rastas, haciéndome un favor con el que le gusta entretenerse, los dos solos en mi casa, sin música, sin más conversación que la que propiciaba mi pelo y el país en el que estamos. Ella sólo enredaba mi pelo y en un momento que no sabría recordar he empezado a elucubrar en cambiar de tercio, en enredar yo con el suyo, no para cambiarle el peinado... para despeinarla. Pero un pensamiento tan suculento como ese se ha adormecido por la lógica de lo que es visible: sólo me está haciendo las rastas, llevamos dos meses conviviendo en grupo y ella quiere aprender a tejer así el pelo y yo soy el cobaya. Nada ha hecho ella para activar mi perversión y mi deseo, pero su cuerpo estaba tan cerca del mío que podríamos haber pasado por siameses. Yo sentado en un taburete bajo, ella en una silla, en un plano superior, con mi nuca a la altura de su pecho. Sus piernas quedaban cruzadas a mi izquierda, su muslo derecho marcando mi cadera a través de unos pantalones de tela fina, de la finura exacta para revolucionarme las neuronas, su pie desnudo apoyado en la mesa, quemándose por el láser de mi mirada, oculta para ella, que haya atrás sólo me colocaba la cabeza, me la ladeaba o me la erguía o me la hundía, tiraba del pelo y frotaba mechones, ella sólo hacía algo intrascendente, pero yo quería ser Meryl Streep, que al fin y al cabo sólo estaba fregando y al final mira como acabaron, despejando de cacharros la mesa de la cocina para revolcarse como adolescentes.

Todo se ha venido abajo con grandilocuencia, como el frente del Pacífico con Hiroshima y Nagasaki devastadas, como las demoliciones mal planeadas, como los peores matrimonios. Todo se ha frustrado con una tercera pisoteando mi imaginación, irrumpiendo allí donde dos, sólo dos, luchábamos sin armas por un aire que sobra pero que de repente faltaba. La batalla que sólo se libraba en mi retorcida cabeza, tan cerca de donde sus dedos bailoteaban, ha durado unos minutos que se le han escapado al tiempo, que han volado de la esfera de su reloj, porque hace mucho que yo ya no quiero saber la hora. Ha sido uno de esos ratos en los que podría haber pasado lo inconcebible, pero hemos dejado que todo siguiera su curso, manso, sin olas a por las que lanzarse. Puede que ella no se haya percatado de nada, que sólo los rescoldos de mi niñez justifiquen lo que he dibujado en el más rico de los silencios, pero me da igual, porque sin espacio me he puesto algo nervioso, y eso ha hecho que el día de hoy haya merecido la pena. Y mañana será otro día y me acordaré de esto y me sonreiré y responderé nada si alguien pregunta por esa expresión estúpida que se me ha escapado, porque no pasó nada, ni iba a pasar, supongo, pero podría haber pasado, y ese podría, ese condicional que conjuga mi ego, sólo mi ego, me ha sentado a escribir, porque el deseo es ese privilegio humano tan poderoso que puede convertir el momento más prosaico en un relato como éste.

miércoles, 27 de enero de 2010

Paso a paso, haciendo camino

En la última semana me han ocurrido dos cosas que me han dado que pensar sobre mi nivel de integración en este lugar. Las dos acontecieron andando, que estando parado te pasan menos cosas.

Sábado, once de la mañana, la peor hora que existe para bajar por el camino a Granada, con el sol riéndose cruel allá arriba y nuestras nucas implorando perdón acá abajo. Con un escocés, dos yankis y una canadiense, con la camiseta guardada en la mochila y las rastas apartadas de mi frente por un pañuelo enrollado en la sien, andamos hacia la civilización. Cinco blancos en país de mestizos. Cinco signos de dólar hollando un camino de chabolas, perros tísicos, niños sonrientes, mujeres ocupadas, y vagos que saludan desde su silla o hamaca. De repente, el ruido de un motor a nuestra espalda. Tenemos suerte, una pick up va en la misma dirección que nosotros y, como tantas otras veces, la paro y pregunto si nos llevan a Granada. Aparte del conductor, dos nicas van en la parte trasera de la pick up, gritándonos Granada, Granada, Granada como hacen los voceros de los autobuses que anuncian su destino a cada grupo de gente que, parada a la vera de la carretera, bien puede estar esperando ese grito para trepar al bus. Les respondo con el mismo grito, nos reímos y nos encaramamos a la pick up. Tras la cabina del conductor hay una tabla de madera cruzada que sirve como banco. La canadiense y un americano la ocupan, mientras que el escocés y el que es de New Jersey preferimos ir de pie.

Soy el único que habla español de entre los gringos que hemos sido recogidos a tan calurosa hora en tan polvoriento camino. Entablo conversación con los dos hombres, hablamos de los toros que hubo en Nandaime, sacándoles de dudas aclarándoles que no venimos de la Laguna, que vivimos en La Prusia, en la casa de voluntarios que queda una milla más arriba de donde nos han recogido. Les pregunto que a dónde se dirigen, van al mercado, un destino perfecto para nosotros. Todo es como siempre que he cogido raid (hacer autostop) en el camino de La Prusia, aunque esta pick up Toyota, como casi todas, roja y cochambrosa no la había visto nunca. Cuando llegamos y el motor se alivia con el giro de la llave, parados frente a la gasolinera que está pasado el mercado de Granada, me apeo de un salto. Tras de mí y con la ayuda de los dos nicas, bajan mis compañeros. Los dos nicas se quedan en la pick up, apoyados en la cabina del conductor con los brazos cruzados y mirándonos divertidos. Me despido de ellos y del conductor, que sale justo cuando paso a su lado. Le doy las gracias y hasta la próxima, justo a la vez que Tom, el de New Jersey, pregunta con acento '¿Cuánto?'. Me río y le digo que no es nada, hombre, que nos han traído a raid, que eso no se paga. Pero el conductor entonces me mira raro y extiende la mano con la palma, callosa y con dedos gordos como penes flácidos, hacia arriba. Mis cejas suben hasta límites insospechados, le sonrío cuando me pregunta quién paga y, creyendo que está de broma, porque qué otra cosa vas a creer sino, le digo que nada, hombre, que el raid no se paga. En ese momento un borracho que tengo el disgusto de conocer se mete en la conversación anunciando solemne, con la poca solemnidad que dan sus ojos perdidos y su mandíbula bailonga, que en Nicaragua los raids sí se pagan. Deduzco pues que no están de guasa, que de verdad pretenden que les paguemos. Contesto, porque soy el único que puedo hacerlo, es como si estuviera viajando con cuatro gatos en tierra de perros, que no, mae, que he cogido muchos raids ya en Nicaragua y nunca he pagado ninguno, nunca siquiera habían hecho el amago de cobrarme. Sigo escondiéndome detrás de una sonrisa que me niego a borrar porque sigo esperando que estén intentando tomarnos el pelo, porque siempre pensaré que la gente no se aprovecha de la gente, aunque la vida me haya demostrado tantas veces lo contrario. El borracho decide seguir llevando la palabra, con los dos nicas del pick up asomados y riéndose y con el conductor serio y con la misma pose de un taquillero en un espectáculo circense de tres al cuarto. Me dice el tipo sucio y ebrio que entonces ésta será la primera vez que pagaré por un raid en Nicaragua. Me carcajeo a gusto de semejante imbecilidad y le digo que no, que los raids no se pagan, que ya llevo rato acá, en su país, y jamás se pagó un raid, mae, dejemos la guasa ya. El conductor decide bajar de los cinco pesos iniciales por cabeza a un total de 20. Entonces es cuando ya borro la sonrisa, las cejas bajan y me achinan los ojos, arrugo la frente, cambio el tono, y sigo en mis trece. Si tengo que estar discutiendo hasta el atardecer, así sea, pero a mí no me la dais que he cagado tantas veces ya en este país que bien podría tener que pagar un impuesto para la limpieza de alcantarillas, tengamos la fiesta en paz. Respondo de nuevo lo mismo que ya he dicho, que no pago, que a cuento de qué. El conductor balbucea y encuentra una excusa. La gasolina es cara, mae, me dice, en un tono menos áspero que el del borracho que se ha metido donde no le llaman, pero que se está ganando a pulso que bordeé la camioneta y le estampe sus inútiles sesos en la acera de la que ha levantado su estúpido culo. Vuelvo a carcajearme mientras doy un paso al frente, poniéndome más cerca del conductor, pues puede que sea sordo y no me haya oído, o puede que sea ciego y crea que ha llevado a raid a niños de cinco años. Suelto la obviedad más grande que se ha dicho en este país desde que Sandino mandó a la mierda a los yankis. El viaje lo ibais a hacer igual, con nosotros o sin nosotros, nos habéis recogido porque habéis querido, que si no hubiéramos caminado y simplemente sudado un poco más, la gasolina que habéis empleado es exactamente la misma que gastaríais si hubierais venido sin cinco gringos en vuestra pick up de mierda que como me ponga chulo os la malcompro, tontos del culo. El conductor se calla, supongo que porque para qué hablar si lo único que va a salir de tu boca son sandeces, una detrás de otra. Pero no el borracho, que ha decidido que esta guerra también es suya, y sin otra cosa mejor que hacer, decide seguir inflándome los cojones, porque los cuatro que me acompañan lo único que hacen es adivinar alguna palabra y mirarme ora a mí, ora al borracho, como si estuvieran en un partido de ping pong. Así que el alcohólico que podría ser anónimo pero que a partir de ese momento tiene cara y voz para mí y siempre que le vea tendré ganas de meterle semejante ostia que no iba a tener garganta para tragar el guaro que desayuna, incide una vez más en que en Nicaragua se paga el raid, que si la gasolina es cara y que así funcionan las cosas acá, mae. Cuando voy a repetirle por enésima vez, porque no me importa, porque no tengo prisa, porque no te voy a pagar, que somos gringos pero no gilipollas, Tom saca un billete de 20 córdobas y se los da al conductor. Miro lo que ha hecho, veo que el conductor se da la vuelta con el billete desaparecido en su bolsillo, y me arranco diciendo que eso está muy feo, que el raid no se paga y que no me vengan con tonterías. El borracho intenta tomar la palabra de nuevo pero le interrumpo, porque se merece no sólo que le interrumpa sino que le arranque la lengua a mordiscos, y le digo algo que no había dicho en mi vida, y mucho menos usando el acento nica: Vos sos loco, que bien sé yo que el raid no se paga, ni acá ni en ningún sitio, mae, así que callate de una vez y vete a la verga, vos! (voseando, cambiando el acento de las esdrújulas y arrastrando las eses, como si hubiera nacido en Managua, por ejemplo). Me giro y empiezo a andar calmo, meneando los hombros, para escuchar como el borracho me devuelve el improperio: A la verga se va vos, perro! Decido que es suficiente y me alejo, sorprendido por el hecho de que he insultado en nica a un nica. Los cuatro perritos falderos me siguen, vistiendo incomprensión en sus caras.

Por primera vez en tres meses he mandado a alguien a la verga de tal modo que lo único que ha podido hacer el interpelado es devolverme el insulto repetido, con el mismo acento que le he robado. Me he sentido tan nica que miraría mal al próximo español que se me presente, colonizadores de mierda. Tom se me acerca y me pregunta si he dicho lo que he dicho, le digo que sí riéndome y él se queda rumiando la frase, como intentando guardársela, pero sabiendo que nunca, porque no habla castellano y nunca podrá desprenderse de sus pecas y sus ojos claros y su acento de yanki, podrá imitar el hablar de esta gente. Yo sí puedo, y lo he hecho casi sin darme cuenta, y estoy orgulloso, tanto de eso como del hecho de que, aun sabiendo que 20 pesos no son ni un euro, me escocía pagárselos a estos ladrones, no por avaricia, sino porque ya pienso en pesos y sé lo que se pueden hacer con 20. Comerte dos enchiladas, comprar un paquete de tabaco, pagar un taxi para dos, media hora de Internet, una cerveza, una docena de donuts, un paquete de pan de molde en la panadería. No me suponen nada 20 míseros córdobas, pero estoy cada vez más cansado de que crean que por ser español soy, no sólo rico, sino tonto. Pues mira, no sólo no lo soy, sino que te insulto como me insultarías tú luego. Porque el avaro en realidad fue el conductor, porque malicioso fue el borracho, porque los cuatro con los que yo iba, de haber ido solos, no habrían dudado en pagar como si aquello fuera normal, y no lo es. Nadie paga por un raid, gringo o no gringo, tonto o listo, niño o viejo, mujer u hombre. Y no me las doy de extranjero experimentado en las triquiñuelas de este país, que sólo llevo tres meses y eso es menos de lo que tarda un niño en destetarse, no quiero parecer el listo de turno, pero lo que no pienso aparentar es que soy ciego. He visto y aprendido, que es a lo que vine, y lo que es mejor, he dicho, por fin, como ellos, sólo como ellos.

La otra cosa que me pasó no tiene nada que ver con malos tragos, con acentos, con insultos nacionales, es más, en realidad no me pasó nada, fue sólo una sensación que tuve y que no había experimentado en los tres meses largos que llevo en este país que nunca antes habría pensado que visitaría. ¿Quién carajo cruza el Atlántico para ir a Nicaragua?

De nuevo por el camino de La Prusia, de nuevo hacia la colonial y falsa Granada, de nuevo paseando por este hermoso lugar que no tiene nada digno de ver pero a tanta gente que conocer y que ya conozco, de nuevo con dos voluntarios que cuentan por días su estancia aquí cuando yo ya he tenido que ir a renovar el visado, esta vez los dos españoles, de Madrid, como yo, o cada vez menos como yo, eso es lo que quiero pensar, andamos. Ellos van hablando sobre Argentina, que los dos estuvieron visitándola. El perito Moreno, Iguazú, la carne a la parrilla de los domingos, la hospitalidad, el vino de Mendoza, lo avispados que son los bonaerenses, los viajes de 20 horas en autobús, el acento, las mujeres, Argentina. Departen sobre la nieve que ha caído en Madrid y que los nicas sólo ven la tele, sobre lo peligroso que es Managua, o eso dicen, sobre la impresión que les dio el camino cuando lo cruzaron la primera noche que llegaron, montados en un taxi o en la camioneta de Hugo, sensación que casi no recuerdo. Ríen sobre cómo es hacer escala en Estados Unidos, se asombran de la fuerza de los enjutos nicas y de lo pronto que las mujeres empiezan a tener hijos que terminarán contando por docenas y teniendo que inventarse sus nombres. Discuten sobre el valor del euro en estos países, analizan forzados el precio de la gasolina y comentan en chascarrillo los parásitos que han leído pueden colársete por entre los dedos de los pies y anidar dentro de tu piel, tan blanca y poco preparada. Y mientras ellos entrenan la fuerza de su lengua, yo saludo a izquierdas, luego a derechas; me detengo con el pequeño Erik a decirle que mañana tenemos práctica de fútbol, que no me falte y que entrene con su balón mientras; respondo al vacile de Junior que me sigue llamando Shakira por las rastas y que sigue queriendo enseñarme a jugar al beisbol, incitándome a apostarnos 10 dólares en un partido nicas contra voluntarios, 10 dólares que no ha visto en su vida y yo aconsejándole que, ya puestos, mejor 100; le grito qué paso, cochón, a un chavalo cuyo nombre no termino de retener y que me llama Julio Voltio, tengo que averiguar qué es eso; le sonrío a Julia que nos adelanta en su bici y sonriendo ella con una fila de dientes blancos y apetecibles si no fuera porque sólo tiene 17 años; respondiendo todo bien a la pregunta de qué pasó, Julio, que me lanza Lenin cuando pasa con su moto hacia casa de su cuñada.

No fue hasta que me senté en el cibercafé de Granada cuando me di cuenta de lo poco que me interesaba la charla de los que nacieron en la misma ciudad que yo, prefiriendo diez mil veces más todo lo que me pasó en el camino, que no fue nada, porque ya no es nada, porque he andado por ese camino tantas veces haciendo exactamente lo mismo que ya no es nada, cuando en realidad lo es todo en este viaje. Soy alguien cuando bajo por el camino de La Prusia, los gringos son los que iban hablando sin darse cuenta de por dónde andaban y de quién les miraba. Todo es cosa de tiempo, supongo, y yo he necesitado tres meses para que el camino La Prusia-Granada se convierta en un racimo de conversaciones entrecortadas con quien me cruzo por el trayecto. Cuando llegué, bajaba igual que mis dos compañeros madrileños, tardaba cuarenta minutos en alcanzar al cementerio. Ahora, si quisiera, no llegaría nunca.

Esas dos cosas tan nimias me pasaron, y en la poca importancia que tienen me he quedado nadando, sin ahogarme, respirando tranquilo y haciéndome el muerto, sopesándolas hasta concluir que son los pequeños detalles los que te demuestran las más grandes de las cosas. Un insulto y un paseo para darme cuenta de que sí, por fin, tengo nombre en este lugar, ya no soy un bicho raro, o al menos ya no lo soy tanto. Tres meses, un visado, la vida de un ratón sin suerte, mi tiempo, el de ellos, noventa días para ser Willie Fog sin moverme del sitio, sin cogerme un globo, sólo andando, siempre andando.

lunes, 25 de enero de 2010

Diez días queriendo ser Caribe VII - Let's go, fisherman!

A las 7 estamos camino de Awas de nuevo. De nuevo a la altura de Raitipura nos asalta un nuevo personaje, rapado y de sonrisa forzada. Nos suelta el mismo discurso que ya nos dijo Mr. Orlando, que nos hace de guía, que bla bla bla. Le decimos que se le han adelantado y pone cara de resignación. Mientras le damos largas, una horda de niños nos asalta y uno de ellos, haciendo gala de un total desconocimiento de la discreción, me pregunta qué le pasa a mi pelo. Respondo que es que estoy a ver si me hacen rastas, que lo de las trenzas es temporal. El niño sonríe y canta "hey you rastaman" y sale corriendo. Seguimos nuestro camino, yo pensando que el primero que me ha llamado rastaman es un niño descalzo que me ha vacilado en mis narices.

Al pasar el portón enrejado, que no hace ninguna función pues tiene toda la pinta de llevar sin cerrarse desde que se erigió, nos cruzamos con un negro alto y desgarbado, con rastas finas bailándole entre los omoplatos y una perilla malamente recortada subrayándole una cara guapa. Va descalzo, con una camiseta blanca de tirantes y pantalones pirata vaquero. En una mano lleva dos pez gato y en la otra una botella de Toña. Le saludo al pasar con un cantarín Hello y él responde con un susurrante Yeah man que nos enamora a Lau y a mí. Yeah man, para qué decir más si tu cuerpo, tu porte y tu rollito completan el significado de tan escueta frase. Reaccionamos tarde como para tirarle una foto, porque lo cierto es que se merece quince.

Mr. Orlando ya nos está esperando, listo para prepararnos un desayuno a base de café soluble y pescado frito, que nos ventilamos entre gemidos orgásmicos mientras él ultima la panga que nos llevará selva adentro. La mujer, callada, invisible, nos sirve el inusual desayuno y continúa con las brasas. Shem, el hijo mayor de Orlando, entra y sale de la choza obedeciendo sin piar las órdenes de su padre. Cuando salimos de nuevo, con el café y un cigarro, vemos que hay alboroto en la playa. Vuelven los pescadores de marisco, con buenas dosis de cangrejo pero pocas de camarones. Niños desnudos y con ronchas en las piernas, algunas en carne viva, que no parece ni que las noten, revolotean alrededor de las pangas de los sufridos pescadores. Una mujer a la que hemos dado un cigarro nada más llegar aparece royendo una raspa de pescado, y a los dos segundos un par de niños se la piden. Ella se la pasa, ellos la roen aún más y cuando me doy cuenta la están mordiendo y la raspa ha desaparecido.

Al segundo aparece Mr. Orlando con una vela enrollada bajo el brazo. Nos hace señas para que nos subamos a la panga mientras Shem nos tiende unas botas de agua. Nos quitamos las chanclas, embutimos nuestros pies en las botas y nos metemos en ese tronco vaciado que se menea más de lo que ningún blanco sin Biodramina desearía. Yo voy al frente, Lau detrás, la vela enrollada a nuestros pies, Shem delante de mí, y su padre en la parte trasera, todos sentados menos Orlando, que con un palo largo va impulsando la panga para alejarla de la orilla. Me pregunto qué hacemos con las botas de agua puestas. Una vez que el palo no toca el fondo del mar, desenrollamos la vela, Orlando la encasqueta en un agujero del banco que tengo delante y dejamos que el viento impulse nuestro viaje hacia el norte, hacia la selva. Hace un día estupendo, con sólo un poco de viento ligero que no mueve las nubes que hoyan un cielo demasiado azul para describirlo, y el viaje es una oda al placer de navegar. En la orilla, un grito sale de entre los árboles. Orlando mira y responde con otro grito. Es un cazador de venados, nos dice. Sale de entre los árboles y le veo andando por la orilla, sin ningún arma entre las manos.

Llegamos por fin a nuestro destino y entiendo porqué los españoles desistieron de hacer tierra aquí. Los árboles y la maleza tiran sus raíces al agua, no dando lugar a una mísera playita más allá de donde amarramos la panga. Orlando clava su palo en la arena y ata en él la panga. A su vera hay otra panga que se mece en el agua. Ahora es cuando él y Shem se ponen sus botas de agua, y yo es cuando me las quito para vaciarlas del agua recogida en la ida. Tengo los dedos arrugados como orugas viejas. Vierto el agua y me vuelvo a poner esos trozos de caucho agujereados y sigo a Shem, Lau y Clev al interior de la selva, por una senda de esas por las que sólo se puede ir en fila india. Es selva tupida, con el camino a veces embarrado y otras directamente cortado por un arroyo que salvamos haciendo equilibrio por un tronco mal puesto. No vemos monos, como mucho oímos algún pájaro y hacemos un alto en una de las tierras que es propiedad de la familia, donde lo que habían plantado fue arrasado por el último huracán. Orlando hace grandes esfuerzos por explicarnos lo poco que vemos más allá de lianas, palmeras, copas de árboles altos como gigantes y delgados como jugadores africanos de baloncesto, pero lo cierto es que sus explicaciones duran menos de cinco minutos, pues no hay mucho que contar. Llegamos a un claro donde dos hombres se desloman con el machete en mano. Son el suegro de Orlando y un joven de Awas, que están despejando el fértil suelo para iniciar una plantación de judías. En medio de la selva, un cultivo. Suena raro y absurdo, pero a tenor por la vegetación, la tierra aquí sólo podría ser más rica si en ella se encontrara oro. Pero a falta de metales preciosos que sacar, buena cosecha para vivir, que el oro no se come. Orlando no lo duda y saca su machete y echa una mano a los dos afanados compañeros. Cada golpe de machete de cada uno de estos hombres, sea del joven o sea del suegro que pasa de los cincuenta, arranca más hierbajos y cañas y raíces que los que diez españoles podrían arrasar con una hoz. Al rato, con algo más de terreno ganado a la selva, les dejamos con su tarea, sudando como pollos al horno. Un poco más adentro de esta selva en la que si de repente me dejaran probablemente moriría a la semana, más de desesperación que otra cosa, encontramos una cabaña derruida. Es la del suegro, que el huracán no respetó y que en algún momento tendrán que volver a erigir. Los rescoldos de un fuego reciente y algo de fruta recopilada son las únicas señales de supervivencia entre la devastación y la jungla. Tras la cabaña venida a menos está la plantación de yuca, banano y piña. Shem y Orlando se dedican a arrancar los arbolitos de la yuca y con el machete cortan el tubérculo, que echan al saco. Sólo los matojos grandes indican que la yuca ya está lista, y van tirando los tronquitos siempre al mismo lado del huerto, con lo que están formando una valla natural que delimita el campo sembrado de la selva salvaje. Miramos mientras trabajan, qué otra cosa podemos hacer dos blancos en terreno indígena. Lau tira alguna foto y yo me dedico a sonreírle a Shem, que va recogiendo la yuca que su padre va arrancando. Cuando llenan el saco, nos llevan a ver la piña. Nunca había visto una piña plantada, que nace en el suelo, como las lechugas. Son pequeñitas y su cresta verde asoma de entre el suelo en rebeldía, dura y puntiaguda, prometiendo dulzura bien protegida por la coraza de la fruta. Y los bananos están justo detrás, levantándose orgullosos por encima de los árboles frondosos de la selva. Están repletos de bananos, completa ebullición, así que arrancan un buen manojo, de unos treinta frutos alargados. Y con eso nos damos por satisfechos, un saco lleno de yuca que Orlando se pone a la cabeza con la facilidad con la que yo me pongo los gayumbos por la mañana, y el par de docenas de plátanos que Shem lleva incómodamente al hombro. Desandamos el camino estrecho, yo detrás de Shem cerrando la fila, que si esto fuera una película de Hollywood, sería pues yo el primero en morir a manos de una fiera asesina o de una tribu en taparrabos, lanzas y escudos pintarrajeados, sin que el resto de la fila se percatase, cayendo uno a uno… pero qué peliculero soy. Y en esas estoy cuando veo a Shem pararse y mirar al suelo. Deja los plátanos a su lado y agarra con suavidad una liana que repta por el camino, delgadita. No acierto a saber qué está haciendo, primero pienso que jugando, y sigo andando. Llego a donde está la panga, que está a punto de inundarse, porque hace aguas por una pequeña grieta que a la ida iba Shem tapando con paños y hojas, y al rato llega Shem agarrando la liana que ha arrancado de un extremo, y del otro cuelgan los plátanos, por detrás de su hombro. Se ha fabricado una cuerda en lo que yo tecleo esta frase. Pienso que si yo necesitara ayuda en una situación parecida en mi mundo, llamaría un taxi o a un amigo con coche. Cargamos las cosas en la parte delantera, donde a la ida venía Shem remendando la grieta de la panga, y nos situamos en las mismas posiciones de antes, ahora ya sin las botas puestas, ingenuos que somos. Orlando empuja la panga con el palo hasta alejarla de la orilla y me pasa un remo. Él detrás remando a la izquierda, yo delante haciendo lo propio a la derecha. Cuando veníamos, con el viento dándonos a la espalda, navegamos. Ahora, con el viento en contra, toca avanzar a golpe de remo. No se me había ocurrido que esto iba a ser así, y se me ocurre que sí, que es una excursión a la selva lo que hemos hecho, pero que en realidad no es más que acompañar al padre y al hijo a por su siembra y a ayudarles en la dura tarea de volver remando. Y encima pagamos por ello. Qué cosas. La travesía dura unos cuarenta minutos, y yo a los cinco estoy derrengado. Viendo que flaqueo, Orlando se ríe y grita a mi espalda "Let's go, fisherman!" Qué pescador ni que ocho cuartos, si yo sólo soy periodista, y ni siquiera de los que salen a la calle en busca de la noticia, sino de los que están frente al ordenador edulcorando textos. Le respondo que es que yo no estoy acostumbrado a esto, que ellos son duros. Él me responde con un "we do this everyday", pero sin querer sonar chulo, con el mismo tono de obviedad que empleó Danly en Rama Cay cuando me dijo que se hacía 18 kilómetros a remo en mar abierto en menos de cinco horas. Razono para mis adentros que al igual que yo no estoy acostumbrado a hacer lo que esta gente hace a diario, ellos no lo están a mi rutina, a trabajar con ordenadores o desenvolverse en una ciudad como Madrid. Concluyo mustio que lo que yo sé hacer no me salvaría nunca la vida, mientras que lo que Shem o su padre ejercen con soltura les da de comer cada día, aunque no haya nada a la vista para llevarse a la boca. Yo moriría aquí en diez días si me dejaran solo. Ellos en Madrid encontrarían la manera de sobrevivir. Termino pasándole el remo a Shem, que a un ritmo más pausado pero constante que el mío, aguanta el resto de la travesía sin siquiera hacer una mueca de agotamiento.

De nuevo en la playa de Awas nos tiramos en la hamaca mientras la mujer de Orlando cocina el rondón que nos espera, a saber: sopa de pescado, yuca y banano. Lau y yo comentamos con satisfacción el hecho de que no nos hayan pedido un peso más allá del presupuesto acordado por el día de excursión. Comer lo que acabamos de extraer de la tierra es un placer al alcance sólo de los que tienen dónde sembrar. Está exquisito y desaparece de nuestro plato en menos tiempo de lo que Shem ha tardado en fabricarse una cuerda con una liana.

Volvemos a la hamaca, donde intentando dormitar nos interrumpe un tipo que apesta a alcohol. Balbucea cosas incomprensibles, acierto a entender que despotrica contra Orlando, que si volvemos mañana es mucho mejor que lo hagamos con él que con nuestro esforzado anfitrión. Noto como la sangre me hierve, pero en la hamaca se está demasiado a gusto como para buscar la confrontación con nadie, así que lo único que hacerle es empujarle con suavidad cada vez que se inclina demasiado cerca de mi oreja para susurrarme sus necedades hediondas. Es realmente repugnante. Le respondo que a mí esta gente no me resulta tan mala como él me anuncia, que me deje tranquilo que quiero descansar, pero no se da por vencido y continua creando cizaña, algo que no va a conseguir ni aunque el mismísimo Zeus se acomodara en su hombro para darle la razón. Aparecen dos chavales que se ríen de él y sin hacerle caso me invitan a jugar al fútbol con ellos, pero entrar en la hamaca es fácil e imposible salir de ella con tanta facilidad, y el rondón está todavía surcando mi estómago. Terminan casi encarándose al tipo, mofándose de él y alejándole de nosotros, respetando nuestro sosiego. Me da la impresión de que Orlando, su familia y sus amigos nos protegen. Cuando por fin se aleja, se acerca Shem, que le ha tirado un par de piedras mientras el borracho intentaba convencerme de lo imposible, y me dice que no le haga caso, que es el borracho del pueblo, porque en toda sociedad alguien tiene que hacer el papel de tonto del pueblo y este se esfuerza en representarlo.
Al rato Orlando se acomoda a mi vera buscando conversación y la abre con una pregunta que me deja estupefacto: "What's the name of the president of Spain?" Zapatero, le digo, y quiere saber qué tal es. De verdad que no sé cuántas veces he flipado ya en este viaje, me río yo de los profetas del LSD. Le cuento mi impresión sobre un presidente que nunca conocerá y le dejo que me hable él de sus ideas políticas, mucho más interesantes que las mías. Volvemos a hablar de la contra, y ahora reproduzco este párrafo suyo, que por elocuente me resultó encantador: "The sandinistas wanted to take our lands and change our traditions, brother. They wanted to put us on the swamp so they could came to the coast and t olive. We said: 'if you want to do that, you will have to kill us all'. So we fighted, and they gave up". Todo ello dicho con ese acento y esa forma de comerse consonantes que simplemente termina convirtiendo el inglés en un idioma diferente, con poco entusiasmo pero demasiada convicción, quitándose la gorra a veces para limpiarse el sudor de su tremenda cabeza, y siempre sonriéndome. Embobado una vez más busco la grabadora que traje y que no encuentro, pero sabiendo que esto no se me olvida.

Rumio que esta gente son una tribu auténtica, y ahora yo apostillaría "salvando las diferencias", pero cuando las diferencias son tan vagas como la ropa y la cancha de baloncesto, para qué salvarlas. En este día que compartimos con ellos, si nos borramos a Lau y a mí de la escena, únicos blancos entre miskitos, y también a las canastas, las camisetas y las gorras, este día de diciembre de 2009 se encontraría con total similitud en el diciembre de 1400, por ejemplo. Pangas prehistóricas, pesca, reuniones tribales y chozas de madera y techo de palma, el progreso se ha olvidado de esta gente, y ni falta que les hace. Si acaso la luz eléctrica, que les llegó hace cuatro años y aparece en la población de cuatro de la tarde a seis de la mañana.

Cuando nos vamos a ir, Orlando nos cuenta que su madre necesita unas medicinas, que sino nos importa que venga con nosotros a Lacoon y que le ayudemos con el tema. Claro que sí, amigo mío. La gran diferencia en lo que a dinero respecta entre esta gente y los McRea es que éstos nos pedían plata para lo que fuera mientras que Orlando nos dice, con absoluta sinceridad y sin esconderse, lo que necesita y nos pide que se lo compremos, él no quiere más dinero que el acordado por hacernos de guía. Así pues nos ponemos en camino con el sol cayendo. Hacemos una parada en Raitipura, a que Orlando hable con un amigo que teje una red de pesca y yo aprovecho para comprar pan de coco en la misma casa. Cuando continuamos el regreso le decimos a Orlando que nos gustaría volver mañana, esta vez para pescar con él. Pone cara de asombro, como si nadie jamás hubiera ido dos días seguidos, pero obviamente accede, a las siete de nuevo, esta vez en busca de ese pescado tan escurridizo que antes encontraban con los ojos cerrados.
Le pregunto mientras andamos a buen ritmo, él con la visera de la gorra ladeada de tal manera que le cubra de dónde nos golpea el sol de la tarde, que cómo se dice flaco en miskito, que así es como me llaman en La Prusia y que en rama se dice suinyi. Me dice que es biánwa y se ríe por mi absurda duda idiomática. Ya tengo mote en tres idiomas, dos de los cuales nadie de mi entorno en España sabe siquiera que existen.

En Lacoon probamos en dos farmacias y en ninguna de las dos tienen una de las medicinas que requiere la madre de Orlando, que tiene una infección bucal. De la que sí tienen son cuatro córdobas el comprimido, un precio escandaloso para un nica. La sanidad aquí es pública, pero los medicamentos son inalcanzables para su economía. Me cago en las farmacéuticas una vez más. El ibuprofeno se lo regalo yo, y otros dos medicamentos los encontramos. Paramos también en una ferretería para comprar anzuelos y sedal para nuestra aventura de mar de mañana y nos despedimos de Orlando, hasta mañana a las siete, brother.

En el hotel nos sentamos al lado de una pareja formada por una blanca y un nica, ella española por el acento. Terminamos uniendo mesas y compartiendo cafetera. Ella, Cuti, llegó a España con las brigadas de paz, en plena guerra, y allí conoció a Miguel, natural de Ocotal, un pueblo de campesinos al norte del Pacífico. Miguel vendría a ser un maki pero al estilo al nica, pues huyendo de la represión somocista en los primeros coletazos de la revolución tuvo que esconderse en las montañas durante un año, sin bajar nunca al pueblo a ver a sus padres. Nos explica que era tal la represión que si una patrulla de somocistas te veía calzando botas embarradas, ya daba por hecho que eras un rebelde y, sin más, te disparaban si tenías suerte, te apresaban si el azar no te sonreía. Para él, claro, como para casi todos, Somoza no era sino un clan de hermanos déspotas, caprichosos, sanguinarios, proyankis, esquilmadores, corruptos e hijos de puta. Él tiene ahora mismo cincuenta años exactos, o sea que en la guerra contaba veinte. Dice que el primer FSLN en el poder, el de Ortega y Sergio Ramírez, era un buen gobierno, el único que ha tenido Nicaragua. Que ahora es un insulto que se sigan llamando sandinistas, que es más o menos la idea que nos estábamos ya forjando Lau y yo. Si Sandino levantara la cabeza lo primero que haría es patearle el culo a Ortega, tal y como hizo con los yankis en los treinta.

Cuti nos cuenta como, con las brigadas de paz en el 84, cenaban con una banda sonora de tiros de metralleta, como los sandinistas que les protegían cenaban con ellos con el fusil apoyado entre las piernas, como Julia, una niña de quince años, sacaba tiempo para por la mañana ir a la escuela y por la tarde dar clases de alfabetización de adultos y por las noches sacaba fuerzas para hablar con los brigadistas y seguir cultivándose.

Hablamos del carácter de los nicas, que, cuentan, son famosos en Centroamérica por su hospitalidad y afabilidad, que son bondadosos al máximo cuando no tienen nada. Nos cuentan que el secreto de la pobreza de este país de suelo extremadamente rico está en la falta de industria, que desapareció cuando echaron a los Somoza. Miguel se queja de que todo material de construcción en este país es carísimo, zinc, madera, pintura, y que así es normal que la gente opte por vivir en chabolas, como en La Prusia, pues nosotros también les contamos nuestra escueta historia nicaragüense. Miguel confiesa que los nicas son los moros en España para los ticos, que son la mano de obra barata y anulada de Centroamérica.

Preguntamos por este viaje que están haciendo, pues toca pasar la navidad con la familia de Miguel, él se mofa de ello pues siempre las pasan con la familia de Cuti y ahora el que se lleva el gato al agua es él, por fin. Que su madre, siempre que la llamaban en navidad, decía que sí, que estaba bien con los hermanos de Miguel en casa, pero que sin Miguel es como si en estas épocas de nostalgia le faltara un brazo. Es el hijo predilecto y lo sabe, así que esta vez complace a su madre anciana, que quién sabe si éstas serán sus últimas navidades. Son una pareja graciosa, bien avenida, que se conocieron aquí en plena guerra y se fueron a vivir a España, donde a Miguel le siguen parando por la calle los policías para pedirle los papeles y él ya directamente les enseña el abono transporte mientras musita "joder, que llevo aquí más años de los que tiene tu hijo".

Nos despedimos, que ellos mañana han contratado un viaje con el hotel por las poblaciones garífunas de Orinoco y alrededores y nosotros hemos quedado con un hombre que no tiene nada pero no se lamenta de ello.

viernes, 22 de enero de 2010

Teseo no usaba látigo

La quiero tanto que la entenderé siempre, la entiendo incluso cuando dice que no me quiere.

Después de semejante frase, cómo anular el impulso de escribirla, de robársela al autor, que la dijo sin pensar, de carrerilla, como chillan los niños que se insultan. Y yo, anonadado por la brutalidad de la declaración, por lo preciso de su amor, por el valor de la sentencia, me quedo rumiando las palabras que se escaparon de sus tripas confusas. La quiero tanto que la entiendo hasta cuando no me quiere. Con el látigo volando sobre su cabeza y aterrizando sin freno en su espalda, Celta se flagela sentado, fumando un cigarro que se consume despacio, con la lengua desatada y el corazón en llamas, con el alma herida como los perros de La Prusia, que sin alimento se dejan caer en cualquier lugar del camino esperando nada.

Yo, como casi siempre, no sé qué decir cuando me hablan de amor, porque creo que cada vez sé menos sobre el tema, será por eso por lo que de un tiempo a esta parte, demasiado quizá, escribo tanto sobre él. Así que en mi inoperancia sólo alcanzo a quitarle el látigo al compañero de casa y de masoquismo, espetándole con tanta rectitud como cariño que no puede obviar el valor de lo que está haciendo, que no es otra cosa que acoplarse sin chistar a las decisiones de ella (incluso si decide no amarle más), reprimiendo las que él quiere tomar: irse, buscarla, traerla, demostrarle, amarla, hacerla madre de los niños más guapos que se han visto en este continente, donde abundan los retoños hermosos.

Celta, joder, que tienes los cojones cuadrados, como se suele decir en una hipérbole que desafía a la anatomía. Te has venido solo al culo del mundo, porque si el mundo en su redondez perfecta tiene un culo, ese es Nicaragua, que busca limpiarse pero lo hace con el papel manchado que le proporcionan sus dirigentes, demasiado inmaculados ellos. Y es que Celta se vino acá sin su perra de raza rara, sin esa furgoneta suya que cuenta más kilómetros de los que hace un peregrino motivado, sin droga que esconder, sin Elia que acariciar… cuando lo único que declara no saber hacer este hombre es lidiar con la soledad y con la melancolía. Como yo, maldita sea, como yo. Sé estar solo, él también, pero no tenemos ni idea de cómo dormir a gusto sin entrelazar las piernas con las de una mujer por la que no dormimos, nunca aprenderemos a dejar de buscar a alguien con la que compartirlo todo, la taza del váter, la cafetera, la marca de tabaco, las baldas de la nevera, la limpieza de una casa que una vez fue de los dos y ahora no es de nadie, porque al que se la alquilen después no es nadie comparado con los que una vez habitaron aquellas paredes. Qué difícil es cocinar para uno solo, qué odisea es llenar el frigo cuando el cocinero es el que ocupará la mesa servida para uno, mesa flanqueada por varias sillas por si viene visita, pero sillas vacías los días de diario, de rutina. Y Celta y yo somos de los que queremos una rutina en pareja, que entonces deja de ser rutina para convertirse en vida, en aventura, en riesgo de ser abandonado y volver a cenar solo, mirando al frente sin ver nada.

Mientras leía El retrato de Dorian Gray en inglés, Celta llamaba al pasado con un móvil que en Nicaragua es del futuro. Volvía él de una llamada demasiado rápida con la cara del que no ha oído lo que quiere oír pero sí lo que le tenían que decir, y lo sabías antes de marcar su número, iluso. No me llames más, no te quiero, Celta, déjame, olvídame un tiempo, por favor. El siempre bello Mr. Gray quedaba en suspenso, porque al que le sangraba el alma en tiempo real suspiraba en voz alta conclusiones que tendría que sacar por sí mismo, pero, una vez más y para subrayarlo, por sí mismo Celta no se cree capaz de gran cosa, cuando es sabido por todos los que hemos tenido oportunidad de conocerle un poco que sí él hubiera sido Teseo, el Minotauro no habría tenido lugar dónde esconderse en su propio laberinto, y Ariadna podría haber esperado tranquila, cosiendo quizá las velas del barco que debía llevarles de vuelta, a que llegara el héroe con la cabeza del animal sangrando en su mano izquierda, pues con la derecha porta la espada mágica. Pero Celta cree que sin Elia todo Minotauro es inmortal, imposible de cazar. Por eso, en un intento de aconsejar desde mi completa inocencia, le recomiendo que empiece a pensar en sí mismo, que aparte a Elia de ese torbellino que tiene por cabeza, que se meta de lleno en el laberinto pero esta vez no para buscar a nadie, sólo para aniquilar al Minotauro, por el mero placer de matar, de vivir él. Pero los consejos de poco valen cuando el que los da no cree demasiado en ellos, porque yo también creo que es imposible dejar de pensar en quien realmente te activa las neuronas por las mañanas y te las adormece por las noches. Despertarse sin cuerpo ajeno pero con la mente acompañada por quien no está, eso le pasa a Celta, eso me ha pasado a mí, eso creo que me sigue pasando, aunque la que no tengo a mi lado ahora mismo no tiene ni cara ni nombre, o si la tiene no la quiero ver y el nombre no lo quiero escribir, no me sale escribirlo.

Así que él se va a entretenerse con cualquier cosa, a practicar el arte de lo difuso, y yo me quedo entreteniéndome como mejor sé, robándole el látigo y usándolo para escribir. Cuando Celta vuelva de buscar cualquier objeto baladí, le leeré esto en voz alta y entonando, para que sonriamos los dos al final y nos volvamos a agradecer sin pudor el habernos encontrado entre tanta gente, huyendo los dos de mierdas que queremos dejar atrás pero que a veces parece que tienen alas, mierdas voladoras que no nos dejan tranquilos. Porque qué difícil es reconocer la empatía y aún más lo es ponerle buena cara a un tiempo que se nos antoja jodido cuando en realidad es estupendo, que la mierda no vuela, coño, y sólo nos persigue si se lo permitimos. Por fin no sólo hacemos lo que queremos, sino que nos place hacerlo sabiendo que nos hace bien. No te olvides de ella, amigo, nunca, aunque quieras no podrías, ya lo sabes, pero enterremos el puto látigo que de nada sirve sobre el lomo propio cuando cualquiera nos diría que estamos haciendo lo que tenemos que hacer, que es buscarnos a nosotros mismos sin nadie que interfiera, para bien o para mal. Y si ella dice que no la llames más, la próxima vez marca el número de tu móvil desde ese mismo móvil, para que, por la aburrida lógica de la tecnología, te dé comunicando y así entiendas que es símil de que estás ocupado, contigo mismo y con el mundo, pero tú solo y con él a tus pies, sin hundirte ya en el fango sino chapoteando en agua que se va aclarando según pasan los días, porque al final los días pasan aunque aquí en el Trópico a veces las horas duren mucho más que sesenta minutos. Y al Minotauro nos lo comemos con patatas y a Ariadna que le den por culo, que se quedó gritando en una isla perdida. Y volveremos a buen puerto, aunque sea como él, con las velas negras que debían servir sólo para anunciar su muerte, pero si la tormenta destroza las blancas, mejor usar esas que quedarnos a la deriva buscando la isla donde abandonamos a la desagradecida Ariadna. Y ni Elia es Ariadna, ni tú eres Teseo, ni el Minotauro es nuestro miedo a la soledad, pero qué bien queda la metáfora. Sonriamos, de nuevo, así.

jueves, 21 de enero de 2010

Por hacer algo

Pues a ver por dónde empiezo. Supongo que por cuando me jubilé, sí, yo creo que ahí es cuando todo empezó a irse al garete, al menos aún más que habitualmente. Pues eso, resulta que cuando me jubilé lo único que pasó es que no pasó nada, ya sabe. En ningún momento eché de menos el ayuntamiento, pero vamos, ni de broma, porque además yo no era ni de lejos imprescindible en el ayuntamiento, ni siquiera el alcalde, Hernán Cedilla en aquél entonces, lo era, ya sabe, estaba siempre demasiado ocupado comprando por Internet cualquier estupidez carísima y probablemente tan inútil como él, como se comprobó después cuando investigaron las cuentas municipales, usted lo recordará bien. Pero bueno, a lo que iba. Después de jubilarte la gente dice que es entonces cuando puedes dedicarte de verdad a la familia, y es lo que hice, ¿no? Sí, ya sé, es una broma pesada, pero qué le voy a hacer si desde hace dos días estoy como chispeante. Pues eso, que la gente dice que después de retirarte puedes entregarte a la familia otra vez, que con el trabajo la dejas de lado y todo eso, pero como dice Larry Weicester en la serie esa de abogados, "la gente no sabe nada, las personas son las que aportan información válida", eso seguro que usted lo sabe bien. Además, en mi caso, mi único hijo, ese vago de Marco, no requería de una atención desmesurada que nunca le di, siempre fue Conchi la que le preparó la comida y la merienda y le planchó y le lavó cuando era demasiado pequeño para entender que el jabón no se come, pero mira que era tonto ese hijo mío. Y mi marido, que asimismo nunca fue un lumbreras, tampoco reclamaba mojigato ese caso que parece que rompe tantos matrimonios, la falta de comunicación y esas tonterías que está claro que no son fundamentales pero que muchos creen que son pilar de algo tan ficticio como una pareja bien avenida. Sólo el silencio y las visitas a las respectivas suegras consolidan durante años un matrimonio, sabe usted, apúntese esa que lo mismo le sirve. Además, él tuvo suerte con la suya, con su suegra, digo, mi madre, que murió cuando Jonás y yo aún éramos novios, allá por el Pleistoceno, si me permite la broma. Y ya que me deja hablar, pues no paro, ya ve, tanto tiempo sin decir ni mu y ahora parece que no puedo parar. Pues eso, que Jonás, que era seis años menor que yo, nunca llegó a casa antes de las ocho, que la zapatería la cerraba a las siete y media, como un clavo, con clientes o sin ellos, nunca tuvo vista para los negocios, y Marco tenía ya, cuando me jubilaron, digo, edad suficiente como para independizarse con Jimena, con la que no se casaba porque la amaba demasiado, decía, el muy gracioso, recitando a ese engreído de Oscar Wilde. No se lea esa oda a la vaguería que es El retrato de Dorian Gray, menuda pérdida de tiempo, en el siglo diecinueve parece que publicaban cualquier cosa. Pues eso, me decía Marco "Para qué me voy a ir de casa, mamá, con lo bien que se está aquí, y así encima te hago compañía", mentiroso. Dejé de preguntarle por qué no se iba a su propia casa cuando su novia, la Jimena, se instaló en el cuarto que Marco había ocupado desde que nació y en donde sustituyó los pósters esos feos de videojuegos y películas que no conozco por cuadros aún más feos de un tipo llamado Murado, y también pusieron puzles de catedrales que nunca visitaré, puzles que habían hecho a dúo, hasta ese punto se querían, fíjese qué cosas. Jimena era enfermera en el hospital de mi amiga Ruth, y ya sé que lo sabe, pero ya le digo, no puedo dejar de hablar, será que estoy nerviosa. Yo le preguntaba por Ruth, claro, por cortesía, ya sabe, pero sólo me respondía, qué aburrida era la Jimena, "nada" cuando yo le preguntaba lo típico, "qué se cuenta Ruth", y eso. ¿Sabe usted que Ruth se murió de repente de un colapso nervioso en la cola del super? Esa sí que es buena, menudo epitafio, ¿se imagina? "Se fue a por uvas", esa es mía, mi padre decía que yo tenía sentido del humor, pero yo creo que mi padre nunca me conoció muy bien. Pues eso le pasó a Ruth. Y poco que contar del resto de mis amigas, si es que alguna lo era, que cuando te haces vieja parece que ya no hay nada que contar, no hay confidencias ni chismes que hagan valer una amistad, ya sabe, y si no lo sabe, lo sabrá, ya verá, la vejez es una mierda pero es clarividente. Ya, ya voy, deme un segundo que recapitule. Ah, sí, que mi hijo no se iba, mi nuera se nos metió en casa y mi marido respiraba por obligación más que por necesidad. No me mire así, que usted no le conoció, a no ser que se comprase alguna vez unos mocasines en la tienda de la calle Alcázar, ¿no? Pues no le conoció, y mejor para usted, habría sentido lástima de él, y no hay nada peor en el mundo que dar lástima con las mujeres o con el trabajo, como decía mi padre cuando decía algo con sentido. Pues eso, y encima mis amigas, o lo que fueran, ya le digo, seguían trabajando. No es que yo fuera la más vieja de todas, o puede que sí, ahora que lo pienso, pero bueno, el caso es que seguían yendo al mercado la Puri, a la oficina la Mari, al bufet la Inma, al hospital... ah, no, el hospital no, que la única amiga médico que tenía expiró sin que hubiese ningún médico más en aquél Eroski… pues eso, que ellas seguían yendo al trabajo a resolver algún asuntillo que el novato que las sustituía - porque estoy segura de que alguna se había jubilado también - no atisbaba a resolver, o directamente no quería sabiendo que aquella vieja que se aburría en su casa podía hacerlo más rápido y encima la haría sentirse importante. Y sin pagarla, claro, que en la economía del trabajo se tiene en cuenta todo, ya ve usted. Pues eso, que desde que me jubilaron las conversaciones telefónicas con ellas fueron reduciéndose hasta que sólo una secretaria del banco o una teleoperadora aburrida y de nombre extranjero, ya sabe, Wendi, o Mariela, o Yoselín, o alguna horterada por el estilo, marcaba el número de casa para preguntar por mí. Al final no contestaba al teléfono y le decía a Conchi que dijera que no estaba, fíjese. Y así me tiré tres años, que se dice pronto, divagando sobre qué hacer, allá sentada en el sillón ocre del salón. Hice todos los sudokus del mundo, por mucho que haya evolucionado el dichoso jueguecito, y todas las sopas de letras las resolvía en menos de cinco minutos. Ya sé qué esto no le importará, pero me da bastante igual, la grabadora esa parece que no se cansa, pues yo tampoco. A todo esto, ¿usted sabe por qué han sido siempre tan simples esas sopas que son cualquier cosa menos sopas? Yo tampoco, es como si estuvieran hechas para tontos, será que están hechas para tontos, aunque yo me considero más lista de lo que usted se piensa, que me mira, sí, usted, como si fuera un mono en el zoo, y no me diga que no, no me contradiga que aquí puedo decir lo que me venga en gana, faltaría más. Pues eso, sopas de letras de capitales, comidas italianas, útiles de cocina, nombres de presidentes, nombres de mujeres de presidentes, apellidos de famosos, montañas, ríos nacionales, todo cosas absurdas y olvidables, todas las hice, porque Conchi seguía haciendo la comida y lavando la ropa y limpiando los cristales y pasando el aspirador por cada rincón de la única casa en la que he vivido, pues la heredé de unos padres que decidieron morirse demasiado pronto y mi marido nunca fue lo suficientemente ambicioso, el muy conformista, o lo mismo es que fue lo listo que hay que ser para no hipotecarse nunca, valiéndole con una casa en las afueras y unos vecinos con los que nunca hablamos más allá del ascensor sobre temas tan tontos como un clima que no interesa ni al hombre del tiempo. ¿Puede creerse que ni siquiera siendo los vecinos de más antigüedad llegamos a entrar nunca en las rotaciones para presidente de la comunidad? Qué cosa más rara, ¿verdad? Voy, hombre, voy, no se impaciente que aún es pronto, no es ni la hora de comer, por muy funcionario que sea, que yo también lo era y era de las pocas que cumplía mi horario. Pues eso, que después de tres años aburrida como una col decidí apuntarme a clases de yoga cuando, después de tres años de engordar y resolver enigmas de periódico, las varices de las piernas eran como los túneles que hace un topo cabreado, mire, estoy inspirada. Dejé de ir a la tercera clase, por mucho que la maestra, una niña pija llamada Cecilia, llamara a casa incitándome a volver y convenciendo a Conchi para que me pasara el teléfono, que invento más odioso. "Que le va a hacer muy bien, mujer, ya verá, confíe en mí", y qué iba a confiar yo en semejante criaja, que iba todos los días en mallas como una cualquiera, como la mujer de un gitano, o peor, como las que van al gimnasio buscando musculitos que le alegren el coño, perdóneme, es que ya ve, estoy lanzada, y hablando del tema, ya me vendría bien a mí bien uno de esos cachitas, ya sabe, que Jonás hacía tiempo que dejó que la Viagra cogiera telarañas en su neceser, retando a la fecha de caducidad, porque que la Viagra tenga fecha de caducidad es como marcarle la muerte al hombre que la compra, así de mórbida me he vuelto, porque el que compra Viagra suele ser ya viejo cuando acude a la farmacia, con la misma vergüenza con la que de adolescente compró sus primeros condones, como usted, seguro, pues eso, son ya demasiado viejos e inoperantes como para andarse con "consumir preferentemente antes de". Con "consumir preferentemente" valdría. Esa también es buena ¿eh?, está a punto de reírse, que se le nota en como arruga los labios, hombre, que seré lo que usted quiera pero a observadora no me gana nadie, ya ve, después de años en un sillón aprendes a vivir de mirar. ¿Por dónde iba? Ah, sí, por cuando dejé lo del yoga, qué sopor. Pues después de eso probé con siestas de cuatro horas y esas series de argumento rebuscado. Sólo cuando en el centro comercial no había serie que no me hubiera tragado en dos idiomas diferentes me dediqué a los coleccionables, a todos ellos, pero ya sabe que sólo salen en septiembre, y para octubre ya dejaba de bajar al kiosco, que empezaba a correr la rasca y prefería quedarme en casa, sí, en el sillón ocre que le comenté, es que era muy feo, qué quiere que le diga, pero para qué tirarlo, decía Jonás, si aún sirve y debe tener tus posaderas marcadas, me decía, queriendo ser gracioso y resultando sólo impertinente, es que tenía pocas luces, el pobre. Y después de todo ese tiempo, de las amigas que se desvanecieron, del yoga, de sudokus, de crucigramas, de series infumables, de más sillón ocre, de siestas interminables y que me levantaban un dolor de cabeza terrible, todo eso durante cinco años o por ahí, sí, cinco años y algo, llegó un día Jonás anunciando muy pomposo él que iba a dejar la zapatería, que la vendería y que así podría pasar más tiempo conmigo, y de repente ya no pude más y tomé la iniciativa, sí, sí, la tomé, después de un lustro de no hacer nada, que mira que es difícil no hacer nada, pero se puede, le digo yo que se puede. Al día siguiente, a eso de las seis, aprovechando que Marco estaba en su cuarto con la Jimena y que aún faltaban un par de horas para que llegara ese majadero con el que me casé, dejé el gas abierto y las ventanas cerradas, busqué el mismo super donde Ruth murió portando hortalizas para un gazpacho y esperé a que el puro de Jonás, que llegó puntual como siempre, derrumbara aquella maldita casa, con él dentro, con Marco y su novia follando en el cuarto, perdone la expresión, pero para qué decir hacer el amor si eso no existe, aquí ya sólo se folla, y ellos lo hacían en mi casa, sin respetar nada. Y los jodidos vecinos estaban reunidos en el piso de abajo, claro que lo sabía, estaban debatiendo sobre el presupuesto del año siguiente. Cuando volví al edificio humeante me entró la risa, ya ve, se me había olvidado reírme y todo, y fue entonces cuando me acerqué a Conchi, que lloraba en la acera de enfrente, tras el cordón amarillo, y le dije "ya hice algo, Conchi". Y poco más tengo que contar al respecto, espero que le haya gustado la historia. ¿Puedo irme ya? No es que tenga nada que hacer, es que si por mí fuera me echaba una buena siesta.

lunes, 18 de enero de 2010

Empezar con Anna y terminar conmigo

Anna vivió en Lleida con Judio, y follaron. Judio y Anna compartieron piso en Tapachula, y follaron. Judio vino a visitar a Anna a Granada, a la Gran Sultana de Nicaragua, no la de España, y follaron. Y cuando Judio se fue, Anna lloró, porque no sólo habían follado, ni en Lleida, ni en Tapachula, ni en Granada. Cuando le pregunté qué tal llevaba la marcha de ese chico vasco de apodo semita al que se follaba, ella lloró, al principio intentando retener lágrimas rebeldes, luego dejándose llevar, por fin, que llorar en público no es muestra de debilidad sino todo lo contrario. Yo no sabía, en mi cruel ignorancia creía que eran amigos y que, de vez en cuando, follaban, y mi pregunta era más una broma, tipo "te quedaste sin polvo, jódete y únete al club". Pero no. Follaban porque eran mucho más que amigos, porque follar por follar está muy bien, pero cuando hay algo más se llora cuando te separan. Compañeros que sin querer se habían habituado a quererse. Y al irse él, siguiendo su ruta, cogiendo su vuelo, ella comprobó lo pesada que puede ser la carga de la ausencia, porque cuando te falta algo que en realidad es alguien, todo parece pesar más, aunque debiera ser al revés, que quitar es aliviar, pero no en el terreno humano, donde quitar es símil de arrancar, de privar, de borrar y anular.

Anna dice que nunca dejaría de hacer nada por un tío, pero yo pienso que yo sólo lo dejaría todo por una mujer, sólo con una mujer me creo capaz de merendarme el mundo, sin sal. Ni por dinero, ni por trabajo, ni siquiera por amistad. El amor que todo lo puede, dicen, el amor que todo lo pervierte y deforma, el amor del que tanto se ha escrito y del que parece que cada vez sabemos menos. Porque en juventud creemos que el amor no puede limitarnos, y en vejez nos convencemos de que lo único que merece la pena es el amor, y la salud, pero el amor nos puede quitar la salud. Hay gente que muere por amor, aunque ningún médico sea capaz de diagnosticarlo, porque hay cosas que no se estudian en la facultad ni en escuelas ni en libros ni en materias regladas. Hay cosas, como el dichoso amor, que no se aprenden nunca.

Conozco poco a Anna, dos meses de convivencia como voluntarios en una ONG de la que nadie ha oído hablar, una noche de perversión borracha pero consciente, y poco más. Ni siquiera charlas profundas y duraderas, de esas que hacen que todo cobre otro color, porque debatir durante horas es uno de esos placeres que no reconocemos como tal hasta que, pasado un tiempo, recordamos la conversación y lo que aprendimos de ella, porque no hay debate sano si no se aprende algo de él. Pero de esos minutos compartidos con Anna he podido sacar cosas en claro. Que es fuerte o se lo cree, que quiere vivir y no quiere que nadie le dirija un camino todavía no marcado, que le queda mucho por hacer como para seguir sendas que otros le indican. Que sin plan se viaja mejor, porque el viaje es lo que cuenta. Que se puede reír de nada, que es el mejor motivo para romper en carcajadas. Que es capaz de renunciar a un hombre por el que llora sin querer para que su vida en solitaria paz no se resquebraje. Escribir esto es dármelas de listo, pues no conozco en profundidad a esta Anna que es tantas cosas que su nombre repite la n. Esto es sólo lo que percibo, que soy de naturaleza observadora y reflexiva, pero qué carajo, escribo lo que quiero porque quiero y que no me chiste ni Anna ni Dios porque esta hoja en blanco es mía y la mancho como quiero. Tenía que escribirlo, Anna, porque me llamó poderosamente la atención verte oculta entre tus delgados brazos, llorando en silencio, como sólo lloran los que no saben que quieren llorar. Luego reconociste que lo necesitabas, claro, mujer, llorar es como correr, que sólo cuando terminas te das cuenta de lo bien que te ha venido. Andar está bien, pero correr de vez en cuando libera, y no hay nada como liberarse de congojas imprevistas, si es que éstas existen, porque seguro que antes de que Judio se fuera sabías que llorarías, sin motivo, pensabas, pero con todos ellos. Lo bueno de escribir es que el que pulsa las teclas es amo y señor del nuevo documento de Word, así que no me recrimines las faltas osadas que cometa intentando narrarte, entiende las licencias de escritor, que no son otra cosa que dárselas de deidad ante la hoja terrenal.

Tal vez un día, Anna, un día querrás un hombre a tu lado que te acompañe en tu camino, pero si ese día todavía no ha llegado, si ese día no amanece hasta el 2020 y bien entrado, que le den por culo al mundo que solita te lo comes bien.

Te debía un relato y en vez de eso escribo lo que pensé cuando te vi llorar allí sentada, con tus ojos pequeños, de colores imposibles, acuosos por primera vez para los que somos novatos en ti. Perdóneme usted por la libertad tomada por el que firma, o no, qué coño, no me perdone, que al fin y al cabo eso da igual, el perdón en este caso no vale de nada porque, de nuevo, escribo lo que me sale escopetado de la punta de los dedos, que estaban con el mono de apretar teclas, aunque en este caso sea para ti. Y para el autor, claro, que el escritor vomita primero para él y luego para el resto, hasta la bilis.

Con 22 te sabes joven como para que nadie te envejezca, pero a mi entender, una de las virtudes del amor es que nos hace niños. Sólo cuando estás enamorado eres capaz de hacer las tonterías más grandes, como hablar con voz de niño impostada y con un acento que no es tuyo, como soñar mucho más despierto que dormido, como proponerte metas antes inalcanzables, ahora factibles, porque el que está a tu lado te hace medir diez metros, y tan alto, tan alto, todo queda al alcance de la mano, una casa, una aventura, un viaje, niños, cuadros, novelas, un terreno, una vida a dúo, que los mejores solistas siempre acaban buscando otra voz para rematar un tema inolvidable. Despertarte por la mañana y hacer cosquillas, llamaros por motes sin sentido pero con todo el del mundo para vosotros, irte a dormir besando en la frente, ver series absurdas o pasear a la perra sin hablar porque para qué verbalizar lo que os decís por los ojos, o comer bocatas simples en parques donde los hay que se besan por primera vez, y donde correréis el uno detrás del otro y ella te llevará a caballito a ti y luego a la inversa y os caeréis al suelo y reiréis sabiéndoos observados por lo que no tienen nada mejor que hacer que criticar el placer ajeno. Escribir notas llenas de ternura cuando te vas de casa tú primero para que ella, al despertar y quitarse las legañas, mientras se toma el café que le has dejado humeando, la lea y sonría sabiéndose la mujer con más suerte del mundo, pero sólo porque tú eres el hombre más afortunado de un planeta en el que escasea la fortuna, porque es obvio que no hablo de dinero, mancilla de todo lo puro. Y harás todo eso sin pensarlo, harás todo eso y luego vendrá alguien, mayor que tú, y te recriminará, porque se le habrá olvidado que el que está enamorado olvida reglas sociales, porque el que está enamorado vive en otro nivel, ni por encima ni por debajo del resto, en un nivel en el que no existe nada más que lo que tienes delante y lo que podréis hacer juntos. Porque juntos, sólo juntos, se hacen cosas imposibles, como amar. Y por supuesto hace tiempo que estoy hablando de mí, ya no de ti, y ahora soy yo el que con los ojos humedecidos por el recuerdo no puede por más que sentir envidia de ti, porque prefiero tener a alguien por el que llorar que no llorar por nadie, que no tener a nadie más allá del recuerdo, de donde es difícil rescatar nada, porque lo pasado allá se queda y el futuro toca montárselo con alguien que no ha aparecido, o si lo ha hecho no me he dado cuenta, o si lo he hecho la he dejado escapar como tantas veces antes y ahora no sé cómo recuperar un tesoro como aquél, aunque tenga el mapa en la mano con la X marcada, pero me quedé sin carabela y, sobre todo, sin capitana. Sigo siendo grumete, y lo que me queda.

domingo, 17 de enero de 2010

Con bola extra no hay game over

Celta dice que quiere dejar de llamarse yonki, sobre todo porque ya no lo es. Después de 14 años encadenado a la heroína, rompió las amarras hace tres, pero los coletazos de tanto tiempo con viento en contra le han roto demasiadas velas como para llegar fácil a buen puerto. Ahora remienda cada día, y va navegando cada vez más rápido, pero sabiendo que en cualquier momento puede llegar una tormenta inesperada. Como antes de venirse para acá, cuando fue abandonado por Elia y se refugió en una trinchera hecha de jaco, recayendo en el infierno. Estuvo tres días desenterrando el pasado y su hermano tuvo que ir a auparle de nuevo en el presente y en un futuro por el que va a tener que pelear duro, porque la droga te borra las ganas de luchar. Así que se vino para acá, a este lugar olvidado de un país desconocido, dejando atrás una novia con la que creía dormiría muchos años más y un polvo marrón claro que le hacía dormirse despierto. 11.000 kilómetros de distancia, un océano de por medio, decidido en siete horas.

Elia cuenta diez años menos que Celta, pero su cabeza tiene más rodaje de lo que pone en su DNI. Vivió con él y le sanó la perturbación de demasiados años inhalando y pinchándose la peor de las drogas existentes. Vivió con él y ambos aprendieron tanto el uno del otro que no sabían leerse a sí mismos sin fijarse ella en Celta y él en Elia. Pero ahora se acabó y Celta, que supo dejar de pensar en la heroína, no consigue quitarse a Elia de la cabeza, porque la mujer a la que amas puede ser el veneno más difícil de extraer, veneno rico y nunca mortal, pero veneno cuando se va. Estoy en mi bola extra, me confesaba Celta, y yo, que nunca jugué al pinball, sabía a qué se refería. Demasiadas partidas echadas a la vida, demasiadas bolas colándose entre las dos palancas, demasiadas oportunidades desperdiciadas por la codicia del placer inmediato. Pero ahora Celta, que se sabe aprovechando sus últimos veinte duros en una partida que se resiste a dar por terminada, ha dejado de jugar por jugar y se dispone a vivir como hacía tiempo. Pero Elia se dio por vencida en el juego, ya no quiere echar partidas a dobles con él, y cuando te has acostumbrado a tener una compañera con la que ganar, qué fácil es dejar laxos los brazos y dejarse perder. Porque ella se fue y él se vino a Nicaragua, a donde yo estaba solo y dispuesto a hacer de la Nochevieja algo de todo menos social, algo personal y reflexivo. Pero él llegó y yo le conté la existencia de esa laguna que le roba el nombre al volcán y Celta se entusiasmó con la idea de despedir el año bañándonos allá donde siglos ha bailoteaba la lava rabiosa. Y así, sin conocernos pero pensando que nos sabíamos, urdimos un plan perfecto con el que exprimir su bola extra, con el que agotarla y no dejarla nunca colarse por el agujero en el que Celta había caído tantas veces que ya era un hoyo grande como el cráter que un día fue éste. Con ese plan improvisado pero definitivo, nos pusimos en marcha, siempre sin perder de vista la bola, que un error de concentración puede llevar al desastre. Pero mientras la bola extra aún baile en la mesa, no hay game over posible.

Así pues, dos amigos de 24 horas pasamos juntos la Nochevieja, nadando los dos desnudos en el cráter de un volcán que nadie sabe cómo se llenó de agua. Armados con hamacas y una parrilla donde cocinar pollo y cerdo vivimos una Nochevieja que por única será inolvidable. El cráter del volcán está rodeado por selva, tupida selva reino de los monocongos que con sus gruñidos nos hacían saber que no estábamos solos allá, donde las únicas voces comprensibles eran las nuestras. Allá, entre dos árboles nudosos, atamos nuestras hamacas, demasiado tensas para ser cómodas, pero en el suelo es terreno vedado porque te devoran hormigas, tan pequeñas como cabronas. Y allá, en el agua cristalina y tibia porque el volcán no tiene fondo y en lo más profundo hierve lava que se resiste a morir, la luna llena, porque esta Nochevieja fue tan perfecta que hasta la luna buscó la exactitud de su redondez, iluminó nuestras brasas, nuestro baño, nuestros sueños para el año nuevo, nuestros deseos de cerrar el 2009, que no fue ni bueno ni malo.

Las costillas de cerdo nos supieron tan ricas que los cerdos deberían ser dioses. Los muslos enteros de pollo y la docena de alitas nos hicieron pensar que la gallina fue antes que el huevo, porque lo que fue primero es más noble y puro y no había esa Nochevieja nada más exquisito que esos muslos y esas alitas, aderezados sólo con una pizca de sal y abrasados sobre carbón. Celta soltaba gemidos orgásmicos cada vez que sus dientes arrancaban piel y masticaban carne que podía ser el relleno de la cornucopia. Yo reía viéndole gozar y rumiaba que son los pequeños placeres los que le dan significado a esta rara existencia.

Los baños en el agua negra con una lengua blanca que era la luna desparramada en un reflejo fueron lo que para Cleopatra eran baños en leche de burra. Fuimos los amos de la selva durante unas horas que empezaron en año impar y continuaron en par. Tarzán fue durante ese tiempo un lacayo más de nuestra inmortalidad.

Nos dormimos mucho antes de que el reloj marcase el fin de año, pero en realidad el último día del 2009 termina cuando te vas a la cama, a la hamaca. Así que a las nueve, tres horas después de que la luna se impusiera al sol con su magnificencia blanca, decidimos dar un salto y dejar que el 2010 nos atrapase en sueños primitivos.

Amanecimos antes que el sol, dándole tiempo a la selva a desperezarse. Y mientras Celta hacia sadhana para conseguir un propósito que cree que no sabe pero en realidad tiene claro, yo me desperezaba con la red de la hamaca tatuada en la espalda. Y al rato los cuervos y las cigüeñas y el guardabarranco piaban en éxtasis sobre las ramas de los guanacastes, los cedros y otros árboles desconocidos, adelantándose a los gritos de los monocongos, excitados por la luna llena que se escondía ya, dando paso al fuego que iluminaba nuestro trozo de selva, porque ese trozo, a partir de entonces y para todo el 2010, es nuestro, y ya sin manejar las palancas del pinball, misteriosamente, la bola extra parece que no se colará nunca, rebotará ella sola contra un salvavidas hecho de sueños y grandes propósitos, pero no por grandes imposibles, porque quien no persigue un sueño sólo mutila su talento y acorta su esperanza. Pero en este 2010 todo irá bien, todo será redondo como el año, porque cómo no serlo si lo primero que hicimos en el año estrenado fue bañarnos desnudos en un volcán, mirándonos y riéndonos, sabiéndonos afortunados. Porque lo fuimos esa Nochevieja, porque lo seremos todo el año y hasta que queramos. Y Elia, esté donde esté, nunca podrá soñar con un fin de año como ese, porque no está aquí, no está con Celta, no se está bañando desnuda porque sólo desnudos somos conscientes de nuestras limitaciones, y ella no quiere verlas en su cuerpo pero sí en el desgarbado de Celta. Fuimos enormes una noche, la última del año, y seguiremos siéndolo el resto de las 364 lunas que quedan, si queremos, sólo si queremos.

domingo, 3 de enero de 2010

Diez días queriendo ser Caribe VI - De Lacoon a Awas

Nos levantamos cuando queremos, preguntamos por un sitio de desayunos, nos metemos unos huevos revueltos entre pecho y espalda, nos conectamos a Internet para ver qué pasa en el mundo y en nuestro correo electrónico, Lau hace unas llamadas a España, donde la mayor parte de los currelas tienen que estar en el descanso de la comida, y nos acercamos al muelle a apuntarnos en la panga a Laguna de Perlas, o Pearl Lagoon en inglés, o Lacoon en miskito. Un hombre delgado, con camisa florida, gorra y gafas sobre ojos sepultados por arrugas se encarga de la lista de pasajeros que van al paraíso de perlas. Hacemos tiempo por el jolgorio del muelle esperando a que se llene la lista y cuando un panguero empieza a gritar Pearl Lagoon subimos de un salto a su embarcación, siempre en los asientos de adelante.

El trayecto de Bluefields a Laguna de Perlas se demora una hora y media y se hace a través de un canal que va paralelo al mar. El canal natural debe tener diez metros de ancho y a un lado hay selva y al otro, más selva. De vez en cuando se ve alguna casa en medio de ningún sitio, con su panga amarrada, su plantación acotada y las gallinas y los perros merodeando. También somos testigos de la destrucción causada por el huracán Ida de noviembre. Palmeras derrumbadas y lo que alguna vez fue una choza, completamente desparramada por el suelo. Los habitantes de esas casas aisladas miran nuestra panga al pasar del mismo modo que nos miran los pájaros, con aburrimiento. Pero nosotros les miramos a ellos asombrados de que puedan sobrevivir así, con una panga a remo como única conexión con las poblaciones cercanas.

Pasamos el embarcadero de Kukra Hill y de Halover y finalmente llegamos a una bahía extensa presidida por el pueblo que le da nombre, Laguna de Perlas. Nos apeamos todos los pasajeros, alguno con más dificultad que otro y siempre con alguien en el muelle ayudando a los torpes o a los ancianos. Nada más pisar tierra, un hombre nos intenta convencer de que él tiene los mejores tours por la bahía. Nos puede llevar a los paradisíacos y coralinos Cayos Perlas, y también nos puede meter por el río Wawasanga y perdernos en la selva más importante de la zona, parte de una reserva natural y en la que nos prometen cocodrilos, monos y aves exóticas. ¡Incluso tal vez podamos atisbar al escurridizo jaguar! Pero no nos dejamos llevar por el entusiasmo del guía y le decimos que ya veremos, que queremos ir a darnos una vuelta por Laguna a ver si encontramos un hotelito. Que nos han recomendado el Casa Blanca. ¡Todos al hotel Casa Blanca!, que gritaba Chico Marx en Los Hermanos Marx en Casablanca.

Laguna de Perlas es una pequeña población que corre a lo largo de la bahía. No tiene calles asfaltadas y habrá un total de diez coches circulando por ahí o parados frente a una casa. Hace cinco años sólo había un coche, un todoterreno que hacía de taxi. Hay hoteles y bares cerca del muelle todos con el aire marinero que se puede esperar de un pueblo de pescadores, y todos con nombres que no desentonan. Está el hotelito Sweet Pearly o el bar Queen Lobster, levantado sobre la orilla de la bahía, una construcción de madera y bambú, de planta circular, techo de palma y con una terraza que te permite ver la bahía entera. Pero nosotros somos carne de recomendaciones y buscamos el Casa Blanca. Nos adentramos en el pueblo, saliendo de la calle principal y perdiéndonos por caminos estrangulados por casas y ventas ocupadas por negros y negras que se nos quedan mirando y nos sonríen y saludan, mostrando una afabilidad que no nos habían adelantado. Clev nos dijo que Laguna es un lugar peligroso. Pasamos por una cancha de baloncesto donde unos cuerpos esculturales saltan a canasta. Y así, andando y mirando e intentando mantener la mandíbula cerrada ante el ambiente que se despliega a los ojos, llegamos a una casona de cemento pintada de blanco.

El Hotelito-Restaurante Casa Blanca lo gestionan una curiosa pareja formada por el danés Svend Friberg y la garifona Dell López. Él rondará los sesenta y ella estará en los inicios de sus cuarenta. Esta zona ha recibido mucha ayuda de voluntarios daneses que, entre otras cosas, construyeron un camino asfaltado que une Pearl Lagoon con las comunidades de Awas y Raitipura y que llega, cruzando manglares, hasta Kukra Hill. Svend vino con ellos y se quedó, plasmando un sueño que a todo occidental se nos ocurre alguna vez: casarte con una mujer que te robe el corazón en un lugar alejado y que te lo transforme en cercano, en tu hogar. Y así se estableció en este lugar, levantó un hotel y encontró una forma de vivir los últimos treinta años de su existencia. Nos acomodamos en una de las habitaciones, comemos lo que se nos ofrece, algo de pasta con carne, y rápidamente, serán las dos, nos vamos hacia Awas, una comunidad miskito que se encuentra a un par de kilómetros por el camino asfaltado. Nos cuesta más de lo previsto llegar, no porque nos perdamos, sino porque niños tan guapos como los de los cuentos hindúes nos asaltan al grito de "Take me a picture", con un acento que hace que suene a "Tek mi a pikcha". Las madres nos saludan desde la puerta de la casa y los niños nos rodean, posan y nos gritan y se ríen por cosas que no entendemos pero no nos hace falta, porque la alegría de un niño que anda descalzo no necesita de explicación. Las casas están pintadas todas de colores, ninguna es sobria y blanca y muchas son de cemento. Cuando conseguimos huir de los niños que quieren ser modelos de fotografía de viaje llegamos a Raitipura, un pueblo que fue devastado por entero por el huracán Juana en 1988. Y los daneses solidarios levantaron un nuevo Raitipura justo al lado de donde se erigía ese pequeño pueblo. Por eso, Raitipura es una composición de casas perfectamente alineadas a la orilla de la bahía.

Cuando estamos frente a Raitipura y pensando en seguir hacia Awas, un hombre de gorra calada y fosas nasales grandes como túneles se aproxima a nosotros con la mano tendida desde una distancia de diez pasos. Le saludamos, se presenta como Mr. Orlando y nos dice que es guía para turistas, que si quiere nos lleva hasta Awas y nos lo enseña. Perfecto, pues. Por el camino, mientras Laura habla con la mujer de Mr. Orlando, yo atiendo a las explicaciones de éste. Me dice que por 500 córdobas nos hace el tour de los pobres, que dice él divertido (los tours que organiza el Hotel Casa Blanca van de los 200 dólares para arriba). Que por 500 córdobas nos da de desayunar, nos lleva en panga a la selva, a ver sus plantaciones, y luego de vuelta, a comer lo que ellos comen, el rondón (sopa de pescado con arroz, yuca y un buen trozo de róbalo), y para terminar la jornada, "hamaca, relax" hasta que nos queramos volver. No le decimos ni que sí, ni que no, primero queremos ver Awas, que después de nuestras experiencias basadas en dejarnos llevar sin mucho recapacitar, ahora somos más precavidos. Y así seguimos andando por el camino hasta que cruzamos un portón metálico que marca el inicio de la comunidad de Awas, separándola de la vecina Raitipura. Lo primero que ves es una cancha de baloncesto que nadie usa, y tras ella, cabañas de madera y techo de palma, extendíendose hacia el oeste, recorriendo la orilla de un mar que ahora sí es limpio y cristalino, tan diferente a la bahía de Bluefields, explotada y putrefacta. Orlando nos acomoda en uno de los cobertizos construidos para turistas, pues en semana santa éste es destino reclamado por sus bailes tradicionales del Palo de Mayo y se llena de gentes de todas partes de Nicaragua y de gringos que leyeron el capítulo correspondiente en la Lonely Planet. Los hijos de Mr. Orlando nos invitan a cocos que ellos mismos abren, y mientras sorbemos su agua y luego nos comemos su carne, decidimos que mañana hacemos el tour de los pobres. Le pregunto que si los 500 córdobas es lo que vale el tour o es por cabeza. Orlando se ríe y dice "Mr. Orlando will never do that. Just 500 córdobas for both of you", porque habla de él en tercera persona y titulándose como señor. Orlando, a diferencia de Clev, nos deja claro la pasta que nos va a costar estar con él, sin subterfugios absurdos. Así que quedamos con él para las siete de la mañana del día siguiente, para ir a la selva en su panga, con su hijo de 12 años Shem, que tiene la cara cubierta de pecas y una sonrisa que le alarga la cara entera y le achina los ojos. Como Juan Jose Ballesta, es el típico crío que sonríe con toda la cara. Es tímido y reservado, pero coge mi cámara y hace fotos a todo lo que se mueve, a los pelicanos que planean en la orilla, a sus amigos que se agolpan frente al objetivo, al pescador que carga con una cesta de cangrejos y se oculta bajo unas gafas de sol ahora que el sol se está poniendo quemando el horizonte. Nos tomamos el coco, hablamos con Mr. Orlando sobre la comunidad, contándonos él que aquí todo se rige por el Consejo de Ancianos, que, por ejemplo, la plata que él se gane con nosotros la anunciará en el próximo consejo, poniéndola a disposición de la comunidad para hacer una navidad en condiciones. No es anarquismo, pero poco le falta para hacer realidad lo que en Europa consideramos una utopía. Es parte de las concesiones de autogestión que lograron con los acuerdos posteriores a la contra. La Región Autónoma del Atlántico Norte y la del Sur son las únicas autonomías de Nicaragua, el resto son departamentos. Así pues, RAAN y RAAS (divididas por el río Grande de Matagalpa) tienen parlamento propio y cierta independencia en cuanto a toma de decisiones locales.

En la comunidad miskito de Awas viven 1216 personas, me precisa Mr. Orlando recordando la última reunión del Comité de Ancianos en la que se contabilizó a la población. Viven de la pesca y ahora un poco de la agricultura en las tierras heredadas familiarmente y que tienen en plena selva, donde el suelo es más fértil, pues ya hay poca pesca tras el expolio realizado por los españoles, que es como siguen llamando a los nicas del Pacífico (por lo que Lau y yo somos españoles al cuadrado), que con sus redes de 400 yardas a la entrada de la bahía están dejando sin su forma de subsistencia a esta gente que siempre vivió del mar y ahora tienen que aprender a explotar las tierras. La reforma agraria de los sandinistas hubiera desposeído de esa tradicional forma de transmitir las tierras a estos amerindios, que se levantaron en armas para conservarla. El propio Mr. Orlando luchó en la contra, en una guerra de guerrillas que se desarrolló en la selva y que supuso la matanza de hermanos. Me muestra con nostalgia una herida de bala en la pierna y me dice que sólo cuando estaba convaleciente del disparo se dio cuenta de que no podía seguir martirizando a su madre, pues todos sus hijos combatían, así que volvió con ella. Se queja, como mucha gente aquí, como Mabel, del pasotismo que han mostrado todos los gobiernos, sandinistas o conservadores, hacia las poblaciones del Caribe. "They do nothing for us", sentencia, pronunciando nothing como notin. Me cuenta que con el huracán Ida varias de sus tierras se perdieron y ni una mísera indemnización recibieron del supuesto gobierno de los pobres (los veteranos de la contra son gente non grata para Ortega, aunque sean más pobres que los del Pacífico). Tanto es así que las únicas construcciones de ingeniería, como la carretera o la reubicación de Raitipura, se llevaron a cabo gracias a ONGs o grupos de trabajo extranjeros. Algo no funciona cuando tu propio gobierno no hace nada y tienes que esperar que la gratitud de los que no te conocen te ayuden a salir del apuro que no has provocado, que sólo es fruto de un clima y de un viento que es de todo menos apacible. El Atlántico caribeño es rudo para vivir de él. Entiendo pues que el gobierno actual se comporta como los ingleses que les colonizaron hace cuatrocientos años. Los ingleses, comerciantes natos, no hicieron lo que los españoles, esgrimiendo la cruz como método de conquista. No, los ingleses les dejaron autonomía, les dejaron vivir como querían, pero les esquilmaron y explotaron hasta la extenuación. Luego los alemanes hicieron lo mismo, luego los Somoza, luego los sandinistas, siempre los yankis, y ahora Ortega. No son nadie, nadie les mira nunca y ellos no pueden dejar de esperar, porque qué otra cosa les queda más que salir a pescar a buscarse un sustento que siempre estuvo ahí, siempre fue suyo. Ahora pescan lo justo para susbsistir, pero ya no hay negocio que hacer con la pesca, aunque sigan saliendo todas las mañanas, esperando que haya viento del norte, que es cuando los peces entran en la bahía sin saber que allá les esperan los ansiosos miskitos. Pero sólo con viento del norte. Me pregunto cómo tiene que ser aguantar un huracán en esas casas débiles que tienen pero que ahí siguen, recompuestas y levantadas con orgullo. Me imagino a la familia dentro, abrazada, rezando ante el terrible ulular del viento y la fuerza de un huracán que parece que no se irá nunca. Los veo en la oscuridad, preocupados por sus tierras y demasiado habituados a que una vez cada dos o tres años el viento volverá a levantar techos y devastar cultivos, matar a hermanos e hijos y vuelta a empezar, hasta que llegue otro huracán de nombre masculino o femenino porque aquí ya han perdido la cuenta. Le invito a un cigarro y me coge dos, riéndose y explicándome que los pescadores fuman mucho, que en la noche, en la soledad de la panga, sólo les queda fumar. Y mientras hablamos, una chica canta sentada en las escaleras de su casa, una tonada triste y religiosa con la voz más bonita imaginable. No sé qué le puede faltar a este cuadro para hacerlo una obra de arte.

Cuando nos queremos dar cuenta está anocheciendo velozmente. Quedamos con Orlando para el día siguiente y nos ponemos en marcha. Se nos hace de noche a la mitad del camino y un chaval nos orienta pues estamos a punto de perdernos en nuestra vuelta a Lacoon. Vamos andando tranquilos, comentando lo que hemos aprendido hoy y lo contentos que estamos en este lugar. Se pone a chispear y al pasar al lado de una venta sale su dueño, un chaval de melena y café en la mano que nos invita a refugiarnos en su porche. Aceptamos, claro, y nos recrimina nuestra insensatez por ir de noche por el camino, que hay gente mala que nos puede robar. Cobijados bajo su porche de la lluvia y de los ladrones, hablamos de una película que vio hace poco en la que la protagonista se llamaba Laura, y de repente deja de llover, él mira al cielo y nos dice que tenemos 20 minutos hasta que vuelva la lluvia. Así que nos deshacemos en gratitud y seguimos nuestro camino, ahora algo más nerviosos por la advertencia del paisano. La ignorancia es la felicidad, y conocer los peligros del lugar sólo nos pone más alerta, aunque no nos pasa nada en los diez minutos de paseo que nos quedan.

Llegamos al hotel y cenamos pescado exquisito, sentados a la vera de un grupo de nicas adinerados que visten polos blancos con la inscripción Energía Noble bordada. Nos habían dicho que había un encuentro de gentes dedicadas a poner en marcha las energías renovables en el Caribe, y estos deben ser. Damos las buenas noches y nos ventilamos un pescado con arroz cocinado con cariño por Dell, que habla inglés garifona y no deja de reírse mostrando una dentadura blanca con un par de fundas de oro. Es gorda y los brazos descomunales son cúmulos flácidos de grasa que bailan cada vez que pone o recoge platos. Se balancea al andar y no pierde la sonrisa entre los fogones. Todo nos lo apuntan a la cuenta y Laura y yo nos subimos a la habitación, todavía sorprendidos por la amabilidad de la gente, por la preocupación del hombre de la venta, por el encanto de Mr. Orlando y de su familia y por la suerte que de momento parece que estamos teniendo en este lugar en el que no hay perlas. Y mañana, en panga, a remo, a la selva.

sábado, 2 de enero de 2010

Diez días queriendo ser Caribe V - Titanic sin Di Caprio y descubriendo El Bluff

A las 6.30 Clev y yo volvemos somnolientos a casa de Andrés, a cerciorarnos de la hora de partida. El panguero está preparando la panga y nos grita que a las 7.30 sale con los músicos. A las 7.30 seremos liberados de nuestro Alcatraz particular. Volvemos a la casa, donde Lau ya está despierta y preparamos las mochilas, de las que esta vez no falta nada.

Nos despedimos del grueso de la familia McRea, agradeciéndoles una hospitalidad que no ha sido tal y una amabilidad que quedó frustrada cuando alguien nos robó. Lau ha hecho buenas migas con las hijas y se lleva el email de alguna, porque los indios ramas que viven en una isla perdida de la bahía de Bluefields tienen correo electrónico. Pescan como los amerindios de hace siglos, viven como ellos, pero tienen teles planas y en Bluefields se conectan a Internet.

Cuando volvemos a donde está amarrada la panga, que es más delgada que la de Gerry, es un tronco vaciado e impulsado por un motor, ésta ya está casi al completo, con los músicos y sus instrumentos y Danly oculto bajo unas gafas de sol. Se ve que prefirió quedarse de farra que batir un nuevo récord olímpico de remo de madrugada. Cuando estamos embarcando Laura tiene un momento de lucidez: se ha dejado los carretes en la casa de huéspedes. Sale escopetada a por su material de trabajo. Estaría bueno huir de esta isla maldita pero dejando parte de nuestra misión olvidada en ella.

La panga en teoría es más rápida que la de Gerry, por ser más pequeña y aerodinámica, pero también es más endeble, se menea más y el mar sigue rizado. Danly va sentado a proa, dándole la espalda al curso de nuestra navegación. Tras él, algunos músicos, con el bombo, las trompetas y los trombones. Entre ellos se ha acomodado Laura. Clev y yo vamos en el medio, y al final, justo a la vera de Andrés que va de pie manejando el motor, quedan otros tres músicos. Resulta que llevan todos una resaca descomunal y no se me ocurre nada peor que estrenarla en una panga que hace aguas y que, de tanto menearse, provoca lluvias de agua salada sobre nuestras cabezas. Los músicos de delante y Laura disponen de un toldo de plástico negro que algo les protege, pero Clev y yo a los diez minutos estamos calados de pies a cabeza.

Lo que iba a ser un viaje de menos de dos horas termina siendo una odisea de tres horas y media. El motor se declaró en huelga al kilómetro de Rama Cay y Andrés se las vio y se las deseo para arrancarlo de nuevo. Estando allá, a la deriva en medio del mar, un músico de pelo rizado al que llaman Bisbal declara que no sabe nadar, con la consecuente serie de bromas y vaciles por parte de sus compañeros, que se inclinan sobre babor o estribor haciendo que la panga se menee más para desesperación del pobre Bisbal. El mayor de los músicos no debe pasar de los 22. Clev les da la receta para preparar chicha, que les ha encantado, y así están con esa resaca en plena furia de Neptuno. Ni los conquistadores españoles se atrevieron a hacer tierra por aquí, y allá vamos nosotros, con más borrachos que marineros, con una panga de seis metros de largo y con un motor que se ríe de nosotros con un ahogado lamento cada vez que Andrés tira de la correa. Y de repente, el trompeta principal intenta tocar la canción de Titanic. Nos descojonamos a gusto, sabiendo que ninguno somos Di Caprio y que desde luego no hay una Kate Winslet a la que salvar. “Sálvate tú, mi amor”, grita uno de los músicos mientras la tonada se repite una y otra vez en un momento cómico que pasará a mi pequeña historia vital. Vacilan a Bisbal, que se deja y se ríe, sufren una goma indecible que a algunos les hace acurrucarse entre las rodillas buscando que el mundo no se mueva más de lo justo, posan divertidos ante la intrépida cámara de Laura, averiguan como preparar el elixir fruto de la fermentación del maíz, tocan la canción de la peli de James Cameron ahora con trombón y trompetas, se gastan bromas típicas de autobús escolar de Europa (uno de proa grita "yo soy melo" y otro en popa contesta "yo me llamo tiro", y el que ha iniciado el grito termina con un "somos el dúo me lo tiro"), y hacen planes para comer ostiones cuando lleguen a Bluefields, si es que llegamos alguna vez. Pero Andrés no ha desesperado y tras una larga media hora consigue que el motor vuelva a bufar y a impulsar nuestra pequeña embarcación rumbo a tierra firme, a donde llegamos algunos empapados, otros queriendo vomitar donde sea y Bisbal más relajado a poner un pie a tierra. Danly, erguido todo el viaje en la proa, con gafas de sol y bien vestido para sus traites en la ciudad, se ha mojado, increíblemente, el que menos. El que sabe, sabe. Nos despedimos de todo, pagamos 150 córdobas a Ándres y nos adentramos en la ciudad portuaria y sucia que dejamos dos días atrás.

Comemos algo calentito y rápido y vamos a La Isleña, donde nos dan la bienvenida y nos agradecen haber vuelto. Tiendo el dinero, empapado pero útil cuando esté seco, nos duchamos, quedamos con Clev en un par de horas para ir al Bluff, el puerto de mercancías que está al otro lado de la bahía y que en algún momento debió tener algo de encanto, pero ya no, y dormitamos un rato. En la panga se me ha ocurrido comentarle a Clev que me encantan los negros con rastas que tanto se ven por aquí, y que tal vez estaría cachondo hacerme rastas yo, que el Caribe me ha entrado hasta el tuétano. Dicho y hecho. Clev me dice que en la cárcel él se ganaba algo de plata también haciendo rastas y que él me las hace, que no hay más que hablar. Lo mío no era más que una divagación y él lo ha convertido en una promesa, así que me dice que comprará gomas de pelo y gomina y me las hace cuando volvamos del Bluff.

A las doce, como un clavo, está Clev en la puerta del hotel. Todos los nicas, por genética o costumbre, llegan un mínimo de media hora tarde a todos los sitios (lo que se conoce como quedar a "hora nica"), pero nuestro anfitrión no. Nuestro hombre es puntual hasta el aburrimiento, sabiendo que aún tiene mucho dinero que sacarnos y nada mejor que hacer en la ciudad hasta que llegue el momento de irse a Managua a esa entrevista de trabajo que consiguió, otra vez, porque "demostré mi talento", aunque talento no sea saber idiomas, ni hacer rastas, ni montar un laboratorio clandestino de cocaína en una isla cercana a Rama Cay, a donde nos quería llevar porque hay unas playas alucinantes. Cuando escribo esto me topo en El País con un reportaje de Carlos Salinas Maldonado describiendo las narcoaldeas que abundan en el Caribe nica, poblaciones perdidas en islas que, en connivencia con traficantes colombianos, sirven de base para operaciones clandestinas. Vuelvo a sentirme algo periodista sabiendo que he estado ahí, que de primera mano sé lo que es el tráfico de cocaína entre las islas y que no trabajo para El País que todo me lo paga y publica.

Para llegar al embarcadero que lleva a El Bluff, diferente al muelle principal desde donde salen las pangas a todos los demás destinos habituales, hay que meterse en un laberinto de callejuelas imposibles para terminar cruzando un callejón oscuro que desemboca en el mismo muelle. Nunca llegarías a él si no fueras acompañado por un paisano. En ese mismo callejón, recuerda Clev, mataron a tiros a un amigo suyo. Qué bonito y vivificante, hombre.

Preguntamos por la panga a El Bluff y nos dicen que somos los primeros viajeros. Aunque hay horarios, estos son sólo estimativos, pues en realidad la panga no zarpa hasta que no hay viajeros suficientes que hagan rentable el trayecto. Así que ser los primeros es una mala noticia, porque nos va a tocar esperar.

A la hora reunimos a los suficientes viajeros para emprender la marcha. Hasta El Bluff son unos veinte minutos, porque los servicios públicos de pangas emplean unas que en realidad son lanchas rápidas, con capacidad para veinte personas, anchas y con bancos más o menos cómodos y con motores potentes. Antes de salir, el panguero ordena a algún viajero que cambie de lugar para nivelar la embarcación. Surcamos el mar casi en posición vertical, con la proa levantada y saltando sobre el mar. Sólo los que van en las últimas filas se mojan un poco, porque los que vamos en las primeras nos salvamos de las salpicaduras provocadas por los aterrizajes de la panga tras un salto sobre una ola. Porque sabemos que esto es así y saben manejarlas, pero los saltos podrían partir la panga en dos y los chalecos salvavidas que distribuyen antes de partir no te hacen rebosar de confianza precisamente. Pero el viaje es tan arriesgado como divertido, y en menos de media hora llegamos a El Bluff.

Hay tantos barcos viejos y oxidados amarrados en hilera en el Bluff que no sabrías cuáles están para el desguace y cuáles se siguen usando como barcos mercantes. El muelle es pequeño y con poco tránsito de pasajeros, tal vez alguna mujer cargada con mucha compra para su pequeña venta en El Bluff. No tiene ningún atractivo a primera vista. Nos adentramos en la población, donde Clev conoce también a la mayor parte (su padre también tenía bajo su mando esta congregación) y nos va presentando a negros parlanchines con la cabeza cubierta de rastas. Nustro guía lleva como cuatro años sin venir y dice que no ha cambiado mucho, cosa que varía cuando llegamos al otro lado del delgado cabo sobre el que asienta El Bluff. Allí, donde, dice, antes había una playa extensa ahora hay un rompeolas que la divide en dos. Está sucia y anegada por las lluvias, y desestimamos la posibilidad de andar sobre el ancho y poderoso rompeolas para llegar al extremo del cabo, así que volvemos, siempre bajo la atenta mirada de un corrillo de muchachos que pierden el tiempo bajo un porche. En vez de volver por donde hemos venido, que sostiene Clev que eso da mala suerte, bordeamos una hilera de casas y nos adentramos en una pista ancha de grava. Nos cuenta que eso era un antiguo aeropuerto que usaba casi en exclusiva Somoza con su jet privado. Está en completo desuso y la maleza ha hecho acto de presencia en la pista. A lo lejos, vacas la cruzan y perros duermen sobre la grava. Es como un paisaje africano por el que se adentra Lau para tirar una foto a una negra joven que se aproxima con un cubo en la cabeza. Vacas, una negra porteadora, perros, una pista de grava olvidada por todos... podría ser cualquier lugar de Uganda, podría ser el aeropuerto que emplease allá otro dictador, aquél llamado Amin. Mientras Lau busca la foto del día, yo me quedo con Clev vacilando a un mono capuchino que está encadenado en una casa que linda con el aeródromo. Es como el mono de Indiana Jones y el Templo Maldito, pequeño y furioso y con una máscara blanca sobre su cabeza mientras el resto del cuerpo, con el pelo de punta, es negro. Sus chillidos sólo nos hacen gracia y me falta un dátil volando a punto de caer en la boca de Indi, siendo atrapado en el aire por su amigo árabe que le advierte de que están envenenados, apuntado al mono gemelo de éste que tengo delante y que no lo sabía y se comió uno y ahora está rígido en el suelo.
Para volver al camino principal, que está al otro lado de una hilera de casas, atravesamos la propiedad de un hombre, pidiéndole permiso primero y preguntándole si tiene perros después. Sí a lo primero, no a lo segundo, good morning and thank you very much y volvemos al camino. No avanzamos ni cien metros cuando pasamos al lado de una cancha encementada en la que una mujer de pelo revuelto, tetas como lenguados y ojos diminutos y ocultos bajo una carita rechoncha tiende la ropa. Clev se queda sonriéndola y se aproxima hacia ella con los brazos abiertos. Es Mabel, la madre de su amigo Fran, "un amigo que es como un hermano". Cuando reconoce a Clev después de tanto tiempo, ríe y da saltitos, se abraza a él dándole gracias a Dios por la visita, con lo poco que ha tenido que ver Dios (y si algo ha tenido que ver, me cago en él porque propició el robo de los 2.000 córdobas, que sin ese percance seguiríamos probablemente en Rama Cay). Mabel nos invita a entrar en su casa, que está siendo decorada con guirnaldas y luces navideñas por dos chavales de unos dieciséis. Es parlanchina como mi abuela y no pierde el buen humor a pesar de las desgracias que ha tenido que superar, a saber, porque nos las cuenta con detalle: a su hijo mayor lo mataron los sandinistas cuando la contra; su hijo menor, Fran, está en Miami, de ilegal, intentando ganar dinero para mandárselo a su santa madre; su otra hija está en Belice, habiendo renegado de sus cinco hijos, dos de los cuales son los que viven con Mabel y de los que ella se tiene que hacer cargo con su mísera pensión; y su marido se fue de casa cuando ella le echó por llevar prostitutas sin ningún tipo de decoro. Y todo eso lo cuenta evitando la melancolía y sonriendo a un pasado de dolor y a un futuro que no es prometedor. Nos dice que su hija, a la que fue a ver un día a Belice porque ya no podía más con la angustia, se ha vuelto a casar allá y tiene otros cuatro hijos, que aquí es "como si las mujeres tuvieran eso de jabón", apuntándose a la vagina y desternillándose ella sola de la risa, haciendo que nos tronchemos nosotros también. "Será por la langosta que tanto se come aquí, que se pasan todo el día dale que te pego, dale que te pego, y ellas como si lo tuvieran de jabón, hijo va, hijo viene". Como mi abuela, de la que no dejo de acordarme, se ríe traviesa ante esos avatares sexuales que rigen la cotidianidad del Bluff. Todo esto nos lo cuenta en la cocina, mientras nos invita a algo de agua. Luego nos hace pasar al saloncito, donde un cuadro de su hijo muerto preside la estancia y algunas bolsas de chucherías cuelgan al lado de la ventana, pues ella también regenta una venta con la que sacarse algún pesito más para mantenerse y para mantener a sus dos nietos. Dice que los tuvo que sacar de un reformatorio de Ometepe, que le han dado muchos disgustos pero que ahora parece que se están encaminando por "la senda del Señor". Es, como todo nica, religiosa hasta el final, y entiende que todas las desgracias de su vida han pasado por designio divino, y que eso un mortal no lo puede entender. Nos pregunta si nosotros creemos y Laura se sincera diciendo que no, y ella se ríe y dice que no pasa nada. Orgullosa de su hijo Fran, al que estuvieron a punto de deportar pero se escapo en el mismo aeropuerto de Miami, nos muestra el inodoro que ha mandado construir con 2.000 dólares que le mandó su hijo pródigo. Es un baño normal, con su retrete y su duchita y su lavabo, suelo y paredes con azulejos de colores vivos. Pero es que nadie tiene un baño como ese. Todo el mundo, como en Rama Cay o como en La Prusia, hace sus necesidades en un débil cubículo en el exterior de la vivienda. Mientras nos muestra con entusiasmo la obra de fontanería que tanto dinero le costó y que tan cómoda le hace ahora la vida, sus nietos juegan a God of War en la PlayStation, en una tele quemada y que hace que los colores se confundan. Volvemos al salón, donde nos ofrece de comer y no sabemos negarnos. Se pierde en la cocina excusándose con que nos va a convidar a lo que les ha sobrado a ellos para comer, y nosotros nos deshacemos en agradecimiento. Resulta ser un plato de arroz con caldo de patatas y verduras que está exquisito, de lo mejor que hemos probado más allá del pescado. Una mujer pobre invitándonos a comer de sus sobras.

Mabel es de la opinión de que con Somoza se vivía mejor, que todo era más barato (como así era en realidad, pero a costa de devastar el país a manos de empresas extranjeras gracias a la amistad inquebrantable con EEUU, y de aniquilar todo atisbo de oposición) y que ahora todo es carísimo, casi el doble que hace treinta años, que los sandinistas no han hecho nada por el Caribe, que les tienen olvidados y que sin duda con el dictador las cosas eran más fáciles. Que él venía al Bluff con su avión y que por aquí no ha vuelto a pasar nadie desde la revolución. Que la guerra es horrible y que su pobre hijo fue asesinado por los despiadados sandinistas cuando él sólo defendía lo que era suyo. Pero que todo debe ser por algún misterio que sólo Dios conoce y que no hay que perder el buen humor, que ella es así, que sigue saliendo por ahí, que la convidan a Toñas y que se lo pasa bien aún siendo tan pobre como es. Porque el primero que se reconoce pobre es el propio nica, y yo sigo pensando que qué es ser pobre si todo lo que te rodea también lo es. Qué quién es rico en Finlandia. Que pobre o rico sólo lo eres en comparación con lo que te rodea, y aquí todos tienen más o menos lo mismo y a ninguno le falta de comer. Que son pobres porque les han dicho que lo son, porque lo ven en la tele y porque una minoría insultante no esconde sus bienes.

Mostrando una conciencia política envidiable en una abuela pensionista que vive en un puerto olvidado en Nicaragua, critica a Ortega y a su supuesto gobierno de los pobres. Opina que un mandatario no puede aparecer en público en mangas de camisa sólo para mostrar que él es como su pueblo. Que quien se crea eso es un ignorante. Que debería vestir de traje y corbata, acorde con su oficio. Que sólo es el gobierno de los pobres que le votan, pues sólo a esos van destinados los bonos de comida que el gobierno tan altruistamente reparte. Que a ella no la engañan, que Mabel sabe lo que es Ortega y lo que aparenta ser para la masa. No interrumpimos su discurso porque, simplemente, no tenemos nada que decir. Qué sana es la afición política que tienen los nicas, que de todo hablan y todo lo valoran y critican con argumentos sopesados.
Dejamos a Mabel deshaciéndonos en elogios por la comida y por la charla y Laura no se lo puede aguantar y le da 100 córdobas, que no nos los ha pedido y que le cuesta coger. Colorada y riéndose, Mabel rechaza el dinero pero Laura insiste y al final acepta un dinero que se ha ganado sobre todo por no pedírnoslo y por haber personificado la amabilidad y el saber estar. Una mujer que roza los setenta y que viste con ropas descoloridas nos ha enseñado lo que es la hospitalidad sin que el dinero lo pervierta. Porque llega un momento en Nicaragua en que no sabes si el que te llama amigo realmente lo es cuando empieza a pedirte dinero para comprar cosas. Será cultural, que sí que te consideran su amigo, pero que tienes más dinero que él y que, por ser tu amigo, bien se lo podrías dejar. Pero Mabel no, Mabel nos ha invitado a agua, comida y café sólo por el placer de convidar a su casa a unos turistas y al amigo íntimo de su hijo autoexiliado.

Cogemos de vuelta la panga a Bluefields, saltando sobre las olas de nuevo y sentándonos lo más adelante posible, que ya nos hemos quedado con la copla. Clev se viene al hotel, donde empieza a hacerme las rastas al estilo Caribe, es decir: primero trenzas, y te las dejas unos días para que el pelo se seque bien, y luego ya las deshará y las transformará en las rastas deseadas. Así que nos metemos en la habitación del hotel con el nica, ante la mirada atónita de los meseros, que sospechan algo, tal vez droga, tal vez un trío, pero quién sabe. Durante dos horas Clev transforma mis greñas en trencitas finas, haciéndome parecer ridículo y sabiendo que si ya daba el cante antes sólo por ser blanco en tierra de negros, ahora lo daré doblemente, por ser lechoso y por tener el pelo como un enjambre de culebras mareadas.

Terminamos la labor de peluquería y nos vamos a cenar algo. Y de ahí a El Cima, un garito popular en Bluefields que, incluso siendo domingo, está bastante lleno. A diferencia de los garitos de Granada, aquí suena reggae, aquí hay muchas más mesas y la pista es más pequeña. Y por ser reggae y no música para bailar agarrados, chicas bailan con chicas y chicos bailan con chicos, en grupos, divertidos, meneando el culo como yo no he visto antes. Y el reggae se baila de verdad, a lo africano, completamente tribal, rítmico y contundente, dando saltos, moviendo tobillos con los brazos estirados dejándolos laxos en el aire y meneando la cabeza donde las rastas bailan y se enredan. Con un litro de Toña en la mesa simplemente estudiamos el ambiente, relajado y alcohólico, con muchas más chicas guapas y sexys que en el maldito Pacífico. Aquí hay negras con los ojos claros, viva la mezcla de razas y los milagros de la genética. Tienen la cara limpia y seguro que suave, el cuerpo fino hasta que llega al culo, prominente, como un volcán en la llanura, un culo que llama a gritos a las manos del hombre que sepa dominarlo, porque es belleza salvaje lo que se despliega ante mis ignorantes ojos. Lau también se muestra extasiada con el despliegue de musculatura mulata, y Clev se menea en la silla, diciéndonos que lleva cuatro años sin bailar y que no puede remediarlo, pero nosotros estamos cansados y El Cima no nos ofrece más que un repaso visual a las maravillas nocturnas del Caribe. No estamos para bailar, no estamos para charlas con desconocidos y desde luego no estamos para beber hasta que lo anterior nos apetezca. Así que, ante la decepción de Clev, anunciamos que nos retiramos al hotel. Clev nos acompaña hasta la puerta del hotel y allí nos deja sanos y salvos, pero contándonos que para ir a Managua a la entrevista de trabajo tiene que pagar el viaje de ida, que el de vuelta se lo financia la empresa contratante. Que el viaje a Managua le sale por 200 córdobas. Sabiendo que nos está pidiendo el dinero sin pedírnoslo, como hace este cabroncete pícaro, le decimos que nada, que buena suerte y que nos vemos a la vuelta, que mañana nos vamos a Laguna de Perlas, una bahía al norte de Bluefields y que también fue base de piratas ingleses, por lo que no veremos a Clev hasta que volvamos. Yo, con mis rastas por hacer pero con trenzas sobre mi cuerpo europeo, le prometo que le llamaremos cuando volvamos, que me tiene que trabajar el pelo para darme un toque caribeño que me costará olvidar, y Laura se suma diciendo que ella quiere tirarle fotos a la familia de la hermana de Clev, allá en Punta Fría, o sea que no se preocupe que tendrá noticias nuestras cuando volvamos. Así pues, hasta luego Clev, que después de tres días, casi 24 horas al día contigo, necesitamos volar solos por el Caribe que nos has empezado a enseñar. El plan es, ya que hemos terminado antes de lo debido con los ramas, aprovechar el tiempo extra para conocer a los miskitos y garifonas que viven en poblaciones de la bahía de Laguna de Perlas (que no es una laguna, pues está abierta al mar, pero qué más da) y luego volver a Bluefields a conocerlo mejor y hablar con los creoles. Cuatro etnias en diez días, no está mal teniendo en cuenta nuestra frustración por haber salido antes de tiempo de la isla que era objetivo del viaje y que se ha quedado en el inicio de aventura más duro y salvaje que podríamos haber hecho. Todo lo que venga ahora será suave, seguro. O eso creemos. Hasta las 12 del mediodía no sale la panga a Laguna de Perlas, o sea que por primera vez en estos días no hay que madrugar.