jueves, 31 de diciembre de 2009

Diez días queriendo ser Caribe IV - El sociólogo pescador

Me despierta un tirón del dedo gordo del pie, es Jeffrey que me requiere. Me levanto de un salto, enfundándome rápidamente los pantalones que seguían a mi vera y saliendo a un amanecer gris. Me dice el hermano vecino que tiene una goma que le está matando, que no consigue dormirse y que le deje por favor dinero para comprar chicha y así pasar esa resaca homicida. Clev, desde el suelo donde está dormido, le echa la bronca en rama, y Jeffrey farfulla cualquier cosa. Somnoliento y con menos capacidad de reacción que un espantapájaros le pregunto que cuánto quiere, y me dice que 100 pesos, aunque de sobra sé que una botella de dos litros de chicha vale a lo sumo treinta. Me miro en la cartera y le tiendo un billete de 200, diciéndole que no tengo cambio y él asegurándome que me devuelve los cien pesos que sobran en cuánto venga de comprar. Le digo que vale y me vuelvo a la cama, en la que duro una hora más y en la que ya me arrepiento de lo que acabo de hacer. Decido dejar de contar los errores cometidos porque al final suspendo el examen seguro.

Cuando me vuelvo a levantar coincido en este acto con Laura. Me pregunta que qué ha pasado con Jeffrey y le cuento lo de que me ha pedido dinero para beber. Ella me dice que a ella también le pidió plata pero que ella se ha negado a financiarle el pedo. Qué bien ha hecho, valiente y fría, y qué mal yo, timorato. De repente rebusca en su mochila y murmura que le falta dinero. La miro esperando una confirmación o una rectificación y ya por fin me devuelve una mirada seca y llena de sueño e incomprensión. Me faltan 2.000 córdobas, anuncia. Le pido que se cerciore y me dice que está segura. Qué hacemos, pregunto, y los dos contestamos a la vez que hay que decírselo a Clev. Mientras esperamos que éste aparezca, pues no está en la casa de huéspedes, me dice Lau que menuda noche. Yo le digo que no me he enterado de nada, y ella no se lo puede creer. Se levanta y me pide que nos vayamos a dar un paseo y que me lo cuenta con calma. Salimos fuera y nos encaminamos hacia el interior de la isla, donde hay una cancha de baloncesto y un camino asfaltado que se pierde hacia el este. Saludo a un grupo de jóvenes sentados en un porche y no me devuelven el saludo. Julio, que no estamos en La Prusia, creo que lo de ir haciéndonos notar no va a ser buena idea, me sugiere Lau, llena de razón. Me encojo y hago el amago de tirar un par de fotos. Damos media vuelta y nos sentamos en la cancha de baloncesto a fumarnos un cigarro. Lau me hace un repaso breve de su noche infernal: resulta que alguien metió en la casa, a medianoche, a rastras, al joven Harby, poseedor de una borrachera descomunal. Le dejaron tirado en el suelo y él se puso a gemir como un gato apaleado y a rascar el suelo con la uña, como en una película de terror, como en una novela negra, una vez más. Gimoteos y arañazos para preparar al espectador para un buen susto. Continúa Laura recordando que afuera no dejaron de dar golpes en la pared, que entraron varias veces y ella allí, pasándolo mal, inquieta y sintiéndose insegura. Que ha dormido poquísimo y que cuando lo ha conseguido es cuando la han robado. Por un lado agradezco no haber sido consciente de nada de esto, por otro me lo recrimino, porque Laura se lo ha comido sola y a mí en mi sueño profundo me podrían haber hecho cualquier cosa, como teorizaba ayer en casa de Jimmy. Comentamos la posibilidad de salir de aquí cuanto antes, que ya la hemos liado y no hay marcha atrás en busca de la normalidad en una isla en la que nada es muy normal. Se acerca el barbudo que ayer mandó a freir puñetas Clev y se sienta con nosotros, a pedirnos un cigarro y avisarnos de que viene lluvia. A los dos segundos su pronóstico se revela cierto y nos despedimos de él a la carrera, llegando algo mojados a la casa de huéspedes y los niños mofándose a nuestro paso.

En la casa nos espera Clev, que nos acompaña adentro y nos ve con cara de luto y pregunta y le contamos y se tiene que sentar en la cama para pasar el mal trago. No sé si estará en el ajo, pero si es de los ladrones se merece un Óscar por esta gran actuación. Él dice que estaba dormido y no se entero de nada, que qué mal, que qué vergüenza. Que no sabe quién ha podido ser, que qué vamos a hacer. Le decimos que no nos interesa saber quien ha sido, que nos da igual, que el caso es que ya no estamos cómodos y que no sabemos muy bien qué hacer, si irnos cuanto antes o esperar. Clev repite mucho la interjección ay, como cuando una desgracia tremenda se cierne sobre tus posesiones y tú no puedes hacer nada. Yo me creo su sorpresa y su decepción y le adelanto que se lo vamos a decir a su padre, que debe saberlo. Él está de acuerdo, pero no sale de su asombro. Laura fuma en silencio y bebe agua de una garrafa de plástico blanca. Yo tengo sed pero algo me dice que me la aguante.

Entra por fin el párroco para anunciar que el desayuno está servido y Clev le resume lo que ha pasado. La expresión del cura no cambia demasiado. Nos mira vestido en resignación y nos dice que le da mucha vergüenza, que a él también le han robado dinero de los bolsillos sus propios hijos, porque él duerme con el dinero encima. Que tendríamos que haber tenido más cuidado, que no tiene sentido acusar a uno porque habrán sido tres, y que entiende que nos queramos ir si es eso lo que tenemos pensado hacer. No hace amago de pedir disculpas, ni se sorprende como su hijo Clev. La cara del que conoce los vicios de su comunidad y siempre pondría la otra mejilla. Le respondo que no queremos acusar a nadie, que simplemente estamos acongojados, que no sabemos qué hacer, que yo siento mucho lo que ha pasado pero que tenemos que pensar. Nos invita a desayunar y baja la cabeza murmurando que le corroe la vergüenza, que es su familia.

En el desayuno Clev nos confiesa que su padre le ha echado la bronca por haber traído alcohol. Que todo lo que ha pasado se debe al alcohol. Me pregunta por Jeffrey, que qué ha pasado esta mañana. Le narro lo del dinero para beber y que me debe 100 córdobas y él me asegura que en cuánto le vea se las pide.

El ambiente está caldeado, el sol pega duro y nos dibuja la isla como es, pequeña y sucia, como parece ser que son algunos de sus habitantes. No estamos cómodos, claro, ahora somos más blancos que nunca, pobres víctimas de un robo etílico en una isla en la que el Cañita es veneno de virtudes. Jimmy está enfadado con Clev, el cura está decepcionado con Clev por traer alcohol, Lemond y Jordan están molestos con Clev, y Clev está enrabietado con Jeffrey por pedirnos dinero así. Y Lau y yo en medio, en tierra de nadie en una batalla que no es nuestra.

Hemos venido a una isla y hemos roto su rutina en una noche. Un observador con su mera presencia perturba lo que es objeto de estudio, pero al menos intenta mantenerse al margen y no entrometerse en la vida del ser que busca comprender. Y nosotros hemos cometido todos los pecados capitales que cualquier antropólogo aprende en su primer día de carrera. Somos el hazmerreir de las ciencias sociales, violadores de la más obvia norma que rige la labor del analista, ingenuos transgresores de la cotidianidad que pretendíamos conocer. Todo esto me recrimino para mis adentros, sintiéndome tan ridículo como culpable, mientras devoro un plato de huevos revueltos con demasiada sal y un café riquísimo acompañado de dos panes de coco que tengo que importar a España.

El padre hace repicar la campana, están a punto de ser las ocho y toca misa de niños. A las doce es la misa dominical por antonomasia y hacemos valer nuestros deseos de ir. Clev nos dice que claro, pero que antes nos vamos a dar una vuelta por la isla, al otro muelle, el que queda al sur, y en donde está la casa de su primo Danly, que seguro que nos gusta conversar con él.

Cruzando la isla, que de punta a punta se hace en diez minutos, Clev me comenta que tiene un resacón durísimo. A sus 38 años está viviendo una segunda juventud, es lo que tiene vivir un tiempo entre barrotes, que fuera de ellos todo es casi nuevo. El viento sopla fuerte y nadie está pescando. En algunos balcones los ancianos ven pasar la poca vida de la isla y entre las casas de madera, en algún claro, algún hombre teje redes de pesca. Es en este lado de la isla donde hay más casas y el suelo es en su mayoría conchas, de ostras y almejas, solidificadas y formando el suelo que pisamos.

De camino a casa de su primo nos cruzamos con Jeffrey, vestido con la misma camiseta de ayer, aunque yo también, pero él con lo ojos ensangrentados, ojos del que prefirió seguir bebiendo que dormir. A modo de buenos días Clev le recuerda en tono aspero y en inglés que de amanecida me pidió dinero para chicha, que le di 200 córdobas porque no tenía ningún billete más pequeño y que por lo tanto le toca aflojar 100 córdobas. "Give him the hundred córdobas, please", le indica Clev, mirando hacia otro lado pero dejando claras las palabras. El otro pone cara tonto y me mira encongiéndose de hombros. "Me diste 100 córdobas, hermano", me dice. Doy dos pasos al frente y le digo con la mejor y más falsa de mis sonrisas "I didn't have a 100 córdobas note, so I had to lend you two hundred. You even told me that you were going to give me back 100 córdobas". Termino la frase, dicha casi sin respirar, y él suelta improperios en español y en rama, empezando su ristra de blasfemias por "ah, la puta", y el resto ya ni lo entiendo ni lo quiero entender. "You gave me 100 córdobas", repite al final. Suspiro, me rindo, prefiero perder 100 córdobas que discutir con un imbécil. "OK, OK, then maybe it's me than I'm wrong. I thought I gave you 200 córdobas, but if you say that it was 100, then I believe you", miento condescendiente. Me tiende la mano dibujando orgullo con la boca y yo le tiendo la mía cagándome en su puta madre por lo bajini. Él sigue su camino y nosotros el nuestro, yo explicándole a Clev que no pasa nada, que ya está, y cogiendo luego a Laura por banda para poner a parir al hermano borracho y mentiroso. Dejamos atrás el casuto donde está el motor que produce la energía eléctrica y del que es responsable Jimmy. Es un motor a gasolina del tamaño de un coche pequeño y casi tan alto como yo. Es todo un armatoste y está accesible para cualquiera, incluidos borrachos que fumen y hagan saltar esta parte de la isla por los aires, pero esos son mis elucubraciones, que están un tanto pasadas de revoluciones.

Pasamos por delante de la escuela de primaria, el otro edificio, junto a la iglesia y el instituto, que está pasada la casa de Jimmy, que es de cemento y no de madera. Como todas las escuelas que he visto en Nicaragua, es una estructura de una sola planta, rectangular y dividida en pocas aulas, y pintada de azul y blanco. Y terminamos llegando a casa de Danly, pero no hay nadie, así que seguimos recto hasta el extremo de la isla, donde hay otro muelle. Un hombre cubierto por una gorra blanca limpia pescado ayudado por sus dos hijas, y junto a su panga, en el agua, un cerdo se da un paseo. Hay poca pesca a los pies del pescador que, descalzo, descarga de aparejos la panga, que me fijo que no es más que un tronco vaciado y esculpido en forma de canoa. Tras el hombre y metida en el cobertizo que hace de lavabo, una mujer observa el resultado de una madrugada de faena. El cerdo es el único ocioso en la escena. Echamos un vistazo al horizonte que se nos ofrece desde este lado de la isla, salpicado de islotes y tan nublado que el extremo de la bahía de Bluefields queda como una pequeña línea negra partiendo el gris del mar con el gris del cielo, como la imagen que da un televisor sin sintonizar, raya negra entre grises difusos. Ante tan pobre panorama nos damos la vuelta y volvemos hacia casa de Danly, a ver si ya ha vuelto. De camino Clev nos señala una hierba y nos dice que es albahaca, que se puede hacer un té muy rico con ella. Lau coge seis hojas de las más grandes y se las guarda en el bolsillo. Huelen realmente bien.

Frente a la casa de Danly hay ahora cuatro jóvenes de esparcimiento absoluto entre palmeras. En vacaciones navideñas y con el viento impidiendo la pesca y la lluvia amenazando con caer, sólo hay una cosa que un joven puede hacer en la isla: nada. Y ahí están haciendo nada, sentados en el suelo, apoyados en el árbol o tirados en una hamaca. Nos saludan y nos piden que les tiremos fotos. Posan chulos y guapos y se ríen con Laura. Uno de ellos es Danly, que entra en la casa con nosotros. Allá está su abuelo, hermano del párroco Cleveland. Por lo tanto, Danly y Clev son primos. El viejo se tiene que ir, dice, se disculpa y nos deja en la casa con Danly, su hermano y su abuela, ocupada en los fogones. No son ni las nueve y está dándole duro al pescado, el arroz y el plátano verde. Danly tiene mi edad, 28. Lleva una camiseta negra de tirantes y, sorprendentemente, un bañador de esos estilo hawaiano, blanco y con flores azules silueteadas. Y digo sorprendentemente porque es el primer nica que veo con bañador. No sólo los que he visto en el mar, en San Juan y en Playa Madera, se bañan con camiseta (y luego por la calle van muchos con nada encima), sino que lo que les cubre los muslos es o un pantalón corto o un calzoncillo oscuro. Es el primer bañador que veo sobre cuerpo masculino nica. Su vestuario termina con un gorro azul eléctrico, de esos que se ponen los negros y que va muy ceñido, como si fuera de nadador pero sin serlo. No sé qué función tiene, es como un pañuelo puesto muy tirante. Danly tiene cara asiática, de pómulos salientes y limpios, ojos ovalados y tan grandes como oscuros y labios finos. El color de la piel es un marrón clarito que podría recordar al amarillento de los filipinos. Su hermano, acurrucado en una silla contra la pared, cuenta 26, viste pantalón corto a cuadros y una cinta en la cabeza sosteniéndole el pelo rizado en punta. Tiene la cara más afilada que su hermano mayor y piel más clara, además de tener una complexión más pequeña, por lo que ahí sentado, con los pies también en la silla y las rodillas dobladas a la altura de la nariz, parece un mono en descanso. Él no habla mucho, pero Danly sí, está interesado en nosotros. Es sociólogo - qué rotura de estereotipos, Señor - y ahora quiere estudiar arquitectura, o diseño, porque le gusta pintar y construir. Ha expuesto cuadros en Bluefields y aunque considera que el estudio tal vez no le facilite el encontrar un trabajo en este país, no quiere perder la afición de aprender. Estoy alucinado con el acceso universitario de este lugar. En La Prusia son pocos los que optan por hacer algo más allá de primaria. Que Alex, el de la obra, se haya apuntado a secundaria es motivo de orgullo para la ONG. Y aquí resulta que los hijos de los pescadores rama, que viven en una isla exactamente igual que hace 200 años, van a la universidad porque mantienen las becas gracias a las buenas notas. De acuerdo, son indígenas y lograron algunos privilegios cuando se levantaron contra el gobierno sandinista, entre ellos las becas para estudios, pero éstas también las pueden pedir los prusianos, si quisieran y si se esforzaran. Realmente estoy admirado por el espíritu combativo de los ramas, que empuñaron armas y ahora empuñan el querer saber.

Danly resulta ser una fuente estupenda de información. Me dice que él hizo un estudio de las etnias en Bluefields para la universidad y que entiende lo que queremos hacer, entenderles un poco. Me inquiere por las preguntas que tengo que hacer, y le digo que no me he preparado ninguna, avergonzado por la falta de recursos y por la lección de periodismo que me está dando el tipo. Se muestra sorprendido por el hecho de que no lleve un listado de preguntas, y Laura me saca del paso explicándole que queremos saber de todo sobre sus costumbres, más que cosas concretas. Cómo viven y eso. No sé si estoy sonrojado asistiendo a este momento, pero debería estarlo. Yo, occidental, leído y supuestamente cultivado, afincado en un lugar en el que ir a la universidad es poco más que un trámite y habiendo estudiado una carrera que denominaron periodismo y en la que me debía haber aprendido ciertas cosas, estoy siendo aleccionado por un hombre que vive en una isla de un país por desarrollar, o eso dicen, que es parte de una comunidad a la que no atiende ningún gobierno, destinado, o eso suponíamos, a vivir al día, de la pesca o de lo que cultiven en tierra firme, a seguir una tradición que a lo sumo perpetuaría a su tribu en la miseria pero a él no le llevaría a ningún lugar lejano a una isla en la que es alguien. Se me derrumban mitos y creencias, el sentido de las cosas se desvanece ante mis ojos, el hombre que tengo frente a mí encarna mi completa ignorancia del mundo y él no lo sabe, no puede saberlo porque yo soy el blanco que ha venido de tierra lejana para ver cómo de atrasados viven unos seres de los que muy pocos han oído hablar. Qué colleja me está dando la vida.

Le sacan una jarra con chicha a Clev, tirado en la hamaca, buscando quitar un clavo con otro clavo, refrescando un gaznate exhausto. Danly rechaza la jarra porque mañana se tiene que levantar temprano, que tiene que ir a Bluefields. Le pregunto que cómo va, interesado en saber si podemos unirnos a su panga si al final decidimos irnos. Me dice que a remo, en canoa. Que se levantará a las tres de la mañana para llegar allí a las ocho. Me quedo sin lengua y con los ojos tan grandes como los de una vaca. 18 kilómetros por mar poco calmo, de noche, en cinco horas. Le digo, incrédulo, que va muy rápido. Él hunde un poco la cabeza entre los hombros y deja escapar un "yeah, I go fast", dándole tanta relevancia como a sacarse un moco. Para mí que eso es plusmarca mundial.

La abuela nos ofrece compartir el almuerzo. Aunque no tengo hambre, estaremos en algún momento entre las nueve y las diez, acepto gustoso el ofrecimiento, y mientras paladeo otra ración de pescado y dejo de lado el plátano, atiendo a lo que me cuenta un entusiasta Danly, que debe sentirse importante por estar descubriéndome su isla y sus raíces. Y lo que viene a continuación es lo que aprendí de un chaval que no se creía más de lo que era, un hombre en un mundo tan grande como su experiencia, ni más ni menos, porque de qué nos sirve saber cuánto mide el globo terráqueo si sólo somos capaces de andar tres kilómetros en una hora. Mucho tendríamos que pasear para creernos conocedores de lo que se cuece en este planeta loco que se me desmonta por momentos.

Se dice que, siglos atrás, Rama Cay eran dos islas, pero que a los ramas les gustaba tanto comer ostras y almejas que, de tanto tirar las conchas al mismo lado de la costa de la isla más grande, terminaron uniendo las dos, formando un montículo de esqueletos de crustáceos y haciendo más grande su territorio sólo gracias a su voracidad y a su poco variado menú. Dos islas unidas por una montaña de ostras. Es de cuento, es digno de una leyenda, pero cuando eres consciente de que parte del suelo que pisas de Rama Cay es sólo concha, te paras a pensar en si el mito es real, quién sabe qué resultado pueden dar años y años de engullir cuerpos viscosos y de arrojar sus caparazones, siempre al mismo sitio, siempre al mismo sitio.

Danly teoriza sobre por qué los ramas vinieron a Rama Cay y se quedaron. Ya el hecho de que alguna vez se lo haya preguntado es admirable. También lo es el que no se quedase ahí sino que fuera más allá, buscando en serio una explicación. Pero lo que es aún más encomiable es que, ante la falta de respuestas convincentes, él emplease el sentido común para hacer comprensible el asentamiento de una tribu entera en una sola isla. Porque es fácil de defender y porque es la isla más cercana a tierra de bosque, que es lo que hay en el lado más próximo de la bahía. Le digo embobado que es una teoría perfectamente razonable, y él se hincha y se reafirma, sí, es posible que eligieran Rama Cay por eso. Y para justificar aún más una teoría que a mí me parece válida, porque una teoría lo suficientemente buena y original no tiene porqué ser cierta, se arranca con otro cuento ancestral que nos lleva al S.XVIII, cuando por fin los misioneros holandeses consiguieron doblegar el alma politeísta y caníbal de los rama.

En un arranque de patriotismo, de orgullo de raza, de rabia en la sangre y en los genes, Danly, el profesor que no hace por serlo, me resume un poquito de la Historia de su gente. Cuando los colonizadores llegaron, primero los españoles, que no hicieron tierra pero sí quisieron evangelizar las islas, fracasaron en todos sus intentos. Los rama les esperaban en la isla y les masacraban antes de que los que vinieron de muy lejos pudieran siquiera dibujar la cruz en el aire con la punta de sus dedos. En la isla más cercana, llamada muy acertadamente la Isla de los Misioneros y alejada algo más de un kilómetro de Rama Cay, se establecían los voluntariosos colonizadores. Por la noche, y con el cuchillo entre los dientes porque no hay otra manera, los guerreros rama nadaban hasta allá y degollaban a los que decían traerles la verdadera Fe. Y así durante dos siglos, hasta que la insistencia dio sus frutos y fueron los misioneros holandeses los que lograron el propósito moral. No fue hasta la supremacía de los miskitos, facilitada por los intereses ingleses, que los sometidos rama se adscribieron a la iglesia morava, dejando en el pasado dioses que ya no se recuerdan y costumbres antropófagas mal vistas por los británicos.

"You should be proud of your History", le incito, y él se hincha como un globo de helio y sí, se reconoce orgulloso de ser rama, de saber de dónde viene. Me dice que ese afán combativo no se ha perdido, que su padre murió en la guerra, en la contra que organizo Reagan cuando cayó Somoza y a la que se unieron los indígenas sólo porque los enemigos de mis enemigos son mis amigos. Reagan quería quitarse de en medio a un gobierno de izquierdas que podía ser pasto del comunismo y que, más importante para los verdaderos intereses yankis, estaba declarando inválidas las concesiones de explotación que el anterior gobierno había dado a empresas madereras, azucareras y cafeteras no sólo estadounidenses sino también alemanas y holandesas. Por su parte los indígenas de la costa atlántica sólo querían conservar sus tradiciones, sus formas de posesión y explotación de la tierra, lo cual chocaba de frente con la reforma agraria que el gobierno sandinista estaba haciendo cargado de buenas intenciones. Pero las buenas intenciones muchas veces conducen a los peores desastres, y los indígenas se levantaron en armas y se unieron a la contra, consiguiendo parar al ejército sandinista en la selva, en su territorio. Así que si primero combatieron contra doctrinas occidentales, luego lucharon contra el que quería imponerles un reparto de tierras que nunca había sido ni efectuado ni pedido en esta zona de Nicaragua que tanto cuesta reconocer como tal. Así que los rama, como los miskitos, creoles, garífonas y sumus firmaron un pacto con los sandinistas, deponiendo las armas pero consiguiendo una autonomía que ningún otra región de Nicaragua tiene. Conservan, por ley, la forma de transmisión de la propiedad, la forma de explotación de sus tierras, la forma de gobierno local, que es un atractivo e idealista Consejo de Ancianos, y el derecho a vivir donde viven sin que ningún poder les pueda expropiar. A cambio, se reconocen bajo el poder del gobierno de Nicaragua y sus leyes y Constitución. Quid pro quo en gente que no sabe qué es el latín porque tienen una lengua igual de antigua y no está muerta.

De repente recuerda algo y se emociona contándonos que el mismísimo Ortega va a venir a la isla, que les va a visitar. Se muestra partidario del supuesto gobierno de los pobres, porque él se reconoce pobre aunque yo cada vez tengo más difusa la frontera entre el rico y el pobre. Promete que le va a escribir una serie de cartas dándole las gracias por muchas cosas, como las becas de estudio, la luz eléctrica, que llegó a la isla hace sólo un año, la escuela de secundaria que se construyó en la isla hace sólo dos años. Que le da igual lo que la gente piense de ese acto que sólo es de agradecimiento. Yo no discuto con él de política, porque no hay cosa más absurda que enfrentarse a unos ideales por muy absurdos que lo consideres, porque es obvio que este gobierno es sólo el gobierno de los pobres que se suscriben al partido, olvidando a los que no lo hacen ejerciendo su absoluto e inalienable derecho de elección, pero es que eso es obvio para mí, que no soy de aquí y cada vez menos de ningún sitio mientras permanezca sentado bajo este techo que me está regalando tanto conocimiento no empírico. Yo venía buscando formas de vida y me están narrando afinidades políticas en una isla en la que hace un tiempo estaría seguro que éstas no sirven de nada. Así que dejo que Danly me cuente las virtudes que él ve en este gobierno, porque yo me siento un casco azul en Kosovo, limitándome a estar ahí presente y en posición, pero sin intervenir, porque esa no es la misión. La misión es absorber, y tengo los poros abiertos como las piernas de una puta tailandesa el día en el que desembarca la marina yanki.

Y luego me cuenta cosas sobre él. Me dice que por su buen hacer en la carrera fue invitado a un simposio sobre etnias y tribus en Japón. Sí, en Japón, a yo donde sueño con ir, porqué no, y él, huérfano y nieto de pobres, habitante de una casa de madera con suelo de tierra, ya ha estado allí. Exaltado me dice que estuvo a punto de no ir, que justo por aquél entonces una mujer de la isla le acusó de violación y que de no ser por la mediación de su primo Clev aquí presente, al que respetará y honrará desde entonces por siempre, no se habría podido ir y tal vez hubiera acabado en la cárcel. Que llegó a estar dos días encerrado y que no fue hasta que Clev se plantó en la puerta de la supuesta víctima que ésta reconoció su mentira, dejándola patente en la vista previa a la que no acudió, y por ello Danly pudo ser liberado y puesto en un avión camino de Oriente. Le pregunto por su impresión de Japón, esperando que me relate con entusiasmo las grandes diferencias que tuvo que notar y palpar. De una isla perdida de Nicaragua a la isla menos perdida del mundo. Pero no se muestra aturdido por el salto cualitativo, por el aterrizaje en la tierra del progreso tecnológico, por el vivir durante unos días en edificios de muchas plantas y con cisternas y lavabos de porcelana, por el acudir a universidades con tecnología wifi y viajar en el metro más rápido del planeta. Como quien lee la guía telefónica explica que es interesante ver de lo que es capaz el hombre, pero ya está. No exclama, no enfatiza, no muestra admiración por el Lejano Oriente, en donde comenta divertido que pasaba por japonés, provocando la risa ahogada de su hermano, sentado inerte en una esquina.

Es entonces cuando Laura nos apremia para irnos a misa, y yo le doy las gracias a Danly por todo, por la comida, por la chicha, pero sobre todo por todo lo que me ha contado. Le digo que probablemente deje la isla mañana y que si lo considera tiempo suficiente como para pintarme algo rápido, que me encantaría tener un recuerdo suyo y que ya que es pintor, entre otras muchas cosas, no se me ocurre un recuerdo mejor. Por supuesto le pagaré, le aseguro. Me responde que por supuesto, que se va a buscar sus "crayons" y que tarda una media hora en complacerme. Nos despedimos y nos alejamos, yo sintiéndome con parte de la misión antropológica cumplida y con Laura sudando tinta por una diarrea explosiva que le está empezando a martirizar. Sopesamos la posibilidad de que la causa sea el agua que bebió esta mañana y le preguntamos a Clev por la llave del retrete. La debe tener su padre, así que vamos hacia la casa, que aún falta un ratito para la misa y lo que no puede esperar son los intestinos castigados de mi compañera. Con Laura imprimiendo paso ligero vamos Clev y yo charlando, yo mostrándole mi agradecimiento por la enriquecedora visita a Danly y él comentándome que no puede parar de pensar en lo del robo de los 2.000 córdobas, que se siente muy mal por ello pero que aun así, viéndome confiado de nuevo, deberíamos quedarnos más días como habíamos planeado en principio. Yo le confieso que yo también opino así, que lo que pasó, pasó y no tiene porqué repetirse si no ofrecemos más bebida y nos andamos con más ojo con el dinero. Pero que yo solo no hago nada en este viaje, que vine con Laura y con Laura decido, que así planeamos el viaje, así lo hemos empezado, así lo vamos a continuar y así lo vamos a terminar. Todo a dúo, como los buenos cantantes, como los profesionales equipos de fotoperiodismo. Entre dos no hay democracia, sólo consenso.

Justo antes de ascender hacia la iglesia y las casas de los McRea pasamos por delante de una en la que dos tipos que podrían formar una pareja cómica están sentados en la escalera. Nos piden una foto, y se la merecen. Los dos llevan gorra y botas de agua y pantalones claros y manchados. Los dos comen mientras nos miran. Uno es bajito y con bigote y el otro delgado, espigado y con coleta. Les dejamos en la misma postura y continuamos nuestro camino, Laura contando los segundos y nosotros siguiéndola de cerca.

En la casa del padre McRea no está él, y Laura solloza que dónde están las llaves del baño. Sólo le falta agarrar por las solapas a una de las niñas y zarandearla mientras implora por las llaves. No me quiero imaginar cómo Hiroshima se está desatando en sus entrañas. Finalmente aparece la madre con las llaves y Laura huye encorvada al retrete. Aún faltan unos minutos para la misa y yo me quedo con Clev, que sigue diciéndome lo mismo que ya me ha taladrado durante la mañana, sobre su goma y sobre lo triste que le hace sentir el robo, así que yo pongo el salvapantallas y me quedo rumiando la charla con Danly, asintiendo de vez en cuando y diciendo "yes, yes" a cada rato para que Clev siga dándome banda sonora hasta que vuelva Laura, a la que esperamos en el camino. Justo por allí hacen acto de presencia los dos modelos que acabamos de dejar, el alto y melenudo y el bajo y bigotudo. Los dos con los ojos entrecerrados y cuchicheando con Clev. Preguntan por marihuana y por chicha, a lo primero Clev dice que sí y a lo segundo les indica dónde pueden comprar. El bajo le dice al de la coleta que vaya a por la chicha, y éste, mirándonos a nosotros, sólo dice "na". "Go", "na"; "go", "na". Y así un rato, y Clev y yo mirando a uno y luego a otro, a uno y luego a otro, como en el ping pong. El bajo le da golpes en el hombro a su compañero vago, y éste sacude el hombro sin fijar la vista en ningún sitio. Se me asemejan de repente a Mortadelo y Filemón, estando claro cuál es cuál aunque ni Filemón tiene bigote ni Mortadelo un solo pelo en la cabeza. Finalmente el del bigote se da por vencido y se aleja en busca del licor, quedándose Mortadelo con Clev haciendo el negocio. Yo me alejo un rato cuando veo a Laura acercarse. En ese momento no me lo dijo, pero a los días me narró cómo es cagar en Rama Cay y yo me congratulé de haberme erigido como teniente coronel de mis tripas, a las que ordené silencio y se quedaron dormidas. Esto es lo que me describió. La puerta azul que encierra el infierno hecho de caca, pura caca, es lo único de color en el cagadero de la familia McRea. Dentro estás prisionero en un metro cuadrado por dos de alto, tan nauseabundo que haría vomitar al mismísimo monstruo del Golgotha. Un agujero hecho en el suelo de madera podrida, cercano a la pared contraria a la puerta, conduce tu mierda hacia un pozo de heces acumuladas durante décadas, y de él sale un aroma que da sentido a la palabra asqueroso. Allí, donde la ventilación se reducía al aire salado que aullaba entre la madera y el techo de zinc, Laura tuvo que pasar una de las pruebas más salvajes de su vida, una que no habría superado ni Lara Croft. Armada con toallitas perfumadas hizo lo que había ido a hacer, anulando sus sentidos para no morir asfixiada y saliendo de allí con alivio y perturbación. Todo esto me lo contó entre risas cuando hubo superado el trauma un día después, y yo casi deseé haber conocido tan siniestro lugar.

Con su misión cumplida y Clev todavía trapicheando, Lau y yo nos acercamos hacia la costa donde nos bañamos en agua sucia ayer a contemplar el mar rizado. Ella se arranca sin previo aviso asegurándome que hay que salir de aquí, de esta maldita isla a la que hemos venido sin ningún tipo de preparación ni mentalización, con demasiado dinero, con demasiada confianza y traídos por un tipo del que lo único que sabemos no es precisamente lo propio de un santo varón. Me cuenta Lau que al volver esta mañana de lavarse los dientes las hermanas menores de Clev le han aconsejado que no nos fiemos de él, que es bicho malo. Yo no doy mucho crédito a lo que digan las hermanas, si acaso el mismo que le doy a Clev. Encuentro razonable que las dos chicas, recién habiendo salido Clev de la cárcel, no lo tengan por un angelito. Pero me sigo resistiendo ante la idea de que él esté actuando, que sea él el que tenga los 2.000 córdobas, o lo que quede del botín. Para qué, si nos está esquilmando el dinero que quiere con argucias poco elaboradas pero efectivas para saquear la cartera de un gringo. Ni la gasolina vale 600, ni la comida en casa de su hermana en Bluefields 100, ni veré los 200 córdobas que le dejé para marihuana, y le seguiré cigarrillos hasta que le vea por última vez. Siendo todo esto así no tiene porqué robarnos con nocturnidad y alevosía si lo puede hacer de día y con falacias, en nuestra cara y con nuestro consentimiento. Pero todo esto no vale de nada, porque lo que de verdad importa es que Laura no está a gusto, por el robo, claro, por Clev, por la diarrea, por demasiadas cosas que inclinan la balanza. No quiere estar con la mosca detrás de la oreja cada minuto que pase en la isla, dice esgrimiendo la lógica, y remata que nadie puede asegurarnos que esta noche no vaya a ser exactamente igual que la anterior, que si ha pasado una vez puede pasar todas las que sean. Es cierto, aquí estamos solos y en sus manos. Pero el caso es que yo no estoy seguro, respondo cuando me pregunta mi parecer, que yo aguantaría más días, que ya no habrá alcohol de por medio, que escondemos el dinero si hace falta... pero que en realidad tampoco las tengo todas conmigo, por lo que a mi falta de convicción le puede su malestar, así que no hay más que hablar, nos vamos y santas pascuas, esto es cosa de dos, ella no quiere quedarse y eso prima.

En su calidad de fotógrafa ha usado su objetivo varias veces ya, no todas las que quería, pero alguna, y le puede valer si completamos el viaje más allá de Rama Cay. Y a mí... ya llevo 25 páginas de Word, o sea que será que me vale también si sólo han pasado 36 horas desde que aterrizamos en Bluefields. Un estudio antropológico mínimamente digno llevaría meses, y pensábamos quedarnos cinco días a lo sumo, así que tampoco es tanta la decepción en cuánto a que el viaje había sido concebido en torno a Rama Cay y nos vamos a largar de aquí antes de lo previsto. Así que dicho y hecho, ya tenemos una respuesta que darle a Clev: mañana nos vamos en la primera panga que salga hacia Bluefields, y se acabo, que nos habéis robado, perros. Los antropólogos que no saben ni lo que eso quiere decir pondrán pies en polvorosa ante la crudeza de una isla que no conocíamos y que nos vamos sin conocer del todo pero habiéndola alborotado.

Como Clev no termina nunca con sus negocios con Mortadelo y Filemón, que ya ha vuelto con la chicha y ahora se han transformado en Pepe Gotera y Otilio, pero ya no tengo claro quién es quién, Lau y yo nos metemos solos en misa, que está a punto de empezar. El reverendo está sentado tras un órgano que toca un hombre con gafas, y tras ellos un coro de mujeres cansadas. Entonan melodías de sirena y nosotros somos Ulises resistiéndonos a sus encantos, amarrados al mástil sabiendo que no debemos hacer caso a los que nos regalan el oído, que sólo fuera de esta isla volveremos a sentirnos tranquilos.

Ocupamos unos asientos del final y la iglesia se va llenando con cuentagotas. La misa arranca, en inglés, y a los dos minutos somos nombrados en el discurso de Mr. Cleveland. Nos agradece nuestra visita, espera que seamos tratados con la hospitalidad que mandan las escrituras y nosotros respondemos levantando la mano en un acto absurdo porque, no nos olvidemos, somos los únicos blancos en la isla, fácilmente identificables sin que nadie nos presente en público. Y arranca la ceremonia, leyendo pasajes de la Biblia a veces en un inglés que no lo es del todo y a veces directamente en rama. Presto toda la atención que puedo, pero la voz áspera del cura y los desvaríos idiomáticos llevan al traste todo intento de enterarme de algo. Además, aparece el sueño, que acabamos de almorzar. Por fin aparece Clev, que se sienta a mi izquierda, Lau está a mi derecha. Al rato Clev da cabezadas y yo le tengo que despertar en una ocasión con un sutil toque de codo. Cuando todos se levantan nosotros nos levantamos, y cuando todos se sientan, nosotros nos sentamos, todo con una laxitud de miembros que da miedo. Tras lo que es una hora de muchísimo más que sesenta minutos la gente empieza a irse y nosotros les imitamos. Clev anuncia que se va a echar una siesta y Laura secunda la moción. Volviendo a la casa de huéspedes le comunico a Clev nuestra decisión de dejar la isla mañana. Él se muestra abatido pero se une a nuestros planes, que dice que de todas maneras tiene que volver para irse en algún momento a Managua a hacer la entrevista para un trabajo que necesita.

En el porche de la casa está Jimmy, que nos saluda sin resentimiento y nos pregunta qué tal la mañana. Le contamos que hemos estado en casa de Danly y que luego en misa. Nos despliega las tabletas blancas que tiene por dientes, saluda a Clev por saludar y se aleja balanceando los hombros hacia la casa de los padres. Caemos rendidos sobre la cama y Clev, de nuevo, sobre el duro suelo.

Una siesta de dos horas nos repone tanto como nos deja para el definitivo arrastre. Mientras dormíamos, ha llegado la panga de los músicos de Bluefields que vienen a ponerle himno a la promoción de los alumnos de secundaria. No sabemos dónde estarán, bebiendo chicha probablemente para darle otro sonido a las trompetas y trombones. Por su parte, Clev propone ir a ver una nueva vista desde la isla. Bajamos al muelle donde desembarcamos ayer y andamos sobre el pequeño rompeolas que cerraba la laguna donde unos niños jugaban a ser marineros. Cruzamos de punta a punta el murito de cien metros hecho de piedras y arropado en alambre, hacia la punta más al este de la isla. Hace aire y el agua nos salpica las piernas y el enrejado nos atrapa las sandalias, pero lo logramos con mucha pereza y cero entusiasmo. La verdad es que lo que se ve desde este punto es un poco más de lo mismo. Mar revuelta moteada de islas e islotes. Así que dos fotos por cumplir y media vuelta. La verdad es que Clev hace por enseñarnos cosas, pero no estamos en el reino de las variedades, que digamos. Y sigue quejándose de una goma que no se le pasa, que si tiene piedras en los riñones, que si se ha desacostumbrado en la cárcel, que si bebió mucho o poco. Agradeciendo que el ruido del mar enmudece algo a Clev, volvemos a la casa de huéspedes y de ahí a ver si Danly a hecho ya el dibujo, todo planeado única y exclusivamente por Clev, que yo no quiero acosar al artista. Nos encontramos al sociólogo pescador a medio camino y se excusa diciendo que es que uno de los músicos es su primo y se ha quedado con él bebiendo chicha. Que va ahora mismo a por sus rotuladores. Yo le intento decir que suave, hombre, suave, que no hay prisa, pero ya ha salido corriendo a por sus herramientas.

Retornamos a la casa de los padres de Clev a tomarnos el té de albahaca que Lau recogió antes. Allí está Jimmy afeitándose, que hay que estar guapo para la promoción y la fiesta de después. Pierde su aspecto de atractivo cavernícola pero gana imagen de buen tipo. Las chicas están arreglándose y el padre está sentado mesándose el pelo. Le comentamos que nos iremos mañana muy pronto, que todo está bien, que han sido muy hospitalarios, pero que preferimos irnos. El padre asiente y se gira para hacerle una carantoña a un niño que pasa corriendo hacia la cocina. Al rato salimos y ya está la gente agolpada frente a la puerta de la iglesia, que es donde se va a celebrar el acto. El interior está a rebosar y a las ventanas se asoman niños, abuelos y jóvenes. Los músicos van de negro y son siete chavales también negros, alguno con gorra y pulsera roja, verde y amarilla y todos van con zapatos más negros e instrumentos abollados dorados y plateados. Un tambor y el resto es viento. De entre la multitud de fuera destacan por el contrario los seis que se gradúan, embutidos en una túnica blanca y con bonete del mismo color y ribete azul. Llevan una banda al hombro con el año de su promoción. A su vez la iglesia ha sido decorada durante la tarde por los niños de la isla, y tiene spray dorado en paredes y en el suelo de la entrada, globos agitados por el viento y en el altar se ha desplegado una pancarta conmemorativa de la segunda promoción de secundaria en el instituto de Rama Cay. Bajo la pancarta hay seis sillas para los homenajeados. La banda empieza a tocar un himno y uno a uno y de la mano de un familiar van entrando los que ya terminaron secundaria. Sentados en una loma cercana a la entrada de la iglesia, Lau me dice que le asquea lo británico y colonial que es todo el rito este. Al rato nos levantamos con Clev y volvemos a la casa de sus padres, que esto va para largo y no tiene mucho más que ofrecer.

Antes de entrar en la casa aparece Danly a la carrera con el dibujo en la mano. Es una cosa simple, colorida, dibujando la imagen de Rama Cay vista desde el norte. Es un recuerdo estupendo. Le digo que cuánto y me dice que 50, que ha vendido otros dibujos parecidos por 300, pero que 50 están bien. Sin hacer el más mínimo amago de dar más dinero, le doy los 50 y las gracias y hasta más ver, amigo.

Nos hacemos fuertes en las hamacas del comedor. Hablamos sobre esta noche, que no vamos a beber ninguno y Clev apostilla que no quiere juntarse con sus hermanos, que seguro que estarán en la fiesta de la promoción. Así que decidimos que simplemente buscaremos a alguien que vaya mañana lunes para Bluefields y nos damos una vuelta y eso basta.

Mientras la señora de la casa cocina la cena, Clev nos cuenta sus peripecias carcelarias. Por ejemplo, que cuando llegas tienes que comprar la cama, si tienes dinero. Si no, te toca hamaca o el suelo. Que ha conocido a tipos que dormían en hamaca desde cinco años atrás. Pero él tenía dinero y se pagó una cama. Relata que le respetaron al principio porque en la celda en la que le pusieron con otros 47 reos estaban dos colombianos con los que había hecho negocio y le apadrinaron. Cuenta que allá adentro siguió vendiendo marihuana, que de eso vivía allá, de eso y de la comida que le llevaba su madre, porque lo que le daban en la prisión de Bluefields no era digno ni para las cabras. Que sus mejores clientes de yerba eran los funcionarios.
Recuerda que le cogieron porque le traicionó un tipo al que había vendido cierta cantidad de cocaína e iban a repetir con dos kilos y medio más. Quedaron en un bar y el otro no aparecía, así que Clev le llamó y el otro sólo le decía que esperase, que ya llegaba. Todo le parecía muy raro a Clev, matiza, pero al final llegaron dos policías de paisano y le pillaron. Resultó que al tiempo el mismo traidor terminó con sus huesos en el presidio de Bluefields y Clev se vengó de él a puñetazos, todo muy carcelario.

Pero eso fue en la cárcel de Bluefields, en la que estuvo el primer año, porque luego consiguió que le trasladaran a la de TipiTapa, que está al otro lado del país, a unos ochenta kilómetros al noreste de Granada. Allí sólo eran cuatro por celda y jugaba al baloncesto y pintaba, y fue por ese afable comportamiento por el que en los últimos meses le dieron un trabajo administrativo. "Trabajé para el Gobierno porque les demostré mi talento allá en la cárcel de Tipi Tapa" (sic). Su padre, hombre influyente por ser veterano reverendo moravo, hizo gestiones para que lo trasladaran de vuelta a Bluefields, para tenerlo más cerca, y Clev le pedía que lo dejara, que estaba mejor allá aunque no pudieran ir a verle, así que se tiró un año y medio sin ver a sus padres. Finalmente salió antes de lo previsto pagando 12.000 córdobas que casi enteramente le prestó su padre. 600 dólares. Unos 450 euros. Eso es lo que vale un año y medio de tu vida en Nicaragua. Aparte de los 12.000 córdobas, para conseguir la libertad bajo fianza tendría que portarse bien durante ese tiempo que se había ahorrado de estar entre rejas. "Pero si me vuelven a encerrar a mi me tienen que devolver mis 12.000 córdobas, eso es lo que le dije a la abogada", repite de vez en cuando, como dando por hecho que le pueden volver a coger haciendo cualquier estupidez a las que parece asiduo.

Todo esto lo cuenta a viva voz con su madre detrás ultimando el pescado que nos van a servir, más pescado, con escamas vamos a salir de esta isla de locos. "A mí no me da pena haber estado en la cárcel, es una experiencia muy buena para la vida afuera", sentencia (pena en nica es vergüenza).

Cenamos y nos bajamos a la cancha de baloncesto, que queda al lado de la casa comunal donde empieza la fiesta de la promoción. Distinguimos a Jeffrey por una de las ventanas. Nos sentamos en la cancha viendo pasar a la gente de la fiesta a algún sitio o de algún sitio a la fiesta. Tras charlar un rato sobre nada nos volvemos a acompañar a Lau, que se queda ya en casa a descansar. Nosotros nos quedamos encargados de encontrar viaje para mañana.

No es fácil dar con un panguero que tenga planeado ir mañana temprano a Bluefields. Resulta que mañana se ha organizado una comitiva de limpieza en la isla para despejarla de lo que provoque la fiesta de esta noche y todo el evento de la tarde. Vamos preguntando a conocidos de Clev que nos encontramos por el camino, y nadie sabe nada. Finalmente nos apoyamos en el murete que separa la cancha del camino y estudiamos a los que van y a los que vienen de la fiesta. Clev está a ver si localiza a uno de los músicos al que conoce, para preguntarle si ellos se van mañana y con quién. Desistimos y nos adentramos hacia el barrio de Danly, a ver si allí nos informan mejor. Pasamos por delante de donde está el motor de energía, que hace un ruido infernal y justo allí nos dicen que Andrés llevará a los músicos a Bluefields mañana, que le preguntemos. Clev no confía en que haya hueco para nosotros, pero Andrés está en casa y nos informa que sí, que cabemos, pero que la hora de partida depende de los músicos, no de él. Así que perdemos un rato más el tiempo buscando al componente de la orquesta que es pariente de Clev y volvemos sin verle. Tenemos viaje pero no sabemos cuándo, así que nos toca levantarnos a las seis de la mañana para estar ojo avizor. A la cama pues, segunda y última noche en Rama Cay, veremos qué pasa.

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