viernes, 14 de enero de 2011

Casi me olvido

¿Qué haces? No, no me mires. ¿No te das cuenta? No puedes mirarme así. Y mucho menos volverte a los tres tremendos segundos, girando el cuello, regalándome pupila y encima sonriendo con indolencia.

Te llamaría incauta, pero no doy ningún miedo ni me acompaña el atractivo del peligro, así que ni muerdo ni me relamo, me quedo ahí, primero sorprendido por ese primer cruce de miradas, dos que caminan en direcciones opuestas y se van mirando, y se van mirando, y sus caminos convergen y sus hombros parecen imanes, pero los cuatro pies siguen dando pasos, los ojos de uno se quedan sin la pareja cómplice del otro, y luego ya desbordado cuando a los tres pasos me digo qué coño y me doy la vuelta y miro como caminas, y cómo caminas, y tú te giras y me cazas y sonríes. Y yo debo poner esa cara de tonto, del que sufre un desengaño bonito, y tú vuelves la cabeza, reanudas tu marcha, y yo contemplo tu melena como telón.

Por supuesto, no me muevo. Voy hablando por el móvil y el interlocutor no para de preguntar mi nombre. Me he quedado en silencio sin siquiera darme cuenta. Tú has secuestrado mis sentidos, que vuelven liberándose mientras te alejas.

Tendría que haberme disculpado y colgar el maldito móvil, no hay artilugio con mayores posibilidades de convertirse en inoportuno, acercarme y exponerte que el hecho de sonreírme así se merece una explicación, con mucha zalamería y dispuesto a todo, tanto a la peor de las excusas como a la más rica de las cervezas.
Pero recupero la conversación inalámbrica, suspiro cada paso que das, con tu culo diciéndome hasta nunca, te veo doblar una esquina y es en este momento cuando mi ego defiende que lo has vuelto a hacer, has dejado que tus ojos me buscasen, ya tan lejos, justo antes de desaparecer.

Me despido en el móvil, cierro la tapa con probablemente poco estilo, recupero el camino a casa. Ronroneo con el ego acariciado, hacía tiempo que no alimentaba al bicho.

martes, 11 de enero de 2011

Folletines

Como cualquier otro día, tardó casi una hora en levantarse desde que se despertó. Se enfundó las babuchas, se preparó el café de rigor, que últimamente siempre le quedaba con posos, y repasó los correos electrónicos antes de ponerse a trabajar mientras fumaba el primero de muchos cigarrillos. Uno de esos correos le alcanzó bajo la línea de flotación de su ánimo, que era, hasta ese momento, como el de cualquier otra mañana, bueno, sin grandes expectativas y, por lo tanto, sin grandes decepciones. Pero esta vez la bandeja de entrada de Hotmail escondía una crisis. Su último escrito no iba a ser publicado en la revista, le pedían una serie de cambios para una posible inclusión en un número venidero de la revista, y la frase final del editor era "Tenemos que meterle mano para que no se quede en un simple folletín". Había estado trabajando en el relato durante dos meses y sólo había parido un maldito folletín. Se quemó los labios al beber de nuevo de la taza, se levantó y se paseó por la casa, apartó al gato de su camino con un toque con la puntera del pie y volvió a sentarse. Abrió el relato, lo releyó. Sí, era un folletín. Abrió un nuevo documento de Word, copió y pegó el título del relato y dejó el cursor parpadeando indolente en sus narices. Se quedó allí hasta que se fumó un nuevo cigarro. Decidió pegarse una ducha.

Con la toalla por la cintura y el pelo húmedo, le llamaron al móvil. Se enteró por un tercero de que su mejor amigo finalmente se casaba, y que quería hacerlo en plan privado en Bilbao. Santi llamaba para ver si él tenía intención de ir a Bilbao. Respondió que no, que ahora mismo no estaba de humor, que no entendía nada y que si su amigo le quería tener en la más absoluta oscuridad en lo que respecta a su boda, así sea. Colgó, se secó el pelo, se sentó de nuevo al ordenador, borró el título, y esta vez no dejó que el cursor parpadeara tranquilo ni un segundo. Escribió durante cuatro horas seguidas, llenó un cenicero, preparó más café, olvidó dar de comer al gato.

Esta vez el escrito no tenía nada que ver con el folletín. Tampoco era un relato, la verdad. Era más un ensayo. "La rutina del cambio", se llamaba. Muy rimbombante, sí. Iba a cambiarlo cuando miró la hora. Llegaba tarde. Guardó el relato, o el ensayo, o lo que carajo fuera aquello, se metió en unos pantalones y en una camiseta que no olía a sucio, bajó las escaleras de dos en dos, saltó dentro del autobús y sólo entonces si dio cuenta de que se había olvidado el móvil en el lavabo.

Se fue a comer a casa de sus padres, donde entró en pocas conversaciones y empleó pocas frases subordinadas. Su madre se extrañó, le notaba raro. Él contestaba que no le pasaba nada, que tenía muchas cosas en la cabeza y que tenía un encargo de la revista que le estaba dando mucho la lata, pero que todo iba bien. No mencionó la llamada de Santi, ni la frase del editor, ni la pena brutal que le subía desde sus zapatillas roídas hasta el pelo desmadejado. El padre quiso saber cuando volvían a publicarle en la revista (guardaba todo lo que su hijo había sacado al mercado) y él mintió diciendo que, para ese número, había pedido no salir puesto que estaba trabajando en un relato que le iba a ocupar mucho tiempo. Salió de nuevo a la calle con el postre aún en la garganta y decidió volver andando a casa. Ya no había prisa.

Tenía cuatro llamadas perdidas, todas ella de ese supuesto amigo que se casaba. Se tiró en el sofá, marcó el número de su amigo. Le saltó el buzón de voz. El gato se le subió encima, pegándole la coronilla a la nariz, buscando caricias. Él apartó al animal de un manotazo, luego le pidió perdón tierno, le puso una de sus latas preferidas y volvió al ordenador. Releyó el ensayo. Se lo envió a su amigo, el que se quería casar en secreto, qué estupidez, y a su editor le mandó un mail pidiéndole explicaciones por decidir casarse así.

El resto de la tarde miró por la ventana, se fumó el paquete entero de tabaco, vio una peli a la que no atendió ni cuando el giro final pedía a gritos un brinco en el sofá, y miró el móvil cada diez minutos esperando una vibración.

Sólo cuando se fue a la cama se dio cuenta del error al enviar los mails. Pero no movió un músculo, se quedó allí sepultado bajo el edredón fino y se durmió pensando en Santi borracho estropeando la boda.

A la mañana siguiente el editor le contestó. Decía que esa idea le parecía genial, mucho mejor que la del folletín. "Lo epistolar ya no se lleva, y creo que lo has clavado. Mándame el resto cuando puedas, la respuesta del amigo, la réplica del despechado, todo eso".

De su amigo no volvió a saber nada hasta que un después se cruzó con la novia, ahora esposa. Ella hizo como que no le veía. Fue él el que llamó su atención. Antes de despedirse al minuto y medio, ella le dijo "No te perdona que no fueses a la boda, y menos que le mandases aquello que estaba tan bien escrito y que eran tan demoledor". A él se le pasó por la cabeza la idea de reconocer el error, de resolver el malentendido. Pero se calló, vio como se alejaba ella, pasando por un kiosko en el que, en un lugar destacado, estaba la revista, con su colaboración. Nunca ningún amigo suyo se había dignado a comprarla.

viernes, 7 de enero de 2011

Alberto, bufón

Alberto es el hijo menor de Juana y Mariano. Estudió filosofía, ha recorrido Oceanía, rompió con dos novias, se emancipó con una de ellas y luego, cuando volvió a estar solo, ya no volvió al nido, se buscó la vida. Trabajó de lo que le salía hasta que se colocó en un buen trabajo, buen sueldo, buena empresa. No le aportaba nada, mucha oficina y mucho cargo en la compañía, pero ser joven y conformista es algo que Alberto, iluso, se negaba a creer una combinación posible. Aguantó tres años. Este último año ha malvivido con el paro, con una sonrisa y sin responsabilidades, dispuesto a encontrarse a sí mismo. Pero eso es otra historia.

Cada fin de semana, como hacen muchas familias, se juntan todos, e incluso más, en casa de los padres. Hugo, el mayor, con la novia. Los primos. Los tíos. A veces un novio de una prima o un ligue de una tía. Y Alberto, claro.

Siempre que va a comer a casa de sus padres sabiendo que estará todo el círculo, Alberto se perjura antes para no abrir demasiado la boca, para mantenerse al margen en las discusiones en las que se arregla desde el cambio climático hasta la ley Sinde, para no teorizar sobre wikileaks ni sobre facebook. Es posible, alguna vez se ha dado, que el tema tratado sea más conocido para Alberto, por la teoría o por la práctica, pero da igual, su aportación será convertida en tierno momento de mofa para deleite familiar. Es el menor, el gracioso, el que hacía striptease canturreando Tina Turner cuando tenía ocho años y le grababan en vídeo, el que habla deprisa cuando le emociona el tema, el que no puede ser experto en nada porque aún tiene cara de niño. Que se especializase en filosofía del cine no hace, en ese contexto, más valiosas sus opiniones cinéfilas. A ojos de los que le doblan la edad, sólo es un friki amante de Stallone, qué otra cosa iba a ser el que se vestía de sheriff a los ocho años y detenía al abuelo. Su dominio de Internet, por sus trabajos y su propia afición, no le dan más legitimidad a sus comentarios sobre la red 2.0, el fenómeno facebook o la destrucción del anacrónico papel de los medios de comunicación como grandes creadores de opinión. No, lo que él aporte en las discusiones entre lonchitas de ibérico y una paella a la que el arroz puede que le haya quedado duro, no es lo habitual, nunca, nunca, será tenido en cuenta con la misma trascendencia que si viniera de otra boca, de otra infancia compartida, de otros errores antiguos demasiado conocidos. Si Hugo opina, es más que posible que tenga razón. Si el primo médico juzga, será porque tiene base para hacerlo. Si el padre abogado sentencia, no es por otra cosa que por su brutal saber adquirido a lo largo de los años. Pero Alberto... no ha llegado a los treinta, dice las cosas de esa manera tan divertida y lo vive tanto que cómo tomarle en serio. Que lo que diga en realidad sea cierto no es relevante, es más cómico para todos parodiar sus razonamientos.

Por eso, cada vez que va a comer a la casa en la que se crió, se mira al espejo y se promete no entrar en conversaciones que no sean banales, responder monosilábicamente cuando menten su nombre, y hablar de la comida y del tiempo con el mismo entusiasmo que le pondría a resolver una integral.

Pero no funciona. Porque Alberto es así. Y si le preguntan por algo que le llena, aún sabiendo que a los dos minutos lo que diga será carcajeado en la mesa, entra al trapo. Opina sobre pelis. Conjetura sobre wikileaks. Hace de abogado del diablo con los controladores aéreos... Y cuando se va a su casa a las horas, siempre, sin excepción, se queda con la sensación de ser el jodido payaso triste, el bufón de una corte que terminará echando de menos.

En cualquier otro ambiente, habla y debate, sabiendo que su palabra vale tanto como la del de enfrente, aunque éste tenga más años y más estudios. Y aprenderá, cambiará posturas, madurará. Y tendrá más conocimientos. Y cuando los ponga en evidencia en las comidas familiares, serán tirados abajo con una sola técnica: infantilizar al orador, total, es sobrino, es hijo, es primo. Ninguno de esos títulos los ha creado él, los papeles en la obra ya se habían repartido y hay representación todos los fines de semana en casa de los padres.

Nada va a cambiar. Alberto lo sabe, se resigna, se enfunda en el gorro de cuatro puntas con cascabeles, se pinta la sonrisa y proclama su discurso dispuesto a la risa, ajena, claro.