jueves, 31 de diciembre de 2009

Diez días queriendo ser Caribe IV - El sociólogo pescador

Me despierta un tirón del dedo gordo del pie, es Jeffrey que me requiere. Me levanto de un salto, enfundándome rápidamente los pantalones que seguían a mi vera y saliendo a un amanecer gris. Me dice el hermano vecino que tiene una goma que le está matando, que no consigue dormirse y que le deje por favor dinero para comprar chicha y así pasar esa resaca homicida. Clev, desde el suelo donde está dormido, le echa la bronca en rama, y Jeffrey farfulla cualquier cosa. Somnoliento y con menos capacidad de reacción que un espantapájaros le pregunto que cuánto quiere, y me dice que 100 pesos, aunque de sobra sé que una botella de dos litros de chicha vale a lo sumo treinta. Me miro en la cartera y le tiendo un billete de 200, diciéndole que no tengo cambio y él asegurándome que me devuelve los cien pesos que sobran en cuánto venga de comprar. Le digo que vale y me vuelvo a la cama, en la que duro una hora más y en la que ya me arrepiento de lo que acabo de hacer. Decido dejar de contar los errores cometidos porque al final suspendo el examen seguro.

Cuando me vuelvo a levantar coincido en este acto con Laura. Me pregunta que qué ha pasado con Jeffrey y le cuento lo de que me ha pedido dinero para beber. Ella me dice que a ella también le pidió plata pero que ella se ha negado a financiarle el pedo. Qué bien ha hecho, valiente y fría, y qué mal yo, timorato. De repente rebusca en su mochila y murmura que le falta dinero. La miro esperando una confirmación o una rectificación y ya por fin me devuelve una mirada seca y llena de sueño e incomprensión. Me faltan 2.000 córdobas, anuncia. Le pido que se cerciore y me dice que está segura. Qué hacemos, pregunto, y los dos contestamos a la vez que hay que decírselo a Clev. Mientras esperamos que éste aparezca, pues no está en la casa de huéspedes, me dice Lau que menuda noche. Yo le digo que no me he enterado de nada, y ella no se lo puede creer. Se levanta y me pide que nos vayamos a dar un paseo y que me lo cuenta con calma. Salimos fuera y nos encaminamos hacia el interior de la isla, donde hay una cancha de baloncesto y un camino asfaltado que se pierde hacia el este. Saludo a un grupo de jóvenes sentados en un porche y no me devuelven el saludo. Julio, que no estamos en La Prusia, creo que lo de ir haciéndonos notar no va a ser buena idea, me sugiere Lau, llena de razón. Me encojo y hago el amago de tirar un par de fotos. Damos media vuelta y nos sentamos en la cancha de baloncesto a fumarnos un cigarro. Lau me hace un repaso breve de su noche infernal: resulta que alguien metió en la casa, a medianoche, a rastras, al joven Harby, poseedor de una borrachera descomunal. Le dejaron tirado en el suelo y él se puso a gemir como un gato apaleado y a rascar el suelo con la uña, como en una película de terror, como en una novela negra, una vez más. Gimoteos y arañazos para preparar al espectador para un buen susto. Continúa Laura recordando que afuera no dejaron de dar golpes en la pared, que entraron varias veces y ella allí, pasándolo mal, inquieta y sintiéndose insegura. Que ha dormido poquísimo y que cuando lo ha conseguido es cuando la han robado. Por un lado agradezco no haber sido consciente de nada de esto, por otro me lo recrimino, porque Laura se lo ha comido sola y a mí en mi sueño profundo me podrían haber hecho cualquier cosa, como teorizaba ayer en casa de Jimmy. Comentamos la posibilidad de salir de aquí cuanto antes, que ya la hemos liado y no hay marcha atrás en busca de la normalidad en una isla en la que nada es muy normal. Se acerca el barbudo que ayer mandó a freir puñetas Clev y se sienta con nosotros, a pedirnos un cigarro y avisarnos de que viene lluvia. A los dos segundos su pronóstico se revela cierto y nos despedimos de él a la carrera, llegando algo mojados a la casa de huéspedes y los niños mofándose a nuestro paso.

En la casa nos espera Clev, que nos acompaña adentro y nos ve con cara de luto y pregunta y le contamos y se tiene que sentar en la cama para pasar el mal trago. No sé si estará en el ajo, pero si es de los ladrones se merece un Óscar por esta gran actuación. Él dice que estaba dormido y no se entero de nada, que qué mal, que qué vergüenza. Que no sabe quién ha podido ser, que qué vamos a hacer. Le decimos que no nos interesa saber quien ha sido, que nos da igual, que el caso es que ya no estamos cómodos y que no sabemos muy bien qué hacer, si irnos cuanto antes o esperar. Clev repite mucho la interjección ay, como cuando una desgracia tremenda se cierne sobre tus posesiones y tú no puedes hacer nada. Yo me creo su sorpresa y su decepción y le adelanto que se lo vamos a decir a su padre, que debe saberlo. Él está de acuerdo, pero no sale de su asombro. Laura fuma en silencio y bebe agua de una garrafa de plástico blanca. Yo tengo sed pero algo me dice que me la aguante.

Entra por fin el párroco para anunciar que el desayuno está servido y Clev le resume lo que ha pasado. La expresión del cura no cambia demasiado. Nos mira vestido en resignación y nos dice que le da mucha vergüenza, que a él también le han robado dinero de los bolsillos sus propios hijos, porque él duerme con el dinero encima. Que tendríamos que haber tenido más cuidado, que no tiene sentido acusar a uno porque habrán sido tres, y que entiende que nos queramos ir si es eso lo que tenemos pensado hacer. No hace amago de pedir disculpas, ni se sorprende como su hijo Clev. La cara del que conoce los vicios de su comunidad y siempre pondría la otra mejilla. Le respondo que no queremos acusar a nadie, que simplemente estamos acongojados, que no sabemos qué hacer, que yo siento mucho lo que ha pasado pero que tenemos que pensar. Nos invita a desayunar y baja la cabeza murmurando que le corroe la vergüenza, que es su familia.

En el desayuno Clev nos confiesa que su padre le ha echado la bronca por haber traído alcohol. Que todo lo que ha pasado se debe al alcohol. Me pregunta por Jeffrey, que qué ha pasado esta mañana. Le narro lo del dinero para beber y que me debe 100 córdobas y él me asegura que en cuánto le vea se las pide.

El ambiente está caldeado, el sol pega duro y nos dibuja la isla como es, pequeña y sucia, como parece ser que son algunos de sus habitantes. No estamos cómodos, claro, ahora somos más blancos que nunca, pobres víctimas de un robo etílico en una isla en la que el Cañita es veneno de virtudes. Jimmy está enfadado con Clev, el cura está decepcionado con Clev por traer alcohol, Lemond y Jordan están molestos con Clev, y Clev está enrabietado con Jeffrey por pedirnos dinero así. Y Lau y yo en medio, en tierra de nadie en una batalla que no es nuestra.

Hemos venido a una isla y hemos roto su rutina en una noche. Un observador con su mera presencia perturba lo que es objeto de estudio, pero al menos intenta mantenerse al margen y no entrometerse en la vida del ser que busca comprender. Y nosotros hemos cometido todos los pecados capitales que cualquier antropólogo aprende en su primer día de carrera. Somos el hazmerreir de las ciencias sociales, violadores de la más obvia norma que rige la labor del analista, ingenuos transgresores de la cotidianidad que pretendíamos conocer. Todo esto me recrimino para mis adentros, sintiéndome tan ridículo como culpable, mientras devoro un plato de huevos revueltos con demasiada sal y un café riquísimo acompañado de dos panes de coco que tengo que importar a España.

El padre hace repicar la campana, están a punto de ser las ocho y toca misa de niños. A las doce es la misa dominical por antonomasia y hacemos valer nuestros deseos de ir. Clev nos dice que claro, pero que antes nos vamos a dar una vuelta por la isla, al otro muelle, el que queda al sur, y en donde está la casa de su primo Danly, que seguro que nos gusta conversar con él.

Cruzando la isla, que de punta a punta se hace en diez minutos, Clev me comenta que tiene un resacón durísimo. A sus 38 años está viviendo una segunda juventud, es lo que tiene vivir un tiempo entre barrotes, que fuera de ellos todo es casi nuevo. El viento sopla fuerte y nadie está pescando. En algunos balcones los ancianos ven pasar la poca vida de la isla y entre las casas de madera, en algún claro, algún hombre teje redes de pesca. Es en este lado de la isla donde hay más casas y el suelo es en su mayoría conchas, de ostras y almejas, solidificadas y formando el suelo que pisamos.

De camino a casa de su primo nos cruzamos con Jeffrey, vestido con la misma camiseta de ayer, aunque yo también, pero él con lo ojos ensangrentados, ojos del que prefirió seguir bebiendo que dormir. A modo de buenos días Clev le recuerda en tono aspero y en inglés que de amanecida me pidió dinero para chicha, que le di 200 córdobas porque no tenía ningún billete más pequeño y que por lo tanto le toca aflojar 100 córdobas. "Give him the hundred córdobas, please", le indica Clev, mirando hacia otro lado pero dejando claras las palabras. El otro pone cara tonto y me mira encongiéndose de hombros. "Me diste 100 córdobas, hermano", me dice. Doy dos pasos al frente y le digo con la mejor y más falsa de mis sonrisas "I didn't have a 100 córdobas note, so I had to lend you two hundred. You even told me that you were going to give me back 100 córdobas". Termino la frase, dicha casi sin respirar, y él suelta improperios en español y en rama, empezando su ristra de blasfemias por "ah, la puta", y el resto ya ni lo entiendo ni lo quiero entender. "You gave me 100 córdobas", repite al final. Suspiro, me rindo, prefiero perder 100 córdobas que discutir con un imbécil. "OK, OK, then maybe it's me than I'm wrong. I thought I gave you 200 córdobas, but if you say that it was 100, then I believe you", miento condescendiente. Me tiende la mano dibujando orgullo con la boca y yo le tiendo la mía cagándome en su puta madre por lo bajini. Él sigue su camino y nosotros el nuestro, yo explicándole a Clev que no pasa nada, que ya está, y cogiendo luego a Laura por banda para poner a parir al hermano borracho y mentiroso. Dejamos atrás el casuto donde está el motor que produce la energía eléctrica y del que es responsable Jimmy. Es un motor a gasolina del tamaño de un coche pequeño y casi tan alto como yo. Es todo un armatoste y está accesible para cualquiera, incluidos borrachos que fumen y hagan saltar esta parte de la isla por los aires, pero esos son mis elucubraciones, que están un tanto pasadas de revoluciones.

Pasamos por delante de la escuela de primaria, el otro edificio, junto a la iglesia y el instituto, que está pasada la casa de Jimmy, que es de cemento y no de madera. Como todas las escuelas que he visto en Nicaragua, es una estructura de una sola planta, rectangular y dividida en pocas aulas, y pintada de azul y blanco. Y terminamos llegando a casa de Danly, pero no hay nadie, así que seguimos recto hasta el extremo de la isla, donde hay otro muelle. Un hombre cubierto por una gorra blanca limpia pescado ayudado por sus dos hijas, y junto a su panga, en el agua, un cerdo se da un paseo. Hay poca pesca a los pies del pescador que, descalzo, descarga de aparejos la panga, que me fijo que no es más que un tronco vaciado y esculpido en forma de canoa. Tras el hombre y metida en el cobertizo que hace de lavabo, una mujer observa el resultado de una madrugada de faena. El cerdo es el único ocioso en la escena. Echamos un vistazo al horizonte que se nos ofrece desde este lado de la isla, salpicado de islotes y tan nublado que el extremo de la bahía de Bluefields queda como una pequeña línea negra partiendo el gris del mar con el gris del cielo, como la imagen que da un televisor sin sintonizar, raya negra entre grises difusos. Ante tan pobre panorama nos damos la vuelta y volvemos hacia casa de Danly, a ver si ya ha vuelto. De camino Clev nos señala una hierba y nos dice que es albahaca, que se puede hacer un té muy rico con ella. Lau coge seis hojas de las más grandes y se las guarda en el bolsillo. Huelen realmente bien.

Frente a la casa de Danly hay ahora cuatro jóvenes de esparcimiento absoluto entre palmeras. En vacaciones navideñas y con el viento impidiendo la pesca y la lluvia amenazando con caer, sólo hay una cosa que un joven puede hacer en la isla: nada. Y ahí están haciendo nada, sentados en el suelo, apoyados en el árbol o tirados en una hamaca. Nos saludan y nos piden que les tiremos fotos. Posan chulos y guapos y se ríen con Laura. Uno de ellos es Danly, que entra en la casa con nosotros. Allá está su abuelo, hermano del párroco Cleveland. Por lo tanto, Danly y Clev son primos. El viejo se tiene que ir, dice, se disculpa y nos deja en la casa con Danly, su hermano y su abuela, ocupada en los fogones. No son ni las nueve y está dándole duro al pescado, el arroz y el plátano verde. Danly tiene mi edad, 28. Lleva una camiseta negra de tirantes y, sorprendentemente, un bañador de esos estilo hawaiano, blanco y con flores azules silueteadas. Y digo sorprendentemente porque es el primer nica que veo con bañador. No sólo los que he visto en el mar, en San Juan y en Playa Madera, se bañan con camiseta (y luego por la calle van muchos con nada encima), sino que lo que les cubre los muslos es o un pantalón corto o un calzoncillo oscuro. Es el primer bañador que veo sobre cuerpo masculino nica. Su vestuario termina con un gorro azul eléctrico, de esos que se ponen los negros y que va muy ceñido, como si fuera de nadador pero sin serlo. No sé qué función tiene, es como un pañuelo puesto muy tirante. Danly tiene cara asiática, de pómulos salientes y limpios, ojos ovalados y tan grandes como oscuros y labios finos. El color de la piel es un marrón clarito que podría recordar al amarillento de los filipinos. Su hermano, acurrucado en una silla contra la pared, cuenta 26, viste pantalón corto a cuadros y una cinta en la cabeza sosteniéndole el pelo rizado en punta. Tiene la cara más afilada que su hermano mayor y piel más clara, además de tener una complexión más pequeña, por lo que ahí sentado, con los pies también en la silla y las rodillas dobladas a la altura de la nariz, parece un mono en descanso. Él no habla mucho, pero Danly sí, está interesado en nosotros. Es sociólogo - qué rotura de estereotipos, Señor - y ahora quiere estudiar arquitectura, o diseño, porque le gusta pintar y construir. Ha expuesto cuadros en Bluefields y aunque considera que el estudio tal vez no le facilite el encontrar un trabajo en este país, no quiere perder la afición de aprender. Estoy alucinado con el acceso universitario de este lugar. En La Prusia son pocos los que optan por hacer algo más allá de primaria. Que Alex, el de la obra, se haya apuntado a secundaria es motivo de orgullo para la ONG. Y aquí resulta que los hijos de los pescadores rama, que viven en una isla exactamente igual que hace 200 años, van a la universidad porque mantienen las becas gracias a las buenas notas. De acuerdo, son indígenas y lograron algunos privilegios cuando se levantaron contra el gobierno sandinista, entre ellos las becas para estudios, pero éstas también las pueden pedir los prusianos, si quisieran y si se esforzaran. Realmente estoy admirado por el espíritu combativo de los ramas, que empuñaron armas y ahora empuñan el querer saber.

Danly resulta ser una fuente estupenda de información. Me dice que él hizo un estudio de las etnias en Bluefields para la universidad y que entiende lo que queremos hacer, entenderles un poco. Me inquiere por las preguntas que tengo que hacer, y le digo que no me he preparado ninguna, avergonzado por la falta de recursos y por la lección de periodismo que me está dando el tipo. Se muestra sorprendido por el hecho de que no lleve un listado de preguntas, y Laura me saca del paso explicándole que queremos saber de todo sobre sus costumbres, más que cosas concretas. Cómo viven y eso. No sé si estoy sonrojado asistiendo a este momento, pero debería estarlo. Yo, occidental, leído y supuestamente cultivado, afincado en un lugar en el que ir a la universidad es poco más que un trámite y habiendo estudiado una carrera que denominaron periodismo y en la que me debía haber aprendido ciertas cosas, estoy siendo aleccionado por un hombre que vive en una isla de un país por desarrollar, o eso dicen, que es parte de una comunidad a la que no atiende ningún gobierno, destinado, o eso suponíamos, a vivir al día, de la pesca o de lo que cultiven en tierra firme, a seguir una tradición que a lo sumo perpetuaría a su tribu en la miseria pero a él no le llevaría a ningún lugar lejano a una isla en la que es alguien. Se me derrumban mitos y creencias, el sentido de las cosas se desvanece ante mis ojos, el hombre que tengo frente a mí encarna mi completa ignorancia del mundo y él no lo sabe, no puede saberlo porque yo soy el blanco que ha venido de tierra lejana para ver cómo de atrasados viven unos seres de los que muy pocos han oído hablar. Qué colleja me está dando la vida.

Le sacan una jarra con chicha a Clev, tirado en la hamaca, buscando quitar un clavo con otro clavo, refrescando un gaznate exhausto. Danly rechaza la jarra porque mañana se tiene que levantar temprano, que tiene que ir a Bluefields. Le pregunto que cómo va, interesado en saber si podemos unirnos a su panga si al final decidimos irnos. Me dice que a remo, en canoa. Que se levantará a las tres de la mañana para llegar allí a las ocho. Me quedo sin lengua y con los ojos tan grandes como los de una vaca. 18 kilómetros por mar poco calmo, de noche, en cinco horas. Le digo, incrédulo, que va muy rápido. Él hunde un poco la cabeza entre los hombros y deja escapar un "yeah, I go fast", dándole tanta relevancia como a sacarse un moco. Para mí que eso es plusmarca mundial.

La abuela nos ofrece compartir el almuerzo. Aunque no tengo hambre, estaremos en algún momento entre las nueve y las diez, acepto gustoso el ofrecimiento, y mientras paladeo otra ración de pescado y dejo de lado el plátano, atiendo a lo que me cuenta un entusiasta Danly, que debe sentirse importante por estar descubriéndome su isla y sus raíces. Y lo que viene a continuación es lo que aprendí de un chaval que no se creía más de lo que era, un hombre en un mundo tan grande como su experiencia, ni más ni menos, porque de qué nos sirve saber cuánto mide el globo terráqueo si sólo somos capaces de andar tres kilómetros en una hora. Mucho tendríamos que pasear para creernos conocedores de lo que se cuece en este planeta loco que se me desmonta por momentos.

Se dice que, siglos atrás, Rama Cay eran dos islas, pero que a los ramas les gustaba tanto comer ostras y almejas que, de tanto tirar las conchas al mismo lado de la costa de la isla más grande, terminaron uniendo las dos, formando un montículo de esqueletos de crustáceos y haciendo más grande su territorio sólo gracias a su voracidad y a su poco variado menú. Dos islas unidas por una montaña de ostras. Es de cuento, es digno de una leyenda, pero cuando eres consciente de que parte del suelo que pisas de Rama Cay es sólo concha, te paras a pensar en si el mito es real, quién sabe qué resultado pueden dar años y años de engullir cuerpos viscosos y de arrojar sus caparazones, siempre al mismo sitio, siempre al mismo sitio.

Danly teoriza sobre por qué los ramas vinieron a Rama Cay y se quedaron. Ya el hecho de que alguna vez se lo haya preguntado es admirable. También lo es el que no se quedase ahí sino que fuera más allá, buscando en serio una explicación. Pero lo que es aún más encomiable es que, ante la falta de respuestas convincentes, él emplease el sentido común para hacer comprensible el asentamiento de una tribu entera en una sola isla. Porque es fácil de defender y porque es la isla más cercana a tierra de bosque, que es lo que hay en el lado más próximo de la bahía. Le digo embobado que es una teoría perfectamente razonable, y él se hincha y se reafirma, sí, es posible que eligieran Rama Cay por eso. Y para justificar aún más una teoría que a mí me parece válida, porque una teoría lo suficientemente buena y original no tiene porqué ser cierta, se arranca con otro cuento ancestral que nos lleva al S.XVIII, cuando por fin los misioneros holandeses consiguieron doblegar el alma politeísta y caníbal de los rama.

En un arranque de patriotismo, de orgullo de raza, de rabia en la sangre y en los genes, Danly, el profesor que no hace por serlo, me resume un poquito de la Historia de su gente. Cuando los colonizadores llegaron, primero los españoles, que no hicieron tierra pero sí quisieron evangelizar las islas, fracasaron en todos sus intentos. Los rama les esperaban en la isla y les masacraban antes de que los que vinieron de muy lejos pudieran siquiera dibujar la cruz en el aire con la punta de sus dedos. En la isla más cercana, llamada muy acertadamente la Isla de los Misioneros y alejada algo más de un kilómetro de Rama Cay, se establecían los voluntariosos colonizadores. Por la noche, y con el cuchillo entre los dientes porque no hay otra manera, los guerreros rama nadaban hasta allá y degollaban a los que decían traerles la verdadera Fe. Y así durante dos siglos, hasta que la insistencia dio sus frutos y fueron los misioneros holandeses los que lograron el propósito moral. No fue hasta la supremacía de los miskitos, facilitada por los intereses ingleses, que los sometidos rama se adscribieron a la iglesia morava, dejando en el pasado dioses que ya no se recuerdan y costumbres antropófagas mal vistas por los británicos.

"You should be proud of your History", le incito, y él se hincha como un globo de helio y sí, se reconoce orgulloso de ser rama, de saber de dónde viene. Me dice que ese afán combativo no se ha perdido, que su padre murió en la guerra, en la contra que organizo Reagan cuando cayó Somoza y a la que se unieron los indígenas sólo porque los enemigos de mis enemigos son mis amigos. Reagan quería quitarse de en medio a un gobierno de izquierdas que podía ser pasto del comunismo y que, más importante para los verdaderos intereses yankis, estaba declarando inválidas las concesiones de explotación que el anterior gobierno había dado a empresas madereras, azucareras y cafeteras no sólo estadounidenses sino también alemanas y holandesas. Por su parte los indígenas de la costa atlántica sólo querían conservar sus tradiciones, sus formas de posesión y explotación de la tierra, lo cual chocaba de frente con la reforma agraria que el gobierno sandinista estaba haciendo cargado de buenas intenciones. Pero las buenas intenciones muchas veces conducen a los peores desastres, y los indígenas se levantaron en armas y se unieron a la contra, consiguiendo parar al ejército sandinista en la selva, en su territorio. Así que si primero combatieron contra doctrinas occidentales, luego lucharon contra el que quería imponerles un reparto de tierras que nunca había sido ni efectuado ni pedido en esta zona de Nicaragua que tanto cuesta reconocer como tal. Así que los rama, como los miskitos, creoles, garífonas y sumus firmaron un pacto con los sandinistas, deponiendo las armas pero consiguiendo una autonomía que ningún otra región de Nicaragua tiene. Conservan, por ley, la forma de transmisión de la propiedad, la forma de explotación de sus tierras, la forma de gobierno local, que es un atractivo e idealista Consejo de Ancianos, y el derecho a vivir donde viven sin que ningún poder les pueda expropiar. A cambio, se reconocen bajo el poder del gobierno de Nicaragua y sus leyes y Constitución. Quid pro quo en gente que no sabe qué es el latín porque tienen una lengua igual de antigua y no está muerta.

De repente recuerda algo y se emociona contándonos que el mismísimo Ortega va a venir a la isla, que les va a visitar. Se muestra partidario del supuesto gobierno de los pobres, porque él se reconoce pobre aunque yo cada vez tengo más difusa la frontera entre el rico y el pobre. Promete que le va a escribir una serie de cartas dándole las gracias por muchas cosas, como las becas de estudio, la luz eléctrica, que llegó a la isla hace sólo un año, la escuela de secundaria que se construyó en la isla hace sólo dos años. Que le da igual lo que la gente piense de ese acto que sólo es de agradecimiento. Yo no discuto con él de política, porque no hay cosa más absurda que enfrentarse a unos ideales por muy absurdos que lo consideres, porque es obvio que este gobierno es sólo el gobierno de los pobres que se suscriben al partido, olvidando a los que no lo hacen ejerciendo su absoluto e inalienable derecho de elección, pero es que eso es obvio para mí, que no soy de aquí y cada vez menos de ningún sitio mientras permanezca sentado bajo este techo que me está regalando tanto conocimiento no empírico. Yo venía buscando formas de vida y me están narrando afinidades políticas en una isla en la que hace un tiempo estaría seguro que éstas no sirven de nada. Así que dejo que Danly me cuente las virtudes que él ve en este gobierno, porque yo me siento un casco azul en Kosovo, limitándome a estar ahí presente y en posición, pero sin intervenir, porque esa no es la misión. La misión es absorber, y tengo los poros abiertos como las piernas de una puta tailandesa el día en el que desembarca la marina yanki.

Y luego me cuenta cosas sobre él. Me dice que por su buen hacer en la carrera fue invitado a un simposio sobre etnias y tribus en Japón. Sí, en Japón, a yo donde sueño con ir, porqué no, y él, huérfano y nieto de pobres, habitante de una casa de madera con suelo de tierra, ya ha estado allí. Exaltado me dice que estuvo a punto de no ir, que justo por aquél entonces una mujer de la isla le acusó de violación y que de no ser por la mediación de su primo Clev aquí presente, al que respetará y honrará desde entonces por siempre, no se habría podido ir y tal vez hubiera acabado en la cárcel. Que llegó a estar dos días encerrado y que no fue hasta que Clev se plantó en la puerta de la supuesta víctima que ésta reconoció su mentira, dejándola patente en la vista previa a la que no acudió, y por ello Danly pudo ser liberado y puesto en un avión camino de Oriente. Le pregunto por su impresión de Japón, esperando que me relate con entusiasmo las grandes diferencias que tuvo que notar y palpar. De una isla perdida de Nicaragua a la isla menos perdida del mundo. Pero no se muestra aturdido por el salto cualitativo, por el aterrizaje en la tierra del progreso tecnológico, por el vivir durante unos días en edificios de muchas plantas y con cisternas y lavabos de porcelana, por el acudir a universidades con tecnología wifi y viajar en el metro más rápido del planeta. Como quien lee la guía telefónica explica que es interesante ver de lo que es capaz el hombre, pero ya está. No exclama, no enfatiza, no muestra admiración por el Lejano Oriente, en donde comenta divertido que pasaba por japonés, provocando la risa ahogada de su hermano, sentado inerte en una esquina.

Es entonces cuando Laura nos apremia para irnos a misa, y yo le doy las gracias a Danly por todo, por la comida, por la chicha, pero sobre todo por todo lo que me ha contado. Le digo que probablemente deje la isla mañana y que si lo considera tiempo suficiente como para pintarme algo rápido, que me encantaría tener un recuerdo suyo y que ya que es pintor, entre otras muchas cosas, no se me ocurre un recuerdo mejor. Por supuesto le pagaré, le aseguro. Me responde que por supuesto, que se va a buscar sus "crayons" y que tarda una media hora en complacerme. Nos despedimos y nos alejamos, yo sintiéndome con parte de la misión antropológica cumplida y con Laura sudando tinta por una diarrea explosiva que le está empezando a martirizar. Sopesamos la posibilidad de que la causa sea el agua que bebió esta mañana y le preguntamos a Clev por la llave del retrete. La debe tener su padre, así que vamos hacia la casa, que aún falta un ratito para la misa y lo que no puede esperar son los intestinos castigados de mi compañera. Con Laura imprimiendo paso ligero vamos Clev y yo charlando, yo mostrándole mi agradecimiento por la enriquecedora visita a Danly y él comentándome que no puede parar de pensar en lo del robo de los 2.000 córdobas, que se siente muy mal por ello pero que aun así, viéndome confiado de nuevo, deberíamos quedarnos más días como habíamos planeado en principio. Yo le confieso que yo también opino así, que lo que pasó, pasó y no tiene porqué repetirse si no ofrecemos más bebida y nos andamos con más ojo con el dinero. Pero que yo solo no hago nada en este viaje, que vine con Laura y con Laura decido, que así planeamos el viaje, así lo hemos empezado, así lo vamos a continuar y así lo vamos a terminar. Todo a dúo, como los buenos cantantes, como los profesionales equipos de fotoperiodismo. Entre dos no hay democracia, sólo consenso.

Justo antes de ascender hacia la iglesia y las casas de los McRea pasamos por delante de una en la que dos tipos que podrían formar una pareja cómica están sentados en la escalera. Nos piden una foto, y se la merecen. Los dos llevan gorra y botas de agua y pantalones claros y manchados. Los dos comen mientras nos miran. Uno es bajito y con bigote y el otro delgado, espigado y con coleta. Les dejamos en la misma postura y continuamos nuestro camino, Laura contando los segundos y nosotros siguiéndola de cerca.

En la casa del padre McRea no está él, y Laura solloza que dónde están las llaves del baño. Sólo le falta agarrar por las solapas a una de las niñas y zarandearla mientras implora por las llaves. No me quiero imaginar cómo Hiroshima se está desatando en sus entrañas. Finalmente aparece la madre con las llaves y Laura huye encorvada al retrete. Aún faltan unos minutos para la misa y yo me quedo con Clev, que sigue diciéndome lo mismo que ya me ha taladrado durante la mañana, sobre su goma y sobre lo triste que le hace sentir el robo, así que yo pongo el salvapantallas y me quedo rumiando la charla con Danly, asintiendo de vez en cuando y diciendo "yes, yes" a cada rato para que Clev siga dándome banda sonora hasta que vuelva Laura, a la que esperamos en el camino. Justo por allí hacen acto de presencia los dos modelos que acabamos de dejar, el alto y melenudo y el bajo y bigotudo. Los dos con los ojos entrecerrados y cuchicheando con Clev. Preguntan por marihuana y por chicha, a lo primero Clev dice que sí y a lo segundo les indica dónde pueden comprar. El bajo le dice al de la coleta que vaya a por la chicha, y éste, mirándonos a nosotros, sólo dice "na". "Go", "na"; "go", "na". Y así un rato, y Clev y yo mirando a uno y luego a otro, a uno y luego a otro, como en el ping pong. El bajo le da golpes en el hombro a su compañero vago, y éste sacude el hombro sin fijar la vista en ningún sitio. Se me asemejan de repente a Mortadelo y Filemón, estando claro cuál es cuál aunque ni Filemón tiene bigote ni Mortadelo un solo pelo en la cabeza. Finalmente el del bigote se da por vencido y se aleja en busca del licor, quedándose Mortadelo con Clev haciendo el negocio. Yo me alejo un rato cuando veo a Laura acercarse. En ese momento no me lo dijo, pero a los días me narró cómo es cagar en Rama Cay y yo me congratulé de haberme erigido como teniente coronel de mis tripas, a las que ordené silencio y se quedaron dormidas. Esto es lo que me describió. La puerta azul que encierra el infierno hecho de caca, pura caca, es lo único de color en el cagadero de la familia McRea. Dentro estás prisionero en un metro cuadrado por dos de alto, tan nauseabundo que haría vomitar al mismísimo monstruo del Golgotha. Un agujero hecho en el suelo de madera podrida, cercano a la pared contraria a la puerta, conduce tu mierda hacia un pozo de heces acumuladas durante décadas, y de él sale un aroma que da sentido a la palabra asqueroso. Allí, donde la ventilación se reducía al aire salado que aullaba entre la madera y el techo de zinc, Laura tuvo que pasar una de las pruebas más salvajes de su vida, una que no habría superado ni Lara Croft. Armada con toallitas perfumadas hizo lo que había ido a hacer, anulando sus sentidos para no morir asfixiada y saliendo de allí con alivio y perturbación. Todo esto me lo contó entre risas cuando hubo superado el trauma un día después, y yo casi deseé haber conocido tan siniestro lugar.

Con su misión cumplida y Clev todavía trapicheando, Lau y yo nos acercamos hacia la costa donde nos bañamos en agua sucia ayer a contemplar el mar rizado. Ella se arranca sin previo aviso asegurándome que hay que salir de aquí, de esta maldita isla a la que hemos venido sin ningún tipo de preparación ni mentalización, con demasiado dinero, con demasiada confianza y traídos por un tipo del que lo único que sabemos no es precisamente lo propio de un santo varón. Me cuenta Lau que al volver esta mañana de lavarse los dientes las hermanas menores de Clev le han aconsejado que no nos fiemos de él, que es bicho malo. Yo no doy mucho crédito a lo que digan las hermanas, si acaso el mismo que le doy a Clev. Encuentro razonable que las dos chicas, recién habiendo salido Clev de la cárcel, no lo tengan por un angelito. Pero me sigo resistiendo ante la idea de que él esté actuando, que sea él el que tenga los 2.000 córdobas, o lo que quede del botín. Para qué, si nos está esquilmando el dinero que quiere con argucias poco elaboradas pero efectivas para saquear la cartera de un gringo. Ni la gasolina vale 600, ni la comida en casa de su hermana en Bluefields 100, ni veré los 200 córdobas que le dejé para marihuana, y le seguiré cigarrillos hasta que le vea por última vez. Siendo todo esto así no tiene porqué robarnos con nocturnidad y alevosía si lo puede hacer de día y con falacias, en nuestra cara y con nuestro consentimiento. Pero todo esto no vale de nada, porque lo que de verdad importa es que Laura no está a gusto, por el robo, claro, por Clev, por la diarrea, por demasiadas cosas que inclinan la balanza. No quiere estar con la mosca detrás de la oreja cada minuto que pase en la isla, dice esgrimiendo la lógica, y remata que nadie puede asegurarnos que esta noche no vaya a ser exactamente igual que la anterior, que si ha pasado una vez puede pasar todas las que sean. Es cierto, aquí estamos solos y en sus manos. Pero el caso es que yo no estoy seguro, respondo cuando me pregunta mi parecer, que yo aguantaría más días, que ya no habrá alcohol de por medio, que escondemos el dinero si hace falta... pero que en realidad tampoco las tengo todas conmigo, por lo que a mi falta de convicción le puede su malestar, así que no hay más que hablar, nos vamos y santas pascuas, esto es cosa de dos, ella no quiere quedarse y eso prima.

En su calidad de fotógrafa ha usado su objetivo varias veces ya, no todas las que quería, pero alguna, y le puede valer si completamos el viaje más allá de Rama Cay. Y a mí... ya llevo 25 páginas de Word, o sea que será que me vale también si sólo han pasado 36 horas desde que aterrizamos en Bluefields. Un estudio antropológico mínimamente digno llevaría meses, y pensábamos quedarnos cinco días a lo sumo, así que tampoco es tanta la decepción en cuánto a que el viaje había sido concebido en torno a Rama Cay y nos vamos a largar de aquí antes de lo previsto. Así que dicho y hecho, ya tenemos una respuesta que darle a Clev: mañana nos vamos en la primera panga que salga hacia Bluefields, y se acabo, que nos habéis robado, perros. Los antropólogos que no saben ni lo que eso quiere decir pondrán pies en polvorosa ante la crudeza de una isla que no conocíamos y que nos vamos sin conocer del todo pero habiéndola alborotado.

Como Clev no termina nunca con sus negocios con Mortadelo y Filemón, que ya ha vuelto con la chicha y ahora se han transformado en Pepe Gotera y Otilio, pero ya no tengo claro quién es quién, Lau y yo nos metemos solos en misa, que está a punto de empezar. El reverendo está sentado tras un órgano que toca un hombre con gafas, y tras ellos un coro de mujeres cansadas. Entonan melodías de sirena y nosotros somos Ulises resistiéndonos a sus encantos, amarrados al mástil sabiendo que no debemos hacer caso a los que nos regalan el oído, que sólo fuera de esta isla volveremos a sentirnos tranquilos.

Ocupamos unos asientos del final y la iglesia se va llenando con cuentagotas. La misa arranca, en inglés, y a los dos minutos somos nombrados en el discurso de Mr. Cleveland. Nos agradece nuestra visita, espera que seamos tratados con la hospitalidad que mandan las escrituras y nosotros respondemos levantando la mano en un acto absurdo porque, no nos olvidemos, somos los únicos blancos en la isla, fácilmente identificables sin que nadie nos presente en público. Y arranca la ceremonia, leyendo pasajes de la Biblia a veces en un inglés que no lo es del todo y a veces directamente en rama. Presto toda la atención que puedo, pero la voz áspera del cura y los desvaríos idiomáticos llevan al traste todo intento de enterarme de algo. Además, aparece el sueño, que acabamos de almorzar. Por fin aparece Clev, que se sienta a mi izquierda, Lau está a mi derecha. Al rato Clev da cabezadas y yo le tengo que despertar en una ocasión con un sutil toque de codo. Cuando todos se levantan nosotros nos levantamos, y cuando todos se sientan, nosotros nos sentamos, todo con una laxitud de miembros que da miedo. Tras lo que es una hora de muchísimo más que sesenta minutos la gente empieza a irse y nosotros les imitamos. Clev anuncia que se va a echar una siesta y Laura secunda la moción. Volviendo a la casa de huéspedes le comunico a Clev nuestra decisión de dejar la isla mañana. Él se muestra abatido pero se une a nuestros planes, que dice que de todas maneras tiene que volver para irse en algún momento a Managua a hacer la entrevista para un trabajo que necesita.

En el porche de la casa está Jimmy, que nos saluda sin resentimiento y nos pregunta qué tal la mañana. Le contamos que hemos estado en casa de Danly y que luego en misa. Nos despliega las tabletas blancas que tiene por dientes, saluda a Clev por saludar y se aleja balanceando los hombros hacia la casa de los padres. Caemos rendidos sobre la cama y Clev, de nuevo, sobre el duro suelo.

Una siesta de dos horas nos repone tanto como nos deja para el definitivo arrastre. Mientras dormíamos, ha llegado la panga de los músicos de Bluefields que vienen a ponerle himno a la promoción de los alumnos de secundaria. No sabemos dónde estarán, bebiendo chicha probablemente para darle otro sonido a las trompetas y trombones. Por su parte, Clev propone ir a ver una nueva vista desde la isla. Bajamos al muelle donde desembarcamos ayer y andamos sobre el pequeño rompeolas que cerraba la laguna donde unos niños jugaban a ser marineros. Cruzamos de punta a punta el murito de cien metros hecho de piedras y arropado en alambre, hacia la punta más al este de la isla. Hace aire y el agua nos salpica las piernas y el enrejado nos atrapa las sandalias, pero lo logramos con mucha pereza y cero entusiasmo. La verdad es que lo que se ve desde este punto es un poco más de lo mismo. Mar revuelta moteada de islas e islotes. Así que dos fotos por cumplir y media vuelta. La verdad es que Clev hace por enseñarnos cosas, pero no estamos en el reino de las variedades, que digamos. Y sigue quejándose de una goma que no se le pasa, que si tiene piedras en los riñones, que si se ha desacostumbrado en la cárcel, que si bebió mucho o poco. Agradeciendo que el ruido del mar enmudece algo a Clev, volvemos a la casa de huéspedes y de ahí a ver si Danly a hecho ya el dibujo, todo planeado única y exclusivamente por Clev, que yo no quiero acosar al artista. Nos encontramos al sociólogo pescador a medio camino y se excusa diciendo que es que uno de los músicos es su primo y se ha quedado con él bebiendo chicha. Que va ahora mismo a por sus rotuladores. Yo le intento decir que suave, hombre, suave, que no hay prisa, pero ya ha salido corriendo a por sus herramientas.

Retornamos a la casa de los padres de Clev a tomarnos el té de albahaca que Lau recogió antes. Allí está Jimmy afeitándose, que hay que estar guapo para la promoción y la fiesta de después. Pierde su aspecto de atractivo cavernícola pero gana imagen de buen tipo. Las chicas están arreglándose y el padre está sentado mesándose el pelo. Le comentamos que nos iremos mañana muy pronto, que todo está bien, que han sido muy hospitalarios, pero que preferimos irnos. El padre asiente y se gira para hacerle una carantoña a un niño que pasa corriendo hacia la cocina. Al rato salimos y ya está la gente agolpada frente a la puerta de la iglesia, que es donde se va a celebrar el acto. El interior está a rebosar y a las ventanas se asoman niños, abuelos y jóvenes. Los músicos van de negro y son siete chavales también negros, alguno con gorra y pulsera roja, verde y amarilla y todos van con zapatos más negros e instrumentos abollados dorados y plateados. Un tambor y el resto es viento. De entre la multitud de fuera destacan por el contrario los seis que se gradúan, embutidos en una túnica blanca y con bonete del mismo color y ribete azul. Llevan una banda al hombro con el año de su promoción. A su vez la iglesia ha sido decorada durante la tarde por los niños de la isla, y tiene spray dorado en paredes y en el suelo de la entrada, globos agitados por el viento y en el altar se ha desplegado una pancarta conmemorativa de la segunda promoción de secundaria en el instituto de Rama Cay. Bajo la pancarta hay seis sillas para los homenajeados. La banda empieza a tocar un himno y uno a uno y de la mano de un familiar van entrando los que ya terminaron secundaria. Sentados en una loma cercana a la entrada de la iglesia, Lau me dice que le asquea lo británico y colonial que es todo el rito este. Al rato nos levantamos con Clev y volvemos a la casa de sus padres, que esto va para largo y no tiene mucho más que ofrecer.

Antes de entrar en la casa aparece Danly a la carrera con el dibujo en la mano. Es una cosa simple, colorida, dibujando la imagen de Rama Cay vista desde el norte. Es un recuerdo estupendo. Le digo que cuánto y me dice que 50, que ha vendido otros dibujos parecidos por 300, pero que 50 están bien. Sin hacer el más mínimo amago de dar más dinero, le doy los 50 y las gracias y hasta más ver, amigo.

Nos hacemos fuertes en las hamacas del comedor. Hablamos sobre esta noche, que no vamos a beber ninguno y Clev apostilla que no quiere juntarse con sus hermanos, que seguro que estarán en la fiesta de la promoción. Así que decidimos que simplemente buscaremos a alguien que vaya mañana lunes para Bluefields y nos damos una vuelta y eso basta.

Mientras la señora de la casa cocina la cena, Clev nos cuenta sus peripecias carcelarias. Por ejemplo, que cuando llegas tienes que comprar la cama, si tienes dinero. Si no, te toca hamaca o el suelo. Que ha conocido a tipos que dormían en hamaca desde cinco años atrás. Pero él tenía dinero y se pagó una cama. Relata que le respetaron al principio porque en la celda en la que le pusieron con otros 47 reos estaban dos colombianos con los que había hecho negocio y le apadrinaron. Cuenta que allá adentro siguió vendiendo marihuana, que de eso vivía allá, de eso y de la comida que le llevaba su madre, porque lo que le daban en la prisión de Bluefields no era digno ni para las cabras. Que sus mejores clientes de yerba eran los funcionarios.
Recuerda que le cogieron porque le traicionó un tipo al que había vendido cierta cantidad de cocaína e iban a repetir con dos kilos y medio más. Quedaron en un bar y el otro no aparecía, así que Clev le llamó y el otro sólo le decía que esperase, que ya llegaba. Todo le parecía muy raro a Clev, matiza, pero al final llegaron dos policías de paisano y le pillaron. Resultó que al tiempo el mismo traidor terminó con sus huesos en el presidio de Bluefields y Clev se vengó de él a puñetazos, todo muy carcelario.

Pero eso fue en la cárcel de Bluefields, en la que estuvo el primer año, porque luego consiguió que le trasladaran a la de TipiTapa, que está al otro lado del país, a unos ochenta kilómetros al noreste de Granada. Allí sólo eran cuatro por celda y jugaba al baloncesto y pintaba, y fue por ese afable comportamiento por el que en los últimos meses le dieron un trabajo administrativo. "Trabajé para el Gobierno porque les demostré mi talento allá en la cárcel de Tipi Tapa" (sic). Su padre, hombre influyente por ser veterano reverendo moravo, hizo gestiones para que lo trasladaran de vuelta a Bluefields, para tenerlo más cerca, y Clev le pedía que lo dejara, que estaba mejor allá aunque no pudieran ir a verle, así que se tiró un año y medio sin ver a sus padres. Finalmente salió antes de lo previsto pagando 12.000 córdobas que casi enteramente le prestó su padre. 600 dólares. Unos 450 euros. Eso es lo que vale un año y medio de tu vida en Nicaragua. Aparte de los 12.000 córdobas, para conseguir la libertad bajo fianza tendría que portarse bien durante ese tiempo que se había ahorrado de estar entre rejas. "Pero si me vuelven a encerrar a mi me tienen que devolver mis 12.000 córdobas, eso es lo que le dije a la abogada", repite de vez en cuando, como dando por hecho que le pueden volver a coger haciendo cualquier estupidez a las que parece asiduo.

Todo esto lo cuenta a viva voz con su madre detrás ultimando el pescado que nos van a servir, más pescado, con escamas vamos a salir de esta isla de locos. "A mí no me da pena haber estado en la cárcel, es una experiencia muy buena para la vida afuera", sentencia (pena en nica es vergüenza).

Cenamos y nos bajamos a la cancha de baloncesto, que queda al lado de la casa comunal donde empieza la fiesta de la promoción. Distinguimos a Jeffrey por una de las ventanas. Nos sentamos en la cancha viendo pasar a la gente de la fiesta a algún sitio o de algún sitio a la fiesta. Tras charlar un rato sobre nada nos volvemos a acompañar a Lau, que se queda ya en casa a descansar. Nosotros nos quedamos encargados de encontrar viaje para mañana.

No es fácil dar con un panguero que tenga planeado ir mañana temprano a Bluefields. Resulta que mañana se ha organizado una comitiva de limpieza en la isla para despejarla de lo que provoque la fiesta de esta noche y todo el evento de la tarde. Vamos preguntando a conocidos de Clev que nos encontramos por el camino, y nadie sabe nada. Finalmente nos apoyamos en el murete que separa la cancha del camino y estudiamos a los que van y a los que vienen de la fiesta. Clev está a ver si localiza a uno de los músicos al que conoce, para preguntarle si ellos se van mañana y con quién. Desistimos y nos adentramos hacia el barrio de Danly, a ver si allí nos informan mejor. Pasamos por delante de donde está el motor de energía, que hace un ruido infernal y justo allí nos dicen que Andrés llevará a los músicos a Bluefields mañana, que le preguntemos. Clev no confía en que haya hueco para nosotros, pero Andrés está en casa y nos informa que sí, que cabemos, pero que la hora de partida depende de los músicos, no de él. Así que perdemos un rato más el tiempo buscando al componente de la orquesta que es pariente de Clev y volvemos sin verle. Tenemos viaje pero no sabemos cuándo, así que nos toca levantarnos a las seis de la mañana para estar ojo avizor. A la cama pues, segunda y última noche en Rama Cay, veremos qué pasa.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Diez días queriendo ser Caribe III - Dos gringos a 18 kilómetros de tierra firme

Los niños que abundan en la pequeña isla nos miran y nos sonríen. Dejan de jugar o de correr o de gritar y se quedan observándonos. Aquí los negros somos nosotros. Les devolvemos la sonrisa, les decimos hello y ellos giran la cabeza vergonzosos e intentando aguantar una risa que no puede esconderse, porque la risa de un niño es demasiado poderosa como para apagarla. La iglesia morava es un edificio de cemento, rectangular y con un campanario que no ejerce en la entrada. La campana está colgando en el exterior resguardada por un techo de zinc. La puerta de la iglesia apunta hacia el interior de la isla, y el templo le da la espalda al mar. A su izquierda está el inodoro, un cubículo cerrado por una puerta azul y con el candado echado, y tras el váter una pendiente que lleva al muelle. A la derecha de la construcción religiosa y tras el camino que lleva al interior de la isla hay tres casas: una es la de la familia de Clev, al lado está la casa de huéspedes y a la derecha de ésta la casa de Jeffrey, otro hermano de Clev. Son casas de madera con techo de palma, con un pequeño porche sostenido por columnas delgadas de madera y un suelo de tablas. Clev nos conduce a la casa de huéspedes, donde la hermana que me corregía por decir Rama Cay en vez de Rama Ki está ordenando camas y despejando el suelo de ropa. Con ella está la madre, una mujer enjuta, metida en un vestido roído y con un delantal ennegrecido. Tiene los ojos casi cerrados, como si fueran dos puñaladas, y la cara es todo una arruga enorme, con pequeños surcos y líneas cruzando el rostro tostado. El pelo negro y con alguna cana lo lleva recogido en una coleta, no podría ser o parecerse más a una india. Se acerca andando como un péndulo, con pasos cortos y separados, y con una sonrisa sin dientes que le cierra aún más los ojos hasta casi hacerlos desaparecer en el mar de carne ondulada que es la frente. Nos da la mano derecha y con la izquierda nos agarra el brazo que le hemos tendido, murmurando cosas incomprensibles. Luego se aleja a su casa.

La casa de huéspedes es un lugar diáfano con cuatro camas, dos a cada lado de la puerta y otras dos junto a la pared de enfrente. Entre estas dos últimas hay una puerta que no conduce a ningún sitio, sólo sirve para abrirla y contemplar unas vistas de ensueño, con el mar golpeando a escasos diez metro y un islote a lo lejos, todo mirando al oeste, con el sol en perezoso descenso. Ocupo la cama que está a la derecha de la puerta de entrada, cerciorándome de que se compone de una tabla delgada de madera sobre cuatro patas y un colchón del grosor de una esterilla. Y yo que me quejaba de las camas de La Prusia... Laura ocupa la cama que está al otro lado de la puerta y Clev está afuera hablando con alguien. Salimos y nos lo encontramos departiendo con el que es su padre, un hombre delgado, de pelo cano y gafas ahumadas protegiendo un ojo tuerto y el otro demasiado vivo. Viste con camisa blanca, cinturón desgastado y pantalones de raya al medio con más manchas que una vaca lechera. Su cara huesuda y marrón oscuro es la de un hombre que se resiste a cansarse pese a la edad, pese a vivir en una isla con todo tipo de deficiencias y pese a ser cura en una diezmada población de pescadores y cazadores de marisco. Se nos presenta como Cleveland McRea, así que nuestro guía se queda como Clev y nuestro anciano anfitrión como Cleveland el pastor. Nos da la bienvenida en un español pausado y con mucho acento, nos desea una feliz estancia y se muestra interesado en los motivos que nos han llevado a su isla. Le narramos que leímos que los rama estaban casi todos circunscritos a la isla y que tenemos interés en conocer sus costumbres y tradiciones como etnia, yo esperando que este hombre me sirva como utilísimo interlocutor en lo que respecta a la forma de vida rama. Afirma con la cabeza, entre adulado y pasota, y cambia de tema inquiriéndonos sobre si sabemos lo que nos costará quedarnos en la casa que llaman de huéspedes pero que es exactamente igual que el resto de casas que hemos visto. Respondemos que no tenemos la menor idea, que lo único que sabemos es que queremos quedarnos, que queremos comer como ellos y vivir como ellos durante unos cinco días. Arquea sus cejas tupidas y de pelos desordenados, como los del bigote de un borracho, en una expresión que parece de sorpresa, como si quedarnos cinco días fuera casi una osadía, un ejemplo de riesgo. Se gira y le ordena algo a una niña que juega con una tabla. Entre ellos hablan en rama, y de esa lengua que un día fue cien por cien india y ahora es ochenta por ciento india y veinte por ciento inglesa entiendo una de cada veinte palabras. La niña sale corriendo a la casa de la familia y vuelve con un cuaderno de tapas verdes desgastadas. El viejo pasea sus dedos arrugados y de uñas largas y amarillas por las hojas cuarteadas y se detiene en una. Anuncia que los precios son de 2008, que algo habrá subido el valor de la vida y que tiene que hacer algún cálculo. Fumamos, yo asimilando que en más de un año no ha venido ni un solo gringo a este lugar, él frente a mí enfrascado en su cuaderno e inventándose cuánto dinero pedirnos, y Jeffrey, el hermano vecino, asomado a la ventana de su casa haciendo que sacude un mantel pero repasándonos de los pies a la cabeza. Tiene el pelo negro y ensortijado, revoloteándole encima de su ancha cabeza como césped mal cortado, la cara hinchada como la de un hámster que guarda provisiones para el duro invierno y el cuerpo (está sin camiseta) curtido al sol y al mar. Le saludo y me responde con una sonrisa de todo menos sincera y llevándose el dedo índice y corazón a la boca, sosteniendo un cigarro invisible. Me acerco a su ventana y le alcanzo un Belmont. Lo coge pero me pone cara de gato, arrugando la nariz y sonriendo raro, indicándome con la otra mano que mejor dos cigarros que uno solo. Obedezco y seguro que poniendo la misma cara que se te queda cuando en el colegio te preguntaba la profesora qué acababa de decir para pillarte en un renuncio, y tú balbuceabas lo último que habías creído oír. Con esa cara le doy el cigarro extra al desvergonzado rama, cruzándose por mi cabeza el recuerdo de comprar tabaco en Bluefields, aprovisionándonos ante la advertencia de Clev de que en la isla no hay. Y fuimos tan ingenuos, una vez más, de comprar en sus narices un cartón de Belmont para mí y uno de Casino para Lau. Clev sabe que tenemos tabaco para provocarle cáncer a la isla entera, lo cual quiere decir que sus hermanos, primos, sobrinos y cuñados lo sabrán antes de que el sol salga mañana.

Finalmente el párroco termina con sus cábalas y nos anuncia que serían 50 córdobas la noche por persona y tres comidas al día por 20 córdobas cada una. Y nosotros con miles de córdobas en efectivo y algo en dólares. Somos gringos hasta a la hora de contar. Estamos conformes, claro. Acto seguido nos pide un favor. Comienza reconociendo "mi familia es muy grande, gracias a Dios" (no la conozco entera y ya van: Jimmy, al que no conocemos todavía; Jeffrey, el fumador de la ventana; la hermana que vino con nosotros en la panga; otra que no pasa de los veinte y que deambula por aquí; la que nos invitó a comer en Bluefields; Gerry, conductor de la panga; y Clev... es decir, siete, y me faltan varios, joder con el cura, ni gracias a Dios ni ostias, amigo, gracias a una religión morava que no contempla la castidad y gracias al marisco, que siempre se ha dicho que tiene algo de afrodisiaco, que si fueras jesuita y vegano menos prole acapararías). Continúa citando pasajes de la Biblia para ejemplificar lo que es la generosidad, que, y cito, "hay que compartir todo lo que ocupamos". Y concluye su edulcorada oratoria pidiéndonos que entendamos que por ser navidad están todos aquí y no tienen espacio, que compartamos el de la casa de huéspedes con sus dos hijas, la joven y la de la panga. Laura y yo llevamos diciéndole que claro, que sin problemas, desde la mitad del previsible discurso del pastor, así que cuando por fin cierra la boca se lo repetimos una vez más y él da por finalizado el episodio con un exclamativo "hay que vivir en familia".

Anunciamos que nos queremos dar un baño, que dónde es el mejor sitio. Clev, el que nos ha traído aquí, pone cara de susto y rápidamente reacciona indicándonos que ellos se bañan en el mismo sitio en el que hemos atracado la panga. Yo ya estoy en bañador así que espero a que Lau se cambie, quedándome fuera y charlando con Clev. Le comento que cuando nos montamos en el avión en Managua a Laura le dieron el número 17 (como el avión tiene capacidad para 25 pasajeros, cuando compras tu billete te dan un número para concluir si hay que botar dos aviones o con uno vale), que ese número coincide con el día de su cumpleaños y que ella lo vio como señal de buena suerte, y que parece que se está cumpliendo su profecía de bingo. Clev se ríe y nos asegura que estaremos muy bien, que si nos quedamos cinco días podremos ir a pescar con él, nos llevará en panga hasta las islas cercanas a la de Punta de Aguila donde hay playas paradisíacas y que lo pasaremos de fábula. Que en la isla casi todos son McRea, que media isla es familia y seguro que encontramos una panga para hacer todo eso y más. Que en realidad su mamá es mestiza, pero su padre es rama, rama, así que él dice que también es rama, porque está orgulloso de serlo. Pues muy bien, hombre, el orgullo del que se sabe miembro de una minoría con una historia de sufrimiento y opresión. También me suelta que como además mañana es la fiesta de promoción tendremos ocasión también de vivir la noche de Rama Cay. Vivir la noche de Rama Cay... vaya tela, si esto es una isla igual de sucia que Bluefields y con menos cosas que hacer que en una piscina seca. Y sale ya Laura con su biquini y Clev le dice a unas niñas que nos acompañen. Nos encaminamos hacia el muelle, bajamos con cuidado la pendiente y nos adentramos en un agua tibia y de color oscuro. Vamos con las chanclas pero podemos notar el fango bajo nuestros pies. Es demasiado tarde cuando concluimos que está más sucia que la boca de un orco, así que decimos qué coño y nadamos un rato bajo la atenta mirada de las chicas, que en corro nos observan como si fuéramos caimanes en un acuario del zoo. Deseo que la suciedad en la que nos bañamos sólo exista en la bahía de Bluefields, que una vez en océano abierto y en las costas adyacentes a la bahía, el mar volverá a ser sólo sal agua limpia. Lau pregunta divertida si habrá tiburones por aquí, y yo le digo que si los rama se bañan, ellos sabrán. Nos reímos pensando que nunca nos lo dirían. Salimos del agua sin resbalarnos en las rocas pulidas por el Atlántico y volvemos hacia la casa con los niños escoltándonos y susurrándose cosas que les hacen reír. En el porche yo me seco al viento y Laura con su pareo, mientras Clev nos dice que ahora nos tenemos que lavar, como si fuera la obviedad más grande jamás dicha. Y el cabrón nos dijo que en ese lado de la costa isleña es donde se bañan ellos, y ahora casi nos ordena que nos duchemos. A que lo que había en el fondo no eran fango sino excremento humano, depositado allí por los indígenas desde que vestían sólo con collares. Acompaño a Clev al lavadero, que está frente a la casa y a unos metros de la iglesia, separada de ésta por el camino que lleva al muelle. El lavadero es una cabina hecha de cuatro tablas de bambú, paredes de zinc y techo de bolsa de basura, como los cagaderos de La Prusia, pero aquí se lava también la ropa en una pila que ocupa la mitad del cubículo. En otra esquina hay un barril de caucho vacío y unos cubos blancos. Agarramos los cubos blancos, dos cada uno, y nos encaminamos al pozo, que está entre la casa de la familia del cura y la casa de huéspedes. Llenamos los cubos y con estos el barril. Clev me da un tazón de plástico y ahí me quedo. La entrada se cierra con una plancha de zinc que está suelta y apoyada a la pared. La coloco, me río yo solo encerrado en bañador en tan lúgubre espacio y con el tazón empiezo a sacar agua y a chorreármela por encima. Mojo el jabón y todo lo rápido que puedo me enjabono y me aclaro. Me doy por satisfecho en menos de treinta segundos y salgo del antro. Si el lavabo es así no quiero ver el váter, así que me mentalizo para no cagar en un par días al menos. Estreñimiento voluntario, buscando un control de mi cuerpo que ni un monje del Tao.

Después de lavarnos sin hacer uso de grifos, cañerías o desagues, nos vestimos mientras atardece a través de esa puerta que debería dar a un balcón o simplemente ser una ventana. Una vez más, el cielo nicaragüense me recuerda que el de Madrid es artificial. El azul se va oscureciendo mientras el naranja en tonalidades desconocidas devora el horizonte, más allá de una isla cercana. Nubes blancas como la leche y vaporosas como el humo de un habano se agarran y se estiran como las manos de un fantasma en una pesadilla. Podría quedarme mirando el cielo de este lugar mientras me atracan. Pero Clev nos azuza para que terminemos, que la cena ya está lista y después quiere llevarnos a casa de su hermano Jimmy. Antes de salir Lau me comunica que Gerry le ha aconsejado que no dejemos nunca el dinero por ahí, que lo llevemos siempre encima porque nos lo pueden robar. Y eso que en teoría media isla es de la familia.

La cena es en casa del párroco, donde la cocina es amplia y tiene una mesa de comedor. El plato es otro pescado que se deshace en la boca, nunca pensé que fuera a apreciar tanto el pescado, yo que siempre me he declarado carnívoro. Pero después de los menús prusianos, algo proveniente del mar es elixir barato. Acompañándolo, el insustituible arroz y un bollito de pan de coco que me entusiasma. Es dulce y algodonoso, con corteza tostada y caliente. Damos buena cuenta de la cena y salimos impulsados por la insistencia de Clev, que parece estar ansioso por llegar a casa de Jimmy. Entra un momento en la casa de huéspedes y sale con una bolsa de plástico blanco en la que se adivinan una botella de guaro Cañita, el Flor de Caña, los hielos supervivientes y la Pepsi que compramos antes de dejar Bluefields. Le seguimos por el camino y tomamos una bifurcación que sale a la derecha, al oeste, dejando la iglesia a nuestra espalda y el grueso de la isla a nuestra izquierda.

La primera casa iluminada como si esta navidad fuera la última es la de su hermano Jimmy. Subimos un par de peldaños y estamos en el porche, alargado y recorriendo toda la pared frontal y doblando la esquina. Hay una ventana al lado de la puerta y un par de cables de luces de navidad la enmarcan dejándola en constante parpadeo amarillo y rojo. Sentado en una mesa baja, hecha de dos tocones y una tabla está Jimmy, un hombre con barba de guerrillero, pelo corto y negro, vistiendo unos pantalones cortos y nada más, descalzo sobre unos pies de dedos separados y gordos, con un torso y una espalda y unos brazos que serían la envidia de cualquier figurín de gimnasio. Se levanta y despliega una sonrisa que sería anuncio de Profiden si Profiden supiera que esta gente existe. No es más alto que yo, pero es tres veces yo. O cuatro. Me da la mano suave y me saluda con una leve inclinación de cabeza, sin decir nada. A Laura lo mismo. Clev le habla en rama y él asiente, le estará contando lo que hacemos aquí. Por fin se decide a hablar y lo hace en español, dándonos la bienvenida a su casa e instándonos a que nos pongamos cómodos, que él tiene que terminar unos papeles y en seguida está con nosotros. Nos sentamos frente a la mesa en la que él tiene desplegadas lo que parecen facturas, junto a una tele Samsung LCD de unas 37 pulgadas en la que la imagen borrosa es la del telediario, que no se oye porque el equipo de música que está junto a la tele suena más alto. Dos piezas de tecnología punta funcionando a la par en una cabaña de una isla de pescadores pobres. Hago un símil mental con los gitanos en España. Frente a la ventana que está junto a la puerta hay una báscula colgando del techo, paquetes de chips de plátano frito amarrados a la pared, sacos de arroz bajo la ventana y alguna gominola y comestible básico más. Es una venta. Clev me dice al oído que invite a Jimmy a beber ron con nosotros, cosa que hago sin demorarme un segundo, y Jimmy levanta la vista de sus papeles y agradece la invitación pero pide un par de minutos. El descamisado hombretón es educado y responsable, de modales pausados y ojos limpios. Clev sirve tres vasos cuando entra en escena una niña de unos ocho años, vestida de rosa y chupándose una coleta. Nos sonríe y se tira a los brazos de Jimmy, que suspirando la recoge y la da un beso en la cabeza. Ella se aparta y sale por la puerta de nuevo. Clev nos cuenta por encima del sonido de la música que Jimmy está estudiando derecho y que además es el encargado de varias cosas de la isla, como la energía, que tiene que ir a revisar cada cierto tiempo el motor que hace que la luz artificial exista en este lugar dejado de la mano del progreso. Y que además, como ya no hay tanto pescado, muchos rama se están dedicando a la agricultura en tierra firme, en el lado más cercano de la bahía, y uno de ellos es Jimmy, que ha vuelto esta tarde de estar sembrando frijoles en tierra. Es decir, Jimmy es padre, lleva una venta, se encarga de la energía, estudia leyes y saca tiempo para trabajar la tierra. Un cañonazo cargado con humildad me atiza en toda la cabeza. De nuevo en lo que llevo de viaje en este lado del mundo, un hombre con mucho menos que yo es tanto más que yo. Clev canturrea y Laura bebe observando la estancia, sentada entre Clev y yo porque es norma nica que si van dos hombres y una mujer ella va al centro, y que pasa lo mismo cuando es el hombre el que está en inferioridad. Por fin Jimmy termina y se une a nosotros sirviéndose una copa. Le pregunto por la carrera, me dice que está en tercer año y que quiere ser litigador, que ahora vienen Jordan, que estudia para médico en León, y Lemond, que creo que no estudia. Estoy atónito con el hecho de que sean universitarios. Harby para ingeniero, y estos dos para abogado y médico, sueño de cualquier padre de novela decimonónica. Madre mía, no soy nadie. Nos explican que por ser indígenas tienen muchas becas, becas que sostener con buenos resultados académicos, y que estudiar es importante. Es como si estuviera viendo un documental en la tele, sin nada que decir y mucho que ver y escuchar. Saco el tabaco y Clev se lleva uno pero Jimmy no fuma. Aparecen Jordan y Lemond, ambos también sin camiseta, Jordan más joven que el resto, con pelo recortado y pocas facciones indias. Lemond habla poco y fuma mucho. Están todos aquí por ser navidad, porque de ser una época normal, Jordan estaría en León, Lemond acostado para levantarse mañana a pescar y Clev en Bluefields. Jimmy estudia en la universidad de Bluefields, así que va y viene entre semana, que tiene que mantener lo de la energía. Y así vamos agotando la botella de ron y Lemond se va a comprar algo llamado chicha, que resulta ser licor de maíz que fabrican en la isla y que sabe a sidra, riquísimo y de poca graduación. También abren una botella de Cañita y me da a mí que la fiesta que se suponía era mañana nos la vamos a pegar hoy, pero yo no estoy para muchos trotes que nos hemos levantado a las cuatro de la mañana y parece mentira que siga siendo el mismo día. Lau está conmigo y tras un par de tragos más de ron nos pasamos a la fácil chicha. Lemond y Jordan prefieren el Cañita, Clev mezcla el guaro con Tang de naranja y Jimmy sorbe su Flor de Caña mientras de cuando en cuando se levanta a la ventana para atender a algún cliente nocturno. También Clev sale de la casa alguna vez para, intuyo, hacer negocios con la marihuana que inconscientemente le he financiado. En estas me reclama y para allá voy. Me pide nervioso que le haga un porro, que él no sabe, y le digo yo que para qué si él no fuma, o eso me dijo, y me responde que es para venderlo. Me asombro y le musito que debería vender la maría y que el porro se lo haga el cliente, qué cojones, que yo no soy su mano de obra. Pero me mira suplicante y termino accediendo mascullando que menuda estupidez venirse a una isla a hacerse porros para el personal. Me lo hago todo lo rápido que puedo en una esquina del porche, sintiéndome ridículo, estúpido y usado. Le doy el porro a Clev y le digo que no me vuelva a pedir ese favor, que no quiero que me involucre en sus negocios, que me da igual que no haya policía en la isla, que me parece más importante la sanción moral que puedan hacer sobre mí los rama que piensen que he venido a traerles droga, que me deje al margen, por favor. Como quien oye llover, me da una palmadita en el hombro y sale del porche para darle el porro a dos chavales que se lo encienden al revés, y yo me meto sin avisarles e importándome tres cojones que inhalen cartón. Me siento y le comento a Laura el tema, y que se me acaba de ocurrir que si de repente a estos tiarrones les diera por darnos de ostias, podrían simplemente hacer lo que quisieran con nosotros. Que somos dos contra 1.200. Que no creo que pase nada, pero que por poder, puede pasar. Que estamos un poco locos. Que parecen buena gente, pero que en realidad no lo sabemos, que al final y al cabo viven aislados y que quién sabe si lo que para nuestra occidental percepción es sintomático de gente de fiar aquí no sirve de nada. Lau me comenta que ella lo había pensado cuando veníamos en la panga, que nos estábamos metiendo en no sabíamos donde impulsados por nuestra jovial ilusión, pero que las mujeres tienen un sexto sentido para valorar el peligro de esta clase de situaciones, que es cuestión de supervivencia en mundos machistas, y que a ella no le daba la impresión de que nos fueran a hacer nada malo. Yo estoy con ella, pero en realidad no tenemos ni puta idea porque la intuición que en España nos puede servir de mecanismo de defensa, aquí puede ser tan útil como un mechero en una bañera. Es decir, en Madrid yo sé que andar por un callejón oscuro de Cuatro Caminos de madrugada puede resultar peligroso, pero qué carajo sé yo sobre estar en una isla rodeada de ramas que se están emborrachando. Pero conversamos sobre medicina, sobre que Jordan quiere ser epidemiólogo, qué lógica aplastante, sobre que Clev quiere volver a estudiar, que no lo hizo antes porque era demasiado tonto de joven y luego simplemente estuvo en la cárcel, y que acaba de hacer el examen de ingreso a cursos para auxiliar de laboratorio. Y que además el 21 de diciembre tiene una entrevista para trabajar en un call center de Claro en Managua, porque como sabe inglés, español, rama, miskito y algo de creole, es un trabajo a su alcance. Y hablando de todo eso se me despejan las dudas sobre la inseguridad, a pesar de que Lemond cada vez habla menos y bebe más, que Clev se tambalea en la silla y que Jimmy resopla cada vez que le mira salir a vender marihuana.

Laura tiene más capacidad para bromear con ellos que yo, absorto en mis pensamientos y divagaciones truculentas, pensando que un secuestro en una isla como ésta es digno de un relato de Stephen King, pero que soy yo y no el prolífico y simple escritor yanki el que tiene la historia. La santanderina hace reír a Jimmy y a Jordan, no así al impasible y mudo Lemond. El anfitrión, en respuesta a una broma de mi compañera, le va a dar un palmetazo en el muslo, pero de repente se corta, o eso me parece a mí, dejando caer la mano suave sobre la pierna de Laura. Es como si súbitamente se hubiera acordado de que es una mujer y que no puede tratarla como a un hombre, arcaísmos de su raza. Pero todo esto es a mis ojos, que los tengo ahora de escritor, buscando detalles para un relato siniestro que se dibuja en mi cabeza y que hace que me relama, pero sólo porque no sale de mi cabeza. Si saliera, si se cumpliera lo que mi encabritada imaginación pinta ante mí, estaríamos tremendamente jodidos. Lo que nos podría pasar... tengo una historia entre manos, por fin, después de tanto tiempo, y lo mejor es que es de ficción... por ahora. ¿Te imaginas que nos apalean, nos atan desnudos a una palmera y nos obligan a darles el número secreto de nuestra tarjeta de crédito, y allí nos dejan hasta saquearnos los ahorros, con nuestras familias siguiéndonos la pista y perdiéndola en un barrio de chabolas en Bluefields? ¿Te imaginas?

Un tanto ahogados por el ambiente, Lau y yo salimos al porche, donde Harby está con unos amigos. Nos piden tabaco, claro, y Lau y yo estamos por irnos cuando se apaga la música dentro y sale Clev con las botellas de alcohol pero sin decir nada. Justo pasa por delante un hombre de barba tupida y sombrero ridículo y llama a Clev para saludarle. Clev le dice que se vaya al cuerno, que no se ha acordado de él cuando estaba en la cárcel y que no le gusta la hipocresía, así que no le va a saludar. Harby azuza al transeúnte rechazado y éste se aleja sin saber qué decir. Clev nos dice que le gusta ser honesto aunque a veces duela, y que si alguien le demuestra desinterés, él le responderá con desinterés, aunque sean familia. Le digo que claro, que hay que ser sincero e ir de frente, aunque en realidad, una vez más, no sé de qué estoy hablando.

Pasamos Lau y yo adentro y les decimos a Jimmy, Jordan y Lemond que nos vamos, que estamos muy cansados y que mañana les volvemos a ver. Afuera Clev dice que se viene con nosotros y allí dejamos a Harby, que se ha hecho con la botella de chicha y fuma el Belmont que le he dado como si quisiera apurarlo en dos caladas. No hemos dado ni tres pasos en la noche de Rama Cay cuando Clev exclama que Jimmy se ha enfadado, que ha apagado la música porque creía que no nos gustaba y que nos hemos ido porque no estábamos a gusto. Le paro en seco y le digo que vayamos de vuelta a aclararlo, que sólo nos hemos ido porque estábamos cansados. Clev dice que sí, que es buena idea dejar las cosas en su sitio. Así que llamamos a Jimmy por la ventana y cuando se asoma le pregunto en inglés que qué pasa, que nosotros sólo nos íbamos porque estamos cansados. Hace gesto de cansancio y sale de la casa. Me cuenta que no sabe a quién creer, si a sus hermanos Jordan y Lemond o a nosotros. Le pregunto que de qué está hablando, que estoy perdido. Y Clev interviene hablando no sé qué en rama sobre el alcohol. Luego se pasa al inglés y dice que le gusta ser honesto, como ya me dijo a mí hace menos de diez minutos, que a él no le gusta beber con sus hermanos pequeños, que con Jimmy sí, pero no con Jordan y con Lemond, y que por eso ha cogido el alcohol. Jimmy se me queda mirando y yo le informo de que todo esto es nuevo para Laura y para mí, que nosotros nos íbamos porque estábamos cansados, no por nada de la música ni de líos entre hermanos, que se deberían quedar a hablarlo y nosotros nos vamos porque no pintamos nada. Pero Jimmy se sigue dirigiendo a mí, preguntándome si me parece bien que Clev hable así de sus hermanos pequeños, que qué hace, se fía de ellos que le han dicho que Clev les ha quitado el alcohol sin más, o si se fía de Clev que lo único que le preocupa es que sus hermanos pequeños se emborrachen. Y yo le digo que yo qué cojones sé, que no sé de qué va esto, que nos vamos a la cama y que ellos hablen como buenos hermanos. Clev, con una voz de borracho que ya no puede esconderse, vuelve a decir lo mismo, que siente mucho si el ser honesto duele, que quiere a sus hermanos pero le disgusta verlos beber, que no se enfade Jimmy por eso, que nosotros sólo estamos cansados y que no pretendía arrancar de las manos de nadie ninguna botella. Y Jimmy le responde lo que ya ha dicho, y Clev vuelve a repetirse, y Lau y yo de repente estamos metidos en un torbellino de acusaciones en un inglés cada vez más indescifrable. Sólo nos faltan unas palomitas y unos sillones para sentarnos y ver el partido de tenis, bola va, bola viene. Finalmente intervenimos Laura y yo por última vez tendiendo la mano a Jimmy y diciéndole que nos vamos a dormir, que sentimos todo lo que ha pasado pero que nosotros no tenemos nada que ver, y menos ahora que Jordan y Lemond se unen a la discusión mirando a su hermano Clev con la peor de las caras.

De vuelta a casa me doy cuenta de que no he visto tantas estrellas juntas en mi vida. Incluso yo diría que se puede distinguir la vía láctea, y las estrellas fugaces son tan habituales como en cualquier peli de dibujos animados. Yo estoy boquiabierto con eso y Clev y Lau hablan sobre lo que acaba de pasar. La magnificencia de la estrellas en un cielo limpio como el baño de la reina de Inglaterra me parece mucho más digna que una discusión terrenal que al final se reduce a quién iba más borracho como para malinterpretar qué. Llegamos a la casa, ocupo mi cama tapándome con una sabana fina y escondiendo mi pantalón con la cartera entre la pared y la cama, como si fuera un cachorro. Clev se queda fuera y cuando ya estamos en la cama empieza un recital de ruidos de todo tipo. Golpes en la pared, la puerta que se abre para que pase Clev, que se cierra tras él, luego se vuelve a abrir y pasa alguien que le susurra algo a Clev, y se cierra, y más golpes en la pared. Entiendo que la noche va a ser así de continuo, así que me mentalizo y me quedo dormido mucho antes de lo que suponía, que pegar ojo sobre una tabla dura y con una docena de borrachos justo ahí fuera no parece fácil. Pero como hice al llegar con la cuestión de cagar, el poder somático prevalece sobre la realidad de los sentidos y necesidades fisiológicas, y me duermo en condiciones en las que no lo haría ni un oso pardo en invierno.

martes, 29 de diciembre de 2009

Diez días queriendo ser Caribe II - A Rama Cay con la familia McRea, y los tres primeros errores

Bajamos de la avioneta de dos hélices y el clima no es tan húmedo como esperaba. Aquí llueve el doble que en el Pacífico, donde se estrena ahora la época seca. En el Atlántico nica no saben lo que es una época seca, en todo caso conocen periodos en los que no hay huracanes o no llueve tanto. Seguimos a la escueta fila de pasajeros bajo un toldo y entramos en un edificio mínimo y de una sola planta que hace de aeropuerto de la capital del RAAS. Allí un gendarme nos pide el pasaporte. Apunta nuestros datos en una hoja de ingreso a la región. Nuestros nombres son los únicos que ocupan la lista. Al salir del edificio y en el párking, media docena de taxistas nos reclaman. Aceptamos y Martín es el encargado de adentrarnos en la ciudad. Es un tipo menudo, de pelo rizado y bigote más grande que la boca. Todos los taxis son Hyundais pequeños, y el suyo es negro y se diferencia del resto en que no tiene ni pegatinas ni adhesivos fosforescentes decorando su minúsculo coche. No lleva fuego y queremos fumar, así que por señas detiene a un taxi que llega al aeropuerto y su colega le termina tirando una caja de cerillas que nos quedamos. Le decimos que queremos ir al centro, a donde haya un hotel barato y seguro, y él lo tiene claro: La isleña, diez dólares por cabeza y ambiente tranquilo. Nos vale, claro, pues no sabemos nada y cualquier dato es bueno. Nos cuenta que tiene amigos europeos y que es voluntario de la Cruz Roja, lo cual nos tranquiliza a la hora de sospechar de él, pues venimos precavidos en cuanto a la inseguridad de Bluefields. Lo poco que veo de la ciudad tiene el encanto decadente que se le presupone a las ciudades cubanas. Casas de una sola planta, alguna de dos, y todas desconchadas pero pintadas de todos los colores posibles, calles resquebrajadas y estrechas, suciedad y mucha gente deambulando. La mayor parte de los coches son taxis y conducen como locos y usan la bocina casi tanto como el embrague. De repente Martín para y estamos ante el hotel. Se apea él primero y se adentra en el hostal buscándonos habitación. No sabemos si se llevará comisión por conseguirles clientes, pero desde luego conoce a la gente del hostal. Dice que nos espera para llevarnos al puerto, pues ya le hemos comentado nuestros planes de llegar a Rama Cay al día siguiente, que hacerlo en el acto parece precipitado. Dejamos las cosas en la habitación de dos camas, ducha, baño y tele por cable y dejamos que Martín nos siga haciendo de guía. Llegamos al puerto, que está bien cerca del hostal y empezamos a entender lo que es esta ciudad. Mercancías entrando y saliendo en coches y camionetas, pangas llevando y trayendo pasajeros a los destinos fijados entre los que no está Rama Cay porque no suele ir la suficiente gente como para establecer una ruta, vendedores ambulantes y algún pedigüeño, hordas de taxistas a la caza de los que arriban al muelle, pescadores desembarcando la carga de sus canoas a remo, y mucho negro y mulato, poca gente tostada al uso del Pacífico y, por supuesto, ni un solo blanco a excepción de Laura y yo. El ajetreo es constante y los sentidos no me dan abasto. Martín, de nuevo, nos hace de interlocutor con un panguero que responde a Pirrín. Una vez que le comenta nuestros planes, Martín se hace a un lado para que seamos nosotros los que debatamos precio y horario. Pirrín nos dice que como sólo nos llevaría a nosotros y que tendría que volver solo en caso de que nos quedemos en la isla por más de un día, el precio son 3.000 córdobas. Es carísimo, pero se excusa en que si volviésemos en el mismo día, sólo serían 1.500. Si fuésemos a quedarnos más días, sería el viaje de ida, volverse él solo, el viaje a por nosotros el día que le dijéramos, y el viaje de vuelta, y eso es mucha gasolina, dice. Si sólo permaneciésemos en la isla unas horas, él nos esperaría y sólo serían dos viajes, con lo que el precio es la mitad. Entendemos la lógica de su razonamiento y quedamos con él para el día siguiente a las siete de la mañana, en el mismo sitio, con su panga preparada y nuestra cartera algo esquilmada, pero ya con parte de nuestro proyecto en marcha. Pagamos a Martín algo más de lo convenido, que se ha portado bien, y decidimos darnos una vuelta por Bluefields, que es temprano y tenemos todo el día por delante.

Salimos del puerto y decidimos ir a la derecha en vez de a la izquierda, sin motivo alguno. Subimos por una calle donde nos para un hombre de unos treinta y cinco que nos saluda, nos pregunta de dónde somos y nos ofrece marihuana. No llevamos ni una hora en esta ciudad y ya nos ofrecen uno de los productos típicos. Rechazamos el negocio y el hombre se aleja y seguimos camino por un barrio alto donde abundan los negros jóvenes vestidos con camisetas de baloncesto, pantalones anchos y pañuelos cubriéndoles la cabeza o rastas al viento. Tienen pinta de chicos malos, pero eso es sólo para el occidental que no está acostumbrado a toparse con estos grupos, pues en esta ciudad el ochenta por ciento de los chavales visten, andan y hablan así. Nos miran con la curiosidad justa y algunos nos saludan, mientras que otros muestran el mismo interés que se le da al asfalto de la carretera. El ambiente nos gusta más que el del Pacífico, por el estilo de los negros, por el color de las casas, por los vericuetos que hacen las calles, porque hay un mar que explotan hasta casi matarlo y porque no hablan español. Aquí la mayoría son creoles, descendientes directos de los africanos traídos como esclavos por los ingleses en el S.XVII y tienen África en las venas y están orgullosos de ello. Los colores africanos, rojo, amarillo y verde, adornan las casas, las pulseras, los gorros y las camisetas de los oriundos del lugar. Bob Marley es dios y Lucky Dube suena en las casas. Ni rastro de la salsa, el merengue, la bachata y el reggaeton que inunda la costa Pacífica y el centro del país. La pequeña Jamaica empieza a desplegarse a nuestros ojos. Niños en los porches de las casas, con dientes blancos y piel oscura, desplegando sonrisas y abriendo mucho los ojos cuando pasamos cerca. Abuelos asomados a la ventana de sus casas cochambrosas, moviendo la cabeza cuando saludamos y cuchicheando cuando nos alejamos. Son las ocho de la mañana y el ritmo reggae o dancehall pelea con el sonido del mar para darle banda sonora a la costa Caribe. Los rótulos de cibercafés y talleres de pangas están pintados a mano sobre las paredes, y algún cartel de Toña anunciando donde hay un bar en el que entramos para descubrir una casa particular con las puertas abiertas y nadie a la vista. Seguimos el paseo y volvemos a la calle del hostal, que efectivamente está en el centro a tenor de la vida que hay en la calle. Es viernes por la mañana y los puestos callejeros de móviles, comida, tabaco, CDs de reggae, ropa y repuestos de electrodomésticos ocupan las aceras, por lo que los viandantes y los taxis ocupan la calzada. Bocinazos, gritos en lengua incomprensible y mucho mover de cuello al andar nos rodea y nos sentimos afortunados por estar aquí, en un sitio tan diferente de la colonial costa Pacífica de la que casi nos hemos aburrido. Laura abre el obturador y yo los ojos y la boca para contagiarme de un ritmo de vida que me está penetrando los huesos. Algún negro desarrapado nos para y nos tiende la mano y aquí no se saluda con el chocar de puños de la costa oeste. Aquí se da la mano y se retrae para enganchar dedos doblados y dejarlos ir. Y nos hablan en inglés y preguntan de dónde somos y siguen andando. La curiosidad y la simpatía puede más que las ganas de pedirnos dinero, de momento. Nos alejamos del caos organizado del centro y encaramos un parque con una estatua de seis esculturas sosteniendo una pila. Cada una representa una etnia: creoles, miskitos, ramas, garifonas, sumus y mestizos. Los ramas y los miskitos llevan un pescado, los garifonas una piña y a los otros tres no les vemos porque quedan al otro lado. Los bares están casi todos cerrados y por fin encontramos donde desayunar algo. Mientras lo hacemos vemos en la calle a un negro con rastas hasta el culo y se nos hace la boca agua, a Laura porque el tipo es atractivo, a mí porque sus andares me gustan, parsimoniosos, tranquilos, arrastrando los pies y sintiéndose África. Esto no ha hecho nada más que empezar. Terminamos el desayuno frugal y andamos hacia la otra punta de la ciudad, donde nos paramos en una venta a comprar una botella de agua. Antes de pagar una voz exclama a nuestra espalda 'qué calor hace hoy, ¿eh?', en español. Nos giramos y vemos a un tipo de tez oscurecida y afilada, pelo negro corto y polo Lacoste blanco. Respondo que sí, que estamos comprando agua para no morir deshidratados y ya él se siente triunfal para seguir con una conversación que creemos fútil pero nada más allá de la realidad. Como ya han hecho otros, nos pregunta de dónde somos, pero éste va más lejos y pregunta qué hacemos en Bluefields. Le comentamos nuestra intención de ir mañana a Rama Cay en panga desde el puerto y se le iluminan los ojos. 'Yo soy rama, soy de Rama Cay y mi papá tiene allá una casa de huéspedes. Hoy vamos mi hermano y yo en su panga hacia allá, si quieren venir con nosotros...'. Laura y yo nos miramos, entre desconfiados y sorprendidos. Le decimos que no sabemos, que ya hemos quedado con un panguero que nos lleva por 1.500 córdobas. Cleveland, que así se ha presentado, exclama que eso es muchísimo dinero, que si nos vamos con él y con su hermano Gerry sólo nos cobran lo que vale la gasolina del viaje de ida, 600 córdobas, y que además nos invita a comer a casa de su hermana, aquí en Bluefields, antes de salir para allá, que Gerry hasta las dos o las tres no arrancará el motor. Qué carajo, arriesguémonos. Aceptamos y nos conduce hacia casa de su hermana, saliendo de la calle y adentrándonos en un laberinto de casas puestas sin orden ni concierto a la vera de la bahía. Un pequeño camino asfaltado que se divide cientos de veces sirve de paseo para los habitantes de este barrio llamado Punta Fría. Pasamos por una venta donde saludan a Cleveland y nos miran con sorpresa. La gente con la que nos cruzamos saluda con un Ay a Clev y él responde con un Ey. Me dice que si hablo inglés y le digo que sí y entonces se arranca en el idioma sajón, que es el propio del lugar. Me cuenta que él es rama auténtico, que su padre es el pastor de la iglesia morava de Rama Cay, que mañana sábado 13 de diciembre hay fiesta de promoción de los alumnos de secundaria en la isla y que es un placer para él llevarnos allí. Que la isla está a 18 kilómetros en medio de la bahía, que viven del pescado y que por ser vacaciones estarán todos allí. Paro en una venta a comprar una botella de tres litros de CocaCola para la familia de la hermana de Clev, que ya que nos dan de comer pues algo habrá que llevar. Y por fin llegamos a una casa imposible de diferenciar del resto, muy cerca del mar, con un seudo puente hecho de tablas sueltas adentrándose en la bahía hasta donde están las pangas familiares. En la casa está la hermana y alguno de sus hijos e hijas, a saber: Aysha, de unos diez, Danaly, de unos catorce, Harby, de 18 y estudiante de ingeniería civil y Gerrald, de 17 y novato en la escuela de enfermería. Todos chapurrean algo de español menos Aysha. La casa tiene dos habitaciones, un saloncito con la tele en una esquina y la nevera en otra, y la cocina de leña al fondo, con el acceso al patio donde está el retrete y el lavadero. El marido y cuñado de Clev no está, que está pescando, y la hermana está preparando pescado para la comida por lo que le da reparo darnos la mano. En total en la casa viven ocho personas y me pregunto cómo lo hacen si duermen todos en dos habitaciones.

Damos buena cuenta de la Coca Cola mientras Cleveland nos dice que podríamos comprar algo más para la comida, en plan arroz y esas cosas. Claro, hombre, sin problema, que la hospitalidad no se paga con dinero... o sí, pues en vez de llevarnos de compras nos piden el dinero y ya lo comprarán ellos. Les damos 100 córdobas y Clev nos acompaña al hotel a recoger nuestras cosas, que estamos a tiempo de dejarlo libre sin pagar un córdoba. Nos acompañan Danaly y Aysha, que van hablando con Laura mientras yo abro camino con Clev. Me dice que lo mismo nos cobran algo los del hotel, que tiene que llamar a su hermano Jimmy, que está en la isla, para decirle que vamos para allá, que qué barbaridad lo que nos querían cobrar por ir a Rama Cay y que hemos tenido suerte de encontrarle. Le doy la razón, porque así lo creo, porque soy inocente, pero eso todavía no lo sé, y tanto es así que le anuncio que tengo que pasar por el cajero para pagarle los 600 córdobas del viaje en panga. Ese es, obvio, el primer error. Pero eso es algo que no sabes hasta que lo haces, porque yo soy de los que confían en la buena voluntad de las personas, sean pobres como ratas o ricos como el tío Gilito. Pero la realidad es que si Cleveland sabe que vamos con mucho dinero, la isla lo sabrá en cuanto toquemos su muelle. Pero si en la vida no cometes errores no sabes apreciar los aciertos.

En el hotel se sorprenden de nuestro éxito mañanero y no nos cobran, en el cajero saco el dinero que no pude sacar en Granada porque cumplí el límite diario en dólares, Laura llama a casa y Clev a su hermano Jimmy y las hermanas pequeñas se ríen de mí cuando salgo del hotel con el bañador puesto, que me las doy de previsor sabiendo que si viajaremos en panga me mojaré. Volvemos a la casa, donde ya han hecho la compra y donde nadie menciona la posibilidad de darnos las vueltas del dinero que les dejamos. Ya está Gerry allí, preparado para conducir la panga, pero todavía sin la gasolina, así que nos vamos Clev, él y yo de nuevo a la ciudad y esta vez con un bidón vacio. De camino me sugiere Clev que deberíamos de comprar algo de licor para los amigos de la isla, que mañana es la promoción y esas cosas. Yo acepto sin reparos, qué menos que convidar a algo a la familia que nos está acogiendo. Le pregunto que qué beben allá, y me responde que Cañita, que es un aguardiente. Me señala la tienda donde venden, le pregunto que cuánto compro y él opta por la botella más grande, y yo le repito que cuánto compro, que si una o dos botellas y él se ríe y me dice que decida yo, y yo voy de generoso por la vida y entro en la tienda solo y pido dos botellas grandes de Cañita y una de Flor de Caña para mí. Y ese es el comienzo del segundo error, que cualquier antropólogo sabe que llevar alcohol a una isla de indígenas es de todo menos una buena idea. Ya los ingleses empleaban el alcohol para someter a los miskitos, y ahora la diferencia es que yo no soy colonizador, ni ellos miskitos, ni voy acompañado de soldados armados y carabelas rápidas. Dice Ian Gibson que el nombre miskito viene de la palabra inglesa para mosquetón, pues los colonos ingleses armaron a esa etnia para que sometiera al resto, entre ellos a los ramas, a los que estuvieron a punto de exterminar.

Antes de volver a la casa y con el bidón lleno y el alcohol a mano, paramos en una tasca a tomarnos un litro de Toña que increíblemente pagan ellos, sospecho que con lo que les ha sobrado o de la gasolina o de la compra para la comida. Mientras damos buena cuenta de la cerveza me doy cuenta de que estoy cómodo en un lugar que no conozco, con gente que no conozco y estando más solo que Malinche sin Hernán Cortés.
Caminando hacia la casa me comenta Clev que en la isla no hay policía y que si quiero podemos comprar marihuana, que él no fuma pero que me puede coger algo si me place. Le digo que con el alcohol es suficiente y él se sonríe y noto cierta decepción en su mirada de ojos pequeños y oscuros. Su nariz de aguilucho me apunta de nuevo y me dice que le haga un favor, que le deje doscientos córdobas para comprar marihuana, que él la vende en la isla en dosis más pequeñas y sacándose beneficio y luego me devuelve mi inversión. Total, son unos siete euros, así que venga, ahí lo llevas. Le acompaño a cometer el crimen, despistando a su hermano Gerry, pues Clev no quiere que se entere. Le pregunto porqué y me confiesa que es que acaba de salir de la cárcel, para ser más exactos lleva 28 días en libertad, que le encerraron por venta de cocaína y que aunque le cayeron cinco años salió en tres y medio por buen comportamiento y colaboración con el Gobierno en tareas carcelarias tipo organizar concursos de pintura y demás. Bien, nuestro primer contacto en Bluefields es un expresidiario extraficante. Y claro, no quiere que se entere su hermano mayor porque le correría a ostias por ser tan imbécil como para volver a coger droga habiendo salido hace nada de la cárcel. Ay, señor, cómo lo hago que siempre me junto con lo peorcito, pero en fin, ya está hecho, el tipo parece buena gente y la aventura es la aventura, donde todo puede pasar. Nos metemos por una callejuela y llegamos a una casa en la que entramos y Cleveland grita Hello. Sale una mujer gorda de tetas caídas que se alegra de ver a Clev. Nos cuenta que su marido sigue en la cárcel, que no sabe cuando le soltarán pues entró con Clev, que ella también estuvo encarcelada y que no le ha pasado nada. Que la vida es así. Y todo lo dice riéndose, que desgracias sólo son las que tú haces que lo sean. Nos comunica que no tiene nada para vender, que deberíamos probar en la casa de Fulanito. Así que salimos y Clev me dice que le espere sentado en un lugar, y así lo hago, sopesando el hecho de que llevo dos botellas de licor y otra de ron, que estoy esperando a un hombre que no conozco y al que le he dado doscientas córdobas para que compre marihuana y la venda en la isla, tercer craso error. Cualquier antropólogo consumado me vociferaría por el alcohol, por el dinero y por supuesto por la maría. Pero yo sólo soy periodista, soy un niño de 28 años y tengo ganas de llegar a la isla. Aparece Clev a lo lejos corriendo y haciéndome señas con la boca para que me adentre en los callejones que llevan a casa de su hermana. Y es que parece que aquí las manos no se usan para apuntar nada, sólo la boca. Ponen morritos y los alargan hacia el lugar al que se refieren. Le pregunto que si todo ha ido bien, me dice que sí pero que había una policía registrando a la gente y que por eso venía corriendo. Le digo que se ande con cuidado, hombre, que 28 días en libertad no son nada, una menstruación, menos de un mes, lo que vive una gacela coja en la sabana africana. Aprecia mi preocupación pero no le da importancia, y yo le hago repetir que me devolverá mis 200 córdobas. Pero qué iluso soy.

De vuelta por fin a la casa me pregunta Laura que qué hemos estado haciendo para tardar tanto y le susurro lo que hemos hecho y se descojona de mí. Comemos un pescado exquisito llamado róbalo, acompañado de arroz, yuca y banano maduro. Laura ha tirado alguna foto a la familia y el cuñado de Clev, un hombre feo como un trol de cuento, está por ahí, deambulando en silencio y sin camiseta. Gerry prepara la panga y al terminar de comer nos vamos. Resulta que al final en la panga, aparte de Clev, Gerry, Lau y yo, vienen otros once adultos, dos niños y tres bebés. Me da la impresión de que les hemos pagado el viaje a todos. También se une finalmente Harby, con el que Lau ha hecho buenas migas y que salta a la panga en el último momento. Parece que ha tenido que convencer a su madre para que le dejase ir.

El motor no es muy potente y vamos despacito alejándonos de tierra firme, dejando atrás Punta Fría, que desde el mar se ve como un panal desordenado de casas que jamás aguantarían un huracán. Bluefields fue completamente devastado por el huracán Juana en 1988 y lo reconstruyeron, pero parece que no hicieron mucho caso del desastre porque cualquier otra tormenta tropical se llevaría Punta Fría por delante. El huracán Aida que pasó por aquí hace un mes no tocó Bluefields. Gerry, protegido del sol con un gorro típico de explorador, va peleándose con el motor, que hace amagos de pararse. Las señoras y sus hijos se cubren la cabeza con toallas y camisetas y Harbi, Clev y otra hermana de éste que yo no conocía nos van dando conversación. Que si queremos comer la comida típica de la isla, pues claro, hombre, queremos ser ramas por unos días. Que cuántos días nos quedaremos, pues unos cinco. Que si nos mareamos, no parece. Y así hasta que finalmente el motor dice basta y nos quedamos un rato a la deriva a menos de un kilómetro de Bluefields, justo debajo de los postes de electricidad que cruzan la bahía de punta a punta, erigiéndose sobre el agua como delgados colosos pintados de rojo y blanco. Pangas a vela (velas hechas de bolsas de basura) nos adelantan con sólo dos ocupantes. Pangas de motor rápido provocan algo de oleaje que mece nuestra embarcación, y Gerry abre el motor y hace de mecánico en el mar. Al final consigue arrancar de nuevo y seguimos a ritmo lento. Nos dicen que se tarda unas dos horas, que Rama Cay está a dieciocho kilómetros, que no hay policía ni nada, alguna venta y poco más, que todos son pescadores y que vamos a comer sopa de ostiones y pescado, y nosotros encantados que nos sale el gallopinto y el pollo por las orejas. Y yo sigo diciendo Rama Cay, como se escribe, y Laura y la hermana desconocida me corrigen sin cesar, pues se dice Rama Ki, en inglés.

Clev parece el cachondo de la familia, porque hablando en rama hace que todos se rían, y no es de nosotros. Comenta no sé qué de las cédulas de identidad, de lo difícil que es conseguir una y más cuando acabas de salir de la cárcel, de que este gobierno es una mierda y de que una vez volcó en una panga a vela cuando llevaba un equipo de música enorme a la isla. Muy halagüeño todo. Y de repente Gerry empieza a pasar una lona de plástico hacia adelante, desenrollándola para que nos tapemos la cabeza pues se acerca lluvia. Y es terminar de colocarla y chaparrón. Qué control de la meteorología. Así que así vamos todos menos Gerry, sacrificado conductor, agachados y cubiertos por una lona de plástico negra y el agua repicando sobre nuestras cabezas y colándose por agujeros, mojándonos como yo había previsto, aunque yo pensaba en agua salada. A los diez minutos deja de llover y volvemos a sacar la cabeza y vuelve a hacer sol, así es el Caribe, tierra de huracanas y lluvias torrenciales que luchan contra el sol. Pasamos Round Key, o Isla Redonda, un islote perfectamente circular y cubierto por completo de maleza y palmeras, como si fuera la cabeza de un gigante que hace pie en el fondo del mar y sólo deja la coronilla en superficie. Y a lo lejos la silueta de Rama Cay se empieza a dibujar. Es una isla alargada, con dos montículos a los lados unidos por una depresión. No parece muy grande y está casi a la misma distancia de los dos límites de la bahía, cuyos cabos terminan un poco más allá.

Amarramos por fin en un muelle que no es sino una diminuta cala en la isla, sin playa a la vista, con un rompeolas enano que encierra una lagunita de agua donde unos niños se bañan y juegan con un velero de juguete. Alguna canoa aguanta las embestidas del oleaje y hacemos pie a tierra y escalamos el montículo donde está la iglesia morava y la casa de la familia de Clev. Hemos llegado a la isla que era objetivo del viaje a eso de las cuatro de la tarde del mismo día en el que aterrizamos en Bluefields. Es un triunfo, o eso creemos, porque en realidad no hemos hecho sino dar el primer paso de esta carrera contrarreloj que nos hemos propuesto para hacer un mínimo estudio de lo que antaño fue una tribu y se resiste a dejar de serlo. Dos blancos en una isla de ramas, sin más autoridad que la de un párroco viejo y con el viento soplando fuerte las palmeras dobladas. Pero sonreímos.