miércoles, 16 de mayo de 2012

Abandono


No se levantaba nunca antes de las once. El despertador, infatigable, le pedía romper esa costumbre. Todas las mañanas. Siempre a las nueve. Pero Jonás no sucumbía. Estirar el brazo, silenciar el pitido, darse la vuelta, pensar que tal vez mañana sería un buen día para amanecer antes, y dejarse llevar, un par de horas más. Siempre un par de horas más.

La goma de los calzoncillos había llegado a su límite, y estos se sostenían en su sitio desafiando a toda ley física existente. La camiseta, blanca en un pasado no muy lejano, decorada con un dibujo representando el ojo con pestaña postiza de Alex, el protagonista de La naranja mecánica, llevaba tanto tiempo sin visitar la lavadora que probablemente ya repelía el agua. Los calcetines tenían tantos agujeros que hacía meses que no cumplían su función. El pelo, en busca y captura en cualquier peluquería y peleado públicamente con todo tipo de peines, champús, mascarillas y gominas, brotaba en absoluta libertad allá arriba. Si no fuera barbilampiño, Jonás luciría una barba en la que sería posible refugiarse en caso de que vinieran mal dadas.

Aunque llevaba años sin cocinar, la grasa era ya parte de la vitrocerámica y el fregadero jamás estaba despejado de platos roñosos. Sólo las tazas tenían la suerte de pegarse una ducha alguna vez, sin casi jabón, para volver a recibir, todas las mañanas, una buena cantidad de café. Sin leche, sin azúcar, no por gusto, sino por falta de existencias en su nevera y armarios. Si volviese a pisar el supermercado, sería como el retorno del hijo pródigo.

Así, con el café en soledad, la camiseta ya adherida al cuerpo, la planta de los pies negra y la nariz ya liberada de mocos gracias a un dedo trabajador, se sentaba todas las mañanas frente al ordenador, de teclado pegajoso y pantalla polvorienta. Cigarro en los labios y legañas en los ojos. Sin mails que leerse, sin noticias de interés y conociendo ya todo el porno que sabía encontrar, aún tenía los arrestos de abrir un nuevo documento de Word. Sorbía café, fumaba sin reparar en dónde caía la ceniza, inventaba una nueva forma de materia al amasar la cera de sus oídos con las excrecencias que descubría en sus fosas nasales y pensaba que hoy, sí, hoy, volvería a escribir. 

De vez en cuando echaba un ojo al móvil, ese que llevaba tanto tiempo sin recargar que ya no estaba seguro de a qué compañía pertenecía. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo que descolgar?

Había renunciado a buscar trabajo. No por haber agotado todas las opciones. Como Bartleby, prefería no hacerlo. Su subsistencia era algo que bien podría estudiarse en las mejores universidades. Sin emolumentos, sin subsidios, sin caridad, llegaba al final del día, irremisiblemente. Su excusa, hacia él mismo pues no tenía que rendir cuentas a nadie más, se limitaba a un “soy escritor” que cada vez le costaba más pronunciar, porque se lo decía en voz alta, tal vez para así darle más empaque a sus convicciones. Si es que las tenía.

Y así llegaba el mediodía, y las horas de la veintena, y las madrugadas, y el Word seguía virgen, el cenicero rebosaba colillas, la nevera y la despensa veían multiplicados los arañazos y el papel higiénico había menguado en grosor de manera imperceptible. Caía en la cama sin haber visto ninguna película digna de recordar, sin haber leído nada más allá de las advertencias del paquete de tabaco, y sin haber bebido más agua que la que cabe en un vaso chato. Y, por supuesto, sin haber pulsado una sola tecla, ni siquiera había movido el cursor del ratón.

A la mañana siguiente, el despertador reiniciaba su vida. Sin saber que lo eran, Jonás reincidía en sus hábitos. 

Hasta que, puede que fuese jueves, se duchó, buceó en el armario hasta encontrar una camisa no demasiado arrugada, se cepilló un poco las zapatillas y los dientes, se atusó el pelo, sonrió ante el espejo y bajó a la calle. El portero se le quedó mirando, a la hija de la vecina del quinto le habían salido tetas y la panadería de enfrente había cerrado y sido sustituida por una cerrajería. No había recorrido dos calles cuando se desmayó. 

El despertador volvió a sonar al día siguiente. Y siguió sonando hasta que, una semana después, agotó las pilas. Jonás, atado a un suero y sin probar el tabaco, habitaba una cama de hospital y suplicaba por una hoja y un boli. Quería escribir, ya sabía la historia. 

Cuando murió a las dos semanas, su madre puso en venta el apartamento y enterró a Jonás en el cementerio del pueblo, ese al que él había dejado de ir hacía más de diez años. Nadie se dio cuenta de que el móvil de Jonás había vuelto a sonar, y de que el nombre de ella estaba en pantalla.

Ella no sabía nada. Sólo llamaba para ver cómo iban las cosas. Si Jonás hubiera descolgado, hubiera respondido que perfecto, que no podían ir mejor, que estaba escribiendo como loco y que ahora ya sí, podía decirlo, estaba contento. 

Pero nadie descolgó, y ella se olvidó, y nadie visitó la tumba de Jonás ni encontró nada de lo que había escrito, porque lo cierto es que algo sí tenía escrito, y tal vez no fuera muy bueno, pero era de Jonás.

lunes, 14 de mayo de 2012

Palacio de Cristal


Lo que me has enseñado, me lo quedo.

Lo que de mí has aprendido, te lo niegas.

Después de tantos meses, cuando ya sólo puedo hablar en pasado, sólo guardo lo que fue bonito. Ahora que sé que no todo lo fue.

Yo quería cambiar antes de encontrarnos. Yo era espoleta, tú fuiste el gatillo.

Y ahora que no hay balas, sigo el camino que empecé contigo, no por ti.

Por mí.

Sólo yo soy blanco de mis salvas.

A ti no iba dirigido ningún disparo.


Hinchas celebran triunfos en Neptuno. Sin que él sepa ni entienda.

Y ahora que yo entiendo, eres tú la que no sabes.

Soy la fuente del lago del Palacio de Cristal, que escupe agua como un geiser.

Tú eres los patos, que se alejan a la orilla por miedo a que les salpique.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Idiomas


Ahí está, en su esquina, ocupando el espacio que le reservan todos los días. Parece poca cosa, reducida en tamaño, pero es fácil que la vista se te vaya a ella. 

No se dirige a mí. No se dirige a nadie a quien yo conozca. Pero son muchos los que atienden sus explicaciones. Y yo, sin ser destinatario de sus mensajes, me sigo fijando en ella. Todos los días. Creo que estoy incluso aprendiendo a descifrarla.

Si he de ser sincero, que es una fórmula absurda para una reflexión interna, no me había fijado en ella hasta que la conocí, hace no tanto, en un restaurante italiano en el que no habíamos quedado pero en el que nos encontramos. Tomamos un vino frizzante, sin saber yo qué era eso pero luego dándomelas de entendido cuando lo sirvieron. Compartimos una ensalada, una pizza, alguna mirada y mi sentido del humor, acorde con el de ella. Luego fue un café, luego una cerveza, luego unos besos nerviosos y al fin una despedida, y hasta la próxima, aunque todos dudamos de que ocurra.

Después de aquello, empecé a buscarla, consulté sus horarios. Después de aquello, como con ella todos los días. Ella no lo sabe.

Yo degluto y ella mueve sus manos, exagera sílabas con la boca, comunica a los que no oyen lo que está diciendo la presentadora del telediario. Y yo, que oigo perfecto, bajo el volumen y estudio sus aspavientos, dándole sentido al lenguaje de signos porque es lo único que se me sigue ofreciendo de ella. Me agarro a su manera de cortar el aire para seguir respirándola. 

Pero, en realidad, sigo comiendo solo, en un apartamento cada vez más desordenado, y atrapar aire con los pulmones es cada vez más complicado. No hablo, ni escucho. Es su idioma en el que me quiero manejar.