lunes, 28 de junio de 2010

De paso por la estepa

- Que me caso, tío.

Menos mal que no es una videoconferencia, menos mal que mi cara sólo la ve mi espejo.

- ¡Coño!

Voy a decir más, pero ella está lanzada.

- Sí, tío. Nunca he tenido algo tan claro. ¿Sabes lo que digo? Que te está pasando algo y piensas "esto era, esto y sólo esto era lo que tenía que pasar".

Intento mentir con un sí pero ella es una avalancha de entusiasmo.

- Pensarás que estoy loca, pero estoy tan segura, estoy tan feliz. Sé que es él.

Se toma un respiro, ahogada por su propia ilusión. Es mi turno, turno de enhorabuenas y felicidad compartida y buenos deseos, aunque estoy demasiado consternado como para sentir todo eso.

- Pues no pienso que estés loca, pienso en la suerte que tienes. Qué bien, tía, cuánto me alegro, qué envidia te tengo.

Y por esos derroteros sigue la conversación, y ella se ríe y yo imagino su cara y pienso que no me la voy a volver a follar y cuando ella me pregunta qué estoy haciendo para irnos de cañas, me invento que estoy con gente en casa. Quedamos para la semana que viene, claro, fijo, qué bien, eres la mejor, y colgar y cara del que ha visto diez fantasmas a la vez.

Dejó el teléfono en la mesa, la pantalla se apaga y yo lo sigo mirando. Me recuesto en el sofá y se me escapa una sonrisa al pensar que una follamiga debería ser como el Papa, no debería poder casarse nunca. No son conscientes del desbarajuste que provocan. De acuerdo, me he ido en un viaje muy largo y muy silencioso, y suponía que a la vuelta habrían cambiado varias cosas, entre ellas que mi agenda contendría números que no iba a poder volver a marcar.

Pero resultó que al volver muchos de esos números existían y sus dueños y dueñas seguían siendo los mismos, y no fue tan difícil recuperar hábitos que creí desterrados por los que se quedaron mientras yo me alejaba. Quedé y besé y follé de nuevo caras, cuerpos y mentes que intuí habrían rehecho su vida, sin resérvame plaza en ella. Qué bien, el tiempo no ha pasado. Qué inocente hay que ser para escribir esa frase.

Porque la gallega de ojos oceánicos se casa con un chico que conoció siete meses atrás, más o menos cuando yo subía a un avión rumbo a todas partes. Porque siendo así, qué extraño sería mantener una relación con ella, de amistad digo, cuando bien sabido es que el que empezó siendo follamigo difícilmente será amigo de futuro. Su número sigue siendo su número, pero ya no es la misma llamada que habría hecho yo hace menos de un año.

Me burlo de mí mismo pensando en una hipotética crisis de los 30. Me burlo de mí mismo porque se casa una chica que conocí en un barco en el Adriático, que besé en una cervecería de Guzmán el Bueno, con la que desayuné cuando vivía por Puerta de Toledo y con la que volví a quedar y a dormir en el piso de Avenida de América. Pues claro que se casa, imbécil, porque el mundo sigue girando por mucho que tú corras en el otro sentido, por mucho que creas que no estás cerca de los 30 e igual de solo.

Porque ya no son follamigas lo que quieres, ni ellas que tú sigas siendo el eterno follamigo. Quieres otras cosas y ni las atisbas, ni las buscas, para qué, y al final vuelves a tirar de móvil y pasa lo que pasa y la realidad es un muro de cemento y tú te has quedado sin frenos y entiendes por fin, con los sesos sobre la fachada de un edificio de cuarenta plantas, que prefieres subir una pendiente despacito que seguir en una recta que no necesita de esfuerzos del motor. Pero estoy en una estepa, maldita sea.

lunes, 21 de junio de 2010

Leyendo(te)

Un vestido liviano, de colores grises, y debajo unas piernas de prometedora piel suave, con el tobillo fino, que siempre fui fetichista con los tobillos, y unas sandalias con cuña elevando una figura delgada pero me da a mí que carnosa. El pelo, recogido sobre la coronilla en un moño de adolescente rebelde, de color oscuro con mechas castañas, ondulado y seguro que difícil de dominar. Los ojos grandes y oscuros, parecen cansados, más bien aburridos. No van engalanados con maquillaje, unas leves ojeras subrayan esos círculos de brea que son ojos que muy abiertos no parecen mirar gran cosa. Los labios son gordos y no se alargan hacia los extremos, al menos no sin sonreír, seguro que tiene una sonrisa de esas que transforman caras y sacan arrugas tiernas. El hueco central del labio superior es pronunciado, marcando una frontera en esa carne rosa pálido, cumbre de una boca que debe ser besada de todas las maneras posibles, pero besada con constancia, no ha de olvidársele nunca a esa boca la codicia que despiertan en el que la besa, y en el que se imagina siendo el que la besa.

Vas en metro, porque en Madrid las musas viajan en metro.

Entras y no te sientas, te agarras a la barra y lees uno de esos posters que reproducen los primeros párrafos de un libro, apología a la lectura adornando el gusano metálico que devora las entrañas de Madrid. Lo lees pausada y al terminar buscas otro inicio de una historia en otra pared del vagón. Suele haber dos de esos cartelitos culturales por cada vagón, y éste en el que ella es reina no es excepción. Te desplazas ligera, como si flotaras en el traqueteo de tan poco oportuno escenario. Sueltas una barra y te ases a una nueva como si fueran lianas, tú amazona urbana. El vestido vuela lo justo, dándole más gracilidad al movimiento de tus tobillos, que giran sobre sí mismos, como si bailaras, desplazándote un par de metros, deteniéndote ante otro trozo de literatura regalada.

Primero tus pies están a en simetría, y a medida que avanzas en el extracto de lectura, el píe izquierdo se va alejando. Combas el cuerpo a la derecha, todo el peso en esa pierna, la otra descansando, apartada y un poco curvada. El brazo derecho entrelazado con la barra vertical que sube a tu lado, y el izquierdo muerto y pegado al cuerpo. Es la parte derecha de tu cuerpo la que ahora te sostiene. Dirían los machistas de la antigüedad que ese es tu lado masculino, que lo siniestro es lo que tienes laxo en esa postura. Yo sólo opino que es una pose maravillosa para ser contemplada, los gémelos mirándome, el culo a la altura de mis ojos, el hombro izquierdo desnudo, el cuello estirado hacia la derecha, acompañando al cuerpo y a la lectura. Supongo que sólo mueves los ojos, el resto se mantiene congelado para mi estudio. El espacio que existe entre el cuello de tu camisa y tu oreja izquierda, la que yo veo desde donde estoy sentado, es terreno por descubrir, es el sueño de un vampiro saciado, es lo que me empujaría a cometer una imprudencia como interrumpirte.

Terminas y deshaces la escena y te sientas, a mis dos, con una puerta a tu derecha, la de enfrente la guardo yo también a mi derecha, y nadie en el espacio que nos divide, sólo aire, contaminado, invisible, concentrado. Te repaso empezando por los pies, recreándome, más como un biólogo que como un pervertido, tal vez con un poco de ambos. Las uñas pintadas de rojo y… de repente estiras las piernas, levantando las sandalias del suelo, los muslos tensionados. Busco tus ojos y ellos también están mirando tus pies. Vuelvo a los pies sin darme cuenta de que estoy sonriendo. Bajas de nuevo tus uñas y mis deseos y mi parada es la siguiente.

Jugando a leer las cartas del contrario, yo diría que, obvio, te gusta leer, que estás aburrida o cansada un domingo y has quedado con alguien para entretenerte, lo primero me lo dicen tus ojos, lo segundo me lo dice la atención que le prestas a tus pies. O la cosa no va bien con tu chico o no lo tienes, adivino. También me da por intuir que tienes treinta y pocos y que si te propusiera una gilipollez tan grande como bajarnos a tomarnos un café en cualquier sitio te preguntarías porqué no.

Llega Diego de León, agarro la bolsa de plástico que casi olvido debajo de mi asiento, recorro el espacio virgen y me planto a tu lado antes de que las puertas se abran. Sigues mirando nada, al frente. Las puertas desaparecen y yo doy un paso y ya no estoy en el teatro, tú teatro, se ha terminado tu obra, las puertas se cierran tras de mí, cae el telón y yo sigo los carteles que me guían a la salida y... escribo, qué otra cosa voy a hacer.