jueves, 26 de abril de 2012

El ilusionista


Terminado el espectáculo se atrincheró a la salida. Cuando el mago salió, le costó reconocerlo, sin su capa, sin el maquillaje, sin la sonrisa inmutable, sin su verborrea.

Le siguió hasta el restaurante en el que él entró. Se sentó en una mesa cercana, le observó cenar, una ensalada y un pastel de ruibarbo. Ella nunca había visto ese pastel fuera de Inglaterra. Se pidió uno para disimular, aunque se lo comió con ganas.

Mientras él pagaba, ella apuraba un café solo. Dejó dinero en la mesa y anduvo tras el mago.

Tal vez porque era mago, tal vez porque ella no era espía, él se dio la vuelta y se encaró con ella.

- Me está siguiendo.

Ella se paró en seco, abrió la boca, miró a los lados, no dijo nada.

- Me está siguiendo, se nota.

- Sí. Te estoy siguiendo.

Él esperó una explicación, sin pedirla, pero todo apuntaba a que era inminente y necesaria.

- He estado en el espectáculo.

Las palabras, caprichosas, a veces se camuflan. Ella no quería jugar al escondite, se ofuscó. Frunció el ceño, le miró fijo.

- No me ha gustado. Lo siento. No me ha gustado.

Un breve ladeo de la boca fue toda la reacción en la cara de él. Como si no le importara. A ella no le agradó no causar ni siquiera una mínima sorpresa, un pequeño disgusto, cierta curiosidad. Así que, sin ser invitada, entró a degüello.

- No me ha gustado, porque no me lo he creído. Hablas muy bien, te mueves muy bien, eres aparente, pero no me creí ninguno de tus trucos. Lo siento. Es lo que hay. Quería decírtelo, no sé por qué, tal vez para ver si es cosa mía o que verdaderamente no haces magia si no sólo unos trucos que se desvelan para el ojo clínico, porque yo puede que tenga ojo clínico ¿sabes? Y por eso te he seguido, buscando el mejor momento para decírtelo, porque claro, al teatro no voy a volver, si no me gustó una vez, menos me va a gustar la segunda. ¿No? ¿Qué opinas? ¿Algo tendrás que decir, no? ¿De verdad no te importa nada lo que te diga el público? Porque claro, yo soy el público, y en teoría, eso dicen, el artista se debe a él, así que me lo debes. Sí, me lo debes. No me he creído nada.

Y él empezó a reírse. Primero intentando aguantarse la risa, luego ya dejándose vencer, carcajeándose. Ella dio un paso hacia atrás, con la boca aún abierta, con la respiración todavía algo acelerada después de haber echado palabras a borbotones casi sin haber cogido aire.

Por fin el mago consiguió apaciguar su risa aguda. Se quitó una lágrima del ojo, dejó escapar un par de estertores más, cogió aire, suspiró.

- Ay, de verdad, qué manera de hablar. Me ha dejado usted un poco confuso, señorita. Disculpe si le he ofendido al reírme, suelo reaccionar así cuando me avasallan. Y siento mucho si no se ha creído nada del espectáculo, yo lo he hecho lo mejor que he podido. Y si le sirve de explicación, son trucos ópticos, consistentes en engañar a su cerebro. Si su cerebro no se ha dejado engañar, entonces una de dos: o es una superdotada, o tiene un cerebro infantil. Son las dos masas cerebrales que menos se acogen al engaño visual. No pretendo ofenderla. Está demostrado.

- Pues no soy superdotada, y creo que no tengo el cerebro de una niña de 12 años. Creo, simplemente, que la magia no existe. Me trajeron hoy aquí para demostrarme lo equivocada que estaba y mire el resultado. Nefasto. Un fiasco. Qué decepción.

- ¿Cree en la magia, señorita?

- Obviamente, ahora no.

- ¿Tiene ilusión?

- ¿Cómo?

- Que si tiene ilusión. Que si cree en la fuerza de la ilusión, en la imaginación, en el poder de la mente para provocar que ocurran cosas que queremos que ocurran. ¿Cree en eso?

- No lo sé.

- Entonces no cree. Es una pena. Que pase una buena noche.

Se dio la vuelta para alejarse. Dio un paso. La voz de ella le volvió a frenar.

- No, no creo en la ilusión. No tengo ilusión. Ni por la magia ni por nada. El amor no existe. La esperanza es un invento que hemos creado para justificar nuestra inocencia. Los cuentos sólo son cuentos. Las películas sólo son películas. Y los trucos sólo son falsos. En la vida real, la de todos los días, no hay lugar para la ilusión. Aunque nos empeñemos. Es algo en lo que confiamos para que el camino sea llevadero. Eso es lo que pienso.

Él no se giró, no miró los ojos acuosos de ella. Se centró en la baldosa que tenía delante. Encorvó la espalda. Se hizo más pequeño. Así, dándole la espalda a ella, respondió tras unos segundos de silencio. Tenía los ojos cerrados.

- Entonces no somos más que los peces, que se pierden todo lo que hay fuera del agua, que una gallina, que no puede volar pero tiene alas. Estaríamos mutilados, si todo lo que usted dice es cierto. Sólo existe lo que captan nuestros sentidos, dice usted. ¿Pero usted no sueña acaso? ¿No anhela nada? ¿No...

- Basta, por favor.

Ella estaba llorando. Él se giró, negó con la cabeza.

- Un mago no es quién para ayudarle a creer, señorita. Sólo soy un ilusionista. Mi trabajo es apuntalar algo que usted debe dejar brotar.

- Pero yo quiero, yo quiero que funcione, creerme sus trucos. Quiero amar. Quiero todo eso que usted dice. Pero no existe. Ya no.

- ¿Por qué ya no? ¿Qué le ha ocurrido?

- Que me he despertado, sin más.

- ¿De un mal sueño?

- Del mejor de todos.

- Pues mientras soñaba, la ilusión estaba ahí. La ilusión no desaparece. Sólo hay que darle otra oportunidad.

- No creo en segundas oportunidades.

- Usted usa mucho el “no creo”, cuando alguna vez parece que creyó.

- Perdone. Siento si le he molestado. Me marcho ya, le dejo tranquilo.

Sólo en la última frase ella le trató de usted. Él se quedó mirándola, viéndola alejarse y perderse detrás de cualquier esquina.

Al día siguiente, en la función, el mago desapareció de verdad, no surgió de otra puerta ni entre el público. Los periódicos se hicieron eco. El teatro canceló, claro, todas las funciones. Devolvió el dinero. Nada más se supo del Gran Hugo.

Sólo ella sabía.

Hemeroteca


En la pared, un póster de una exposición a la que no te acompañé.

En el armario donde guardo el café, el té que yo no bebo.

En el cuarto de baño, lociones y cremas que yo no uso.

En el despacho, amarradas a la pizarra de corcho, notas agradecidas que me dejaste para que leyera cuando te habías ido.

Al lado de éstas, recuerdos de un viaje que hice a ti.

En la terraza, una orquídea que me dio por regalarte, sin motivo, con todos ellos.

Pegada a la nevera, una receta que me dictaste.

En la estantería, un libro que me enviaste y un manual que me enseñaste. A medias, los dos.

Y ni tiro el póster, ni regalo el té, ni vacio tu presencia en mi baño, ni arranco notas ni recuerdos del corcho, ni dejaré de regar la flor, cocinaré lo que me enseñaste, y me terminaré los dos libros.

Porque todo me duele, pero todo me gusta. Porque no quiero olvidar, aunque esté todo perdido, yo jugué, hasta el último minuto, forcé la prórroga, fallé el último penalti, pero allí estaba yo para tirarlo cuando el resto se amilanaba. Así que no le daré la espalda a nuestra hemeroteca si las noticias que la adornan las motivamos los dos, conscientes. Ni añorar lo pasado ni descreer el futuro, sólo sentirme a gusto con el presente sabiendo que lo hice bien. Lo hice bien. Lo hice bien.

Vuelvo a escribir cuando tú no me lees. La melancolía espolea mi creatividad, como los poetas malditos. Ni soy poeta ni estoy maldito, pero ahora que ni me oyes ni me ves es cuando aprovecho para hablarte. Lástima que no puedo mirarte. Mientras te vistes. Mientras te desvistes. Mientras te enfadas. Mientras duermes. Mientras te ríes. Porque te he hecho reír tantas veces que tu frase "pero qué tonto eres" es una melodía que, como los olores, te traerán de vuelta cuando me tope con ella.

Música, letras y tú.


miércoles, 25 de abril de 2012

Soñar

Llevaba tanto tiempo sin hacerlo que estaba convencido de que ya no iba a soñar más. Que esa oportunidad le quedaba negada, para siempre. Dormirse y despertarse, y entre medias, nada. Cerrar los ojos, perder la conciencia, recuperarla horas después sin pruebas de haber existido en ese lapso. Probablemente el mundo siguiese funcionando, pero él no participaba, él estaba dormido. Sólo dormido, cerebro en pausa, imaginación en huelga, ojos quietos, sin REM que valga.

Hace cinco años, cree, fue la última vez que vivió estando dormido. Ha pasado el tiempo y el recuerdo de lo que soñó entonces se va deformando, pero aseguraría que fue un sueño bonito, mutilado por un brusco despertar, sin alarma y sin deberes, un despertar natural, pero doloroso pues daba fin a una aventura sólo por él engendrada. Pero fue un sueño rico. Y atípico. Nada que ver con poder volar. Ni con ser perseguido y que las piernas no respondan en la carrera. Tampoco trataba sobre estar desnudo ante la multitud. Nada que ver con felaciones, ni con un trabajo que estresa tanto que se aparece de nuevo en lo onírico, donde no procede. No.

Aquella vez, casi seguro, aquella última vez, soñó que podía soñar. Que incluso él estaba dotado con ese privilegio. Y, afirmaría casi convencido, fue feliz, estuvo tranquilo, soñó incluso que podría prolongar el sueño mucho más allá de estar dormido.

Hasta que se despertó. Porque quiso. Ningún pitido, ningún ruido del exterior, ningún meneo físico, ningún sobresalto. Nada de eso fue necesario para vaciar la mente y abrir los ojos, erguirse casi de un salto, casi sudando, casi agitado, respiración acelerada y un espacio por reconocer. Allí, sentado en la cama con el pecho desnudo, el sueño se evaporó.

Han pasado cinco años y, cuando se creía en capacidad de asegurar que no le iba a volver a pasar, cuando casi lo había aceptado y asimilado, cuando se sentía conforme con ello y dispuesto a vivir así, reincidió. Dormido como estaba no todo fue negro. Alguien encendió la luz, iluminó su mente, irradió su cuerpo, puso en marcha la maquinaria, maquinaria que él daba ya por obsoleta y desvencijada, por estropeada, camino del desguace, pura chatarra inútil. Las turbinas resoplaron, las ruedas con dientes oxidados crujieron y chirriaron y empezaron a rodar, moviéndose las unas a las otras, activando palancas, haciendo correr cintas transportadoras de experiencias. Escenas, secuencias, actos, películas. Todo proyectado en su cabeza, por su cabeza, desde su cabeza. Y él protagonista de una historia que en realidad ni escribía ni dirigía.

Y qué gozo. Qué maravilloso aprendizaje. Qué viaje sin moverse del sitio.

Soñó que amaba. Y que le amaban. Como hace cinco años. Esta vez no fue él el que quiso huir del sueño. Le echaron de allí. Él quería seguir creando un mundo.

Pero sólo fue un sueño.

Ahora sabía que podía volver a soñar, aunque seguía sin poder elegir qué. Mucho menos dependía de él en qué momento aparecería el cartel de Fin, seguido de los títulos de crédito, con su nombre apareciendo en casi todos los roles. Y el de ella, claro.