tag:blogger.com,1999:blog-54353753589898705992024-03-07T04:34:34.314+01:00Ego: Blog Julio Teruel escritorJulio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.comBlogger291125tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-70291300699571418982023-07-10T12:57:00.012+02:002023-07-10T13:12:01.928+02:00Cocido<p>Le sirven la sopa mientras sonríe al camarero como si fuera la mismísima Virgen María. Echado hacia atrás, con los ojos tan abiertos que parece un bebé viendo fuegos artificiales. Las manos en la barriga, como avisándola. Hay gente a la que comer le excita y no hace por disimularlo. Le pide un cazo más al camarero, que no sea rácano, se ríe de nada. El camarero podría estar amortajando a alguien, ni contesta ni se inmuta. Otro poco más de cocido y se retira con la fuente, arrastrando los pies.</p><a name='more'></a><p>Le mira coger la cuchara, hundirla en el caldo, removerlo, pescar algunos fideos, escrutarlos, devolverlos al fondo, sacar la cuchara, dejarla goteando sobre la servilleta. Todo sin dejar de hablar, de Laura, que no le contesta a los mensajes, del trabajo, ese que él no entiende, porque ahora hay trabajos cuyo título es en inglés y no se traduce. A él Laura le importa tan poco como ese puesto del que tanto se queja, aunque no le pagan mal, pero dice que le aburre. Laura era aburrida desde siempre, pero ahora que lo piensa, son tal para cual. Si tuviera que irse a una isla desierta con Laura y con él, se tiraría del avión sin paracaídas, cantando. Allá va la cuchara otra vez, esta vez la llena, se la lleva a la boca, sopla sobre ella, separa de nuevo las mandíbulas. Todas las muelas empastadas y un trozo de jamón entre los paletos. La cuchara desaparece entre sus labios, que ahora se cierran, como sus ojos saltones, momentáneamente. Los vuelve a abrir y traga, deja la cuchara, resopla, está caliente, dice, pero vuelve a repetir la jugada. Sorbe. Resopla otra vez. Posa la cuchara en el borde del plato, goteando sobre el cocido. Arranca un trozo de pan, como si fuera la cabeza de un muñeco. Mordisquea la corteza. </p><p>Él ha pedido ensalada y no ha tocado los cubiertos. Con una mano remueve el vino en la copa, con la otra se tamborilea el muslo, al ritmo del pie. Nota como empieza a sudar. Se le ha quedado la garganta seca. Bebe vino. Todo el vino de la copa. Pero él no se da cuenta, perdido en su sopa y ahora en Jaime, se ríe de él, de cuando borracho como un piojo se tropezó en las escaleras del FunHouse y, desparramado sobre el suelo, decidió disimular intentando hacer break dance. No se acuerda de eso, pero él asegura que estaban todos allí. Laura también. Vuelve a Laura, que qué es eso de dejarle como leído y no responder. Que eso ya es de mala educación. Y eso lo dice mientras relame la cuchara y vuelve a cargar contra el plato hondo, como si fuera un miura y él rejoneador. Se pregunta por qué cojones ha quedado con él. Que le invitaba a comer, dijo, que hacía tiempo que no hablaban. Hablaban. Si eso es un monólogo. Ahora ha cogido ritmo. Entre cucharada y cucharada no hay pausa, abajo, cargar, arriba, sorber, abajo, cargar… Decide coger el tenedor, empuja un tomate. Se da cuenta de que aún no ha aliñado la ensalada. Deja el tenedor, otra vez en paralelo al cuchillo. Agarra la botella y se llena de nuevo la copa. A él ya casi no le queda sopa. Y todo sin dejar de hablar, de algo, ha perdido el hilo. No recuerda que se hayan hecho ninguna pregunta. </p><p>Garbanzos, gallina, tocino, col, dos tacos de jamón, morcilla. Y él con la ventresca en la misma posición en la que llegó. Le estudia intentando pinchar algún garbanzo, que se le escapa y cae sobre la mesa y rueda un centímetro. Lo coge con los dedos, gordos, uñas sin cortar, una línea negra recorriéndolas. Se lo mete en la boca, se chupa las puntas del índice y el pulgar, y sonríe mientras rememora el instituto, cuando espiaban a Toño y a Rober liándose, descubriendo que eran gays, que qué será de ellos, que seguro que follan más que nadie. Deja el tenedor, empuña el cuchillo, levanta el tocino en equilibro sobre el filo en horizontal y lo unta sobre el mendrugo de pan desmigajado. Se relame mientras lo hace, dejándose un trozo de fideo colgando de un bigote del que parece que nadie le ha dicho que no le puede quedar peor. Se mete todo el trozo de pan en la boca, haciendo muecas y maniobras con el bocata para que le quepa de una. Hay gente que hace ruido al masticar y luego está él, que parece que tiene cuadrigas al galope entre las fauces. </p><p>Coge el cuchillo, decidido a probar la ventresca, que total, la paga ese al que conoce de hace tanto pero eso no justifica una amistad. Y entonces le oye tragarse un eructo mientras le pregunta “bueno, y tú qué, qué no dices nada”.</p><p>Olvida el atún, hace fuerza en el mango del cuchillo y como si lo hubiera ensayado, por rápido y por certero, se inclina sobre la mesa y se lo clava en el cuello. El otro abre mucho la boca, pero esta vez no hace ruido. En la lengua reposa tocino destrozado y la sangre brota y cae sobre los garbanzos rezagados, la gallina, la morcilla, la col y los dos tacos de jamón.</p><p>Aliña al fin la ensalada, que por un momento estuvo a punto de probarla sin una gota de aceite. </p>Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-55374450308236816332023-06-15T13:00:00.006+02:002023-06-15T13:07:05.635+02:00Rímel en cascada<p>De entre todos los vestidos negros, eligió el de mangas de encaje. Se maquilló las mejillas, muy poco los labios y se pasó con el rímel, siempre hacía buen efecto el rímel navegando en cascada. Comprobó que llevaba pañuelos en el bolso, se estiró la coleta y se calzó los zapatos de tacón bajo. Las medias sin carrera y los pendientes diminutos. Cartera, móvil en silencio y llaves. Comprobó la hora, reservó un taxi y esperó frente al espejo, ensayando gestos y esa mirada tan trabajada, esa que mira sin mirar, como si tuviera ojos de cristal.</p><a name='more'></a><p>De camino, le pidió al taxista que quitase la radio y volvió a comprobar hora y lugar. Recordó la última vez que había estado en ese mismo destino y su actuación, pero no lograba rememorar el nombre del protagonista, ese que memoriza tan rápido como lo olvida. Hoy era Rafael Sánchez Cortés, viudo, 83 años, sin hijos, madrileño de tercera generación, funcionario de Correos. Rafael Sánchez Cortés. Rafael Sánchez Cortes. 83 años. Viudo. Gato. Sin descendencia. Como casi siempre.</p><p>El conductor quiso iniciar conversación, curiosear. El descaro. No respondió más que con la cabeza, concentrada, preparándose. No es fácil llorar sin querer. Él se rindió con un suspiro y una condolencia, un vistazo al retrovisor y un frenazo en ámbar.</p><p>15,80, sin propina, inmerecida. Cerrar la puerta tras de sí, avanzar rebuscando en el bolso el primer pañuelo, puntearse con él los lagrimales, bajar la cabeza y andar despacio. Rafael Sánchez Cortés. Preguntar en la entrada a Antonio, que la reconoce y le indica, achinar los ojos al levantar la cabeza buscando el mejor camino. Sortear floristas, una familia rota y una pareja que sale con las manos vacías y sin tocarse, ella delante, él algo más atrás, encendiendo un cigarro. </p><p>Los dos operarios esperando alejados solo unos pasos, una docena de personas en semicírculo frente a una pared llena de nombres y cruces, alguna foto sin color y claveles secos, y un agujero profundo y con boca cuadrada en la fila de abajo, suerte para los operarios, que hay que llenar y tapar, y Rafael Sánchez Cortés encajonado en amalgama de pino. Un cura que no conoce y unos salmos que podría recitar sin esfuerzo. Empezar. Sin exagerar, sin consuelo, haciéndose notar lo justo, tienen que saber que está ahí pero sin acaparar. Llorar y musitar penas y quejidos, sin destinatario fijo, el sollozo. Y ahí va el rímel, goteando hacia los labios, secándose a medio camino, trazos negros. Otro pañuelo y respirar agitada. Santiguarse forzando un temblor en la mano, bajar la cabeza cuando toca, mirar a Rafael Sánchez Cortés cuando corresponde, todo tan cronometrado que solo quien sepa se da cuenta, el resto cree. Adiós, Rafael. Gemir. Cemento y nicho. Los que se van enseguida, los que aguantan un poco mirando esa pared llena de gente que no sabe que está ahí, una pared que hace unos años no existía pero tuvieron que levantar porque la muerte también tiene demanda.</p><p>Ser la última en irse, desandando el mismo camino, usando el tercer pañuelo, gimoteando sin descanso. No puede ser invisible hasta que llegue a casa. La cara no puede estar seca y limpia hasta más allá del final.</p><p>Otro taxi, quitarse el vestido, desmaquillarse y ducharse, pañuelos y medias a lavar, rellenar la factura y enviarla por email. Olvidar un nombre y dos apellidos. Pensar que no quedan plañideras, que debe ser de las últimas. Que quizá ya toca jubilarse, dejar de ir a cementerios como si fueran oficinas con uniformes de luto y rímeles que no aguantan.</p>Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-42939773925631012572023-06-12T12:50:00.012+02:002023-06-12T15:16:02.970+02:00Todos los bailes<p>Y si le faltaba algo, se puso a bailar. Fue entonces cuando habría cogido un taburete para sentarme y admirar. Su cimbreo, su sonrisa infinita, su manera de remangarse el vestido, sus zapatos verdes de punta deslizándose, su risa despreocupada, sus ojos absorbiendo cada nota. Qué hacer si no engullir cada detalle de su ritmo y de su estilo y de ese rollazo tan magnético que el aire me sabía a metal. </p><a name='more'></a><p>Ya antes sabía que me gustaba, pocas ecuaciones que resolver ahí, solo sorprenderme de la solución a esas sumas y multiplicaciones, porque hacía años que no resolvía acertijos así y el resultado eran centenas. Su humor, su forma de reírse de mí sin apenas conocerme y conmigo como si siempre hubiéramos hecho las mismas bromas. Su agilidad mental para hilar lo que no parece relacionable. Ser cómplices, creérmelo. Su renegar para luego vencerse, que no quiero salir y de repente vamos a mi casa a tomarnos unas cervezas y luego bajamos a ese bar donde el que no baila no pinta nada ahí. Y yo detrás, y delante, y por todas partes, desparramado ante una mujer de metro sesenta que me parecía que todo lo hacía con gracia. Fumar con gracia, andar con gracia, reír con gracia, mirar con gracia, beber con gracia. </p><p>Y en su salón libros de arte por todas partes, y una escafandra que era hielera, y Océano Mar, y un pasillo flanqueado por una estantería horizontal repleta de ficción en páginas, y un gusto que me hacían odiarme y a mi casa, y plantas enormes que sé que existen pero no sé cómo se llaman, y una terraza en ático, y lámparas estratégicas, y sillones vintage y más cerveza y pon música y <i>the only one that could ever reach me, was the son a preacher man</i>. Y yo queriendo, claro, ser hijo de un predicador y llegar a ella, alcanzarla. Y pensar que quizá sí, que está siendo todo tan natural y divertido que tiene que ser, que esto no es habitual, pero que quizá no, que es todo tan natural porque simplemente es así. </p><p>Y se puso a bailar, que es como decirle al mundo que da igual, que no pasa nada, que si llueve fuera, bailo, que si me quemo, bailo, que si me rompen, bailo, que si se mueren, bailo, que si no sucede, bailo, que si se pudre, bailo, que si no me lees, bailo, que si tú no quieres y yo no puedo parar de desearlo, bailo, porque qué más da mientras bailemos. Cuando bailas no acontece nada más, y por eso, bailo. Y vamos a fumar, un paréntesis a la danza que se desarrolla ahí dentro y en mi cabeza. Y hablar de cerca, y mirarla fijo sin querer, solo porque se me han roto todas las lentes menos el zoom, todo se distorsiona excepto sus ojos y sus labios tan pintados de rojo que me paro delante como si fueran semáforo. Y no sé qué decir, hace tanto que no digo nada de lo que estoy pensando en ese instante eterno (ojalá lo fuera), mientras exhalo humo y la inhalo a ella, porque había olvidado qué es que una persona me ciegue las meninges, me desborde el hipotálamo, me colapse las neuronas y me atragante el hipocampo. Y entonces lo digo.</p><p>Me encantas.</p><p>Dos palabras que me salen sin habérselo ordenado y no me lo explico y me siento idiota y me río y ella sonríe y fuma y suelta un "ya" descreído. Y estoy tan desacostumbrado que perdí toda capacidad de cortejo y este se reduce a dos palabras que son más ciertas que el Sol. Sé que son ciertas. Y me doy cuenta de que, en realidad, me da igual. Así que continúo y le confieso que no pasa nada, que buen rollo, que seguiremos bailando, que el hecho de que me encante por favor que no cambie nada, que qué bien nos lo estamos pasando, que eso es suficiente. Y no sé qué pasa en ese momento, no me acuerdo ya, se difumina todo en un balbuceo interior, pero algo debió hacer, mover una ceja, achinar los ojos, quizá solo el viento, no lo sé, pero me empujó a volverme adolescente y preguntar. Te puedo dar un beso. Y entonces ocurre y durante unos segundos no me lo creo. Hace tanto que no me gusta alguien, hace tanto que no ligo, que su sí dura veinte minutos en cualquier galaxia en la que estoy, menos en esta en la que vivo. Y qué carajo está pasando que nos estamos besando ahí fuera, bajo el neón de un bar al que no había ido nunca y cuya ubicación ya no puedo olvidar. Hace tanto que no beso que, ahora que lo escribo, si tuviera un espejo vería la cara de los niños cuando abren un regalo que no sabían que les iban a dar, no es ni cumpleaños ni Navidad, un regalo porque sí, porque a veces pasa, y no pasa nada. Solo queda abrirlo. </p><p>Y volvemos dentro y nos ponemos a bailar, su cuerpo menudo y el mío que es etéreo.</p>Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-92158480393988276112023-06-06T11:43:00.003+02:002023-06-06T11:43:37.080+02:00 Recuerdos de otros<p>Siempre he sido malo jugando al fútbol. Pero siempre es un deporte que me ha gustado, incluso diría que lo echo de menos, aunque ahora ya no podría. Si me asfixiaba corriendo la banda (en mi época, los malos jugaban de lateral), ahora sería un suicidio. Controlar un balón, darle con fuerza o regatear con sentido era como estudiar el funcionamiento de un frigorífico. Algo que me era totalmente ajeno.<a name='more'></a></p><p>A mi hermano le pasaba lo mismo. Solo que él era más desgarbado, menos grácil aún en el movimiento físico, que en realidad es como comparar a una lombriz con un gusano, ni que yo fuera el epítome de lo atlético. En nuestros veinte jugábamos en el mismo equipo de barrio, perdíamos casi todos los partidos y lo pasábamos muy bien. Siempre quise haber jugado bien al fútbol, sea lo que sea eso. Y siempre me creí mejor jugador que mi hermano, si es que podía ser yo mejor que cualquier otro bípedo.</p><p>Antes de ese equipo uniformado de rojo compuesto por adolescentes tardíos con más ganas de fiesta que de pelotear, hacíamos nuestros partidillos en el pueblo, con amigos que aún lo son, nadie se quedó por el camino. Nadie, si eso no es un milagro yo ya no sé. Nuestros amigos más longevos, de esos que cuando calculas desde cuándo os conocéis te sorprendes sumando décadas. Más de veinticinco años de amistad, y ya todos tenemos más de cuarenta. Hay futbolistas profesionales que nacieron en mi mismo año y aún están en activo, y a mí me tendrían que trasplantar los pulmones, el corazón y cada ligamento si quisiera volver a ponerme las botas, las de fútbol. Pero esos futbolistas no tendrán amigos desde hace tanto. </p><p>En uno de esos partidillos, en el chalé de Los Manchegos, debía tener yo unos quince años y mi hermano dieciséis, o uno arriba, uno abajo, no es relevante, ya no éramos niños pero seguíamos siendo unos niñatos, y posiblemente ni fuera partidillo y solo un rondo o un juego similar, el caso es que éramos varios y había una pelota de por medio y tierra a raudales, yo di rienda suelta al sarcasmo, cuando aún no sabes qué significa. El blanco, claro, era mi hermano. Con sus gafas y su metro ochenta y pico y su delgadez y sus piernas largas y su correr desacompasado y su pelo que se estaba dejando largo porque en el instituto descubrió el heavy metal y se enamoró de Metallica antes que de su mujer, tanto que en su boda el baile de los novios fue con Nothing Else Matters. Y yo, cumpliendo mi rol de hermano pequeño, indolente y enfrascado en la búsqueda insensata de la diferencia para con él, decidí que era muy divertido hacerle saber constantemente lo malo que era. En el fútbol y el deporte en general, porque en el resto era mucho mejor que yo, supongo, suponía, no lo sé, qué motivos tiene un niño para hacer lo que hace, no lo sabe ni él, lo va descubriendo mientras lo hace, que de eso se trata, de descubrir. Pero qué malo eres. Eres un paquete. Pues vaya pase. Si no le sabes ni dar a la bola. Madre mía, qué inútil. Eres una nenaza, menudo disparo. Porque antes éramos muy machistas sin ser conscientes. Ahora también, pero somos conscientes, y algunos hacemos por repararlo, pero entonces no tenía sentido porque nadie nos lo explicaba, no sabíamos que es una falla ni que es remediable. Y así una y otra vez, una y otra vez. Mis amigos, listos como la gente de pueblo, que saben sin darle importancia a que saben, callaban y esperaban. Alguna media sonrisa, pero poco más. Yo y mi ego pensábamos que les hacía gracia mi bravuconería cruel, de nuevo, qué machos somos todos. Mi hermano no hacía caso, seguía jugando, y yo también. Pero mi juego no era el suyo. Debieron pasar diez minutos y trescientos improperios hasta que el calor de las chanzas le abrasó las sienes y reaccionó como tenía que reaccionar, dejando el fútbol a un lado y pegando un grito que ya quisiera Braveheart enfrentándose a las hordas inglesas a caballo, y corriendo hacia mí, que por supuesto me quedé helado, qué carajo me esperaría yo que fuera a pasar. Sobre mí cayó una lluvia de golpes hasta que nuestros amigos cronometraron que el castigo ya era justo. Al separarnos le miré y, sin haber aprendido, o aparentándolo más bien, dije “No sabes pegar, nenaza”. Pero mi hermano ya había descargado y no ha lugar a más. </p><p>Todos los veranos me lo siguen recordando mis amigos, sobre todo uno de los Manchegos, que ya es mi hermano también. Y me sigue doliendo, como entonces. Una de esas memorias que divierten al resto y yo tengo que tragar, porque sí, yo me lo he buscado, ya lo entiendo. Mi hermano ya va menos al pueblo, tiene varias casas en propiedad y un perro que se compró, se casó y tiene dos hijas que saben de feminismo, tiene menos pelo que yo, que el mío es de mi madre y a él le tocó el de mi padre, y sigue escuchando Metallica y riéndose de las mismas tonterías con las que nos desternillábamos cuando éramos más pequeños, más aún que aquella tarde en el chalé de Los Manchegos. Yo no falto ningún verano ni Semana Santa, porque es pisar el pueblo y sigo siendo el mismo niño, aunque no me he vuelto a pegar, ahora que ya sé algo más. Y mucho menos con mi hermano. Nunca mejoramos en aquello de jugar al fútbol, aunque años después montáramos en Madrid aquel equipo todo de rojo en el que nos goleaban la mayoría de los domingos pero nos reíamos a pierna suelta, sabiendo lo malos que éramos e importándonos más bien poco que se supiera. Luego leí en su boda y él volvió a levantarse corriendo hacia mí, para abrazarme como un oso.<br /></p>Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-13759760442727737692023-06-02T12:16:00.003+02:002023-06-02T12:16:41.355+02:00Cantar de gestaEn el metro de Madrid, el suelo tiene partes pintadas de amarillo y en diferentes relieves, con o bien líneas rectas que sobresalen o bien forúnculos que despuntan, para hacer de guía a los ciegos. Su bastón rebota diferente y así saben si hay pasillo (líneas paralelas a la dirección a seguir), un cruce de caminos (bultos) o el andén (líneas perpendiculares). Pero también significan para personas con el nervio óptico en perfectas condiciones y que cuentan su edad en un dígito. Son caminos que solo los niños ven. <a name='more'></a><p> Uno de estos seres humanos miniaturizados obligaba al adulto que le acompañaba a seguir sus pasos, de la forma en la que los niños obligan, con entusiasmo y grititos. “¡Hay que ir por el camino amarillo!”. Pisaba las líneas paralelas y la madre no podía salirse de ellas. Porque sí. Porque así lo dictaba el retaco, único ser vivo ahí abajo capaz de ver más allá de los colores y geometrías. El niño conducía a su madre, con saltitos e imaginando todo tipo de males si se salía del plástico áureo, y ella obedecía, con cara cansada y ganas de llegar a donde estuvieran yendo, el trayecto era lo de menos, el destino era lo relevante. Para el guía no, para él el viaje era la aventura que solo se desarrollaba en su cabeza. El resto de humanos, ignorantes por mayores, caminábamos por fuera de esa senda, hollando el pavimento gris, que no lleva a ningún lugar de fantasía, o sí, dependiendo del deseo del que camina y de la promesa hecha por llegar.</p><p>Al alcanzar el exterior cabe pensar que se terminó la aventura. O quizá cada paso de cebra era un puente que se caía a trozos y al fondo, un abismo con monstruos. Quizá cada coche era un carruaje tirado por elefantes y cada farola una palmera. Cada neón una estrella, cada peldaño una montaña y cada policía un caballero. Los perros podrían ser dragones, los motores cañonazos y los buzones, cofres. Cada paso un nuevo desafío. Y la casa un castillo. En eso coincidía la madre.</p><p>No recuerdo a dónde iba yo, pero primero fui testigo de las hazañas de un aventurero invisible y luego me hice su narrador, juglar por justicia y oportunidad. En su mochila, que no era tal sino un zurrón, no llevaba lápices, transportaba pócimas. Los libros contenían mapas con X pintadas y peligros esbozados. Y su abrigo era por supuesto una armadura. Su madre, su escudera, entre atónita y agotada de tantos lances y cortejos y audacias. Como siempre van los escuderos, que están ahí porque les toca y no pueden negarse. Porque, total, si no fuera por el intrépido campeón ¿quién lidiaría con todo a lo que hay que enfrentarse? No queda sino seguirle, pase lo que pase. Hasta llegar a la fortaleza de cuarenta metros cuadrados, despojarle de armas y escudos y velar por su descanso, pues mañana quién sabe los entuertos a los que hará frente este pequeño quijote, qué caminos ocultos habrá que recorrer en el metro que no es otra cosa que un pasadizo, la salida de la mazmorra, el atajo que les conduce a refugio después de otra jornada de gestas que no cantará nadie.
</p>Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-88439846945717235362023-05-22T13:29:00.002+02:002023-05-22T13:29:42.583+02:00Pájaros<p>He soñado con Laura, que no sé nada de ella desde hace años. Se fue a vivir al campo, con su chico y sus perros, o con los perros y su chico. Siempre fue consecuente. En un momento dado de mi invención onírica, me miraba fijo, en primerísimo primer plano, y me decía suave “buenos días, Julio”. Y en ese mismo instante, me ha sonado la alarma. Durante unos segundos he naufragado en ese encabalgamiento entre lo real y lo soñado. Laura se adelantaba un momento inapreciable al final del sueño, me introducía en la nueva semana, me allanaba un terreno que aún no existía. Como el de la finca en la que vive ahora, con sus perros y su chico. Y así, con un saludo puente entre lo que solo ocurre en mi cabeza y lo que está por pasar ahí fuera, he arrancado un lunes, a la misma hora de siempre. </p><a name='more'></a><p>Eres el guionista de tus propios sueños, me dijeron una vez. Lo que sueño lo sueño porque así lo dicto. Pero no sueño lo que quiero. Tendría sueños eróticos todas las noches, o soñaría con el mar y gente querida, o quizá rememoraría situaciones felices. Soñaría placer, pero sueño cosas que no entiendo a pesar de que las secuencias las escribo yo, con la tinta de mis conexiones neuronales indómitas. Construyo imágenes que puede que hasta no me gusten, que me hagan sudar desasosiego, y que significarán algo que no desentraño. <i>Dreams are messages from the deep</i>, dicen al principio de Dune, en sardaukar, un idioma inventado, como los sueños. Qué se esconde en mis profundidades cerebrales, me pregunto, para que Laura me despierte cuando aún estoy dormido, si llevo sin pensar en ella un lustro, si tampoco es significante en mi vida, ni yo en la suya, si compartimos trabajo y unas cañas y las confidencias resultado de buen compañerismo y poco más, una relación como tantas otras, de las que aparecen y desaparecen marcadas por un contrato laboral. Quién es Laura en realidad en el cuento que me cuento mientras duermo, a qué o quién le he puesto su cara y su tatuaje que le ocupa todo el esternón, un tatuaje de un pájaro demasiado grande para la casa en la que está, con las alas saliendo por las ventanas laterales y la cabeza asomando por la puerta. Como si hubiera crecido más de lo esperado. O puede que vuele con la casa a cuestas. Nunca le pregunté qué quería decir ese tatuaje de colores, hay marcas en la piel que no requieren explicación, vale con intuir. Como los sueños. Qué será de ella. Quizá ya no tenga chico y solo perros. O lo mismo los perros eran de él y entonces Laura no tendría mamíferos ya. La verdad, no me quita el sueño. Pero ahí estaba, invitada a mi nebulosa, con sus ojos enormes y su sonrisa fina y su pájaro fugándose entre la garganta y las tetas, deseándome unos buenos días que aún no habían empezado.</p><p>Han pasado cuatro horas desde que sonó la alarma, cuatro horas y un segundo desde que ella hablara tan claro que aún me resuena, y sigo adormilado, escribiendo a ver si termino de despertar. Solo, sin pájaros, sin perros, sin oír otra voz que no sea la de mi cabeza y la de audios laborables que me llegan por Whatsapp para darme instrucciones sobre cosas que hacer cuando estás despierto. Cuando duermo, el libro de instrucciones lo escribo yo, como un manual de construcción de muebles de IKEA. Y al terminar te sobran piezas. Pero el mueble se sostiene.</p><div><br /></div>Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-5279028401066469832023-05-09T18:09:00.005+02:002023-05-09T18:22:26.006+02:00Ratones<p>Tampoco tenía tan claro que quisiera. Se contaba tantas mentiras para justificarse que ya casi se las creía. Casi. Después de tanto tiempo, la idea de arrancar otra vez se le hacía un mundo. La última vez que escribió fue un diario en pandemia que compartía en Facebook para regocijo de demás seres aburridos y aislados. Qué reiterativo, si estás aislado, estarás aburrido, pensaba, para reafirmarse en que quizá simplemente ya no había forma de volver a escribir como escribía antes, cuando le endulzaban el ego diciéndole lo bien que lo hacía. Cuando no caía en reiteraciones. Mira que se lo habían advertido cuando no levantaba más de metro y medio del suelo, cuando escribió algo de lo que no se acuerda pero se lo leyó su padre y le dijo, esto sí lo mantiene en su memoria, caprichosa, selectiva, hija de puta: “hijo, aquí pones raudo y veloz. ¿No es acaso lo mismo?”. Él se quedó perplejo. Si todo el mundo dice lo mismo, argumentó para sí, será porque está bien dicho.</p>
<a name='more'></a>Un diario en una red social, venga, hombre, eso no cuenta, se repetía. Cualquiera lee lo que sea con tal de arrancarle cinco minutos a eternas 24 horas de nada. Se sabía bueno, aunque tampoco sabía qué cimentaba ese talento. ¡Impostor! No, tampoco. La rebeldía de ser el hijo pequeño de una pareja de médicos, podría ser la causa de ese manido “se te da bien escribir”. No hace falta mucho más. Pero después de tres años sin teclear una sola palabra ajena al trabajo, se le antojaba un imposible mantener ese ritmo característico de sus relatos, esa ironía que le hacía sobrellevar el absurdo, esa mirada inocente ante lo cotidiano de lo que extraía zumo de naranja. Como Etgar.<p>Quizá estuviese volviendo a escribir por la sencilla razón de que había vuelto a leer y en ese retorno había recuperado el ómnibus de Etgar Keret, aquel que le regaló Juan por su 36º cumpleaños, cuando celebró su nacimiento en una librería. Quién hostias celebra un cumpleaños en una librería. Cinco años hacía ya de aquello, qué evento más extraño y divertido, con tanto vino como libros y representaciones de amigos, canciones, monólogos y otros pasatiempos singulares. Todo lo singular es recordable sin esfuerzo. Todo lo que se hace por primera vez es memorable, hasta si sale mal. Como el primer polvo. La idea no fue suya, fue de Alba, claro, a él ni se le pasaría por la cabeza conmemorarse en una librería. Pero dijo sí sin pensar, estaba en ese momento en el que decir sí a todo lo tenía recetado.</p><p>Ni había tocado el libro después de colocarlo en la estantería un lustro atrás. Hasta que había vuelto a leer y tras consumir una novela, sentado en el suelo frente a la estantería pasando revista a los títulos que la poblaban, se decidió a coger del lomo a Etgar. Dos cuentos le habían valido para reírse, qué difícil reírse leyendo, y para ponerse a teclear. Y llevaba cuatro párrafos, a lo tonto. El ruido de la nevera no le perturbaba, el calor de Madrid no le asfixiaba y ni se acordaba de los porros. Quizá dejó de escribir porque fumaba porros. Bueno, también los fumaba cuando escribía. Quizá dejó de escribir porque publicó un libro y después de eso no supo cómo seguir. <i>Mission accomplished </i>y esas cosas. Quizá dejó de escribir porque hacía tiempo, con los 40 asomando el hocico por el escondrijo de los ratones, decidió que la intensidad y el drama no valen para absolutamente nada. Qué orgulloso estaría Juan Carlos, aunque hubiese dejado de ir a verle, si le dijese esto. Sin intensidad ni drama en su vida, de qué iba a escribir, si sus cuentos le valían como terapia, más barata que la de Juan Carlos. Eran su forma de lidiar con una vida que le sobrepasaba, aunque en realidad en su vida no pasaba gran cosa. Era el revestimiento que él le ponía lo que le abrumaba, y ahora que había dejado los botes de pintura y brillos tirados en un contenedor, para qué escribir.</p><p>Tantas mentiras que casi se llegaba a creer. Seguía sin saber si quería, pero mira, se había puesto a escribir, con una sonrisa boba en la cara y pensando, sobre todo, en mandárselo a Alba.</p><p> </p>Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-71657532354217786852020-07-21T11:33:00.001+02:002020-07-21T11:36:07.460+02:00Deseo de veranoHacía tanto tiempo que no venías que te convences de que venir se había convertido en una necesidad, ya no un deseo. La pandemia cortó tus planes, mató posibilidades, cerró fronteras y evitó reencuentros. Y como no hay nada más eficaz que un “no puedes” para querer hacer algo, en cuanto todos esos verbos de negación dejaron de conjugarse lo primero que hiciste fue reservar un billete de tren, avisar por Whatsapp, buscar refugio para tu gato y visualizar sonrisas en esas caras que llevabas más de un año sin mirar.<br />
<a name='more'></a><br />
El día antes del viaje llenaste tanto la maleta que la física no permitía cerrarla. <br />
<br />
Si hubieras podido venir en Semana Santa, como todos los años, habrías conocido a hijos de tus amigas que hace un año eran presagios en forma de prominentes barrigas. Sabrías que aquel bar cerró hace tiempo, que hubo rupturas y nuevas relaciones, que se perdieron trabajos y se encontraron vocaciones, que hay coches nuevos y pisos estrenados. Estarías al tanto de todas esas cosas que confirman que la vida sigue, con o sin ti. Pero un mal invisible cercenó lo que era habitual y la vida se paró. <br />
<br />
Llegas sabiendo que será un verano diferente, que no habrá tanta gente en el pueblo, que no ha lugar a fiestas patronales. Pero sigues pensando que es el sitio en el que quieres estar porque un refugio no pierde el nombre por motivos ajenos a ti. Es y será refugio porque así lo sientes tú. Eres la medida de todas las cosas que ves y deseas. Tu pueblo es su gente, y tu gente estará, no necesitas más. Ni siquiera sexo de verano, ni miradas furtivas, porque no te engañes, en el pueblo sigues siendo un adolescente, por mucho que los 40 se aproximen a toda velocidad con el piloto automático puesto. Pero te da igual. Este verano, crees, te da igual. Este verano lo único que se te antoja imprescindible es dormir en tu casa del pueblo, ocupar la terraza de vuestro bar por antonomasia, comer como si fuera lo último que fueses a hacer, y reírte hasta doblarte como una grapa. Y ya de paso, ya que no habrá tantos planes, puedes aprovechar para leer, hacer deporte, escribir. Dejar atrás el aburrimiento de Madrid donde no hacías nada y echabas de menos todo.<br />
<br />
Han pasado diez días y ni lees, ni escribes, ni haces deporte. Duermes mejor que en Madrid, ves a tus amigos y a sus hijos y entiendes que sí, la vida sigue, con o sin ti, y ya nada es como el verano pasado. Que es como debería ser, pues solo el necio cree que el tiempo no corre y que las rutinas, aunque sean estivales, son inmutables. Y solo el necio cree que la vuelta a la adolescencia que se produce entre julio y agosto es algo que no define los veranos. <br />
<br />
Los define. Claro que los define.<br />
<br />
Y lo echas de menos. Aunque no estés en Madrid. Aunque estés mejor aquí. Tus amigos lo serán para siempre, eso sí lo sabes, pero ser padre cambia prioridades y tú dejaste de ser una cuando te quedaste atrás y les viste avanzar. No te duele, ni te amarga. Te encoges de hombros, dibujas media sonrisa, te das con la palma en la frente y te fumas un cigarro asomado a la ventana estudiando un paisaje que llevabas sin ver más de un año y que él sí no cambia. Piensas ahí fuera que el deseo te nubla las necesidades. Y escribes.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-20048273609633324592020-01-18T12:09:00.001+01:002020-01-20T19:30:59.033+01:00El tercer cojínEl tercer cojín no es ni mío ni tuyo. La mitad invade tu parte de la cama, el otro cincuenta por ciento descansa al otro lado de una frontera que suponemos no existe. Se apoya sobre otros dos cojines, uno claramente a la izquierda, el otro solo conoce la derecha. Uno para cada uno, el otro para nadie, para los dos. Un tercer cojín sin dueño, sin función clara. Hay noches en que se hunde bajo mis omoplatos y otras en las que sucumbe bajo el peso de tus hombros. Huele a los dos. Es nuestro.<br />
<a name='more'></a><br />
Si yo me voy a la cama antes que tú, la prepararé para cuando aterrices a mi lado. Quitaré el tercer cojín, o lo usaré para erguirme un poco y favorecer mi lectura. El otro, el que no es mío, lo acomodaré sobre la almohada, para que cuando vengas elijas si desplomarte sobre él o, si tu misión es dormirte, apartarlo y dejarlo en la butaca en la que no solemos sentarnos y que usamos como reposadero de ropa ni limpia ni sucia y de cojines que pierden su función cuando buscamos sueño. Si yo me voy a la cama antes que tú, dejo tu lado listo para cuando vengas a mi vera. Al fin y al cabo, la cama no es propiedad de nadie, es el terreno donde ambos somos capitanes generales, sin dueño ni patrón.<br />
<br />
Si eres tú el que te retiras al cuarto en primer lugar, nada de eso ocurre. Al llegar yo, te has metido en la cama como si doblaras la esquina de la página del libro que lees para retomar la lectura en otro momento. La cama no está deshecha más que por el rincón por el que has entrado, como un espía, sin hacerte notar. Mi cojín no se ha desplazado, y el tercero está sobre él, apilados los dos, en un feo equilibrio. Del ecuador que dibujamos en el colchón a mi acantilado todo se mantiene inmutable.<br />
<br />
Yo, sin pararme a pensar en el significado que pueda tener, acomodo tu parte de lecho. Tú, sin ser consciente de que sí tiene significado, te adentras en nuestra cama como si yo no fuera a ir nunca. Una noche. Y otra. Todas las noches.<br />
<br />
Cuando follamos solemos estar ya en la cama. Ya no vamos rebotando por el pasillo, arrancándonos ropa y despeinándonos antes de derrumbarnos en la cama al unísono, tirándolo todo porque nada más que nosotros importa. Y cuando nos vamos a la habitación a la par siempre hay uno que entra antes en la barca en la que recorreremos las horas dormidas. Si eres tú, ya he descrito lo que pasa. Si soy yo, ya he descrito lo que pasa. Siempre pasa. No es para tanto, me dirás, es solo un cojín, no me doy cuenta, ha sido un día largo y no caigo en ese detalle. No, no es para tanto, responderé, pero si lo piensas, sí significa. Yo te pienso cuando me voy a la cama, la hago acogedora para cuando vengas a rozarme la piel. Tú te centras en tu cuerpo y en tu carne y en tu libro y en tu descanso y en tu lado. Tu lado. Siempre tu lado. Y ese cojín se burla de mí cuando quiero zambullirme donde tú ya estás. No, no es para tanto, pero es.<br />
<br />
El tercer cojín, ese que no es de nadie, ese que es de los dos, ese que es nosotros. Por eso existe. Porque tú tienes el tuyo, yo tengo el mío, y ambos sostienen lo que somos cuando estamos. Cuando dormía sin nadie al otro lado, el número, color y lugar de los cojines no suman, pero tampoco restan. Ahora que por fin te tengo aquí, ahora que por fin te quiero, un tercer cojín se me antoja más que un adorno, y resta, divide. Pero tú no lo ves y dices que exagero.<br />
<br />
Cada vez follamos menos y cada vez la cama parece más un terreno apoyado sobre dos placas tectónicas, que se van separando milímetros cada día. El tercer cojín es el puente que cruza sobre el abismo y tú ni lo ves y yo ya ni lo cruzo. No, no es para tanto, pero tal vez tú y yo tampoco.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-41419993791317073352019-12-30T18:56:00.005+01:002019-12-30T19:01:45.875+01:00La bestiaPodía montarse en un caballo blanco, de bridas doradas y silla roja. Por supuesto, lo hizo, movido por lo desconocido, por un trote que creía diferente. Se encaramó en el jamelgo, se agarró con fuerza y se dejó llevar. Al poco cambiaba de postura. Se levantaba. Agitaba las correas y golpeaba con el talón la panza del caballo, que sin refunfuñar proseguía su recorrido. Ya le sonaba. Es como si ya hubiera estado ahí. Así que se bajó y decidió elegir otra montura.<br />
<a name='more'></a><br />
Había una carroza. Morada y con faroles en las esquinas. La tenía a su disposición, así que sentarse donde el piloto o meterse en la calesa y dejarse llevar quedaba a su elección. Optó por lo primero, dirigir, con o sin pasajeros. Incitó a los dos delfines que tiraban de la carroza para que fueran más rápido. Dicen que son animales inteligentes. Si es así, entonces estos solo eran desobedientes, pensaba. Se dio cuenta de que por allí ya había pasado no hacía mucho. Chasqueó la lengua, bajó de un salto y se metió en el lugar reservado para los pasajeros. Si no le iban a hacer caso las bestias, mejor que le llevaran, sin tener él la responsabilidad de que el viaje fuera a buen puerto. Se sentó dentro de la carroza, cruzó las piernas, se frotó las manos contra los muslos y se quedó mirando por la ventana. Vio a un anciano al que ya había visto antes. Al poco los delfines pararon. Ahora que nadie conducía, fueron ellos los que tomaron la decisión. Sacó la cabeza por la ventanilla y silbó y jaleó. Protestó. Golpeó la puerta. No tenía que estar en ningún sitio, pero lo que no quería era estar parado. Al poco los cascabeles del cuello de los delfines volvieron a sonar cuando empezaron a flotar por el aire, tirando de la carroza desafiando a toda ciencia, pues solo se cimbreaban en el aire y todo se movía. Se reclinó en el asiento, cerró los ojos, suspiró. Le pareció oler el mar.<br />
<br />
Sabía que había más caballos, animales, carrozas y coches en los que auparse. ¿Sería posible que hubiera elegido el peor caballo y la peor carroza? Podría ser. Era baja la probabilidad, pero existir, existía. Así que se bajó. Miró hacia atrás. Vio otro caballo, este negro, y un tigre que rugía. Rugía sin tregua. La boca siempre abierta. Le eligió. Al menos, pensó, si es tan fiero como parece, correrá más.<br />
<br />
Y allí estaba, con rayas negras entre las piernas. Amaestrando a un animal salvaje. Como un Sandokan. A su lado, una niña trepaba a la grupa del caballo negro. Lo que le faltaba. Una persona a medio hacer le retaba. Le miraba sonriente, y él veía desafío. Su tigre, su edad, su experiencia, sus ganas… No iba a ganarle. Él era más que ella. Su animal era más que el suyo. Su tigre, indómito, no podía tener rival en un caballo. Es más, si él no le controlase, si él no le ordenase, el tigre le tiraría un bocado a ese rival de patas delgadas, arrancándole carne, músculo, tendones. Dejando hueso a la vista. Matándolo. Le frunció el ceño a la niña y se giró de nuevo al frente, agachándose más sobre el tigre, siendo aerodinámico, respirando sobre su nuca. Volvió a mirar a su izquierda, pero ahí seguía la niña, riendo, sobre su caballo negro que no había cambiado su cara de tonto, su expresión absurda e inerte. Y tras la niña, un poco más allá, de nuevo el anciano. Estiró el tronco, abrió más los ojos. ¿Cómo podía ser? Llevaba cabalgando varios minutos, habiendo cambiado incluso de mamífero para no dejarlo exhausto, y nada, no adelantaba.<br />
<br />
Llevaba demasiado tiempo montado en el tiovivo, dando vueltas creyéndose que llegaría a algún sitio. Se bajó del tigre, abandonó la plataforma, se metió las manos en los bolsillos, con los dedos agarrotados de tanto asir riendas, y caminó. Dejó atrás al anciano y a la niña. Y a las bestias. Y las luces. Y el parque. Y el pueblo. Y entonces levantó la cabeza y no reconoció dónde estaba. Sonrió y cogió aire.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-69950773864336068942019-08-02T12:46:00.000+02:002019-08-02T12:48:27.628+02:00La peor buena suerteTsutomu Yamaguchi no tendría que haber cumplido los 30 años. Celebrar tres décadas de vida suponía un desafío a la física, a la medicina, a la meteorología y, sobre todo, a eso tan difícil de medir, de presagiar, de cultivar: la suerte. Eso él no podía saberlo en agosto de 1945, cuando solo era un ingeniero japonés y tenía que morir a primera hora de la mañana, con 29 años y padre reciente de Toshiko, que gateaba en su casa, en otra ciudad, esperando conocer a su padre, destinado todo el verano en otra ciudad para delinear tanques de petróleo para Mitsubishi. Tsutomu era, ese día y todos los días anteriores de su vida, un anónimo más. Uno de esos hombres pensativos que te cruzas por la calle y en los que no reparas, porque nada en él llama la atención.<br />
<a name='more'></a><br />
Eran las 8.15 de la mañana y él caminaba por Hiroshima, contando los días que le faltaban para volver a casa. Al abrir los ojos después de un largo bostezo vio algo en el cielo. Un destello. “Pensé que el sol se había caído del cielo”, diría después. En el país del sol naciente, el sol moría ante sus ojos. El bombardero Enola Gay acababa de liberar el infierno con nombre de Little Boy sobre una ciudad que solo conocían los japoneses y mandos militares estadounidenses. Tsutomu estaba allí para verlo, a tres kilómetros del centro de la explosión.<br />
<br />
Despertó tirado en la acera, con el cuerpo quemado y la sensación de soñar. Una nube vertical se erguía frente a él, escalando y abriéndose, generando una copa que fue negando la luz. Tsutomu no pudo entender en ese momento que acababa de caer una bomba nuclear y que él era espectador, en un palco y con esmoquin. Era seis de agosto y cualquiera diría que había vivido la peor experiencia posible. Miles de personas murieron y morían mientras a él le curaban en el hospital. Dos días después, dejó Hiroshima vendado y aturdido y enfadado y se fue a casa. A Nagasaki.<br />
<br />
Cogió a Toshiko en brazos y lloró con su mujer. Aquél era el Little Boy que le daba la vida. Supuso que al fin y al cabo era un hombre afortunado.<br />
<br />
Como buen japonés, el sentido del deber no menguó por mucha bomba atómica que le hubiese caído casi sobre su cabeza. Así que se fue a la oficina a personarse ante su jefe. Allí estaba el día 9 de agosto, a eso de las 11 de la mañana, explicándole lo que había vivido a 420 kilómetros de allí, en la ya mundialmente conocida Hiroshima. Su superior, incapaz de reconocer que el Imperio pudiese tambalearse en solo unas horas, no dio crédito a su historia. Le tachó de loco. Hasta que por la ventana vio de nuevo el hongo, ese que le acababa de describir Tsutomu. Fat Man había sido escupido de las entrañas de Bockscar, de nuevo a tres kilómetros de donde estaba el ingeniero quemado, cabreado y frustrado ante la falta de empatía de su jefe.<br />
<br />
Nagasaki no era objetivo prioritario. La idea era bombardear Niigata, pero ese día llovía en ese extremo del país, a 1.335 kms de la oficina donde Tsutomu y su jefe discutían sobre la veracidad de 4,4 toneladas y 64 kilos de uranio enriquecido estallando sobre la cabeza de un ingeniero. El alto mando yanqui se rascó la cabeza, frunció el ceño, buscó otro objetivo y se decidió por Kokura, la mítica ciudad amurallada de Kitakyushu. Pero se levantó la niebla y no se veía el objetivo desde el aire. Se cerraba la ventana de tiempo para aprovechar la autonomía del B-29 Bockscar. Volaron los papeles y los mapas de la mesa del alto mando, se gritó contra todos los dioses, contra el clima. Ese era el fin de la guerra y lo impedía la meteorología. Hasta que entre el vocerío un analista apuntó que un poco más al oeste, en la cercana Nagasaki, se había abierto la niebla. Mejor eso que nada.<br />
<br />
Y así, por lo imprevisible del viento, la nubosidad y la lluvia, Tsutomu y su jefe vieron por la ventana una explosión nuclear. Para el jefe aquello era inimaginable. Para Tsutomu era un dejá vu incomprensible.<br />
<br />
El 15 de agosto, temblando de fiebre y a punto de perder la cabeza, Tsutomu estaba postrado en la cama de un hospital cuando Japón se rendía a Estados Unidos. Un niño pequeño y un hombre gordo habían sido más que suficientes. Y él seguía vivo, con su jefe alucinado al lado.<br />
<br />
Cuando Tsutomu recibió el alta y volvió a coger a Toshiko en brazos, un tifón arrasó lo poco que quedaba de Hiroshima y él casi ironizó sobre la posibilidad de haber estado también allí, porque dicen que no hay dos sin tres.<br />
<br />
En 2010, a dos meses de cumplir los 94 años, murió, al fin. De cáncer de estómago. Quién sabe si el tumor fue motivado por la radiación. De los tres hijos que terminó engendrando solo le sobrevivió Naoko, la pequeña, que enterró a su padre sin saber aún si era el hombre con la mejor mala suerte o la peor buena suerte del mundo.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-90232092873856165912019-07-08T21:03:00.000+02:002019-07-08T21:14:31.332+02:00El tiempo de los evangelistasDesde hace unos días, en mi calle se apostan varias personas con camisetas blancas y panfletos en la mano. A veces solo son dos, pero casi siempre son cinco, y suelen ser los mismos. Jóvenes, sudamericanos, sonrientes. Se sitúan a ambos extremos de la acera, de forma que no tienes escapatoria. Tienes que pasar entre ellos, como si hubieras ganado algún torneo y te estuvieran haciendo el pasillo. Hablan entre ellos, joviales. Cuando llegas a su altura, uno te aborda con una sonrisa que es como un glaciar corriendo entre montes pardos. Ya les he visto en acción, conozco sus intenciones, y ya sé que hoy no voy a pararme.<br />
<a name='more'></a><br />
- ¡Hola, buenas tardes! ¿Me regalas un minuto?<br />
- No, lo siento. Muchas gracias.<br />
- ¡Jesús te ama!<br />
<br />
Lo último lo cuelgan en el aire como ropa tendida mientras hago ademán de alejarme. No lo gritan, pero tampoco lo susurran. Me lo aseguran mientras les niego cualquier posibilidad de reciprocidad. No insisten. No pierden la sonrisa. No desisten. Jesús me ama, pero yo sigo mi camino. Jesús me ama, pero yo vengo sudado del gimnasio. Jesús me ama, pero yo lo que quiero ahora es una ducha, quizá masturbarme bajo el chorro de agua caliente, cenar ligero, verme un capítulo de una serie, leerme unas páginas de Walden e irme a dormir. Jesús me ama, pero yo no me freno a preguntar por qué, ni cómo, ni para qué. A veces pienso que merecería la pena debatir sobre ello con alguno de esos chicos y chicas. Plantearles mis dudas sobre el Jesús en el que ellos creen. Teorizar sobre conceptos, escucharles, preguntarles, darles protagonismo en esa acera de una calle en la que Zara, H&M, El Corte Inglés, Intimissimi, Starbucks, Mango y una tienda de ibéricos mataron a Jesús hace tiempo.<br />
<br />
Y yo les digo que no, que lo siento, que muchas gracias. Mi respuesta es un microcuento, con su introducción, su nudo y su desenlace. Respondo creando una narración y podría jurar que no han sido conscientes. Primero les niego, luego les reconozco, les doy entidad con mi disculpa, y cierro la puerta echando el cerrojo con cortesía. Y es todo un cuento, porque en realidad no lo siento. Ni tengo nada que agradecerles todavía: me adelanto, uso la educación como punto de no retorno.<br />
<br />
Así que sigo, porque hoy no será el día. Mis preguntas no buscan sus respuestas, y sus creencias veo muy difícil que bailen con las mías. Jesús me ama, qué ilusión. Supongo que como todo amor verdadero no busca reciprocidad. Jesús me ama sin esperar nada a cambio, ni siquiera mi atención hoy que es jueves y el cariño que me gustaría obtener hoy no me lo va a dar precisamente Jesús. Porque Jesús no me besa, ni me folla, ni me responde cuando le hablo, ni me pregunta qué tal mi día, ni me anima, ni me escribe, ni me hace reír. Jesús me ama, pero de otra manera. Jesús me ama, pero no me arropa. Jesús me ama, pero no gime mi nombre.<br />
<br />
Pienso en el instituto. Cuando una chica te confesaba que le gustabas a su amiga. Y tú puede que no supieses ni quién era. Pero hacías lo posible por identificarla rápido para sopesar. Bueno, quizá, por qué no. No puede ser, a esa cómo le voy a gustar, si está a años luz. Joder, pues qué faena, porque no me atrae nada. Pues así pasa con Jesús, solo que no puedes ir a buscarle para ver si el deseo es mutuo. Sus amigos me confiesan que Jesús me ama, pero yo no puedo preguntarles a qué curso va, si no es verdad que antes salía con Jaime, si es virgen, si lee, si le interesa el cine, qué música escucha, qué van a hacer el finde, juntémonos por Malasaña, bailemos y veamos qué pasa, porque resulta que a mi amigo le gustas tú, vayamos los cuatro, felices que dice el reggaeton, ese del que Jesús renegaría y diría algo como “perdónales porque no saben lo que hacen”.<br />
<br />
A cambio de su certeza, quieren mi tiempo. ¿Me regalas un minuto? Y es que el tiempo, tienen razón, puede regalarse. Es, quizá, el mejor presente que puedo dar. Mi presente, para ti. Mi tiempo es tuyo porque quiero que sea de los dos, que dominemos los segundos, arañemos los minutos, destrocemos las horas, juguemos con el sol a escondernos y al llegar la noche… ah, la noche. Pero no me lo puedes pedir. Un obsequio, para que tenga sentido, se da, no se solicita. Es el deseo de regalarte un minuto lo que le da valor a esos sesenta segundos. No tengo nada más que tiempo. Todo lo que hago, lo que trabajo, lo que retozo, es tiempo. Soy mi tiempo. Si te doy parte de él, te doy parte de mí. Dejo otras cosas, que llevarían tiempo, para entregarme a ti este rato en el que envejezco. Su misión evangelizadora se paga con mi tiempo. Sin tiempo, no pueden convertirme. La fe que profesan se sustenta en tiempo. El amor de Jesús, como todo amor, necesita tiempo. El amor es tiempo. Pero hoy, ahora, un jueves de comienzo de verano, no tengo tiempo para profetas. Es posible que esto sea un error, que ni la ducha, ni masturbarme, ni la cena ligera, ni el capítulo de una serie olvidable, ni Walden, merezcan mi tiempo más que Jesús. Tal vez mañana. En otro tiempo. Cuando sea su nombre y no el de ella el que me venga a la cabeza cuando mido mi tiempo.<br />
<br />
El caso es que, hoy, Jesús me ama. Y eso, supongo, está bien.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-69299913991775903602019-06-20T17:47:00.003+02:002019-06-20T23:15:39.844+02:00Ya pasóAntes dormías siempre en el lado derecho de la cama. Hecho una bolita, como si rememoraras tiempos fetales, cuando estabas solo y todo era silencio o sonido difuso, cuando flotabas en una oscuridad confortable. Cuando aún no te había encontrado. Ahora ya ni entras en el cuarto cuando apago la luz y busco dormirme para dejar de buscar.<br />
<a name='more'></a><br />
Hasta hace poco llegaba a casa y venías a recibirme. Abría la puerta y aparecías derrapando, con cara de haber dejado algo a medias. Ya no. Soy yo el que tiene que llamarte y buscarte para recordarte que vivimos juntos, que la casa la compartes conmigo. Cenamos sin mirarnos y cuando al fin vienes al sofá, ni me rozas. Como si hubiéramos instalado una mampara entre los cojines.<br />
<br />
Los fines de semana que dedicaba a limpiar la casa, venías conmigo a cada cuarto, me mirabas atento, me dabas conversación. Me hacías reír. Ahora limpio menos, y tú ni te inmutas cuando me sumerjo en el baño, cuando me adentro en la cocina, cuando la escoba peina el parqué. Hace solo unos días incluso jugabas a quitarme la fregona, a esconderme el trapo. Yo te perseguía. Hoy bostezas mientras devuelvo transparencia a los cristales de una ventana a la que no hace tanto ni te acercabas y a la que ahora te asomas, como esperando. Esperando nada, ya te lo digo yo. No va a pasar. Ya pasó.<br />
<br />
Cuando me iba de vacaciones y no te llevaba conmigo nunca sabía qué hacías, pero imaginaba que te esparcías por cada rincón, que hacías todo lo que te decía que no hicieras, que comías a deshora y ocupabas mi lado de la cama. Imagino que en mis próximas vacaciones te quedarás en casa y será como si no estuvieras, que te quedarás en el sofá o que te asomarás a la calle, esperando. Esperando algo que no, no va a pasar.<br />
<br />
No te culpo, de verdad que no. Supongo que hasta te entiendo. Tendrás que acostumbrarte. Tendremos que acostumbrarnos. Ella se ha ido y nos hemos vuelto a quedar solos en casa. Al fin y al cabo eres mi gato, soy yo el que te da de comer, te limpia las mierdas y te paga las vacunas. Ella te daba mimos, que es con lo que te quedas, claro, y por eso dormías en su lado, apoyando incluso a veces la cabeza sobre su brazo. Pero al fin y al cabo cuando tienes mascota, tu pareja actúa como un abuelo con los nietos. Que eduque el padre, que a ella le corresponde malcriarte con amor. Ese que ya se fue, por mucho que te asomes a la ventana. Ya pasó. Duerme conmigo. Aunque solo sea eso, vuelve a dormir conmigo. Deja de esconderte, de maullar con ansia, de oler su mesilla, de rascar la puerta, de ronronear frotándote contra la mochila que olvidó. Ya pasó. Solo tienes que recordar cómo era todo antes de ella.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-25508059330025984352019-06-03T21:06:00.002+02:002019-06-23T20:50:46.281+02:00No sé, no respondoMe mandas una nota de audio de algo más de dos minutos para compartir lo que se te pasa por la cabeza ahora que te sientes desencantada con ese chico al que conociste y con el que quisiste ilusionarte. Me eliges a mí como receptor de tus reflexiones, de tu intimidad, del remolino que se crea en tu cabeza cuando intentas entender por qué no se corresponde lo que piensas ahora con lo que sentías hace no tanto. Como sabiendo, porque sabes, que yo me he visto en ese remolino tantas veces que ya nado a braza por él como si fuera una piscina municipal. Y en realidad sé que no esperas respuesta, porque, amiga, qué carajo voy a saber yo de todo esto si lo único que sé hacer al respecto es teorizar, escribir, probar, errar, seguir intentándolo. Será por eso, porque sabes que yo seguiré intentándolo. Respuestas tengo pocas, porque con los años voy entendiendo más pero sabiendo menos. Como me dijeron el otro día, en otro idioma y en otra ciudad, es porque no sabemos nada del amor por lo que se escriben tantas canciones magníficas. Si hubiéramos desentrañado el amor, si fuese un problema matemático que alguien puede resolver para ganar la medalla Fields, el arte hablaría sobre otra cosa, sobre la muerte por ejemplo. Pero el amor y lo extraño que nos resulta nos hinchan tanto de vida, de desazón, de dudas, de complejos, de miel, de orgullo, de seguridad, de miedo, que lo único que nos queda es escribir, pintar, cantar, bailar, esculpir, filmar, rimar, componer y respirar otra bocanada.<br />
<a name='more'></a><br />
Me haces saber que en una relación a distancia prima lo epistolar, pero lo epistolar con tecnología. Whatsapps, audios, gifs, compartir enlaces, fotos con poca ropa, gemidos por Skype. Y cuando hay una pantalla de por medio, kilómetros que impiden oleros, teclas que pueden pulsarse y arrepentirse antes de que él reciba, aplicaciones creadas para eliminar lo que no se puede eliminar, esto es, la separación física, se vive una especie de irrealidad. Se magnifica lo que no tenemos delante, se le pone brújula a la intuición y se espera una respuesta. Así que cuando al fin culmináis ese plan de fin de semana en un balneario, 48 horas de roce, ruido, y, por fin, miradas, se resquebraja el cuadro que habías pintado en tu cabeza, cambia la perspectiva, ahora es cubista y antes era puntillista, vivís un dadaísmo sin absenta. Rápidamente me aclaras que esta desilusión (no hay palabra más precisa para describir un final) se da también en relaciones en las que ambos contendientes están en la misma ciudad, en la que quedan varias veces a la semana y arrugan sábanas todas las noches que empiezan en un bar, a una hora, una sonrisa, un beso, un qué tal, un qué hacemos. Y claro que pasa igual. Conoces a alguien, le vistes de gala, y a los pocos días es un vagabundo. Esto Stendhal lo llamó la teoría de la cristalización. Porque los hay que hasta le han puesto nombre a teorías del amor. En las minas de sal de Salzburgo, decía, las ramas que quedan enterradas empiezan a cubrirse de cristales de sal. Cuando las encuentras, brillan, están llenas de escamas. Te las llevas, obnubilada por el descubrimiento, y la dejas en una mesilla en casa, quizá en un vaso, puede que en un plato, puede que incluso acompañes el recuerdo con una flor. A los pocos días, cuando la has cogido, olido, admirado y te has alegrado de haber dado con algo tan único, los cristales empiezan a caerse. Al poco, es solo una rama. Y da igual que él esté en Cádiz y tú en Vigo. Estando los dos en el mismo barrio del mismo pueblo abulense también podría perder los cristales de la noche a la mañana. Ya, eso ya lo sabes, pero nos sorprende que nos siga pasando. ¿Por qué, te preguntas, si me gustaba tanto hace tan poco? ¿Qué ha pasado para que ya no me cuadre, para que me resulte insípido como si me hubieran arrancado la lengua y ya no distingas lo dulce de lo amargo? Si en realidad él es el mismo y yo no he cambiado. Qué injusto, ¿no? ¿Por qué simplemente no puedo seguir viéndole como al principio, cuando le descubría América y él a mí la pólvora?<br />
<br />
No tengo la más remota idea, amiga. Dejé de preguntármelo hace ya tiempo. Qué decirte, si yo me he encantado y me he desencantado tantas veces como un bebé mancha el pañal. Pero, ¿sabes qué? El bebé es ignorante ante el hecho de que un día será capaz de controlar sus esfínteres. Va a seguir cagando, pero ya nada será lo mismo. La esperanza es como cagar. No la pierdes hasta que te haces vieja y ya te da todo igual.<br />
<br />
Yo vivo y revivo relaciones. Tropiezo. Encuentro. Pierdo. Añoro. Provoco. Recuerdo. Ansío. Lloro. Río. Y tenlo claro: así seguiré haciendo, pase lo que pase. Sin querer comprender más allá de una cosa: qué más da. Ocurra lo que ocurra… que ocurra.<br />
<br />
Así que no sé responderte, compañera. Solo sé decirte que te cambies los zapatos, que sigas caminando, que solo el que se detiene y se sienta a la vera de la carretera deja de llegar a sitios. Los hay que se quedan en algún lugar satisfechos y los hay que caminarán hasta reventar todas las suelas de todos los zapatos.<br />
<br />
Miraremos atrás y veremos el polvo que hemos levantado y sonreiremos, porque las huellas se van borrando pero vamos aprendiendo a reconocer el camino. Llegaremos a la Luna o nos quedaremos en órbita, pero, por todos los demonios, volaremos.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-12579396085636082272019-05-18T12:48:00.001+02:002019-05-18T13:17:02.694+02:00DesempateEn 1983, en la ciudad austríaca de Velden, el ruso Vasily Smyslov y el alemán Robert Hübner se enfrentaron en cuartos de final del Campeonato de Candidatos. El día que arrancó una de las más épicas batallas del ajedrez, el ruso cumplía 62 años. El ganador recibiría 12.500 francos suizos y el perdedor 7.500. La preparación de la contienda le había costado 60.000 marcos a Robert, con lo que la ganancia jamás cubriría la inversión. Los soviéticos corrían con los gastos del ruso, pues el orgullo comunista no tiene límites pecuniarios. El dinero del premio no era, por tanto, la verdadera motivación. Sí lo era el hecho de que, por supuesto, quien ganase el torneo tendría el honor de disputarle a Anatoly Karpov el título de Campeón del Mundo de Ajedrez. Un campeonato para elegir un rival para el mítico Anatoly. En ajedrez todo se piensa, se clasifica, se ordena, se ralentiza. El ajedrez como forma de una vida que no se vive, se practica, una y otra vez, una y otra vez.<br />
<a name='more'></a><br />
Robert tenía 34 años y jugaría contra un hombre que podría ser su padre. Cuando en 2010 Vasily murió, a Robert le faltaban cinco meses para cumplir los mismos 62 años que empezaba a contar su rival aquel jueves 24 de marzo. Ambos usaban gafas, portaban una nariz exagerada y tenían la expresión del que no dice más de 50 palabras al día. El alemán tenía labios gruesos, una frente ancha y una cabeza larga y ovalada. El ruso sumaba más carne en el rostro, multiplicaba por dos la papada de su rival y se te hundiría el índice en sus mejillas si te diera por tocarle.<br />
<br />
La disputa tendría que haber arrancado cuatro días antes, pero se retrasó porque Vasily se encontraba indispuesto. La próstata, quizá. O un resfriado, que al borde de los 62 puede tener más implicaciones que antes. Puede que solo fuera un andancio, el caso es que no desveló detalles y Robert aceptó esperar, el respeto a la senectud.<br />
<br />
Jugarían a diez partidas de dos horas cada una y el primero en sumar cinco puntos ganaba. En caso de empate, se jugarían dos partidas extras. Si seguían empate, otras dos. Y si llegados a este punto seguía habiendo igualdad en el marcador, podían o jugar dos partidas rápidas o aceptar elegir ganador por sorteo. No había ocurrido antes esa eventualidad.<br />
<br />
Se sentaron el uno frente al otro, el mundo a cuadros blancos y negros entre los dos, y la negación de que fuera de los límites de aquella mesa la Tierra siguiese girando. Para ellos, no había nada más allá del tablero. Un carraspeo, un golpe al reloj y adentrarse en un mundo de millones de posibilidades. Un caballo que salta, un peón que avanza despacio, un alfil que controla una diagonal, una reina libre y amenazante, un rey timorato y necesitado de todos, una torre robusta y enérgica. Solo una ronda más de cuartos de final. Nada nuevo.<br />
<br />
Agotaron las diez partidas con empate. Solo fueron capaz de ganar una cada uno y el resto acabaron en tablas. Descansaron. Fueron a por las dos primeras partidas de desempate y se vieron incapaces de derribar al rey contrario. Tablas en ambas partidas y otras dos de desempate, con idéntico resultado. Sumaban catorce partidas y parecía que podrían jugar otras doscientas y seguir en las mismas. Era 19 de abril, llevaban con la disputa casi un mes. ¿Qué hacer? Hübner, agotado, tal vez porque a los 62 años lo único que tienes más fuerte que a los 34 es la paciencia, se fue a casa.<br />
<br />
La ciudad de Velden cuenta con casino. Smyslov, que a su edad tal vez no estuviese para nada que supusiera rapidez, vio una oportunidad de resolver la cuestión por la vía del sorteo. Su séquito y él, acompañados por jueces, decidieron jugárselo a todo o nada en la ruleta. Si la bolita caía en rojo, Vasily pasaría a la semifinal. Si caía en negro, Robert seguiría adelante. A las 8 de la tarde del 20 de abril la ruleta empezó a girar, la bolita fue lanzada, corrió, rodó, rebotó, y se posó en el único sitio en el que podía caer. Cero.<br />
<br />
Que se repitiera el lanzamiento y terminase siendo rojo impar, y que el ruso llegase a la final y la perdiese contra un tal Kasparov es otra historia. Esta historia es la de dos hombres que eran tan iguales que ni el azar se atrevió de primeras a diferenciarles entre ganador y perdedor. No eran ni mejor ni peor el uno del otro. Ni más listo ni menos hábil. Nada les diferenciaba, ni siquiera una bolita que, como si hubiese sido lanzada por dioses imparciales, supo que su destino solo podía ser la casilla verde, la de lo improbable, la que hace que la ruleta sea siempre un juego trucado, la que advierte de que en la vida, como en el ajedrez, juegas contra ti mismo y la mayor parte de las veces vas a empatar.<br />
<br />
Robert perdió dinero y la fortuna le dio la espalda. No volvió a clasificarse para el torneo de candidatos nunca más. Y las reglas cambiaron tras aquel 20 de abril de 1983 para que un desempate no volviese a dirimirse por sorteo, eliminando del ajedrez cualquier matiz que se escape a la lógica, el cálculo y la práctica.<br />
<br />
En 1991, con 70 años, Vasily se coronó Campeón del Mundo Senior, culminando una carrera en la que conoció a mucha gente, entre ella a su gemelo de 28 años menos, y en la que vio de todo, incluida la partida de ajedrez que más se pareció a la vida, donde puedes prepararte hasta alcanzar tus límites pero nunca podrás dominar el influjo de la suerte.<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgz1T6J_Z3hOpos9189A3NBymexP9nexE4v72YvUjGvnxbh__PyO0AHQFkI20GdgR3XXYP3z9g0xiEHdI192edbYfsGrAU3lX72iNP8Sz01o_s2dtVv-uIY3aYsPaUp588FloSRGzrWQKM/s1600/foto.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="411" data-original-width="543" height="242" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgz1T6J_Z3hOpos9189A3NBymexP9nexE4v72YvUjGvnxbh__PyO0AHQFkI20GdgR3XXYP3z9g0xiEHdI192edbYfsGrAU3lX72iNP8Sz01o_s2dtVv-uIY3aYsPaUp588FloSRGzrWQKM/s320/foto.jpg" width="320" /></a></div>
<div style="text-align: center;">
<i>Vasily Smyslov, sentado en el centro.</i></div>
Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-1378523268646399832019-04-26T20:05:00.001+02:002019-04-26T20:12:29.295+02:00Doble saltoAhora que aprendiste a saltar a la comba, te empeñas en lograr el doble salto. Que la comba pase dos veces por debajo de las suelas de los pies en cada salto. Es imprimir velocidad al giro de muñeca que hace circular la comba en torno a tu cuerpo, a la vez que saltar un poco más alto, apoyándote en la punta de los pies. Es hacer que todo vaya más rápido, que ocurra dos veces lo que ya dominaste cuando solo sucede una vez. Es conseguir en el mismo tiempo, en el mismo salto, el doble de lo que te ha costado lograr. Es ir más allá, no estancarte, querer mejorar, avanzar. Es usar lo aprendido para alcanzar nuevas cotas. Es hacer del pasado la espoleta de tu futuro y que todo eso ocurra ahora, en tu presente. ¿Cuándo si no? No es una cuestión de ahora o nunca. Es una cuestión de o hacer lo de siempre o probar a hacerlo mejor. No dejamos de intentar cosas porque sean difíciles. Las cosas son difíciles porque no las intentamos. Alguien dijo eso, alguna vez. Pero no te distraigas en ideas. Hazlas. Salta.<br />
<a name='more'></a><br />
Y saltas. Pero eres un tío, la comba no la has usado en tu vida, porque los niños juegan al fútbol y las niñas a la comba. Y ahora que te da por hacer deporte y el monitor os exige saltar a la comba, la coges como si fuera mercurio. Con extrañeza. Te sonríes con una mueca ante el despropósito de la educación de género y envidias a esa chica delante de ti que coge ritmo con una facilidad que te resulta inalcanzable. Joder, pero si siempre fuiste un paquete en fútbol. Maldita sea, lo mismo hubieras podido ser un maestro de la comba, pero no, a dar patadas a la pelota para que tu testosterona se sacie. Y te lo creíste.<br />
<br />
A la semana ya eres capaz de saltar durante varios minutos sin tropezarte, aminorando y acelerando sin mayor problema. Todo está en el juego de muñeca. Hacer giros con ellas como si fueses a arrancar una moto con las dos empuñaduras. Qué sabrás tú, si nunca has conducido una moto. Pero tampoco antes habías saltado a la comba, y ahora que rozas los cuarenta descubres que no hay actividad de chicas, que bien te habría venido hacer cardio sin moverte del sitio, solo dando saltitos y rotando las muñecas. Y entonces vibra tu teléfono y sale su nombre escrito en pantalla. Como una alarma, te lleva a ir a por el siguiente nivel. Más giro de muñeca. Salto más grande. Coordinar las dos cosas. No pensar en lo que haces, solo hacerlo, dar valor a las indicaciones de tu inconsciente y mandar al carajo el mapa que te dibuja tu consciente. Que la comba roce el suelo y no dé contra tu espinilla, que circule sobre tu cabeza como el agua del aspersor del jardín, formando un arcoíris que te envuelve, y te envuelve, y te envuelve.<br />
<br />
Pero no consigues evitar que la comba tropiece contra tu pierna. Chasqueas la lengua, tiras la comba, te doblas y te apoyas en las rodillas, respirando rápido, mirando la comba como si estuviera viva, como si fuera una serpiente que no consigues domar. Es una cobra y a ti nadie te ha enseñado a tocar la flauta hindú. Ni te has puesto un turbante en la vida, ni siquiera tienes un cesto donde meter a la cobra. Vuelves a intentarlo. Empiezas con el salto simple. Coges el ritmo. Saltas un poco más alto a la par que giras más rápido y más fuerte la muñeca… y la comba pasa una vez pero a la segunda vuelve a dar contra tu espinilla. ¿Qué estás haciendo mal? Resistes la tentación de doblar las rodillas al saltar, encoger las piernas para que la comba pase dos veces con más espacio y más tiempo. Las cosas hay que hacerlas bien, si no, es como no hacerlas, o peor, es hacer algo que no es lo que tienes que hacer. Como pedir comida a domicilio cuando tienes ingredientes de sobra en la nevera y dejas que se vayan pudriendo. O como no decirle que no te sienta bien verla y quedas con ella, para volver a casa extrañado y levantarte con fiebre al día siguiente.<br />
<br />
Vamos allá de nuevo, te dices, recogiendo la cuerda, cogiendo las empuñadoras de tal forma que el pulgar queda atrapado entre el índice y el corazón, dando un paso para situarte justo delante de la serpiente dormida que queda a tu espalda, esperando. Miras al frente, resoplas. Empiezas. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Salto grande. Giro rápido de muñeca. Y la comba pasa una vez. Y a la segunda…<br />
<br />
Descuelgas y le dices que mejor quedar otro día, que ya la avisarás tú. Y sonríes. Porque te ha salido por fin el doble salto. Ahora queda dominarlo. Saberte capaz.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-17382386451528976682019-04-13T12:06:00.000+02:002019-04-13T12:08:56.470+02:00Lo que pasa cuando no pasa nadaMe fui pensando que algo había pasado, aun no habiendo pasado nada. Dos charlas, tres risas, unas miradas, eso fue todo, que parece tan poco pero algo me decía que era mucho. Que lo que no se dijo podría ocupar páginas, que nos veíamos cuando nos mirábamos, que nos reíamos porque lo sabíamos. Nada empírico en lo que basarse, ni un roce, ni una despedida nerviosa y prolongada. Nada. Pero ahí estaba, cargando el aire. Y al llegar a casa, salir de una asfixia en la que de repente reparaba. Solo cuando te vas a la montaña eres consciente del ruido que hace en la calle en la que vives.<br />
<a name='more'></a><br />
Fumando y repasando me vi naufragando en esos ojos redondos llenos de miel, en esa nariz pequeña coronando una boca de labios que parece solo saben sonreír, rememorando tu figura liviana, tu pelo amarrado en coleta, tus dedos finos, tu voz tan madrileña.<br />
<br />
Llegué a la cama seguro, aunque sin motivos, de que tú también lo habías notado. El tiempo no suele pararse para uno solo. Y me dormí urdiendo cómo conseguir tu teléfono.<br />
<br />
Anoche nos volvimos a ver. Esta vez fue premeditado. Ya sabiendo nuestros nombres, ya habiendo establecido hora y lugar. Y vimos anochecer y cerramos bares y mezclamos distintas cervezas y cenamos con menos hambre de la que creíamos, y nos aprendimos. Que tú pintas en acuarela, donde no hay correcciones. Que yo escribo escenas como esa. Que tú nadas y has crecido deprisa. Que yo he tropezado mucho y ya no corro. Y nos reímos y cada ronda era una promesa de la siguiente. Llegué a dudar de que aquello que se me pasaba por la cabeza desde que apareciste fuera a suceder. Besarte despacio, recorriendo tu boca, largo y tierno. Al fin y al cabo, nada ni nadie podía asegurarme que tú pensaras lo mismo. Porque alimento inseguridades simplemente porque me gustas tanto que me parecería inexplicable que todo fuera tan sencillo. Pero no todo se explica con palabras y números. No hay fórmulas ni ecuaciones que demuestren eso que llamaste feeling cuando te pregunté si te había sorprendido que hubiese buscado los nueve números que me llevasen a ti. “No tanto, hubo feeling”, confesaste. Y aun aprendiendo eso, dudé, porque cuando te miraba en silencio diciéndotelo todo con los ojos, apartabas la mirada y te reías nerviosa. Podía ser solo vergüenza, o podía ser que para ti no era lo mismo que mis ganas y mi imaginación me decía.<br />
<br />
(Feeling, que viene de un verbo en gerundio, sintiendo. Estás sintiendo algo, con alguien, porque el feeling, para que sea, es recíproco. Intuyes que a la otra persona le ocurre lo mismo, siente algo que no puede justificarse. Ahí se queda, surcando el aire que os separa, invisible para todos, menos para vosotros dos).<br />
<br />
Hasta que en el último bar, cinco horas después, mi boca y la tuya se hicieron fuertes en la barra, y tus manos me pusieron marco a mi cara y las mías te sujetaban la cintura y te cubrían una mejilla. Porque los besos que se recuerdan son aquellos en los que se usaron también las manos. Y las lenguas bailaron salsa y las salivas fueron una y los ojos cerrados y las mentes apagadas. Y no querías pasar lo que quedaba de noche bajo techo y entre sábanas conmigo, y nos despedimos en una glorieta diplomática y me fui a casa tan de noche y tan contento que dormí sin problemas y desperté con ganas de ti, pero diciéndome que despacio todo sabe mejor. Como tu boca.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-8007213409836718982019-01-28T22:22:00.000+01:002019-01-28T22:46:12.478+01:00El desconocidoEse no era él. Tenía la nariz más alargada, rozando casi el labio superior. La mandíbula se le había redondeado, incluso se le había formado un hoyuelo en la barbilla. Las mejillas le recordaban a las de su abuelo cuando se bebía dos coñacs. Los ojos se le habían juntado, y se adivinaba en ellos una curvatura hacia abajo. De repente tenía ojos tristes, y el color del iris ya no era el marrón del más común de los mortales, eran verdes Caribe, pero ya sabía que lo que hace unos ojos bonitos no es el color, sino la forma, y los suyos prometían echarse a llorar en cualquier momento. Tenía las cejas finas y tres surcos recorriéndole la frente de este a oeste. Se descubrió patillas que descendían encorsetando sus orejas, cuyo lóbulo era más pequeño de lo que recordaba. El pelo tiraba a rubio y asomaba sobre los hombros, como pidiendo a gritos tijeras. El flequillo mojado por la ducha se volcaba sobre la frente con desgana.<br />
<a name='more'></a><br />
Por un momento se había olvidado de respirar y la boca se le había ido abriendo, dejando entrever unos dientes muy blancos y con un paleto torcido, como envidioso de su gemelo y queriendo taparle. Se le había secado la garganta, mientras el resto del rostro aún lo tenía mojado, como todo el cuerpo. Ese sí era su cuerpo. Sí reconocía sus pezones, su poco vello, su barriga incipiente, su polla descansada y sus huevos tersos por el frío. Se miró los pies y las manos y todo coincidía con lo que había visto cada día desde que su cerebro aprendió a reconocerse. Tenía la cicatriz de la operación de apendicitis y la muesca en la rodilla de una caída en bici de hace tanto que el accidente lo recordaba más por las veces que se lo habían contado sus amigos que por la experiencia real que fue. Pero esa no era su cara. Tragó saliva invisible y cogió aire que escaseaba, los pulmones estaban en huelga. Se apoyó en el lavabo, frotó el espejo del baño como si todo fuera un truco, pero sus movimientos se reflejaban sin fallo y si parpadeaba rápido veía esos ojos verdosos aparecer y desaparecer. De repente tenía todo el cuerpo agarrotado, se tocaba la cara y se estiraba esas mejillas de borracho y la imagen en el espejo, esa que le devolvía a alguien desconocido, hacía exactamente lo mismo. Se alejó un paso, se palpó la cara, se tiró de las orejas, se pasó un dedo por cada patilla, se agitó el pelo, se tiró de la nariz, se frotó la frente, se cubrió la cara con las manos. Nada cambiaba. Esa cara no era la suya y sin embargo era la que estaba viendo en el espejo y la que palpaba al repasarse como si fuera un ciego conociendo a alguien que oye y que le da permiso para que le toque y así crearse una imagen. Pero a él no le hacía falta, porque veía, y lo que veía no lo reconocía. Cerró fuerte los ojos y se repitió en voz alta que aquello era un sueño. Su voz no le sonó la de otro. Su baño era el mismo que anoche, su cama y sus sábanas eran sobre las que se acostó, pero esa cara… Esa cara ¿de quién era? Él ya no era él. Gritó, pegó un puñetazo al espejo sin siquiera resquebrajarlo, se tiró del pelo con fuerza mientras el grito se le iba ahogando. Se le llenaron los ojos de lágrimas, esos ojos tristes ahora rezumaban pánico. Fue corriendo a por su móvil, tropezándose con la cómoda del cuarto, pero qué importaba un meñique cuando tu cara ya no es tu cara, tú ya no eres tú. Desbloqueó el móvil, entró en las fotos. Buscó selfies. Allí estaba él, él, no el de ahora, el de siempre. Miró el móvil y luego al espejo de cuerpo entero del cuarto. Ojeó la foto, y luego a él en vivo, y luego la pantalla del móvil, y luego ese espejo largo en el que se miraba y se veía hasta esa mañana en la que había mutado. No, no era él. Si se pusiera un taquímetro, reventaría. Doscientos caballos a galope tendido bajo el pecho, el corazón bombeando sangre hasta las uñas llevando cada vena al límite. Todo se volvió borroso, se apoyó en la cama, se arrodilló. Se le metía el sudor en los ojos, picaba. Lloraba y sudaba y ya no había forma de distinguir qué era lo que le mojaba la cara. Se desmayó.<br />
<br />
Se despertó en su cuarto, desnudo, con el móvil a su lado, la luz encendida, la toalla en el pasillo. Se rió sin ganas, suspiró un “joder” de alivio. Se giró al espejo, convencido.<br />
<br />
Tenía las mejillas sonrosadas como su abuelo cuando se tomaba dos coñacs, y una nariz demasiado larga y unas orejas con menos carne y unas cejas despobladas y una frente como si siempre estuviera pensando en un problema irresoluble. Le temblaban las manos cuando empezó a arañarse la cara, como queriendo despojarse de una careta que no recordaba haberse puesto.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-83259972385691305522019-01-09T23:08:00.002+01:002019-01-09T23:29:55.063+01:00De qué escribes cuando no escribesY entonces, escribió.<br />
<br />
Escribió todas esas frases que se sueñan pero no se plasman, todas esas sentencias por las que mueren los que quieren escribir, todas esas palabras que se contagian la una a la otra de ritmo, todas esas ideas que al leerlas, el otro suspira y se detiene, pensando en que era eso o no era nada, no había una forma mejor de poner en texto lo que tanto definía, al que escribió y al que lee. Escribió un párrafo repleto de cosas que decir pero nunca antes dichas así. Todo estaba ya escrito, pero nadie lo había escrito así. Escribió compulsivo, en un Niágara de imágenes tan bien descritas que no hacía falta ni cerrar los ojos para construirlas en la mente del que tiende los ojos como un puente hacia cada letra, y la siguiente, y la siguiente. Escribió tan rápido lo que otros no alcanzan en meses de talleres y lecturas que por un momento pensó que no era él el que estaba escribiendo, que estaba poseído por todas las musas de todos los ingenios. No podía creerse lo que estaba escribiendo, aunque sabía a cada coma, esa coma que acabas de pasar, que lo que estaba escribiendo era la forma de literatura más verdadera que había escupido en veinte años. Veinte años escribiendo cuentos y reflexiones le habían llevado a este bailar de dedos, a este claqué sobre un teclado manchado y pulido como parqué.<br />
<a name='more'></a><br />
Acababa de escribir un párrafo en el que hablaba de ese mismo párrafo y no se iba a parar a releerlo, porque para qué, si era justo lo que tenía que escribir para no perder la cabeza, ni el tempo, ni el talento, ni las ganas, ni los sueños, ni la mísera ambición que nunca había aceptado porque él pensaba que escribía siempre sin motivo, el arte por el arte, el placer de escribir como medio y como fin. Pero qué equivocado estaba, es más, qué miedo tenía, porque sí escribía con un afán. El afán de completarse a cada lágrima que se le iba escapando justo al teclear el punto y aparte que llega ya.<br />
<br />
Qué le había llevado a hacer esto era lo que más le atormentaba. La huida constante de una soledad de la que no iba a escapar ni viendo todas las películas hechas sobre fugas. Muchas veces le aplastaba contra el suelo, cigarro consumido, el saber que por algún motivo inexplicable tenía más talento y más cosas que decir que otros. Pero el talento está por todas partes. Ese talento y esa forma de ver el mundo y de contarlo que se le iba por el sumidero le martilleaba en el pecho al irse a la cama sin haber escrito una mísera frase, bañado en soledad, esa soledad a la que no quieres ni mentar como si fuera esa leyenda que sostiene que ante un espejo no digas esa palabra tres veces porque aparece y te lleva. Y te lleva. Y te lleva. Y estás solo, aunque no te hayas movido del sitio y sigas delante de ese espejo en el que solo ves imperfecciones.<br />
<br />
Para qué quieres ser escritor si no te atreves a intentarlo. Lo complicado no es poder, lo valiente es querer. Porque sí, querer es poder, pero tienes que querer querer, atreverte a querer, y él no se había atrevido nunca, quizá más por miedo al éxito que al fracaso, pues el único fracaso era no volver a escribir jamás, y eso difícilmente iba a pasar pues aunque fuera una vez bimensual iba a tener que explotar como aquí.<br />
<br />
Liarse un cigarro temblando, teniendo que rascar dos veces la rueda del mechero porque el acto más simple se te rebela porque estás tan nervioso, te has puesto tan nervioso, que no aciertas siquiera a fumar. Solo puedes seguir escribiendo, respirando fuerte como si estuvieras follando, porque te estás follando otra vez un papel en blanco que en realidad nunca te dio miedo. El folio solo es un folio, es la sequía en tu cabeza lo que te marchita el futuro porque no confías. No te entregas. No te arriesgas. Para.<br />
<br />
Un momento.<br />
<br />
Respira.<br />
<br />
Llena esos pulmones debilitados, produce exceso de glóbulos rojos que puedan transportar el oxígeno que conviertes en recurso escaso en esa tendencia autodestructiva que acompaña cada bocanada de un cigarro que ahora por fin sueltas para dar más libertad a los dedos, esos dedos finos de pianista que nunca rozaron un piano pero siempre soñaron con componer algo que fuera inolvidable. Serás olvidable solo porque no te recuerdas que esto, esto, es lo que sabes hacer.<br />
<br />
Y ahora que aminoras, que reduces el frenesí de un texto que no sabes a dónde te lleva pero sí de dónde viene, te toca reproducir lo que quieres encerrar tan dentro de ti que es feto que llevas gestando desde que hace una semana te miraste a ese espejo y dejaste de gustarte: estás acojonado porque sumas tantos años como un padre pero solo eres hijo, sigues siendo solo hijo. Nada a tu nombre, nadie con quien dejar que suene el despertador, sacar la lavadora, beberte el café de la mañana, quemar las tostadas, recibir en casa, besar en el cuello o con quien tiritar de frío en esos putos eneros que tanto te asustan porque son promesas de 365 días por venir, son los verdaderos folios en blanco en los que te pierdes y ante los que sientes vértigo, porque te empeñas en simbolizar el principio de cada año con un océano en el que siempre naufragas, sin darte cuenta de que cada principio de año no es absolutamente nada más que una cajita en los calendarios.<br />
<br />
Crees que el hecho de que ella haya resurgido de sus cenizas y te revele que te echa tanto de menos que le duele como una úlcera significa tanto que te cambia el horario para intentar ajustarlo al de ella que está al otro puto lado del mundo. Ella que está tan lejos y que habías dejado ir, ahora de repente crees que vuelve solo porque te echa de menos y le duele como una úlcera que… Eso ya lo has escrito, te repites, porque así es, te repites todos los días en lo que te hace eructar en vez de en lo que te hace relamerte, porque tienes motivos para saborear cada puto segundo que pasas de pie, pero te dedicas a amasar los minutos que pasas tumbado mirando un techo que cada vez está más cerca de tu nariz, así que te da miedo levantarte no vaya a ser que te choques ya de una puta vez contra lo que es: nada. No borres esto. Déjalo. Ella no es lo importante, aunque esté aquí presente. Cómo te enfrentas al renacer de su nombre en la pantalla de tu móvil es solo consecuencia de lo que te apabulla. Sin miedo su nombre no te desajusta. Tienes miedo, punto. Miedo al tiempo que se ha ido, a lo que no has hecho, a lo que crees que no podrás hacer.<br />
<br />
Ya está. Publícalo en ese blog tuyo, y compártelo en tus redes sociales, porque al final eres tan compulsivo y tan obsesivo y tan narcisista que escribes para que el resto te digan lo bien que escribes, para coleccionar pulgares hacia arriba y, mira, un corazón, siéntete bien, tranquilízate con eso, embadurna tu ego con las respuestas de otros. Y a tu padre le desasosiega lo que te expones, y tu psicólogo te dice que esto es surfear, que te dedicas a surfear y lo que tienes que hacer para aprender a vivir es bucear. Y no buceas porque no coges ni aire, ese oxígeno del que hablabas antes. Y ya estás escribiendo en segunda persona porque escribir de ti como si fueras otro te hace sentir más ligero porque es una forma de enfrentarte a tus miserias en escorzo.<br />
<br />
Dejaré de escribir. Hoy.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-31426727334968669062018-12-18T14:05:00.003+01:002018-12-19T20:32:52.531+01:00Ahora que corroCuando corro busco tonificar, busco descubrir sitios nuevos, busco sudar, busco ser. Busco la ducha de después, las endorfinas liberadas que me tatúan la sonrisa. Busco que mañana me cueste menos. Busco ser más rápida. Busco ser más ligera. Busco ser, y busco estar. Porque cuando corro, estoy corriendo, nada más. Corro pensando en correr, pero se me cruzan todos esos pensamientos que duermen mientras hago otras actividades que requieren concentración. Pienso en él. Pienso en mamá. Pienso en el nuevo curro. Pienso en volver. Pienso en las vacaciones. Pienso en el coche nuevo. Pienso en buscar otra casa algo más grande. Pienso en mi clase, en cómo me recibirán. En no estar nerviosa el primer día. Pienso en hacerlo bien. Pienso en ser capaz de enseñarles. De que aprendan, más bien. Y pienso en correr, en el ritmo, en la postura, en la siguiente pendiente, en el bosque de mi izquierda, en la granja de la derecha, en el mar no tan lejos. En el trago largo de agua al volver. En el jabón formando regueros blancos y llevándose todo menos a mí. En el pelo limpio. Pienso sin pensar. Porque solo corro.<br />
<a name='more'></a><br />
Antes de salir no me apetece. Tengo que desvirgar mi voluntad, forzarme a salir a correr. Ponerme las mallas, ajustarme las zapatillas, meter el iPod en la funda del antebrazo. Elegir la música. Una lista con Rosalía y con Led Zeppelin y aquel tema del verano pasado con el que él me bailó hasta caernos muertos de la risa.<br />
<br />
Antes de salir, miro la hora, calculo cuándo estaré de vuelta, pongo la lavadora, le doy de comer a Morgan, le cambio el agua, riego el ginkgo, que se me volverá a morir, como siempre. Antes de salir me ajusto la coleta, resoplo ante el espejo, me miro las cartucheras, me froto los ojos. Me gusto. Le gusto. Me encanta. Joder, a ver si baja pronto a verme porque un mes sin follármelo se me hace un imposible que me dan ganas de correr hacia el norte. Un maratón tras otro para correrme sobre él. Como este verano, cuando aún no sabíamos si habría futuro.<br />
<br />
Cierro con llave, suspiro, espanto la pereza, ya no hay marcha atrás. Hacia adelante. Siempre hacia adelante. Bajo las escaleras al trote, abro la puerta del portal, qué puto frío, coño. En Andalucía siempre hace bueno, ya, y qué más. ¿Dónde voy? ¿Izquierda, derecha? El gusto de correr por donde no sabes, que cada zancada sea un descubrimiento y cada pisada la primera. Auriculares bien ajustados, darle al play, empezar. Todo es empezar. El resto viene solo. Viene. Solo. Soy sola.<br />
<br />
No conozco a nadie, a ese tampoco. Me mira y no me gusta cómo. No le miro. Sigo. Todo está bien. No pasa nada. Es solo un madrugador, un jornalero será. No seas malpensada. Nunca fuiste víctima. El mar está tan cerca. El resto de mi vida ahí delante. Ser profesora, al fin. Encontrarle a él justo ahora, qué cosas, lo que es la vida, cuando estaba centrada en cualquier cosa menos en un tío, zas, aparece. Y me atrapa y me envuelve y me apoya y me sostiene y me hace reír y me cuenta y me escucha y me aguanta y le aguanto y podemos, claro que podemos.<br />
<br />
Y ahora que corro, por nada y por todo, porque quiero, porque me hace bien, porque me purifica, porque me conformo y me forma, ahora que corro, sin meta y sin apuro, solo como forma de ser animal y darle a mi cuerpo después de tanto darle a la mente, ahora que corro… todo se borra, un golpe en la cabeza, una bocanada y Stairway to Heaven en los auriculares, que se desprenden de mis orejas y todo se nubla y todo me duele. Y ya. Ni clases en el colegio. Ni él esperándome allá o reservando un vuelo para acá. Ni coche viejo ni coche nuevo. Ni correr ni lavadora ni gato ni gingko que se volverá a morir, como siempre. Ni agua. Ni jabón. Ni pelo limpio. Ni ser.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-36095881023730769992018-12-16T12:32:00.002+01:002018-12-16T13:08:43.822+01:00Caballo de carrerasUn kilómetro más. Puedo llegar. Puedo hacerlo. Por primera vez, me lo creo.<br />
<br />
Las luces largas como aviso, el chirriar de las ruedas con cada volantazo para esquivar, salvarme a cada poco, salvarles a ellos. Un kilómetro más y cumplir los veinte, llegar a los 60.000 euros. Adelantar pagos de la hipoteca, darle a Raúl y Tere regalos por Navidad después de tantas Navidades sombrías. Incluso saldar deudas con Marta, que no sabrá cómo conseguí el dinero pero me mirará con esos ojos verdes tan abiertos y tan inquisidores, sin atreverse, sin querer saber, contentándose. Responderla con media sonrisa y sin querer sudar. Guardarme quizá algo para mí, para lo que venga. Ya nadie contrata porteros de discoteca de más de cincuenta años. Ya no les valgo, dicen. Así que soy perro de pelea, títere con el que apostar. Un kilómetro más.<br />
<br />
¿Y si sigo?<br />
<a name='more'></a><br />
“Estás a punto de hacer 60.000. Y aquí un par están a punto de forrarse. ¡Dale, hostia, dale!”.<br />
<br />
El aparato de radiofrecuencia como único interlocutor. ¿Qué será forrarse para ellos? ¿Cuánto dinero habrán movido esa docena de cabrones? ¿Cuánto dinero tienes que tener para ya no saber qué hacer con él y buscarte actividades que te hagan generar algo de adrenalina? ¿Cuánto les latirá el corazón por minuto? No desconcentrarse. Parpadear con las luces largas. Volver a esquivar. Rozar el quitamiedos. Perder el espejo retrovisor de la izquierda, la chapa echando chispas.<br />
<br />
¿Y si sigo?<br />
<br />
Creo que Raúl quiere la PS4. Tere no me ha dicho nada. Hace mucho que no hablo con Tere. Marta dice que no quiere hablar conmigo, que no insista. Yo no sé si es verdad o si es solo Marta la que me ve nocivo. Nunca les hice nada. Solo fracasar. Pero hoy no. Hoy gano yo.<br />
<br />
Ahí está la salida, mi escapatoria. Mi dinero. Pero no tengo hueco. Tal vez ahora. No, mierda. Volantazo. Un camión ocupando el carril. Tengo que seguir. No sé dónde está la siguiente salida.<br />
<br />
“¿Vas a por más, eh? ¡Qué cabrón! Tienes la siguiente salida a dos kilómetros. 66.000, cabrón. Nos estás haciendo sudar. No la jodas ahora”.<br />
<br />
Se oyen risas de fondo, aullidos. ¿Cuántos habrán apostado a que no llego? ¿A que termino dando vueltas de campana? Palmarla se paga 2 a 1. ¿Contra quién me chocaré? ¿Será una familia? No pienses en eso. Vas a conseguirlo.<br />
<br />
“La policía va en camino, pero deberías llegar a tiempo. ¡Písale, hijo de puta!”<br />
<br />
¿Y si sigo?<br />
<br />
Marta leerá mañana los periódicos y se sorprenderá de la noticia durante diez minutos, el tiempo para que Tere y Raúl terminen de desayunar y les lleve al cole. Luego tal vez lo comente en la peluquería con Begoña. Y a la tarde la noticia será historia, nada más se sabrá. Los conductores con los que me encuentro tardarán algo más en olvidarse del susto, de mis luces largas, de esta carretera AP6 por la noche. Yo no lo contaré jamás, es parte del trato, por lo que no seré capaz de olvidar. Los secretos no se olvidan. Contar algo en voz alta reduce el tiempo de condena en la memoria. Secretos que te llevas a la tumba, dicen. Son ellos los que te llevan a la tumba. Te entierran con tus secretos, que permanecen contigo hasta ese último aliento, cuando los quieres contar pero ya es tarde. Como un te quiero a quien no lo imagina.<br />
<br />
¿Y si sigo?<br />
<br />
Una madrugada de un miércoles soy kamikaze en una autopista, circulando 22 kilómetros en dirección contraria en un coche que no conozco y que tengo que abandonar y quemar a la mínima oportunidad. Cobrar en metálico en un chalet donde doce personas se entretienen con juegos de muerte, donde ellos solo arriesgan dinero y nosotros somos los caballos de carreras.<br />
<br />
No, no sigo. Suficiente. Ya he tentado. Por una vez, voy a ganar yo.<br />
<br />
Tomo la salida derrapando, en la glorieta recupero el sentido correcto justo cuando en la autopista se distinguen sirenas azules. Reduzco la velocidad y me encamino por una carretera secundaria oscura. Me quito el sudor de la frente, respiro fuerte. Suelto una bocanada de aire, bajo la ventanilla. Hace frío y por radio me dicen que he ganado el dinero que antes ganaba en tres años, también por la noche, también pasando frío.<br />
<br />
Hasta la próxima. Porque nadie quiere ya a un portero de discoteca de más de cincuenta años. Ya no valgo. Solo valgo para Tere y para Raúl. Y no lo saben. No se lo cuentan. No se lo contaré.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-6050099469371227162018-11-25T19:49:00.001+01:002018-11-25T20:01:18.743+01:00La música que no escuchasLa mejor música de Madrid la oyes en el metro. Pero tienes que prestar atención. No ser el sonámbulo que somos todos cuando nos sumergimos sin compañía en las entrañas de la ciudad. Total, en realidad no hay nada que hacer cuando caminas con nadie por los pasillos del metro. Lo más posible es que no tengas ni que pensar por dónde tienes que ir. Tanto has andado por ahí que tus pies son brújula, tu cerebro está a otra cosa, en otro sitio, en otro tiempo. Aprovecha. Es una pausa entre de dónde vienes y a dónde vas. Quítate los auriculares. El libro ya lo leerás en el vagón. Devuelve la llamada más tarde. Juega cuando se cierren las puertas y te balancees. Camina, y escucha cuando oigas acordes. Un canto. Una melodía. Sé testigo, sé público. Sé, que en tu devenir por el laberinto centenario eres tan inerte que ni te sientes.<br />
<a name='more'></a><br />
Tocan por dinero, claro. Han pedido un permiso. Nada es casual. Sólo tú. Y lo increíble es que sí, también tocan para ti. No es un concierto, pero sí lo es. Las escaleras mecánicas no son los tornos de entrada a un auditorio, pero hacen la misma función. Te transportan, así que déjate llevar. Y ¿sabes qué? No oirás reggaeton. No oirás pachanga. Oirás rock. Oirás clásica. Oirás ópera. Oirás pop. Porque quien toca en el metro también lo hace porque ama la música. Ámala tú también, ahora que no tienes nada que hacer, más que llegar a coger el metro. Puede que tengas prisa, pero sé consciente: cuando hay músicos en el metro es porque hay afluencia de gente. Si hay afluencia de gente es porque hay metros cada pocos minutos. Llegar unos pocos minutos antes o después no suele marcar grandes diferencias. Véncete. Date cuenta de que nada va a cambiar si por una vez aminoras, les miras, les escuchas, les sonríes, les tarareas. Lo único que cambiará serás tú, que estarás ahí, ahora sí. Y no serás más pobre si les das esa moneda que te tintinea en el bolsillo o que te abulta la cartera. Agradece, que si no están solo oirás pisadas, voces, ruido. La música puede transformarlo todo. Entraste en el metro pensando en el futuro, en la persona con la que te encontrarás y con la que hablarás, a la que besarás, a la que abrazarás, a la que regañarás, a la que pedirás perdón, a la que pagarás, a la que mentirás, a la que recogerás, a la que invitarás, a la que follarás, a la que sonreirás, a la que estudiarás, a la que presentarás, a la que creerás, a la que devolverás, a la que alejarás. Vas en el metro recordando lo que ha pasado, qué habría pasado si, cómo pudo ocurrir, qué no dije, qué quiso decir, qué me quedó por hacer, qué dejé, qué gané. Es la música la que te encierra en el presente, en ese momento en el que caminas, en el que doblas la esquina, en el que ves la guitarra y oyes el amplificador. ¿Es que hay otra cosa en la que fijarse que no sea el momento en el que estás? Es la música la que prueba que estás ahí, porque somos capaces de no darnos cuenta de dónde y cuándo estamos porque nuestras ideas y nuestras torturas nos transportan a sitios a los que aún no has llegado, tiempos que ya has vivido.<br />
<br />
Escucha. Sé en ese momento quien le da sentido a la música, que es la que te está dando sentido a ti, mero transeúnte por un subterráneo en el que estás de paso. Dota de trascendencia a ese rincón ocupado por músicos callejeros, que lo hacen diferente al próximo rincón, ese del que no te percatarás porque no hay nada más que publicidad, baldosas y suelo de linóleo. Y tú. Y de ti no te das cuenta.<br />
<br />
Nunca recordarás tu andar por el metro a no ser que ocurra algo. Y ocurre, solo tienes que apagarte y encenderles.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-70603408641037014212018-11-20T22:10:00.002+01:002018-11-20T23:22:15.944+01:00El tiempo, la escritura y túHace no tanto, los libros los empezaba por la solapa, para leerme la biografía de quien lo firmaba y restar la fecha de su nacimiento a la de su primer libro publicado. Así veía si se me estaba haciendo tarde. Si podía tomarlo como referencia, respirar y pensar que aún me quedaba tiempo. O para apoyar el mentón en el pecho y decirme en bajito “ya no llegas”. Siempre hay prematuros, y la comparación me atormentaba, pero también hay Murakamis, y esa comparación la pasaba por alto, porque siempre fui más de bucear en lo que salgo perdiendo y correr deprisa allí donde puedo vencer. Como si esto fuera una competición. Una competición en la que nunca llegaré a la meta porque solo compito yo contra mi ego y la llegada no existe. Ni siquiera hay pistoletazo de salida. El único fin es la muerte y el único principio es cuando nací. Lo del medio no puede ser una carrera, me digo entre flato y flato.<br />
<a name='more'></a><br />
Ahora que ya he publicado, lo que resto es la fecha de edición de ese libro a la fecha en la que estoy. Me imagino a futuros ojos leyendo la solapa de mi próximo libro y pensando qué hice durante esos años. Ilusas aquellas personas que concluyan que el tiempo transcurrido fue de preparación del libro que en ese momento estén a punto de leer. Pienso a veces en si mis editores habrán tirado la toalla, se habrán olvidado de mi ópera prima, de la cual conservo ejemplares que ya no sé a quién regalar. Voy poco al aeropuerto, pero cuando voy, siempre abandono uno con un cartel que dice “Recógeme y léeme”. Y dejo mi mail, mi Facebook y mi Twitter junto a la dedicatoria. Aún nadie me ha escrito. Tal vez la seguridad de un aeropuerto o el servicio de limpieza se deshacen de objetos sin dueño. Tal vez quien lo recogió no sepa español. Tal vez aún no lo haya leído. Tal vez sí y no le haya gustado. Tal vez lo disfrutó pero para qué contactarme. Tal vez mi libro ya no sea mío y por tanto no puedo esperar que me retorne algo.<br />
<br />
Sigo pensando que el proceso de escribir lo completa quien lee. Sin tu cerebro columpiándose entre mis frases, estas no existen. Por eso no me resisto a publicar en el blog. Y porque soy un exhibicionista y quiero mostrarte que escribo bonito. Alimentas la voracidad de mi escritura.<br />
<br />
Aún hoy, cuando me dicen algo o vivo algo que me sorprende o me divierte o me ilusiona o me asusta o me enamora o simplemente me envalentona, pienso, o incluso verbalizo ante quien crea la cita o con quien vivo la situación, “esto será un cuento”. Y luego no lo es. Porque supongo que hay cosas que se dicen o se hacen, pero no se escriben, porque dichas o hechas es como tienen que ser, y ya será otra cosa la que se escriba, inspirada o no por lo oído, por lo vivido, por lo motivado, por lo sugerido. Por lo callado. A Lucía le sigo debiendo un cuento que no sé ni empezar. A Elena le adelanté que aquellos Whatsapps serían gasolina de algo mayor y lo fueron, pero no por escrito. A mi psicólogo le digo que ahora leo más que escribo, y es verdad, pero tampoco leo tanto. Y mi padre si no ve un post publicado en dos semanas, se preocupa, porque una vez le dije que de lo que escribo no se preocupe, que se preocupe si no escribo. Y como el oficio del padre implica altas dosis de preocupación aun cuando el hijo está tan cerca de los cuarenta, me pregunta con el bigote tieso y la mirada rezumando algo de miedo. Y yo le sonrío y le digo que no pasa nada, que simplemente… no escribo.<br />
<br />
Una copa de vino junto al ordenador me vitaminaba la escritura. Pero hace meses que no bebo solo porque ni una copa de tinto se merece la soledad. Y resulta que desde hace poco, bien poco, he empezado a fantasear más con el continente que con el contenido. Nuevas formas, nuevos procesos. Incluso tantear lo audiovisual, llevar lo escrito a audio o a vídeo, jugar con grafismos. Esto también se lo sugerí a Eva, que aún espera. Pero sí he cambiado en mis dos últimos cuentos la forma de expulsarlos de mi cabeza y ponerlos en este blog. Procuré no parirlos como suelo: vomitando, del tirón, invirtiendo no más de treinta minutos, como ocurre con esto que ahora lees. He pensado y repensado cada uno de esos dos cuentos, lo he iniciado y dejado a medias, reposando como ese vino que ahora ya sólo comparto, para luego ir trago a trago, frase a frase, no emborracharme. Los dos últimos cuentos han sido así, el del viaje en carretera de un padre y un hijo (nada es casual) y el del mapamundi que ya no está en la pared. Y el proceso me ha gustado, por diferente, por pensado, por, por fin, trabajado. Y me decían que se notaba el poso, pero no distorsionaba el estilo. Mi estilo. El estilo no lo visto, lo escribo, y lo ves. Nunca he trabajado lo que escribo. Pero aquí me tienes, borracho (nada es cierto) del torrente de palabras que tecleo compulsivo (siempre vuelvo), meditando lo justo lo que vendrá inmediatamente después al golpe en la barra espaciadora (sin golpes no hay huellas, sin huellas ¿cómo demostrar que estuviste?).<br />
<br />
Si a esto que ahora terminas le dotara de una estructura más elaborada, ya no sería esto que ahora terminas.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-73202030167231480062018-11-07T22:29:00.002+01:002018-11-08T13:17:37.875+01:00Yo conduzco- Ya lo sé.<br />
<br />
Poco a poco el tono se me va agravando. La jovialidad con la que dije “venga, yo conduzco” ha ido dando pie a la sequedad. Las frases se me van acortando en la boca. Una paulatina economía de lenguaje, como un río que se va secando hasta ser arroyo y luego un meandro y luego barro. El torrente que fui al girar la llave de contacto se había estampado ya al salir de Madrid contra la presa construida por sus consejos, sus advertencias, sus premoniciones, sus recuerdos y sus miedos. Los posibles temas de conversación habían quedado reducidos, en espacio de diez minutos, a uno solo.<br />
<br />
- Pues no lo parece. El límite en este tramo son ochenta.<br />
<a name='more'></a><br />
El límite de velocidad. Las señales. Los intermitentes de otros. Las distancias con ellos. El estado del asfalto. Lo cerrado de unas curvas, el peralte de otras. Los cruces con poca visibilidad. Radares. Tiempos. La posición de las manos en el volante. Para todo había una opinión, una ironía, una reprimenda, un reproche. Sobre mi cabeza, la sensación de que hiciera lo que hiciera nunca iba a a ser respondido con el inicio de una charla sobre cualquier cosa que no pasara dentro del coche o cien metros en torno a él.<br />
<br />
- Ya, papá, y vamos a ochenta y cinco. No pasa nada.<br />
<br />
Dos meses hacía que había ido por esa carretera a más de cien. Una recta en llano, sin cambios de rasante, sin radares, sin tráfico. Pero esta vez era diferente. Esta vez el asiento del copiloto no era reposadero del tabaco, un mechero y el móvil. Esta vez lo ocupaba él, papá, Don Perfecto, con el cinturón de seguridad cortándole la respiración y la vista puesta en los espejos retrovisores y en los doscientos cincuenta y siete kilómetros que quedaban hasta el pueblo. Doscientos cincuenta y siete mil metros. Trescientos mil resoplidos. Y el depósito lleno y la hora de comer como hora anunciada de llegada – que solo faltaba que mamá empezara a llamar para preguntar “pero, ¿cuánto os queda? ¿Dónde estáis? Que os estamos esperando” –, por lo que no había motivos para parar, alejarse con la excusa de ir a mear, cerrar los ojos, oír coches pasando a la espalda y el viento amansando la paja en los prados castellanos. Tal vez alguna vaca que te mire boba, algún rapaz en el tendido eléctrico, alguna chica fumando en el mismo área de descanso. Música saliendo de otro coche. Un perro muerto en el arcén. Algo, cualquier cosa que me llevase a vaciarme de mi padre y de su barba y de sus gafas y de sus cincuenta años de experiencia al volante. Por no haber no había ni peajes en lo que restaba de camino, puta manía de coger la nacional por ahorrarse seis jodidos euros. Conducir, porque había querido, porque me gustaba conducir. Pero no así.<br />
<br />
- Sí pasa. Pasa que si te multan lo pago yo. Y además al final de la recta vienen dos curvas cerradas. Y luego el puerto. Así que afloja.<br />
<br />
Afloja tú, coño. Confía. Déjame hacer. No serán cincuenta años, pero son más diez los que llevo conduciendo. Lo mismo ya sé algo. Nunca me la he pegado. Algún susto, sí, pero como todos, supongo. Bueno, tú no, que eres infalible, claro. El insigne ingeniero. El hombre sabio. El lector incansable. El puto copiloto más pesado de la historia.<br />
<br />
- Pero que no hay radares. Ni hay tráfico. Y aún falta para el final de la recta.<br />
<br />
Esa mirada. Esa mirada que me horada y ese tragar saliva que me retumba. Ese carraspeo indicando que no hay argumento, que lo que dice podría anunciarse en el BOE. Que no ha lugar a la defensa. Y levantar el pie del acelerador, con una negación de cabeza y un chasquido de lengua. Ir a coger un cigarro.<br />
<br />
- Pero si te has fumado uno hace nada.<br />
<br />
Coger el cigarro igualmente. Poner el intermitente. Nadie de frente. Ir a adelantar. Un frenazo y un bocinazo detrás. El respingo de mi padre como si le quemara el asiento. El cigarro mordido. En el retrovisor, un Toyota y su conductor voceando porque ya había iniciado él la maniobra de adelantamiento y a mí se me había pasado echar un vistazo, no vaya a ser que…<br />
<br />
- Tienes que ir con más cuidado, hijo.<br />
<br />
Terminar de adelantar. Situarme en mi carril. Encenderme el cigarro demasiado babeado. No mirar a mi izquierda para no ver la cara en llamas del tipo del Toyota al adelantarnos por fin.<br />
<br />
- Eso te pasa por ir como un loco y no mirar.<br />
<br />
Ponerme a ochenta clavados. La aguja tapando la línea que marca esa velocidad. El pie en equilibrio sobre el acelerador para no pasarme ni un metro por hora. Las manos haciendo uso de las empuñaduras del volante, dándoles sentido.<br />
<br />
- Tienes que estar más atento. Siempre tener claro que tienes delante, detrás y a los lados.<br />
<br />
Frases de conductor de autoescuela. Reglas manidas. Obviedades. No concebir que lo mismo – lo mismo – lo que me distrae es ese bla bla a mi oreja, esa sarta de desaprobaciones. Esa tediosa y ancestral ganas de hacer de padre, porque cuando un hijo conduce, el padre es la conciencia del civismo en carretera. Así es y así será. Me imagino a Fernando Alonso conduciendo con su padre al lado y recibiendo lo mismo.<br />
<br />
- ¿Quieres que conduzca yo?<br />
<br />
Una gota de sudor que me resbala por la sien. Una gasolinera. Parar. Bajarme. Alejarme con el cigarro con un “voy a mear” que se queda flotando en el aire. Una vaca que me mira boba justo detrás de la gasolinera. Un Whatsapp de Marta preguntando si voy al pueblo ese fin de semana. Un Whatsapp de Jorge diciéndome que si salgo hoy, si ya le dije ayer que me iba el finde, qué coño le pasa a este tío. El timbre del móvil de mi padre sonando a todo volumen porque a los setenta el sentido del oído ya es un declive constante. La voz ahora calmada de mi padre respondiendo “sí, llegamos a comer, que hemos parado a mear. No. Todo bien. Juanjo conduce muy bien pero está algo cansado y ahora lo llevaré yo. Claro. Hasta luego”. Guardarme la polla que no se ni para qué he sacado si de espaldas no puede ver si finjo o si meo o si tengo ganas de salir corriendo campo a través y darle de hostias a la puta vaca porque qué cojones hago yo aquí si ni quiero ver a Marta, ni quiero conducir, ni quiero comida familiar, ni quiero tres horas más de coche, en silencio o respondiendo a preguntas a las que tendría que mentir o a las que respondería con un monosílabo. Tirar el cigarro y pisarlo y fijarme que junto a mi pie hay una moneda de dos euros. Agacharme a recogerla, sonreír.<br />
<br />
- Deja, que sigo conduciendo yo. Va. Iré lento. Como tú quieras que vaya.<br />
<br />
Encogerse de hombros papá y devolverme la sonrisa y decirme “vale, hijo” con diríase que algo de orgullo.<br />
<br />
Ceder el paso para incorporarme y salir derrapando y con un carcajada.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5435375358989870599.post-56252434461171117212018-11-04T13:30:00.003+01:002018-11-04T14:18:42.192+01:00Agujeros- Así que me llevo el mapa.<br />
<br />
Elisa levantó la cabeza, dio una calada al cigarro, le miró arrugando la frente. Llevaba un rato sin escucharle, demasiado ruido tenía ya en la cabeza como para poder atender a lo que le decía él. Pero esa afirmación, dicha casi en bajo, sin emoción en la voz, sí la oyó. Pero una cosa es que le hubiera oído y otra que le estuviera entendiendo. Exhaló humo gris, parpadeó. Tuvo que carraspear antes de poder responder, de tan seca que se le había quedado la boca. Seca desde que había empezado aquella conversación, una que parecía anunciar que no habría siguientes.<br />
<a name='more'></a><br />
- ¿Qué mapa?<br />
<br />
Javi ladeó la cabeza y entrecerró los ojos, como intentando decidir si ella se estaba haciendo la tonta o si realmente no le había estado prestando atención. Se mordió el labio inferior, bajó la mirada al suelo de gres que siempre estaba frío y tragó saliva.<br />
<br />
- El mapa. El mapamundi. El de los viajes. El de la pared. El mapa.<br />
<br />
Detrás de Javi, sujeto con chinchetas al tabique, un mapa del mundo en tonos marrones y grises. Un metro y medio de largo, setenta centímetros de ancho. En algunos lugares había clavados alfileres con el cabezal rojo. Si estuviera dispuesto en una mesa en un cuartel militar, esos puntos serían enclaves enemigos, o grandes batallas libradas, o puntos defensivos. Lugares con significado estratégico. Pero en una pared de un piso de pareja solo podían marcar sitios a los que los inquilinos habían viajado. Aventuras, enfados por cansancio y estrés, anécdotas idiomáticas, gastronomía desconocida, alguna reclamación, rutas perdidas, mochilas sobrecargadas, aviones con retraso, malas digestiones, recuerdos hilarantes, barcos lentos, otros viajeros con los que se compartió noche y bebida pero nunca más vuelven a verse, cambios monetarios, sexo en camas incómodas, bajo mosquiteras, en coches alquilados, en tiendas de campaña, sobre la hierba, orgasmos extranjeros, algunos inesperados, otros programados, puede que incluso alguno con otra persona, pero eso no se dice, ni se pregunta. Sur de Marruecos, Santiago de Compostela, Nicaragua, Indonesia, París, Londres, Granada, Praga, Donosti, Lanzarote, Nueva York, Barcelona, Roma, Egipto, Almería, Grecia, Sicilia. Alfileres con cabezal rojo. Un viaje no se olvida, así que ese mapa y esos alfileres o funcionan como motivación para seguir perforando nuevos países y ciudades, o su único propósito es dar envidia y crear conversación con los que visitan y se paran ante el mapa con un vaso de vino, recorriendo con la vista las demarcaciones señaladas, comentando y preguntando por alguno de esos alfileres o recomendando sitios que en esa geografía todavía son vírgenes por no agujereados. Ese mapa y esos alfileres fueron idea de Javi, hace tiempo, cuando habían completado su cuarto viaje juntos, a Nueva York, cuando aún tenían ideas en común y se sorprendían pensando en futuros. Fue él quien compró la lámina y buscó esos alfileres y no otros. Ese sentimiento de propiedad hacia esa representación de vivencias conjuntas nunca existió hasta ese día en el que Elisa fumaba en el sofá, mirando a Javi de pie, sin prestarle mucha atención, y deseando que aquello terminase de una vez, que suficiente habían hablado ya. En rupturas se tarda más en explicarlas y prepararlas que en ejecutarlas. Si lo iban a dejar, para qué alargarlo. Elisa sonrió con media boca, arqueó las cejas, negó rápido y tres veces con la cabeza.<br />
<br />
- Vale.<br />
<br />
Ese era todo su afán por conversar con alguien que había sido tanto y que se desvanecía. Como el agua por el grifo cuando quitas el tapón. Se va en círculos hasta la última gota y con un último eructo, y aunque el lavabo conserva algún reguero de agua, esta se seca y allí no queda rastro, hasta que vuelves a abrir el grifo, pongas o no tapón.<br />
<br />
Javi se quedó quieto medio minuto. Parecía esperar más defensa de Elisa, más desacuerdo. Pero Elisa dijo “vale”, apagó el cigarro en el cenicero y se echó hacia atrás, soltando aire y cruzando los brazos. Como quien espera a que terminen los anuncios para seguir con la película. Así que Javi se giró y se puso a quitar los alfileres. Santiago era un agujero. Nicaragua era un agujero. Almería y los baños desnudos en Cabo de Gata eran un agujero. Fue dejando los alfileres en uno de los bolsillos pequeños de la mochila azul, la que al principio se traía a casa, cuando aún no vivían juntos, cuando aún no viajaban, cuando ese mapa aún ni se había fabricado. Luego volvió a por las chinchetas que sujetaban el mapa a la pared. Viéndole, Elisa se preguntó qué sentido tenía un mapa agujereado por viajes hechos con la persona de la que te estabas separando. Mientras Javi lo descolgaba, Elisa se lo imaginaba en otra casa, poniéndolo en otra pared, tapando con celo blanco los agujeros, pintando ese trozo de celo de algún tono marrón o gris, viajando de nuevo, solo, con amigos, con otra, y empezando de nuevo la conquista del mundo. O tal vez no, tal vez dejase los alfileres existentes, que al fin y al cabo eran sitios en los que él había estado, tal vez incluso para los próximos viajes usase alfileres con cabezal de otro color, los rojos eran viajes con sus ex, los verdes los viajes de después, los negros los viajes con su nueva novia. O tal vez se llevase el mapa, lo enrollase, lo guardase en un armario y al poco lo terminase tirando a la basura y aquello solo era un arrebato.<br />
<br />
Con el mapa enrollado y apoyado junto a dos maletas, la mochila y tres bolsas de deporte, Javi abrió la puerta. Elisa seguía en el sofá, mirando a la pared blanca.<br />
<br />
- Me voy.<br />
<br />
Elisa se fijó en la marca que había dejado el mapa tras siete años ahí colgado. Ya no solo eran los pequeños orificios de las cuatro chinchetas y las pequeñas muescas de los diecisiete alfileres. La parte de la pared que había estado cubierta parecía más blanca que el resto. Había estado protegida por una representación de su nomadismo ilusionado. El resto de la pared había soportado inclemencias de luz y polvo. Una parte era lo lúdico, vacaciones de sí mismos, y la otra parte, la mayoría del tabique, era la rutina, el día a día, la misma casa, las mismas mañanas. Javi carraspeó. Elisa parpadeó rápido, se mojó los labios, volvió a Javi.<br />
<br />
- ¿Qué? ¿Cómo?<br />
<br />
Javi suspiró.<br />
<br />
- Que me voy.<br />
<br />
Elisa sonrió, sin saber muy bien por qué.<br />
<br />
- Vale.<br />
<br />
Ya. Iba a pasar. Estaba pasando.<br />
<br />
- Hablamos.<br />
<br />
Elisa asintió con la cabeza, descruzó los brazos y se frotó las rodillas.<br />
<br />
Javi abrió la puerta, salió al rellano, encendió la luz, llamó al ascensor, y mientras este venía fue entrando a por las maletas, las bolsas y el mapa enrollado. Cerró la puerta tras de sí y Elisa se quedó inmóvil, de nuevo mirando la pared, a ese rectángulo blanco que empezaba a atrapar polvo y luz. Javi también había comprado la lámina del cuadro de la cafetería de Hopper, pero ese no se lo llevó, ni preguntó por él. Obvió esa decoración. Elisa siempre había encontrado triste ese cuadro, tan de noche, tan vacía la cafetería, ese cliente con sombrero, de espaldas, ensimismado. Esa pareja que no se miraba, ella de rojo mirando algo en su mano, él con la vista al frente y un cigarro en la mano. El camarero encorvado. La calle vacía. Qué guapa era ella. ¿La estaba mirando el tipo solitario? ¿Qué tenía ella en la mano? ¿Estaría tan blanca la pared detrás de la lámina? Se tumbó en el sofá, miró al techo. No se acordaba de haber estado con Javi en Donosti.<br />
<br />
<br />
Llegó a casa de Antonio, se dieron un abrazo, cargaron los bultos a la habitación de invitados. Antonio le preguntó qué era eso que iba enrollado. Javi le cogió el cilindro y lo dejó apoyado en la mesa.<br />
<br />
- El mapa.<br />
- ¿Qué mapa?<br />
- El de la pared. El mapamundi. El de los viajes.<br />
- Y, ¿para qué lo quieres?<br />
<br />
Javi se metió las manos en los bolsillos. Se dio cuenta de que tenía un agujero en el izquierdo. Le cabía el dedo índice. Se acordó de que se lo había hecho en el viaje a Donosti, al guardarse palillos de los pintxos, para ahorrarse alguno.<br />
<br />
- No me quedaré más de un mes. Ya verás. Enseguida encontraré algo.Julio Teruelhttp://www.blogger.com/profile/11767795497870087451noreply@blogger.com0