sábado, 29 de octubre de 2011

La Bolsa, los barcos y ella

Él procuraba regalarle el oído todos los días. A cualquier hora. En cualquier situación. Se lo pedía el cuerpo, se lo reclamaban las entrañas que se torcían y se contraían si no expulsaba palabras que desvelasen lo que ella despertaba en él. Necesitaba hacerlo. No era por cumplir, ni por subirle el ánimo, ni por seguir doctrinas de enamorado. O lo hacía o vomitaba, aún con el estómago vacío.

Llevaba dos noches soñando con ella. Sabía que era ella la que invadía su sueño, aunque no fuera su cara la que rematara un cuerpo tan conocido y a la vez tan añorado. El sueño le jugaba una mala pasada mutando el rostro que tanto deseaba ver, tocar y besar, cambiándole los rasgos, suplantando su identidad por la de aquella otra mujer con la que convivió un tiempo, hace tantos años. Aquella otra mujer en la que ya no pensaba. ¿Qué quería decir eso?

Reminiscencias de tu pasado, decía el psicólogo. Tus ganas de superar lo que fuiste, de imponer no sólo lo que eres, sino lo que quieres ser, sentenciaba el terapeuta. Pero sin olvidar que lo que buscas está ligado a lo que tuviste, remataba el profesional. Madurar implica aceptar y no soltar del todo amarras, alejarte de la orilla pero sin perder de vista lo que te llevó a subirte al barco. Algo así explicaba el tipo que sentado al otro lado de la mesa cobraba por arreglarle la biela de su cabeza aplicando la llave inglesa que desatasca el inconsciente, necesario en la mezcla para que carbure a su máxima potencia el consciente. Así que tu sueño te dice que sí, que es esta mujer y ninguna otra por la que quieres luchar, pero no por ello obvies lo que fuiste. Ahora sientes que perdiste el tiempo, pero no, nunca se pierde, se invierte de una u otra manera, como acciones en bolsa, el dinero no desaparece, aunque sea un dinero que no tocas. Yo que aborrezco los valores especulativos, resulta que tengo que aprender a especular con mis tiempos, mi pasado, mi presente, para que mi futuro tenga plusvalía.

Me desarraigo del diván habiéndolo entendido, claro, pero sigue habiendo una idea que me martillea. Ella ya no responde igual. Yo le susurro y ella calla, desvía la mirada y la conversación. La mirada. La conversación. Sí, sonríe, tierna y adulada, pero no me devuelve la pelota. Ni siquiera la manda a la red. Deja quieta su raqueta, permite que la bola bote dos veces y pase de largo. Sí, me regala una expansión de sus labios, pero no los hace trabajar articulando sonidos que formen sílabas que construyan frases que me hagan pensar que estamos en la misma página de este libro que, me da la sensación, ya no escribimos tan a dos manos. Será que ella ha vivido más y quiere ser cauta. Será que yo deseo vivirlo todo y aquí no cabe la cautela. Sea lo que sea, ando por Madrid pensando en esto con menos dinero en el bolsillo y algo incómodo tras levantarme del diván, y temiendo que ella se me escape, ahora que todo empieza a encajar, que el coche empieza a correr como debe, que no hay tráfico y el destino está claro, sin necesidad de GPS más allá de mi voluntad y mis ganas. Será que en sueños entiendo que todo permanece pero que despierto quiero borrar lo que necesita seguir constando. No sé, la verdad es que no sé. Mis esfuerzos y mis logros no pueden depender de ella. Pero es como si de repente todo estuviera en sus manos de finos y hábiles dedos y yo fuera el títere que cuelga de esos hilos que ella maneja y me muevo feliz a su antojo. No puede ser. Pero es. Y no sé soltarme. El barco soy yo.

viernes, 14 de octubre de 2011

La segunda parte

Sacó la navaja, miró a Héctor como si aquello fuera un duelo a bocajarro, guiñó un ojo mientras se le escapaba una sonrisa ladeada y hundió el acero oxidado en la piel. Pinchó el balón delante de sus narices.

- A tomar por culo.

Héctor no podía cerrar la boca. No decía palabra, ni gemía ni gritaba improperios, sólo enseñaba su campanilla y miraba al balón, que se iba desinflando, silbando una estúpida despedida, hundiéndose sobre sí mismo, como las ganas de Héctor de terminar aquel partido.

Zeke guardó la navaja, negó con la cabeza burlándose de la inactividad de Héctor, se giró tranquilo y empezó a caminar hacia los árboles.

Los otros chavales miraban la escena sin actuar. Alguno susurraba cosas a los que tenía cerca, otros se quejaban en silencio, el más osado apretaba los puños. Marcos, que estaba de portero y que además era mayor que todos los demás, se acercó corriendo.

- Y tú ¿qué coño quieres?

Se lo preguntó antes de que el guardameta estuviera siquiera cerca. Zeke ya estaba en guardia. No hizo ademán de sacar la navaja, ni falta que le hacía.

- ¿Por qué has hecho eso? ¿Estás tonto o qué?

Zeke dio dos pasos largos, puso su nariz a diez centímetros del que preguntaba y se rió. Izó su mano, Marcos quiso dar un paso hacia atrás, pero se quedó congelado. Todos estaban mirando. Pero todo lo que hizo Zeke fue apoyar los dedos sobre el hombro del que se decía el mayor de todos.

- Primero, lo he hecho porque me ha salido de los cojones. Segundo, no, no estoy tonto. ¿O tú crees que sí? ¿Lo discutimos?

El portero balbuceó algo. Miró a su alrededor. Se sintió solo en medio de aquel parque, un domingo como ese, todos esos que se decían amigos no hacían justicia al apelativo.

Zeke quitó la mano del hombro ajeno, escupió al suelo, como si fueran balas que hacen bailar al contrario, y reanudó su camino.


De cenar había pescado. Dejó la navaja en el cajón de siempre, se enderezó el flequillo mal engominado y se sentó a la mesa, a la izquierda de su padre, que no se había quitado la corbata. Su madre surgió de la cocina con una ensalada de patatas y su hermana por fin se decidió a acudir emergiendo de las profundidades del tocador improvisado que había montado en su cuarto con un espejo roto rescatado del contenedor de la basura.

Durante la cena, esta vez su padre no habló. Su madre no preguntó qué tal el día. Su hermana no se mandó mensajes por el móvil con sus amigas.

Sólo habló él.

- Hoy he estado jugando al fútbol.

Héctor le enseñó a su padre el balón. Su padre le acarició el pelo y le dijo que ya le compraría otro, que no se preocupase. Héctor le preguntó si no pensaba hacer nada, alzando tal vez demasiado la voz. El padre dejó de masticar el filete y quiso saber qué es eso que debía hacer, exactamente. ¿Tal vez plantarse en casa del chulo ese y darle un buen tirón de orejas? ¿Tal vez hablar con el bruto de su padre, que probablemente le escupiría cerveza mientras le mandaba a la mierda? ¿O mejor denunciar a la policía una chiquillada como esa? Héctor se levantó tirando la silla hacia atrás y se encerró en su cuarto. El padre se quedó mirando la foto de su mujer, la que había puesto en el único marco de la casa junto a la tele que era de todo menos plana. Suspiró, agachó la cabeza, y siguió masticando.

Marcos tiró los guantes sobre la barra del bar. Se puso un delantal, limpió de mal humor, que así no se limpia bien, y sirvió una caña a Genaro, que le preguntó qué le pasaba y dónde estaba su padre. El chico respondió que no le pasaba nada y que su padre estaría en casa cenando, que luego bajaría para cerrar. Que si se esperaba le podría ver. Que le dejara en paz que tenía mucho que hacer.


Sacó la navaja del cajón, se metió en la cama y dibujó machetazos mortales en el aire. Tapó la luz del flexo con el filo, guiñó un ojo para ver la silueta de su arma y se dijo que mejor haberle dado una buena hostia al gilipollas ese que se le había encarado. Antes de dormir, su madre pegó un grito. Zeke apagó la luz, se tapó los oídos y se puso a cantar la única canción que se sabía.

Héctor se tragó unas cuantas lágrimas, volvió a dejar la foto carné de su madre dentro de su cartera con un escudo del Madrid y pegó un par de puñetazos en el aire. Antes de dormirse creyó oír a su padre fregando los platos, uno se le cayó al suelo y se hizo añicos.

Mientras su padre cerraba, Marcos se dedicó a poner las sillas encima de la mesa. La tele seguía encendida y en las noticias de la medianoche decían que en el barrio habían matado a un inmigrante en un ajuste de cuentas. Dejó una silla suspendida en el aire mientras intentaba prestar atención, pero su padre apagó la tele y le apremió a terminar, que quería descansar. Se quitó el delantal, recogió sus guantes y repitió una frase que su padre prefirió no escuchar. Ajustar cuentas.

lunes, 10 de octubre de 2011

El traje

No tenía nada que ofrecerle. Aún le quedaba mucho para poseer todo eso que no vale ningún dinero pero que es más valioso que cualquier montón de divisas. Quería hacerla sentir la puta reina del mundo, pero sabía que sólo era un paje en un reino que se difuminaba. Emperador de la nada, káiser del Reino de Nunca Jamás, ese que le tenía atrapado y del cual ya no divisaba fronteras. Reino que odiaba, ya por fin lo odiaba, después de años pensando que ese era el mejor lugar en el que se podía estar. Pero ahora, con 30 años, se daba cuenta de que para ser Peter Pan hay que ser muy hombre, y él no sabía cómo se llegaba a eso. Así que aparte de unas risas, sexo para los anales, caricias, besos, y demás componentes de lo etéreo del amor, no, no tenía nada que ofrecerle.

Pero el problema real no es que ella se lo dijera. Lo que de verdad le martilleaba los cojones es que él ya lo sabía. Hiroshima en sus entrañas y la Guerra de los Cien Años en sus sienes sólo estaban provocadas por el conocimiento que ya él tenía de lo poco hombre que era.

Por eso, un día, vestido con un traje que nunca antes se habría atrevido a comprar, subió a un barco y puso rumbo a ella, que habitaba una isla a donde no le dejaba ir hasta que no fuera dueño, al menos, de sí mismo.

Al llegar al puerto, nadie le esperaba, pues a nadie había avisado de la travesía. Busco un hostal barato, compartió planta con borrachos, putas y traficantes, colgó el traje en la única percha y fumó mirando por la ventana y repitiéndose "te ofrezco el mundo, ni más ni menos". Pero cada vez que terminaba de recitar la frase, lloraba, como un niño, como siempre, como un niño.

Para enamorarme tienes primero que enamorarte de ti mismo, le había dicho la noche antes de la partida. Pero él ya no se quería más de lo que se quiere a un perro viejo que está en las últimas. Quieres despedirle, quieres incluso facilitarle el camino, pero te sigue dando pena. Quería ahogar al niño, pero en el último momento siempre dejaba que subiera de nuevo a la superficie a respirar. Y vuelta a la profundidad.

Y en esa pelea, ni el niño sobrevivía ni el hombre se hacía. El proceso iba a ser largo, doloroso, pero al fin y al cabo, eso es lo que hace a un hombre. El viaje.

Se hizo de día, no había dormido nada.

Se vistió, salió a la pestilencia de esa ciudad portuaria, buscó la calle donde ella trabajaba y...

Se dio media vuelta y se montó en el primer barco que retornaba a su lugar.

Aún había tiempo. No guardó el traje.

lunes, 15 de agosto de 2011

Suspensos

Se levantó habiendo soñado con un calendario que corría a la inversa. Se preparó el café y dio de comer al gato repasando tareas y horarios, cuánto tiempo le llevaría cada cosa, qué hacer en caso de que alguna de sus obligaciones se dilatara de más, cómo reestructurar el día si le surgía alguno de esos imprevistos que jamás acontecían pero que seguía esperando. Sorbió el café negro mirando al gato masticar el pienso. Apoyado en la encimera decidió que lo primero que haría sería corregir los exámenes. Primero lo más tedioso.

A las dos horas y sin casi tinta en el boli rojo, se quedó dormido.

Sonó el timbre, pero no lo escuchó.

El teléfono móvil vibró cerca de su oreja pero tampoco eso le despertó.

Cuando por fin entró la luz del sol por la ventana del despacho, eso sólo ocurría a partir del mediodía, se dio cuenta de que había babeado sobre un examen que merecía un suspenso. Los jóvenes cada vez sabían menos de Literatura, y lo demostraban año tras año. "Muchos dicen que un escritor no sirve para nada, que la Literatura no da de comer ni arregla el mundo. Yo prefiero pensar que sin Literatura no estaríamos aquí, no existiría este mundo. Sin música no sabríamos escuchar, sin cine no sabríamos mirar, sin pinturas no sabríamos ver, y sin Literatura, simplemente, no sabríamos nada", les solía decir a los bostezos y pelos de colores que se sentaban frente a él los primeros días de clase. Pero la diatriba caía siempre en saco roto.
Limpió el examen, arrastrando la tinta y tachando un párrafo que no estaba del todo mal. Qué más daba.

Miró el teléfono y vio que era su padre el que había marcado el número. Se fue al cuarto de baño a salpicarse con agua la cara y se tropezó con el gato que dormitaba en medio del pasillo, panza arriba y sin ningún pudor. Dejaría el resto de exámenes para más tarde.

Como jefe de estudios le tocaba proponer horarios y tutorías. Se puso con ello, que era más sencillo que corregir los exámenes de septiembre. Menos frustrante.

Comió una lata de judías y un plátano ennegrecido. Recalentó lo que quedaba del café de la mañana y le cambió el agua al gato, que acudió como siempre al oír el cuenco chocando contra las baldosas de la cocina. El móvil, olvidado en el despacho, volvió a vibrar en un desierto de decibelios.

Apuró la comida precocinada atendiendo a los telediarios. Elecciones anticipadas, resultados de liga, hambre en el Cuerno de África, como si eso fuera nuevo, violencia de género y la prima de riesgo follándose a la cuñada del bienestar. Eructó y encendió un cigarrillo. La ceniza se le cayó sobre el albornoz.

Siguió con los exámenes. Los horarios estaban más o menos cuadrados y los mails podían contestarte más tarde. Tal vez debiera prestarle más atención al tema de las facturas.

Diez suspensos y un aprobado después, reparó en el teléfono. Suspiró, seguro que el viejo le quería para ir a comer mañana, o sólo para hacerle esa pregunta aburrida que sólo se merece un monosílabo: ¿qué tal, hijo? Bien.

Miró el reloj, las cuatro y treinta y tres. Se frotó los ojos, apretó el botón de llamada y se repantingó en el sofá. Con la lengua atrapó un trozo de judía escondido en los premolares.

No fue que su madre hubiese muerto lo que más le desconcertó. Fueron los seis aprobados siguientes, sucesivos y merecidos, los que le sobresaltaron. Sólo cuando terminó de poner las notas en la lista se duchó, olvidándose de lavarse el pelo, se vistió después de revolver cajones en busca de su única corbata, volvió a dar de comer al gato, que esta vez no apareció como un rayo, y se marchó al tanatorio.

De camino, en el coche, escuchando a Julieta Venegas, tarareo el "qué lástima pero adiós" mientras cientos de cláxones le pitaban por ir tan despacio. El colegio empezaba en menos de un mes, no se había ido de vacaciones en todo el verano y ahora, sin motivo, pensaba en Portugal.

Abrazó a su padre, saludó a su tía, atusó el pelo de su sobrino pecoso y se plantó delante del ojo de buey. Al otro lado, encajada y tranquila, su madre se había ido. Mañana, lo primero, sería contestar los mails. Y luego, si no pasaba nada extraño, tal vez buscar ofertas en Portugal. Y a alguien que cuidara de su gato.

jueves, 30 de junio de 2011

Los faros

¿Qué habrías hecho tú? ¿Negarte? Sabes tan bien como yo que no hubieras salido vivo de aquella, que hacerse el héroe no es lo tuyo, ni lo mío, claro. Que además no sirve de nada. Habrían parado a otro, todo seguiría pasando igual a cómo pasó, pero tú serías un muerto más. Así que no, ni salí corriendo ni me enfrenté a ellos. Obedecí.

Lo peor es que, aun sabiendo que de nada habría servido poner por delante de mi supervivencia el honor y la moral, la dignidad, coño, la dignidad... porque tú y yo diferenciamos entre lo que está bien y lo que está mal, no como esos hijos de mala madre... aun sabiendo eso, decía, ya no soy el mismo. Dicen que estoy traumatizado.

Dicen que algo ha cambiado en mí, que ya ni río ni lloro, que no miro a los ojos, que hablo en voz baja y que como poco. Y yo qué sé. Son sus caras las que veo cuando me miro al espejo después de otra noche sin dormir. Son sus bocas balbuceantes las que me hablan cuando la gente me dice algo que ya no entiendo. Son sus manos sucias y temblorosas las que me agarran el brazo cuando intento llevarme la comida a la garganta. ¿Cómo voy a tragar si todo me sabe a sangre?

No me los puedo quitar de la cabeza. Eran seis. Dos mujeres. Un niño. Todos me suplicaron a través de esos enormes ojos que no lo hiciera, que les salvara. Pero cómo, joder, cómo. No podía hacer nada. Tú lo sabes, dime que lo sabes. Qué vas a saber. No estabas allí. Estaba yo solo. Y yo solo no soy nadie. Ahora menos todavía. Ahora que estoy más solo y perseguido por seis sombras sin cuerpo. Porque no sé dónde están los cuerpos. Probablemente los dejaran allí, o los quemaran, o vete tú a saber.

Ahora me doy cuenta de que lo último que vieron fue a mí. Claro. Cuando encendí las luces del camión para iluminarles, para facilitar el tiro de esos malditos ejecutores, tan borrachos y tan jóvenes que probablemente no se acuerden ya de nada, dejé en la sombra a los asesinos, pero dentro del camión, encima de los faros, frente a los que iban a morir y lo sabían, allí, en ese descampado, el que está junto a la tapia de la finca del Tuerto, dentro del camión, decía, bien visible, estaba yo. No sé qué cara estaría poniendo, creo que lloraba, no lo sé, pero esa cara es la última que vieron los fusilados aquellos. Qué habrían hecho, Señor. Nada que mereciera esa salvajada, seguro. Un niño. Y dos mujeres.

Y sí, ya sé lo que me vas a decir. Que olvide, que yo no tengo culpa de nada, que yo sólo pasaba por allí con el puto camión que ahora no me atrevo a coger. Me vas a aconsejar que me centre en mi mujer y en mi hija. Pero las estoy volviendo locas. Marta ya sólo habla de santos y mi niña, mi Carmen, no ha vuelto a abrir la boca desde que llegué a casa aquella noche.

Hace ya dos años.

Un niño. Dos mujeres.

Y ellos se reían. Se tambaleaban después de haber disparado sus fusiles de hombre en manos de críos, porque eran unos críos, te lo juro. No tendrían más de diecisiete. Les mataron y se rieron, alguno incluso se meó en los cadáveres.

Sólo después me dijeron que me fuera, y que no contara a nadie.

domingo, 5 de junio de 2011

Ilusión

Dicen que cuando Sol se desmantele, me dará un gran bajón, recuperaré esos vacíos con los que estoy aprendiendo a vivir, bajaré a la Tierra y a los quehaceres habituales, volveré a una vida que se ha quedado a la espera de cerrar estos paréntesis de revolución, solidaridad, conciencia y cambio.

Dicen que el día que ya no tenga que ir a Sol porque allí no haya Biblioteca, ni una Comisión de Comunicación que necesite portavoces, ni varias asambleas diarias a las que acudir para hablar y sobre todo para escuchar y aprender, ni una escoba que coger para limpiar la plaza, ni un millar de caras que me sonríen cuando paso y que hace tres semanas no conocía, caeré en una depresión instantánea. Como cuando te desenamoras.

Dicen que siempre he sido de ilusiones transitorias. Que nunca he sabido extrapolar del terreno de la ilusión esos fines que persigo, y que por ello mismo abandono antes de tiempo, sabiendo que es imposible alcanzar lo que sólo es ilusión.

Dicen que me prepare.

Y yo respondo.

Respondo que me da igual qué pase mañana, que hoy, ahora, me siento parte de algo que me llena, me entusiasma, me insufla de vida y conocimiento. Que es este momento que estoy viviendo lo que realmente me importa. Nos desalojarán, o nos iremos, con suerte, por nuestro propio pie, y seguiré pensando que el día en el que vivo es el único que merece mi atención, pues es el día en el que vivo el que puede cambiarse, y con él, un mañana nuevo, diferente.

Respondo que hoy soy más rico que ayer. Sin un duro en el bolsillo, pero con la cabeza llena de ideas, de valores reforzados.

Respondo que he convivido con compañeros y compañeras que me han demostrado que se pueden hacer grandes cosas sólo con esfuerzo y ganas.

Respondo que durante tres semanas he sido testigo de cómo se materializa una ilusión.

Dicen que no estamos consiguiendo nada. Que no sabemos lo que queremos. Que somos un caos organizativo. Que cada vez somos menos. Que deberíamos dejarlo ya.

Respondo que hemos conseguido algo increíble, remover conciencias y hacernos visibles, atrapar el momento, hacerlo nuestro, reivindicar lo que muchos y muchas queríamos pero no sabíamos cómo gritar, o no nos atrevíamos, temerosos de no ser escuchados y terminar afónicos. Sentencio que sí, que nos falta organización en algunos aspectos, pero que avanzamos, despacio, hacia un lugar mucho más bonito que Sol. Que vamos a todas partes, a todas las gentes, a todas las mentes hastiadas y casi resignadas. Que la indignación ha dado paso, por fin, a la acción y en el mundo entero nos miran y se asombran y suelen decir "por fin". Que en EEUU, Francia, Grecia, Reino Unido, Alemania, Portugal, Venezuela, Nicaragua hablan de lo que ocurre en una céntrica plaza de España que es mucho más que una céntrica plaza de España, porque esa plaza está en Coruña, en Barcelona, en Granada, en Oviedo, en Sevilla, en Valencia o en Bilbao. Que los medios intentan menoscabar el Movimiento 15-M, y no lo harían si nos dieran por muertos. Que somos más, muchísimos más, de los que estamos en Sol. Que Sol sólo es parte, que el Movimiento 15-M se ha multiplicado a tal velocidad que casi nos asusta. Que no sabemos lo que estamos haciendo, porque estamos aprendiendo sobre la marcha, que sólo somos un bebé recién nacido del que deberían tener cuidado los que desconfían de nosotros y nosotras, porque cuando alcance la mayoría de edad tendrá tal fuerza que es entonces cuando deberían asustarse de lo que es capaz una ciudadanía con ganas de barrer la podredumbre de esta mierda de mundo hecho a la medida de unos pocos hijos de puta que siempre se libran. Hasta hoy. Hasta este momento, en el que nos hemos rebelado y hemos dicho basta, cueste lo que cueste, nos lleve lo que nos lleve.

Dicen que me desilusionaré cuando mi cabeza no esté sólo en Sol.

Les digo que mi cabeza está en todas partes, ya no sólo en el fin de semana, ni en mi futuro único e individual, ni entre mis piernas. Mi cabeza es hoy más grande, más culta, más llena de imposibles y de objetivos colectivos. Y eso es lo que temen, que sepamos que algo no funciona y no nos quedemos ya en tertulias de café terminando las frases con un "no hay nada que hacer". Lo estamos haciendo, y lo estamos haciendo bien. Si no, nadie me diría nada.

sábado, 28 de mayo de 2011

Seguimos ahí

Vergüenza y aguante. Eso es lo que se siente al ver las imágenes del desalojo de la acampada 15M en Barcelona. Vergüenza por las fuerzas de seguridad que tenemos. Aguante porque somos más, porque somos mejores, porque tenemos un arma que ellos no saben blandir: el más puro y radical pacifismo, aunado con ilusión y ganas de mejorar las cosas.

Veo como les arrastran, les empujan, les hieren con sus porras de semidioses, todos ataviados con grandes medidas protectoras, y siento vergüenza. Pero también contemplo como los compañeros indignados sólo se sentaban, les cantaban consignas, levantaban las manos o se agarraban los unos a los otros en un esfuerzo más por conseguir lo que nadie ha conseguido en estas dos semanas: no separarnos. Que no, coño, que seguimos ahí, más unidos que nunca.

Alucino viendo la desmedida brutalidad con la que intentaban desalojar a los que sólo son ciudadanos que buscan más representatividad y menos comercio caníbal en la política desfasada y demacrada de este país, pero me emociono con la respuesta que han obtenido esos que se llaman policías y sólo son robots engendrados para hablar con golpes. De acuerdo que hay que cumplir órdenes y que no todos son iguales, pero es ponerse un casco, un chaleco protector, un escudo transparente y creerse Atila. Y los otros, nosotros, sentados, aguantando, sólo aguantando.

Sí, les han desalojado. Pero han vuelto, más, muchos más. Eso es lo que han conseguido, que seamos más fuertes, que tengamos más motivos, que nos sobren los cojones y los ovarios para seguir ahí hasta que sea necesario, en Sol, en Plaza Catalunya, en los barrios, donde sea, indignados pero orgullosos de decir que lo estamos y que no nos vamos a quedar parados, como tanto tiempo hemos hecho. Toca reaccionar, enfrentarse al poder y sus medios con la palabra y los gestos de respeto y alianza que son pilar de este movimiento llamado 15M y que no es otra cosa que la necesidad imperiosa de una ciudadanía de mostrar su hartazgo con políticos y mandamases que ni lo son ni nos los merecemos.

Mientras, en Madrid, aplaudíamos su aguante. Madrid y Barcelona, hermanados. ¿Cuánto tiempo hace que no podíamos decir eso, que las dos grandes ciudades de este país, en teoría rivales, se unían en un esfuerzo conjunto? Es maravilloso, como todo lo que rodea este movimiento ciudadano y espontáneo que está calando en todas partes del mundo. Somos ejemplo, señores, y eso no pasaba en España desde el Mundial de Fútbol. La diferencia: ahora el motivo es incomparablemente más grandioso, más épico. Histórico, precioso, cívico, intelectual, político.

Y se puso a llover en Sol, un aguacero primero, una tormenta después. Y resistimos, en Cataluña las inclemencias de una violencia que jamás caracterizará este movimiento, en Madrid las del clima que nos puso a prueba.

Desde BiblioSol padecimos por los libros, no queríamos que eso fuera una suerte de Alejandría. Y apareció gente de todas partes, protegimos los libros con plásticos y cubos y salvamos eso tan necesario e importante que es la cultura y su libre difusión. Es axioma de nuestra idiosincrasia conservar, preservar, gestionar y difundir el saber guardado en libros y enciclopedias, en comics y periódicos, en publicaciones y folletos. Y lo hicimos. Primero temerosos, luego presa de un inexplicable jolgorio. Achicamos agua, terminamos todos empapados, secamos el tinglado como mejor pudimos, y salvamos los libros. Y reímos. Y cantamos. Y nos abrazamos y vitoreamos los unos a los otros, sin conocernos, pero siendo lo que somos: hermanos, vecinos, compañeros.

Y luego, salió el Sol. Y los libros, de nuevo, pasaron de mano en mano, y nosotros seguimos allí, en Sol. Y en Barcelona.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Biblioteca 15-M, Acampada Sol

No he faltado un día a Sol, a ese espacio multicolor, heterogéneo y entusiasta donde una horda de personas se niegan a creer que no hay alternativa, que lo que tenemos es lo que hay y que no se puede cambiar. Pero a excepción de un día en el que estuve en Arte ayudando a decorar esa pequeña República Independiente y Autogestionada, el resto del tiempo me he dedicado a curiosear, atender a Asambleas y a micrófonos libres, a emocionarme con lo que veía y escuchaba, a ser uno más de los que con su presencia querían animar y participar. Hasta el lunes.

El lunes decidí que yo podría echar una mano, o dos. Me pasé por la Biblioteca y pregunté si estarían dispuestos a hacer un Taller de Narrativa, que yo me ofrecía para lo que fuera menester. Y allí estaba Miriam, escuchándome con una sonrisa y proponiéndome que escribiera mis sugerencias en un buzón. Y así lo hice. Y luego se me ocurrió preguntarle si necesitaba una mano. Y, con otra sonrisa inmensa, me dijo "entra, estamos catalogando". Y ya no me fui.

Llevo dos días pasándome la jornada en la Biblioteca, ayudando a gestionarla, resolviendo dudas, informatizando el catálogo, poniendo mi granito de arena para que ese centro de difusión del conocimiento sea mejor, más habitable, más sostenible, más completo. No veo un duro como remuneración, pero creo que es el trabajo mejor pagado en el que he estado. Ayer martes eché 14 horas allí. No había nadie para representar a la Biblioteca en la Asamblea General ni en la Asamblea de Comisiones y me dijeron que fuera yo. Y fui. Y hablé a las personas allí reunidas sobre lo que hacemos y dónde estamos y lo que se puede esperar de nosotros. En la Asamblea General me acordé de mi profesor de Sociales del colegio y terminé mi presentación con un "El conocimiento nos hará libres". Y, por primera vez en tanto tiempo que no recordaba lo que era eso, me ovacionaron gentes sin nombre, pero con caras de ilusión. Así que ayer, con sólo un día de experiencia, se me tildó de portavoz y responsable de la Biblioteca. Gentes de otras Comisiones se acercaban a informarme de novedades, a preguntarme acerca de ese espacio. Y creo que engordé en esa jornada unos doscientos kilos de puro entusiasmo.

Miriam, Adrián, Mari Carmen, Laura, la otra Laura, Salamanca, Javi, Yolanda, Bárbara, Daiana, Sandra, César, Violeta, Antonio, que vino desde Granada para ver cómo lo habíamos montado para exportarlo a la protesta de su ciudad, Irene, Esther, Paula, Jesús, Carlos, otro Carlos, otro Carlos más, Manuel, que me dobla la edad, y muchos más nos hemos convertido en bibliotecarios revolucionarios y nos encantaría ponerlo en nuestro currículum porque es probablemente el trabajo del que estemos más orgullosos.

Los que se pasan por allí ponen cara de asombro, tiran fotos y, sobre todo, entran a leer. Novela, poesía, ensayos de política, de sociología, teatro, cómics, compendios humorísticos... más de 700 libros, donados todos por gente altruista que entiende lo que significa que la revolución disponga de biblioteca. Y los que quedan.

Ayer hicimos un taller de poesía. Mañana lo hay de narrativa. El viernes presentan un libro.

Los de Infraestructuras nos construyen estanterías porque casi no damos abasto, pero sí lo hacemos porque con pasión y cojones no hay empresa quimérica.

Qué sería de una Revolución sin el aporte cultural que desde Arte y Biblioteca añadimos.

Dicen que no vamos a conseguir nada. Cuesta tanto creerlo que sólo respondo con un "bueno, hay dos opciones: resignarse, o pasarse a leer".

Esta tarde, más. Mañana, más. El fin de semana no podré estar, pero me encantaría. Y si nos vamos, si desalojamos, estaremos en cualquier otro sitio, haciendo lo mismo, con las mismas ganas, con la misma remuneración, que es ingente.

Los libros son de todos, para todos, y nosotros nos hemos alzado, casi sin querer, en sus protectores.

Desde el lunes siento que sí soy parte de esto, y no hay quien me convenza de que lo que estoy haciendo es inútil. Es imposible.

domingo, 22 de mayo de 2011

El ruido del silencio

[MÁS DEL MOVIMIENTO 15-M, TOMA LA PLAZA. 20 Y 21 DE MAYO DE 2011]

Éramos anónimos, éramos legión, y enmudecimos. Levantamos las manos, las agitamos con giros de muñeca, y el silencio acompañó las campanadas de la Puerta del Sol. Nos mirábamos, emocionados, pero emocionados de verdad, un nudo en la garganta, los ojos empañados, comprobando lo mucho que suena el silencio, cerciorándonos una vez más de lo que somos capaces. Lo increíble se hacía tangible, y todo gracias a una medida fórmula de civismo, indignación, conciencia y respeto, bien agitado en un recipiente de espontánea organización, caldeado a fuego lento durante mucho tiempo, demasiado, dando como resultado la mayor protesta cívica del siglo.

Y luego gritamos, entusiasmados, sonriendo, sabiéndonos un gigante de un millón de piernas, mucho más grande que cualquier político que ha pisado este país en las últimas décadas. Un grito que era algarabía, un estallido pacífico que debería derrumbar cualquier muro, una brutal demostración de lo que es capaz un pueblo hastiado, pero no vapuleado. No han podido con nosotros, y nosotros vemos que podemos con ellos, que somos mejores, infinitamente mejores que esos ególatras bastardos que dicen representar a la mayoría. La mayoría estaba en Sol, en las plazas del Ayuntamiento de Barcelona, Valencia, Coruña, Sevilla. Frente a las embajadas del mundo entero. Siendo protagonistas de los teleobjetivos de tantos países que la cobertura mediática por el Mundial de Fútbol queda en cosa de niños. No somos campeones del mundo, somos el mundo.

El sábado llegué a Sol temprano, un día más, con una sonrisa tan grande que se me deformaba la cara. Pasé la mañana en Arte, inventando eslóganes, decorando pancartas, creando frases idealistas, reformulando el significado de utopía. Me manché de pintura, pedí cinta para colgar carteles, hablé con otros artistas improvisados, comentamos la próxima oración, corta, positiva, siempre positiva, y con tanto significado, reí con desconocidos que de repente no lo eran, todos allí éramos lo mismo, informé a curiosos que querían ser algo más, señalé disfraces y comenté anécdotas, participé y me enorgullecí de estar allí, de formar parte de la cosa más bonita que he visto en mucho tiempo. Sólo el amor y el 15-M pueden rivalizar en el sentimiento más lindo del planeta. Ellos se llaman políticos. Nosotros somos política. Dicen que somos antisistema. Si lo fuéramos, no estaríamos ahí, no nos tendrían tanto miedo.

Por megafonía anunciaron que el huerto estaba funcionando. Pidieron generadores, routers wifi, soldadores eléctricos, voluntarios para Acción o Respeto, anunciaron la próxima asamblea, recordaron la importancia de beber agua y zumos, porque el sol pegaba fuerte en Sol, y cada logro era aplaudido y vitoreado como si acabásemos de inventar el mundo. Y lo hemos reinventado.

Periodistas de El País o de El Mundo terminan de trabajar en su redacción y se van a Sol, a Comunicación, a hacer lo que mejor saben, por amor al arte, por nosotros y por ellos mismos. Médicos que exprimen su jornada en el hospital y llegan a Sol para gestionar Enfermería y Botiquín. Abogados que prefieren cobrar cero y representarnos por lo que pueda pasar. Bomberos que hacen sonar su sirena cada vez que pasan por los aledaños de la plaza. Policías que están allí porque se lo ordenan pero nos miran con una extraña expresión de comprensión y simpatía. Pintores, músicos y escritores que ofrecen su arte al mejor postor, que es Sol, que paga cero. Chavales que recorren la plaza con carritos cargados con bidones de agua y la ofrecen en vasitos, con una sonrisa y tanta educación que dan ganas de hacer de ellos tu héroe personal. Jóvenes con bolsas de basura que se pasean gritando "Comisión de Limpieza... ¡Revolucionaria!" y se encargan de dejar la plaza que ya les gustaría a los del Selur, y en menos tiempo, con mucha más colaboración por parte de los que hacemos lo que sea por no ensuciar lo que es la Puerta al Sol, ya no del Sol. Porque queremos el Sol, y lo tocamos por fin. Gente que regala abrazos, que lleva a su hijo a hombros y éste, a su vez, porta una pancarta escrita por él mismo que dice "Estoy indignado" o "Quiero un futuro". Personas mayores que se para a hablar contigo, que se reconoce más emocionado que tú, que se aleja regalándote un "enhorabuena" que te deja patidifuso, confundido, hinchado como un globo.

A lo largo de estos días me encontraba con colegas, conocidos, amigos. Nos fundíamos en un abrazo, probablemente no por la ilusión de vernos, sino porque la felicidad sólo es tal si es compartida. Y en Sol, y en todas partes donde se ha propagado esta maravilla de protesta, todo es compartido, desde los pinceles hasta las sonrisas.

Escribimos Historia. Redibujamos fronteras, "en nuestro imperio no se pone el Sol". Pero eso es otra historia. Yo sólo soy parte de esa gente que se levantó una mañana y dijo "hasta aquí". Y ahí seguimos, y lo que haga falta.

Ayer estaba indignado. Hoy estoy orgulloso. Votemos.

viernes, 20 de mayo de 2011

Asamblea popular, soberanía popular

[MINI CRÓNICA DE LA ASAMBLEA DE 'TOMA LA PLAZA' DEL 19 DE MAYO DE 2011]

Hoy he visto lucha sin gritos ni puños.

Hoy he visto ansias sin ojos ensangrentados ni mandíbulas apretadas.

He visto gente apostando sin dinero, incluso sin querer ganar a nadie.

He visto voces haciéndose oír sin desgarrarse la garganta.

He oído a un chaval ronco hablando a cámara sin tapujos, sin experiencia, pero con la capacidad de un orador griego. Le he escuchado explicarle a una periodista que si se quiere informar, acudiese a la asamblea, pero en calidad de ciudadano, no de periodista.

He atendido a una asamblea que de verdad lo era. "Buscamos el consenso, no los votos. Esto lo hace más difícil... pero mucho más rico", matizaba uno de los moderadores, pantalones de chándal caídos, sudadera bien cerrada, coleta rebelde y sonrisa perenne.

"Buscamos sólo una acumulación de ideas y propuestas, que no nos representan oficialmente. Esto sólo es un proceso para intentar entender quiénes somos y qué queremos", continuaba.

"Hablemos sin negatividades, en positivo, sin abuchear a nadie, sin pedir el voto, no estamos aquí para eso. Queremos oírnos todos, tenernos en cuenta, y luego debatir lo expresado y así llegar a un manifiesto", argumentaba, y a mí se me antojaba lo más parecido al pueblo hablando, sin intermediarios, sin portavoces, sin grandes proclamas. Sólo el deseo de opinar y proponer. Casi se me saltan las lágrimas.

Aplaudíamos las propuestas que nos gustaban sin dar palmas, robándole al lenguaje de signos la forma de vitorear. Manos arribas y agitadas, un mar de dedos buscando el cielo, ilusión mezclada con indignación. El orgullo desbordado por entender que por fin hemos sido capaces de hacernos oír sin gritar.

"Esto no es un botellón". Y la gente gritaba "¡Botellón no". Para que luego digan los que se creen listos y sólo son oportunistas que aquí vamos al jaleo.

Deberían tenernos miedo, porque somos cualquier cosa menos necios y violentos. Su problema es que somos inteligentes, y eso asusta al que manda, que se ve pastor al que se le escapan las ovejas, que se quitan la lana y resultan ser personas, ellos Cíclope confundido, nosotros héroes sin honda.

Hoy he visto como The Washington Post nos sacaba en portada, foto a cuatro columnas y título de Spring of frustration in Spain. Yo no lo llamaría frustración, porque frustrado estaría en el salón de mi casa pensando que algo no anda bien. Ahora sólo me reconozco ilusionado, indignado pero contento porque hemos salido de casa, hemos tomado la plaza, hemos dicho "con nosotros no se juega así" y ellos no saben muy bien qué hacer, desconcertados por la sociedad civil que quiere ser soberana. Porque, en un recordatorio, el moderador que dice ser actor ha aclarado en un momento dado que "La única autorización nos la da el mundo entero, que nos mira y nos apoya". Y me temblaba el cuerpo porque formo parte, por fin formo parte.
Hoy he visto como tomaba la palabra gente que me doblaba la edad y se mostraba aún más exaltada que nosotros, jóvenes. He oído argumentos que podrían salir de boca de catedráticos de Políticas o Economía, de gente con camisa y corbata y peinando canas que terminaba su soflama con un "el mundo es vuestro y nosotros, los mayores, os apoyamos". Escalofríos recorriéndome la espalda.

Algo espontáneo pero que se ha organizado tan bien que empiezo a comprobar que la autogestión es posible ha nacido en el centro de España, en el kilómetro cero, de dónde arrancan todos los caminos. Hoy he asistido a un "foro de discusión público, en la calle, que hacía tiempo no se veía en España" y he salido de allí con pecho palomo, riéndome de esos políticos que dicen representan a la gente y sólo se representan a sí mismos. Hoy, en la calle, he aprendido y me he concienciado más que en cualquier mitin, telediario, propaganda o discurso político de esos que creen hablan bien y dicen mierda.

"Esto es un proceso que no queremos terminar hoy".

No es fracaso

- No sé muy bien qué decirte, pero te diría tantas cosas.

- Escríbelas.

- Lo haré. Ya lo sabes. Es lo único que sé hacer.

- No sé, hoy no estoy bien. Y no es la primavera, eso ya no me vale. Hoy... no he podido abrir un bote.

Voy a responder, pero no tengo opción.

- No he sido capaz de colocar bien el edredón.

Y yo lo visualizo y entiendo que es una escena que dice tantas cosas que bien valdría para una película, esa que no termino de guionizar.

- Si es que hasta he hecho comida para dos.

Te imagino mirando la cantidad de eso que hayas preparado y sintiéndote tonta, frustrada, inocente. La cacerola en la mano, de pie, ante la mesa puesta, la boca entreabierta, parpadeando rápido para darte cuenta de que no es un mal sueño, sino un recuerdo traicionero, tal vez un deseo travieso.

- Así que hoy no puedo hablar, no sé si mañana quiero quedar. A veces me apetece, otras veces creo que no.

- No pasa nada. No te preocupes.

No respondes, tal vez te tiemble el labio, puede que busques palabras, es posible que estés con los ojos cerrados, que esta conversación no te esté ayudando y que no sepas cómo terminarla antes de entender que, simplemente, mejor cortar por lo sano antes que reconocer más desgana. Y yo de repente noto como se me escapan palabras que no me paré a pensar.

- Yo, ya lo sabes, sí quiero quedar, quería haberlo hecho hoy, ayer, mañana, pasado. Porque soy un ansioso, soy un niño pequeño, estoy ilusionado e inspirado y te perseguiría descalzo. Pero me espero.

Y sigues sin demostrarme que sigues ahí, y entonces soy consciente de que tal vez me haya excedido, que no es eso lo que quieres oír. Así que soy yo el que se frustra e incluso se arrepiente, porque lo único que no busco es presionarte. Busco todo lo demás. En realidad lo único cierto que persigo es arrancarte una sonrisa que yo pueda intuir.

- Vete a la cama, Lucía. Descansa. Sueña si quieres. Levántate con música. Yo me espero, porque me place, porque me compensa.

- Un beso, guapo.

Dejo que te despidas con ese susurro, te me cuelas entre los dedos y yo me quedo mirándome la mano, pero me descubro sonriendo.

Sonrío porque se me había olvidado traducir una despedida como fracaso, hacía demasiado tiempo que no me dejaban mirando una silueta que se aleja y yo quedándome, como en las películas que no escribo, anhelando que se dé la vuelta. Ha sido una enfermiza eternidad desde que ansié de veras que alguien se quedara conmigo. Así que, qué incongruencia, estoy contento porque un siglo ha terminado, por fin, y compruebo de nuevo que sigo siendo capaz de desear sin dobleces.

(PD: hay que joderse con los Google AdSense estos... intuyen que para este blog puede ser rentable meter un anuncio de una consulta psicológica. Cuánto saben, carajo)

miércoles, 11 de mayo de 2011

Camino

Dependencias. Miedo a saberme dependiente. Volví de Nicaragua por reconocer mis dependencias. No continué relaciones por temor a depender de ellas. Dejé trabajos previendo fracasos que impedí que se materializaran con mi huida.

La única dependencia que he tolerado ha sido el hachís.

Dejo la terapia escudándome en lo económico, pero sabiendo que me estaba haciendo tanto bien que habría dejado que se convirtiera en una dependencia. La dejo llorando, la dejo sin querer, la dejo con una excusa magnífica y vestida de dinero.

Puertas. He abierto tantas que tengo pomos y picaportes marcados en la mano. He ollado habitaciones en las que me he quedado el tiempo suficiente como para sorprender a los presentes con mi salida. He cruzado pasillos y antesalas con paso ligero, sin detenerme a mirar cuadros y tonos de pintura. Me he ido de allí sin darle una oportunidad al decorador, probablemente movido por la sospechosa de que podría echarle una mano y hacer valer mi opinión y con ella crear ambientes mejores pero para qué si lo que hay no me gusta y no me siento con fuerzas de cambiarlo.

Y ahora, que no estoy en ninguna habitación, que he abierto una puerta barroca que me llama la atención por su policromía y sus tallados, miro hacia atrás y veo todas esas puertas pequeñas y lloro sabiendo que tal vez debía haberle dado una oportunidad a cada uno de esos cuartos, llámese Paula, llámese oficina, llámese un pueblo de Nicaragua. Pero me giro obstinado y me enfrento a esa gran puerta que cuesta abrir y siento en mi espalda el peso de lo que dejé a medias y tal vez, sólo tal vez, podría, de haber completado algunas de esas empresas, haber llenado este inmenso vacío que ni encuentro causa ni, por lo tanto, atisbo remedio para él.

No hay explicación para la tristeza, está y poco más. Y hay que saber vivir con ella, combatirla desde otros frentes, aceptar el vacío y llenarme de otras cosas que me distraigan frente al abismo.

Antes justificaba mi frustración y desamparo en los porros.

Dos meses y pico sin fumar, sin querer hacerlo, soñando a veces con la droga y convencido de que no la quiero volver a tocar, me asusto e impaciento ante la apatía injustificada, ante la desidia que me envuelve y que no entiendo, ante el sentimiento de fracaso que me acompaña y que no espanto. Me pongo racional y busco entender causas, pero qué más darán ellas, digamos que es el proceso de desintoxicación, o digamos que soy así de serie, insatisfecho por naturaleza, ¿y qué?

Abro la puerta y la sala es deslumbrante y es como si la hubiera decorado yo. Es el sitio en el que creo que quiero estar, pero hay un tipo enorme esperándome que me quiere cobrar entrada. Y los bolsillos vacíos y la esperanza sin significado. Intento convencer al tipo, pero no depende de mí, alguien le dice algo por el pinganillo y su figura tapa lo que me pareció maravilloso y lleno de luz. Y ahí me quedo, esperando mi turno o su distracción, y sin sonreír.

Quiero depender, pero no de él.

martes, 26 de abril de 2011

Historias de pueblo

Al volver al pueblo de su infancia se propuso únicamente recuperar vivencias, recordar anécdotas con los amigos que siempre lo serán aunque llevara tanto sin verlos, beber sin mirar la hora, amanecer a mediodía, comer con la familia que le idolatra, porque la distancia entre el pueblo y la ciudad hace que los que se fueron a la urbe sean vistos como próceres, mirar goloso a las mujeres de su adolescencia, pero sólo mirarlas, hablarlas, no caer de nuevo en el sexo por el sexo con mujeres que no se merecen ser tratadas como las que esperan a que él llegue, pues él no es nadie para ser esperado, llamar por su nombre a todos los camareros y paisanos avejentados, reír al máximo de decibelios, desde el estómago hasta la mandíbula, escuchar vidas y penas y comprender de nuevo quién es, porque las raíces se empeñan en dejarle claro qué esencia le marca, por más que él se esfuerce en creerse de otra pasta. Él es de allí, de allí será y allí debería volver para examinarse, sólo ante sí mismo.

Y cumplió con lo que se propuso, excepto en lo de las mujeres. Aunque en esto no se comportó como antaño, como el tipo de ciudad que arriba a lo rural creyéndose héroe sólo por no estar allí a diario, permitiéndose cansar a las vecinas que buscan algo ajeno a lo habitual. No, no fue así, así que él no considera, ahora de vuelta a la gran ciudad, que capitulase.

La primera noche, porque los de fuera llegan de noche, o se dejan ver con las estrellas, son así de chulos, poso en ella sus ojos y todos sus planes de mantenerse al margen de musas con falda y preciosos zapatos de tacón se fueron al carajo. Pero no olvidó el discurso que se dijo ante el espejo, y habló con ella. Podrían haberse encamado esa primera noche, pero él dejó claro (iluso, probablemente fuera ella la que tenía capacidad de decisión) que no era eso lo que buscaba. Que besar, hablar, reír y conocerse en otro terreno que no fueran sábanas era un fin mayor. Ella, sorprendida pero a la defensiva, porque le conoce desde época púber, porque sabe de lo que él es capaz cuando se cree más de lo que es, no atinaba a decir esta boca es mía. Él, verborreico por el ron y por realizarse verbalizando, no quiso convencerla, sólo la beso, le habló, provocó su risa y le dio pie a conocerse de veras.

Y pasó una semana, de besos y miradas y buscarse en la plaza y en los bares, de repasarse cuellos, tirarse del pelo y jugar al cíclope, de cafés solos o en compañía, de qué más da el qué dirán, con lo que eso importa en los pueblos, mala costumbre. Y lo pasó mejor de lo que se propuso, porque fue fiel a su ideario y fue, por fin, el que quería ser, en el pueblo y en todas partes. Y ahora, en la capital, recuerda la semana con una sonrisa y el orgullo del que se reconoce y se alegra.

Ella se quedó allí, como siempre. Pero, cree él, ella descubrió facetas de él que antes no imaginaba, así que sí, se quedó, pero no como siempre. Se quedó pensando que algo en él había cambiado y que sólo podía ser bueno, porque la trataron como se merecía, como reina que es. Él no quiere coronarse, rechaza papeles de monarca, sólo quiso no engañarse. Objetivo cumplido, semana pasada, sexo lleno de mucho más que sexo, y la vida sigue, pero ahora le gusta más, la vida y sus locuras, que ya no son tantas, porque las locuras no tienen sentido, y él ha puesto todo su ímpetu en darle sentido a esos siete días largos, con sus siete noches cortas.

Y volverá al pueblo, con más ganas que nunca, aunque sólo sea porque por fin ha hecho allí las cosas bien y no ha dejado heridos en el campo de batalla, no amigos despechados que luego le perdonarán sin coste alguno, porque son así de excelentes, ni mujeres enfadadas por desprecio mostrado, ni familia pensando que es un descastado, ni él en el coche, de regreso a su rutina de asfalto, pensando "otra vez, lo he vuelto a hacer", mirando por la ventanilla con el arrepentimiento en los ojos. Esta vez retornó sin que el recuerdo le doliera.

miércoles, 13 de abril de 2011

El príncipe mediocre

Nació hijo de monarca, pero se dijo que no quería ser como él. Tal vez, y en todo caso, como su madre, plebeya que con la fuerza de la belleza y la virtud le descubrió al rey que casarse por reglas protocolarias, negándose el amor, sería quizá el error más grande que le quedaba por cometer. El soberano cambió la costumbre y la ley y contrajo matrimonio con aquella mujer poco digna del trono y tan digna de todo lo demás. Y así nació él, fruto del cariño y de la transgresión de normas establecidas.

El rey, ocupado en labores de Estado y diplomacia, dejó a su reina el cuidado del retoño. Pronto nació otro, que sin ser primogénito recibió las mismas atenciones que el mayor. La diferencia de edad era tan minúscula que también la madre se decantó por obligaciones sociales, confiando en que los dos hermanos se entretendrían juntos, sin la necesidad de unos padres infantilizados por el nacimiento de la prole. La nana hizo su trabajo, que no consiste en jugar, sino en cuidar, educar y ver crecer. Así que los dos infantes descubrieron el mundo a la par, en juegos y bromas y pruebas que no necesitaban más que de dos participantes.

El primogénito creyó que no quería ser como el padre. Se veía más en el rostro y las formas de su madre, se reconocía más sensible que cabal, con los años su discurso versaba más sobre el corazón que sobre la razón. Incluso rechazó la vestimenta propia de un príncipe heredero, decantándose más por ropas de lacayo. El hermano menor, en cambio, ni pensó en como quería ser ni se propuso alcanzar unas u otras cotas. Sin saberlo, aceptaba su condición, se engalanaba sin problemas, acudía a las fiestas en otros palacios y hablaba y se movía como se esperaba de alguien de su linaje. Y no se lo proponía.

El hijo mayor viajó, ocultando su cuna. Conoció mujeres, a las que contaba que él tenía talento para pintar, pero que no exponía, ni se lo planteaba, el éxito le daba igual, estaba por encima del reconocimiento. Entabló grandes charlas con gentes de toda edad y procedencia, se decía amante de la vida, perseguidor de amores ciertos y un absoluto despreocupado por la imagen y el protocolo.

El menor aprendió lo que de él se esperaba desde que sólo era feto. Asumió su papel sin plantearse otro, alcanzó las metas que le marcaba su destino, se casó con la mujer que entendió que amaba y le correspondía e hizo crecer la familia en una nueva generación. Decían que se parecía en todo, genotipo y fenotipo de la mano, a su padre. Él no le daba importancia, realizaba sus labores diplomáticas lo mejor que sabía y comprobando que era ducho en ello. Él, simplemente, era.

El mayor regresó de sus viajes, se mudó a barrios pobres, convivió con gentes que le atraían por ser tan diferentes a él y, a la vez, tan prósperos. Pintaba poco, pero aquellos que veían sus cuadros sabían reconocer su talento. Pero seguía sin exponer. Y seguía sin encontrar el amor y sin saber muy bien cómo vivir esa vida que él encontraba tan apasionante y llena de aventuras, de dichas y desdichas, de encontronazos y descubrimientos.

Cuando el menor se disponía a heredar el trono, el mayor se encontraba en el Perú visitando chamanes.

Fue entonces cuando uno le dijo "has de ser mediocre, has de dejar de formular lo bonito del amor y del talento. Lo único que tienes que hacer es amar y pintar, sin hablar de ello, sin vivir por ello, sin creerte bueno en ello. Porque tal vez no lo seas, tal vez seas uno más, y eso, mi buen amigo extranjero, debería darte igual. Debes ser como el profeta, que para serlo tuvo que encontrar a un sabio que le negase su condición de profeta. Sólo cuando creyó que no era el elegido, realizó las labores propias de un visionario".

Volvió a la corte, lleno de dudas, sumido en una depresión incomprensible, él que lo tenía todo y que siempre se había creído superior a lo material, él que despreciaba el intelectualismo puro y abogaba por el más romántico proceder, él no era feliz.

Peleó sin saberlo con lo heredado de su padre y lo añorado de su madre, dos polos en una sola cabeza. Cuando dejó las armas y buscó la reconciliación de sus dos fuentes de genes, se conoció, se aceptó y olvidó el significado de la palabra frustración, que no había pronunciado en su vida porque se creía incapaz de serlo, con tantas dotes que tenía. Cuando se vio mediocre, sólo pudo escalar. Hoy, en la más alta de las cumbres, mira abajo y reconoce sus huellas en la trocha. Antes, miraba desde arriba sin saber cómo había subido hasta allí, porque en realidad no había ascendido, se había plantado sin más en una altura donde la falta de oxigeno le hacía irrespirable su existencia.

Empezó a ponerse ropas que antes denigraba, cuando se creía ajeno a las modas y en realidad era representante de una. Pintó ocho horas al día, algunas obras eran buenas, otras no tanto, pero buscó y bregó con exhibidores. Quiso, y le costó tiempo, cumplir con sus funciones de hijo y hermano de monarca. Sólo cuando pudo comprobar que ni era el mejor pintor ni falta que le hacía, sólo cuando se dio de bruces contra la realidad y se vio reflejado en un espejo de mundanidad, descubrió que había sido toda la vida un insatisfecho, embobado como estaba en la consecución de altas cotas que sólo él se había propuesto en un intento de idealizarse.

Y, por supuesto, cuando dejó de imaginarse el amor como el mayor de los triunfos a los que un hombre puede aspirar, la encontró a ella.

Cuando se encontró a un amigo de la infancia, éste no le reconoció. Quiso incluso burlarse de él por el cambio, pero se encontró con que el príncipe era el primero en mofarse de sí mismo.

Le salvó intentar ser mediocre, dejar de querer, y ponerse a hacer, sin temor al fracaso, obviando que, aunque no fuese el mejor pintor, ponerse a pintar con constancia era lo único que necesitaba para colmar sus deseos de ser. Y fue.

miércoles, 6 de abril de 2011

No es siglo para románticos

¿Se puede ser romántico y no tener objeto de deseo?

Se puede.

Años de inconsciente experiencia me dicen que sí, que soy un romántico y que no, no tengo objeto de deseo. No hablo del deseo carnal, hablo del deseo más puro, del querer algo hasta la extenuación, de cristalizar (Stendhal, por siempre), de dormirme despierto pensando en ese objeto de deseo, llámese mujer, llámese pasión por el arte, llámese un coche de tropecientos caballos.

Pero ¿y cómo se puede?

Y yo qué sé. Soy demasiado inocente y tengo poco bagaje empírico como para responder a semejante pregunta. Me enseñaron inglés siendo yo tan pequeño que soy incapaz de explicar reglas gramaticales, pero hablo en el idioma universal por los codos, y correctamente. Es decir, no sé porqué en inglés una expresión es de una manera y no de otra, pero sé que es así. Carezco de teoría, pero la práctica me dice que la aplico bien. Lo mismo me pasa en este caso del amor, en singular. Se puede ser un romántico sin objeto de deseo porque me pasa, pero no sé más.

Hoy me han preguntado, un psicólogo, claro, cuando fue la última vez que amé. Digo yo que de Paula estuve enamorado, pero si lo comparo con ese amor platónico que fue Eva en la adolescencia, simplemente no, no he amado a nadie más, no de esa manera (no hay dos amores iguales, todo sea dicho). A Eva la idolatré, cristalice su imagen (carajo, Stendhal, dónde has estado todos estos años), perfeccioné sus rasgos y aptitudes antes de acostarme y en el desayuno. Y me acostaba solo y el desayuno lo compartía con mi hermano, ella estaba a kilómetros pero yo la sentía tan dentro de mi cabeza y de mis entrañas que nunca estaba solo.

Paula se trabajó nuestro amor, fue ella la que puso el empeño y la que me hizo admirarla, no fueron mis sienes ni mis genes rebelándose en soledad. Fue un amor maduro, supongo, si es que eso existe, y fue un amor correspondido. Eva fue un amor adolescente, como creo que lo son todos, tengamos la edad que tengamos, y nunca supe hacer para que me correspondiera, nunca pasé la fase de admiración y primera cristalización, en esa descripción sagaz que hace el francés al que descubro tan tarde, pero a tiempo.

Así que digamos que el amor platónico por Eva fue, por ser platónico, el amor que me hizo insomne y que no he vuelto a experimentar. Y de eso hace ya más de una década, qué mayor dice mi DNI que soy, qué infantil me siento. Entonces, una década sin amar como explican el verbo los románticos de hace dos siglos. ¿Es posible, aun así, reconocerse romántico?

Sí, y frustrado, claro.

¿Y por qué sonríes si lo que escribes termina reconociendo frustración?

Estamos en las mismas, hay cosas que sé, pero desconozco sus razones y reglas.
Soy un romántico sin objeto de deseo. Y me carcajeo al teclearlo en este ordenador que parece cansado de recoger tantas locuras, insensateces, maravillas que me caracterizan y en las que me reconozco.

Quiero despojarme de esos amor-placer que he visto y tocado y zambullirme algún día en ese amor-pasión que casi ni el mismo Stendhal, categorizador del sentimiento, supo tener.

Supo tener... y es que eso, de nuevo, no se sabe. Se tiene, se siente, se hunde uno en el amor-pasión sin que su voluntad pueda decir esta boca es mía. Por eso quiero embriagarme en él, como cuando tenía 15 años y Eva se me antojaba la excelencia.

P.D.: no suelo recomendar libros, pero si algín día os dais de bruces contra 'Del Amor', de Stendhal y prologado por Ortega, y si además os reconocéis emocionales, agarradlo, devoradlo, dejaos llevar por su ironía.

viernes, 14 de enero de 2011

Casi me olvido

¿Qué haces? No, no me mires. ¿No te das cuenta? No puedes mirarme así. Y mucho menos volverte a los tres tremendos segundos, girando el cuello, regalándome pupila y encima sonriendo con indolencia.

Te llamaría incauta, pero no doy ningún miedo ni me acompaña el atractivo del peligro, así que ni muerdo ni me relamo, me quedo ahí, primero sorprendido por ese primer cruce de miradas, dos que caminan en direcciones opuestas y se van mirando, y se van mirando, y sus caminos convergen y sus hombros parecen imanes, pero los cuatro pies siguen dando pasos, los ojos de uno se quedan sin la pareja cómplice del otro, y luego ya desbordado cuando a los tres pasos me digo qué coño y me doy la vuelta y miro como caminas, y cómo caminas, y tú te giras y me cazas y sonríes. Y yo debo poner esa cara de tonto, del que sufre un desengaño bonito, y tú vuelves la cabeza, reanudas tu marcha, y yo contemplo tu melena como telón.

Por supuesto, no me muevo. Voy hablando por el móvil y el interlocutor no para de preguntar mi nombre. Me he quedado en silencio sin siquiera darme cuenta. Tú has secuestrado mis sentidos, que vuelven liberándose mientras te alejas.

Tendría que haberme disculpado y colgar el maldito móvil, no hay artilugio con mayores posibilidades de convertirse en inoportuno, acercarme y exponerte que el hecho de sonreírme así se merece una explicación, con mucha zalamería y dispuesto a todo, tanto a la peor de las excusas como a la más rica de las cervezas.
Pero recupero la conversación inalámbrica, suspiro cada paso que das, con tu culo diciéndome hasta nunca, te veo doblar una esquina y es en este momento cuando mi ego defiende que lo has vuelto a hacer, has dejado que tus ojos me buscasen, ya tan lejos, justo antes de desaparecer.

Me despido en el móvil, cierro la tapa con probablemente poco estilo, recupero el camino a casa. Ronroneo con el ego acariciado, hacía tiempo que no alimentaba al bicho.

martes, 11 de enero de 2011

Folletines

Como cualquier otro día, tardó casi una hora en levantarse desde que se despertó. Se enfundó las babuchas, se preparó el café de rigor, que últimamente siempre le quedaba con posos, y repasó los correos electrónicos antes de ponerse a trabajar mientras fumaba el primero de muchos cigarrillos. Uno de esos correos le alcanzó bajo la línea de flotación de su ánimo, que era, hasta ese momento, como el de cualquier otra mañana, bueno, sin grandes expectativas y, por lo tanto, sin grandes decepciones. Pero esta vez la bandeja de entrada de Hotmail escondía una crisis. Su último escrito no iba a ser publicado en la revista, le pedían una serie de cambios para una posible inclusión en un número venidero de la revista, y la frase final del editor era "Tenemos que meterle mano para que no se quede en un simple folletín". Había estado trabajando en el relato durante dos meses y sólo había parido un maldito folletín. Se quemó los labios al beber de nuevo de la taza, se levantó y se paseó por la casa, apartó al gato de su camino con un toque con la puntera del pie y volvió a sentarse. Abrió el relato, lo releyó. Sí, era un folletín. Abrió un nuevo documento de Word, copió y pegó el título del relato y dejó el cursor parpadeando indolente en sus narices. Se quedó allí hasta que se fumó un nuevo cigarro. Decidió pegarse una ducha.

Con la toalla por la cintura y el pelo húmedo, le llamaron al móvil. Se enteró por un tercero de que su mejor amigo finalmente se casaba, y que quería hacerlo en plan privado en Bilbao. Santi llamaba para ver si él tenía intención de ir a Bilbao. Respondió que no, que ahora mismo no estaba de humor, que no entendía nada y que si su amigo le quería tener en la más absoluta oscuridad en lo que respecta a su boda, así sea. Colgó, se secó el pelo, se sentó de nuevo al ordenador, borró el título, y esta vez no dejó que el cursor parpadeara tranquilo ni un segundo. Escribió durante cuatro horas seguidas, llenó un cenicero, preparó más café, olvidó dar de comer al gato.

Esta vez el escrito no tenía nada que ver con el folletín. Tampoco era un relato, la verdad. Era más un ensayo. "La rutina del cambio", se llamaba. Muy rimbombante, sí. Iba a cambiarlo cuando miró la hora. Llegaba tarde. Guardó el relato, o el ensayo, o lo que carajo fuera aquello, se metió en unos pantalones y en una camiseta que no olía a sucio, bajó las escaleras de dos en dos, saltó dentro del autobús y sólo entonces si dio cuenta de que se había olvidado el móvil en el lavabo.

Se fue a comer a casa de sus padres, donde entró en pocas conversaciones y empleó pocas frases subordinadas. Su madre se extrañó, le notaba raro. Él contestaba que no le pasaba nada, que tenía muchas cosas en la cabeza y que tenía un encargo de la revista que le estaba dando mucho la lata, pero que todo iba bien. No mencionó la llamada de Santi, ni la frase del editor, ni la pena brutal que le subía desde sus zapatillas roídas hasta el pelo desmadejado. El padre quiso saber cuando volvían a publicarle en la revista (guardaba todo lo que su hijo había sacado al mercado) y él mintió diciendo que, para ese número, había pedido no salir puesto que estaba trabajando en un relato que le iba a ocupar mucho tiempo. Salió de nuevo a la calle con el postre aún en la garganta y decidió volver andando a casa. Ya no había prisa.

Tenía cuatro llamadas perdidas, todas ella de ese supuesto amigo que se casaba. Se tiró en el sofá, marcó el número de su amigo. Le saltó el buzón de voz. El gato se le subió encima, pegándole la coronilla a la nariz, buscando caricias. Él apartó al animal de un manotazo, luego le pidió perdón tierno, le puso una de sus latas preferidas y volvió al ordenador. Releyó el ensayo. Se lo envió a su amigo, el que se quería casar en secreto, qué estupidez, y a su editor le mandó un mail pidiéndole explicaciones por decidir casarse así.

El resto de la tarde miró por la ventana, se fumó el paquete entero de tabaco, vio una peli a la que no atendió ni cuando el giro final pedía a gritos un brinco en el sofá, y miró el móvil cada diez minutos esperando una vibración.

Sólo cuando se fue a la cama se dio cuenta del error al enviar los mails. Pero no movió un músculo, se quedó allí sepultado bajo el edredón fino y se durmió pensando en Santi borracho estropeando la boda.

A la mañana siguiente el editor le contestó. Decía que esa idea le parecía genial, mucho mejor que la del folletín. "Lo epistolar ya no se lleva, y creo que lo has clavado. Mándame el resto cuando puedas, la respuesta del amigo, la réplica del despechado, todo eso".

De su amigo no volvió a saber nada hasta que un después se cruzó con la novia, ahora esposa. Ella hizo como que no le veía. Fue él el que llamó su atención. Antes de despedirse al minuto y medio, ella le dijo "No te perdona que no fueses a la boda, y menos que le mandases aquello que estaba tan bien escrito y que eran tan demoledor". A él se le pasó por la cabeza la idea de reconocer el error, de resolver el malentendido. Pero se calló, vio como se alejaba ella, pasando por un kiosko en el que, en un lugar destacado, estaba la revista, con su colaboración. Nunca ningún amigo suyo se había dignado a comprarla.

viernes, 7 de enero de 2011

Alberto, bufón

Alberto es el hijo menor de Juana y Mariano. Estudió filosofía, ha recorrido Oceanía, rompió con dos novias, se emancipó con una de ellas y luego, cuando volvió a estar solo, ya no volvió al nido, se buscó la vida. Trabajó de lo que le salía hasta que se colocó en un buen trabajo, buen sueldo, buena empresa. No le aportaba nada, mucha oficina y mucho cargo en la compañía, pero ser joven y conformista es algo que Alberto, iluso, se negaba a creer una combinación posible. Aguantó tres años. Este último año ha malvivido con el paro, con una sonrisa y sin responsabilidades, dispuesto a encontrarse a sí mismo. Pero eso es otra historia.

Cada fin de semana, como hacen muchas familias, se juntan todos, e incluso más, en casa de los padres. Hugo, el mayor, con la novia. Los primos. Los tíos. A veces un novio de una prima o un ligue de una tía. Y Alberto, claro.

Siempre que va a comer a casa de sus padres sabiendo que estará todo el círculo, Alberto se perjura antes para no abrir demasiado la boca, para mantenerse al margen en las discusiones en las que se arregla desde el cambio climático hasta la ley Sinde, para no teorizar sobre wikileaks ni sobre facebook. Es posible, alguna vez se ha dado, que el tema tratado sea más conocido para Alberto, por la teoría o por la práctica, pero da igual, su aportación será convertida en tierno momento de mofa para deleite familiar. Es el menor, el gracioso, el que hacía striptease canturreando Tina Turner cuando tenía ocho años y le grababan en vídeo, el que habla deprisa cuando le emociona el tema, el que no puede ser experto en nada porque aún tiene cara de niño. Que se especializase en filosofía del cine no hace, en ese contexto, más valiosas sus opiniones cinéfilas. A ojos de los que le doblan la edad, sólo es un friki amante de Stallone, qué otra cosa iba a ser el que se vestía de sheriff a los ocho años y detenía al abuelo. Su dominio de Internet, por sus trabajos y su propia afición, no le dan más legitimidad a sus comentarios sobre la red 2.0, el fenómeno facebook o la destrucción del anacrónico papel de los medios de comunicación como grandes creadores de opinión. No, lo que él aporte en las discusiones entre lonchitas de ibérico y una paella a la que el arroz puede que le haya quedado duro, no es lo habitual, nunca, nunca, será tenido en cuenta con la misma trascendencia que si viniera de otra boca, de otra infancia compartida, de otros errores antiguos demasiado conocidos. Si Hugo opina, es más que posible que tenga razón. Si el primo médico juzga, será porque tiene base para hacerlo. Si el padre abogado sentencia, no es por otra cosa que por su brutal saber adquirido a lo largo de los años. Pero Alberto... no ha llegado a los treinta, dice las cosas de esa manera tan divertida y lo vive tanto que cómo tomarle en serio. Que lo que diga en realidad sea cierto no es relevante, es más cómico para todos parodiar sus razonamientos.

Por eso, cada vez que va a comer a la casa en la que se crió, se mira al espejo y se promete no entrar en conversaciones que no sean banales, responder monosilábicamente cuando menten su nombre, y hablar de la comida y del tiempo con el mismo entusiasmo que le pondría a resolver una integral.

Pero no funciona. Porque Alberto es así. Y si le preguntan por algo que le llena, aún sabiendo que a los dos minutos lo que diga será carcajeado en la mesa, entra al trapo. Opina sobre pelis. Conjetura sobre wikileaks. Hace de abogado del diablo con los controladores aéreos... Y cuando se va a su casa a las horas, siempre, sin excepción, se queda con la sensación de ser el jodido payaso triste, el bufón de una corte que terminará echando de menos.

En cualquier otro ambiente, habla y debate, sabiendo que su palabra vale tanto como la del de enfrente, aunque éste tenga más años y más estudios. Y aprenderá, cambiará posturas, madurará. Y tendrá más conocimientos. Y cuando los ponga en evidencia en las comidas familiares, serán tirados abajo con una sola técnica: infantilizar al orador, total, es sobrino, es hijo, es primo. Ninguno de esos títulos los ha creado él, los papeles en la obra ya se habían repartido y hay representación todos los fines de semana en casa de los padres.

Nada va a cambiar. Alberto lo sabe, se resigna, se enfunda en el gorro de cuatro puntas con cascabeles, se pinta la sonrisa y proclama su discurso dispuesto a la risa, ajena, claro.