sábado, 29 de octubre de 2011

La Bolsa, los barcos y ella

Él procuraba regalarle el oído todos los días. A cualquier hora. En cualquier situación. Se lo pedía el cuerpo, se lo reclamaban las entrañas que se torcían y se contraían si no expulsaba palabras que desvelasen lo que ella despertaba en él. Necesitaba hacerlo. No era por cumplir, ni por subirle el ánimo, ni por seguir doctrinas de enamorado. O lo hacía o vomitaba, aún con el estómago vacío.

Llevaba dos noches soñando con ella. Sabía que era ella la que invadía su sueño, aunque no fuera su cara la que rematara un cuerpo tan conocido y a la vez tan añorado. El sueño le jugaba una mala pasada mutando el rostro que tanto deseaba ver, tocar y besar, cambiándole los rasgos, suplantando su identidad por la de aquella otra mujer con la que convivió un tiempo, hace tantos años. Aquella otra mujer en la que ya no pensaba. ¿Qué quería decir eso?

Reminiscencias de tu pasado, decía el psicólogo. Tus ganas de superar lo que fuiste, de imponer no sólo lo que eres, sino lo que quieres ser, sentenciaba el terapeuta. Pero sin olvidar que lo que buscas está ligado a lo que tuviste, remataba el profesional. Madurar implica aceptar y no soltar del todo amarras, alejarte de la orilla pero sin perder de vista lo que te llevó a subirte al barco. Algo así explicaba el tipo que sentado al otro lado de la mesa cobraba por arreglarle la biela de su cabeza aplicando la llave inglesa que desatasca el inconsciente, necesario en la mezcla para que carbure a su máxima potencia el consciente. Así que tu sueño te dice que sí, que es esta mujer y ninguna otra por la que quieres luchar, pero no por ello obvies lo que fuiste. Ahora sientes que perdiste el tiempo, pero no, nunca se pierde, se invierte de una u otra manera, como acciones en bolsa, el dinero no desaparece, aunque sea un dinero que no tocas. Yo que aborrezco los valores especulativos, resulta que tengo que aprender a especular con mis tiempos, mi pasado, mi presente, para que mi futuro tenga plusvalía.

Me desarraigo del diván habiéndolo entendido, claro, pero sigue habiendo una idea que me martillea. Ella ya no responde igual. Yo le susurro y ella calla, desvía la mirada y la conversación. La mirada. La conversación. Sí, sonríe, tierna y adulada, pero no me devuelve la pelota. Ni siquiera la manda a la red. Deja quieta su raqueta, permite que la bola bote dos veces y pase de largo. Sí, me regala una expansión de sus labios, pero no los hace trabajar articulando sonidos que formen sílabas que construyan frases que me hagan pensar que estamos en la misma página de este libro que, me da la sensación, ya no escribimos tan a dos manos. Será que ella ha vivido más y quiere ser cauta. Será que yo deseo vivirlo todo y aquí no cabe la cautela. Sea lo que sea, ando por Madrid pensando en esto con menos dinero en el bolsillo y algo incómodo tras levantarme del diván, y temiendo que ella se me escape, ahora que todo empieza a encajar, que el coche empieza a correr como debe, que no hay tráfico y el destino está claro, sin necesidad de GPS más allá de mi voluntad y mis ganas. Será que en sueños entiendo que todo permanece pero que despierto quiero borrar lo que necesita seguir constando. No sé, la verdad es que no sé. Mis esfuerzos y mis logros no pueden depender de ella. Pero es como si de repente todo estuviera en sus manos de finos y hábiles dedos y yo fuera el títere que cuelga de esos hilos que ella maneja y me muevo feliz a su antojo. No puede ser. Pero es. Y no sé soltarme. El barco soy yo.

viernes, 14 de octubre de 2011

La segunda parte

Sacó la navaja, miró a Héctor como si aquello fuera un duelo a bocajarro, guiñó un ojo mientras se le escapaba una sonrisa ladeada y hundió el acero oxidado en la piel. Pinchó el balón delante de sus narices.

- A tomar por culo.

Héctor no podía cerrar la boca. No decía palabra, ni gemía ni gritaba improperios, sólo enseñaba su campanilla y miraba al balón, que se iba desinflando, silbando una estúpida despedida, hundiéndose sobre sí mismo, como las ganas de Héctor de terminar aquel partido.

Zeke guardó la navaja, negó con la cabeza burlándose de la inactividad de Héctor, se giró tranquilo y empezó a caminar hacia los árboles.

Los otros chavales miraban la escena sin actuar. Alguno susurraba cosas a los que tenía cerca, otros se quejaban en silencio, el más osado apretaba los puños. Marcos, que estaba de portero y que además era mayor que todos los demás, se acercó corriendo.

- Y tú ¿qué coño quieres?

Se lo preguntó antes de que el guardameta estuviera siquiera cerca. Zeke ya estaba en guardia. No hizo ademán de sacar la navaja, ni falta que le hacía.

- ¿Por qué has hecho eso? ¿Estás tonto o qué?

Zeke dio dos pasos largos, puso su nariz a diez centímetros del que preguntaba y se rió. Izó su mano, Marcos quiso dar un paso hacia atrás, pero se quedó congelado. Todos estaban mirando. Pero todo lo que hizo Zeke fue apoyar los dedos sobre el hombro del que se decía el mayor de todos.

- Primero, lo he hecho porque me ha salido de los cojones. Segundo, no, no estoy tonto. ¿O tú crees que sí? ¿Lo discutimos?

El portero balbuceó algo. Miró a su alrededor. Se sintió solo en medio de aquel parque, un domingo como ese, todos esos que se decían amigos no hacían justicia al apelativo.

Zeke quitó la mano del hombro ajeno, escupió al suelo, como si fueran balas que hacen bailar al contrario, y reanudó su camino.


De cenar había pescado. Dejó la navaja en el cajón de siempre, se enderezó el flequillo mal engominado y se sentó a la mesa, a la izquierda de su padre, que no se había quitado la corbata. Su madre surgió de la cocina con una ensalada de patatas y su hermana por fin se decidió a acudir emergiendo de las profundidades del tocador improvisado que había montado en su cuarto con un espejo roto rescatado del contenedor de la basura.

Durante la cena, esta vez su padre no habló. Su madre no preguntó qué tal el día. Su hermana no se mandó mensajes por el móvil con sus amigas.

Sólo habló él.

- Hoy he estado jugando al fútbol.

Héctor le enseñó a su padre el balón. Su padre le acarició el pelo y le dijo que ya le compraría otro, que no se preocupase. Héctor le preguntó si no pensaba hacer nada, alzando tal vez demasiado la voz. El padre dejó de masticar el filete y quiso saber qué es eso que debía hacer, exactamente. ¿Tal vez plantarse en casa del chulo ese y darle un buen tirón de orejas? ¿Tal vez hablar con el bruto de su padre, que probablemente le escupiría cerveza mientras le mandaba a la mierda? ¿O mejor denunciar a la policía una chiquillada como esa? Héctor se levantó tirando la silla hacia atrás y se encerró en su cuarto. El padre se quedó mirando la foto de su mujer, la que había puesto en el único marco de la casa junto a la tele que era de todo menos plana. Suspiró, agachó la cabeza, y siguió masticando.

Marcos tiró los guantes sobre la barra del bar. Se puso un delantal, limpió de mal humor, que así no se limpia bien, y sirvió una caña a Genaro, que le preguntó qué le pasaba y dónde estaba su padre. El chico respondió que no le pasaba nada y que su padre estaría en casa cenando, que luego bajaría para cerrar. Que si se esperaba le podría ver. Que le dejara en paz que tenía mucho que hacer.


Sacó la navaja del cajón, se metió en la cama y dibujó machetazos mortales en el aire. Tapó la luz del flexo con el filo, guiñó un ojo para ver la silueta de su arma y se dijo que mejor haberle dado una buena hostia al gilipollas ese que se le había encarado. Antes de dormir, su madre pegó un grito. Zeke apagó la luz, se tapó los oídos y se puso a cantar la única canción que se sabía.

Héctor se tragó unas cuantas lágrimas, volvió a dejar la foto carné de su madre dentro de su cartera con un escudo del Madrid y pegó un par de puñetazos en el aire. Antes de dormirse creyó oír a su padre fregando los platos, uno se le cayó al suelo y se hizo añicos.

Mientras su padre cerraba, Marcos se dedicó a poner las sillas encima de la mesa. La tele seguía encendida y en las noticias de la medianoche decían que en el barrio habían matado a un inmigrante en un ajuste de cuentas. Dejó una silla suspendida en el aire mientras intentaba prestar atención, pero su padre apagó la tele y le apremió a terminar, que quería descansar. Se quitó el delantal, recogió sus guantes y repitió una frase que su padre prefirió no escuchar. Ajustar cuentas.

lunes, 10 de octubre de 2011

El traje

No tenía nada que ofrecerle. Aún le quedaba mucho para poseer todo eso que no vale ningún dinero pero que es más valioso que cualquier montón de divisas. Quería hacerla sentir la puta reina del mundo, pero sabía que sólo era un paje en un reino que se difuminaba. Emperador de la nada, káiser del Reino de Nunca Jamás, ese que le tenía atrapado y del cual ya no divisaba fronteras. Reino que odiaba, ya por fin lo odiaba, después de años pensando que ese era el mejor lugar en el que se podía estar. Pero ahora, con 30 años, se daba cuenta de que para ser Peter Pan hay que ser muy hombre, y él no sabía cómo se llegaba a eso. Así que aparte de unas risas, sexo para los anales, caricias, besos, y demás componentes de lo etéreo del amor, no, no tenía nada que ofrecerle.

Pero el problema real no es que ella se lo dijera. Lo que de verdad le martilleaba los cojones es que él ya lo sabía. Hiroshima en sus entrañas y la Guerra de los Cien Años en sus sienes sólo estaban provocadas por el conocimiento que ya él tenía de lo poco hombre que era.

Por eso, un día, vestido con un traje que nunca antes se habría atrevido a comprar, subió a un barco y puso rumbo a ella, que habitaba una isla a donde no le dejaba ir hasta que no fuera dueño, al menos, de sí mismo.

Al llegar al puerto, nadie le esperaba, pues a nadie había avisado de la travesía. Busco un hostal barato, compartió planta con borrachos, putas y traficantes, colgó el traje en la única percha y fumó mirando por la ventana y repitiéndose "te ofrezco el mundo, ni más ni menos". Pero cada vez que terminaba de recitar la frase, lloraba, como un niño, como siempre, como un niño.

Para enamorarme tienes primero que enamorarte de ti mismo, le había dicho la noche antes de la partida. Pero él ya no se quería más de lo que se quiere a un perro viejo que está en las últimas. Quieres despedirle, quieres incluso facilitarle el camino, pero te sigue dando pena. Quería ahogar al niño, pero en el último momento siempre dejaba que subiera de nuevo a la superficie a respirar. Y vuelta a la profundidad.

Y en esa pelea, ni el niño sobrevivía ni el hombre se hacía. El proceso iba a ser largo, doloroso, pero al fin y al cabo, eso es lo que hace a un hombre. El viaje.

Se hizo de día, no había dormido nada.

Se vistió, salió a la pestilencia de esa ciudad portuaria, buscó la calle donde ella trabajaba y...

Se dio media vuelta y se montó en el primer barco que retornaba a su lugar.

Aún había tiempo. No guardó el traje.