martes, 29 de diciembre de 2009

Diez días queriendo ser Caribe II - A Rama Cay con la familia McRea, y los tres primeros errores

Bajamos de la avioneta de dos hélices y el clima no es tan húmedo como esperaba. Aquí llueve el doble que en el Pacífico, donde se estrena ahora la época seca. En el Atlántico nica no saben lo que es una época seca, en todo caso conocen periodos en los que no hay huracanes o no llueve tanto. Seguimos a la escueta fila de pasajeros bajo un toldo y entramos en un edificio mínimo y de una sola planta que hace de aeropuerto de la capital del RAAS. Allí un gendarme nos pide el pasaporte. Apunta nuestros datos en una hoja de ingreso a la región. Nuestros nombres son los únicos que ocupan la lista. Al salir del edificio y en el párking, media docena de taxistas nos reclaman. Aceptamos y Martín es el encargado de adentrarnos en la ciudad. Es un tipo menudo, de pelo rizado y bigote más grande que la boca. Todos los taxis son Hyundais pequeños, y el suyo es negro y se diferencia del resto en que no tiene ni pegatinas ni adhesivos fosforescentes decorando su minúsculo coche. No lleva fuego y queremos fumar, así que por señas detiene a un taxi que llega al aeropuerto y su colega le termina tirando una caja de cerillas que nos quedamos. Le decimos que queremos ir al centro, a donde haya un hotel barato y seguro, y él lo tiene claro: La isleña, diez dólares por cabeza y ambiente tranquilo. Nos vale, claro, pues no sabemos nada y cualquier dato es bueno. Nos cuenta que tiene amigos europeos y que es voluntario de la Cruz Roja, lo cual nos tranquiliza a la hora de sospechar de él, pues venimos precavidos en cuanto a la inseguridad de Bluefields. Lo poco que veo de la ciudad tiene el encanto decadente que se le presupone a las ciudades cubanas. Casas de una sola planta, alguna de dos, y todas desconchadas pero pintadas de todos los colores posibles, calles resquebrajadas y estrechas, suciedad y mucha gente deambulando. La mayor parte de los coches son taxis y conducen como locos y usan la bocina casi tanto como el embrague. De repente Martín para y estamos ante el hotel. Se apea él primero y se adentra en el hostal buscándonos habitación. No sabemos si se llevará comisión por conseguirles clientes, pero desde luego conoce a la gente del hostal. Dice que nos espera para llevarnos al puerto, pues ya le hemos comentado nuestros planes de llegar a Rama Cay al día siguiente, que hacerlo en el acto parece precipitado. Dejamos las cosas en la habitación de dos camas, ducha, baño y tele por cable y dejamos que Martín nos siga haciendo de guía. Llegamos al puerto, que está bien cerca del hostal y empezamos a entender lo que es esta ciudad. Mercancías entrando y saliendo en coches y camionetas, pangas llevando y trayendo pasajeros a los destinos fijados entre los que no está Rama Cay porque no suele ir la suficiente gente como para establecer una ruta, vendedores ambulantes y algún pedigüeño, hordas de taxistas a la caza de los que arriban al muelle, pescadores desembarcando la carga de sus canoas a remo, y mucho negro y mulato, poca gente tostada al uso del Pacífico y, por supuesto, ni un solo blanco a excepción de Laura y yo. El ajetreo es constante y los sentidos no me dan abasto. Martín, de nuevo, nos hace de interlocutor con un panguero que responde a Pirrín. Una vez que le comenta nuestros planes, Martín se hace a un lado para que seamos nosotros los que debatamos precio y horario. Pirrín nos dice que como sólo nos llevaría a nosotros y que tendría que volver solo en caso de que nos quedemos en la isla por más de un día, el precio son 3.000 córdobas. Es carísimo, pero se excusa en que si volviésemos en el mismo día, sólo serían 1.500. Si fuésemos a quedarnos más días, sería el viaje de ida, volverse él solo, el viaje a por nosotros el día que le dijéramos, y el viaje de vuelta, y eso es mucha gasolina, dice. Si sólo permaneciésemos en la isla unas horas, él nos esperaría y sólo serían dos viajes, con lo que el precio es la mitad. Entendemos la lógica de su razonamiento y quedamos con él para el día siguiente a las siete de la mañana, en el mismo sitio, con su panga preparada y nuestra cartera algo esquilmada, pero ya con parte de nuestro proyecto en marcha. Pagamos a Martín algo más de lo convenido, que se ha portado bien, y decidimos darnos una vuelta por Bluefields, que es temprano y tenemos todo el día por delante.

Salimos del puerto y decidimos ir a la derecha en vez de a la izquierda, sin motivo alguno. Subimos por una calle donde nos para un hombre de unos treinta y cinco que nos saluda, nos pregunta de dónde somos y nos ofrece marihuana. No llevamos ni una hora en esta ciudad y ya nos ofrecen uno de los productos típicos. Rechazamos el negocio y el hombre se aleja y seguimos camino por un barrio alto donde abundan los negros jóvenes vestidos con camisetas de baloncesto, pantalones anchos y pañuelos cubriéndoles la cabeza o rastas al viento. Tienen pinta de chicos malos, pero eso es sólo para el occidental que no está acostumbrado a toparse con estos grupos, pues en esta ciudad el ochenta por ciento de los chavales visten, andan y hablan así. Nos miran con la curiosidad justa y algunos nos saludan, mientras que otros muestran el mismo interés que se le da al asfalto de la carretera. El ambiente nos gusta más que el del Pacífico, por el estilo de los negros, por el color de las casas, por los vericuetos que hacen las calles, porque hay un mar que explotan hasta casi matarlo y porque no hablan español. Aquí la mayoría son creoles, descendientes directos de los africanos traídos como esclavos por los ingleses en el S.XVII y tienen África en las venas y están orgullosos de ello. Los colores africanos, rojo, amarillo y verde, adornan las casas, las pulseras, los gorros y las camisetas de los oriundos del lugar. Bob Marley es dios y Lucky Dube suena en las casas. Ni rastro de la salsa, el merengue, la bachata y el reggaeton que inunda la costa Pacífica y el centro del país. La pequeña Jamaica empieza a desplegarse a nuestros ojos. Niños en los porches de las casas, con dientes blancos y piel oscura, desplegando sonrisas y abriendo mucho los ojos cuando pasamos cerca. Abuelos asomados a la ventana de sus casas cochambrosas, moviendo la cabeza cuando saludamos y cuchicheando cuando nos alejamos. Son las ocho de la mañana y el ritmo reggae o dancehall pelea con el sonido del mar para darle banda sonora a la costa Caribe. Los rótulos de cibercafés y talleres de pangas están pintados a mano sobre las paredes, y algún cartel de Toña anunciando donde hay un bar en el que entramos para descubrir una casa particular con las puertas abiertas y nadie a la vista. Seguimos el paseo y volvemos a la calle del hostal, que efectivamente está en el centro a tenor de la vida que hay en la calle. Es viernes por la mañana y los puestos callejeros de móviles, comida, tabaco, CDs de reggae, ropa y repuestos de electrodomésticos ocupan las aceras, por lo que los viandantes y los taxis ocupan la calzada. Bocinazos, gritos en lengua incomprensible y mucho mover de cuello al andar nos rodea y nos sentimos afortunados por estar aquí, en un sitio tan diferente de la colonial costa Pacífica de la que casi nos hemos aburrido. Laura abre el obturador y yo los ojos y la boca para contagiarme de un ritmo de vida que me está penetrando los huesos. Algún negro desarrapado nos para y nos tiende la mano y aquí no se saluda con el chocar de puños de la costa oeste. Aquí se da la mano y se retrae para enganchar dedos doblados y dejarlos ir. Y nos hablan en inglés y preguntan de dónde somos y siguen andando. La curiosidad y la simpatía puede más que las ganas de pedirnos dinero, de momento. Nos alejamos del caos organizado del centro y encaramos un parque con una estatua de seis esculturas sosteniendo una pila. Cada una representa una etnia: creoles, miskitos, ramas, garifonas, sumus y mestizos. Los ramas y los miskitos llevan un pescado, los garifonas una piña y a los otros tres no les vemos porque quedan al otro lado. Los bares están casi todos cerrados y por fin encontramos donde desayunar algo. Mientras lo hacemos vemos en la calle a un negro con rastas hasta el culo y se nos hace la boca agua, a Laura porque el tipo es atractivo, a mí porque sus andares me gustan, parsimoniosos, tranquilos, arrastrando los pies y sintiéndose África. Esto no ha hecho nada más que empezar. Terminamos el desayuno frugal y andamos hacia la otra punta de la ciudad, donde nos paramos en una venta a comprar una botella de agua. Antes de pagar una voz exclama a nuestra espalda 'qué calor hace hoy, ¿eh?', en español. Nos giramos y vemos a un tipo de tez oscurecida y afilada, pelo negro corto y polo Lacoste blanco. Respondo que sí, que estamos comprando agua para no morir deshidratados y ya él se siente triunfal para seguir con una conversación que creemos fútil pero nada más allá de la realidad. Como ya han hecho otros, nos pregunta de dónde somos, pero éste va más lejos y pregunta qué hacemos en Bluefields. Le comentamos nuestra intención de ir mañana a Rama Cay en panga desde el puerto y se le iluminan los ojos. 'Yo soy rama, soy de Rama Cay y mi papá tiene allá una casa de huéspedes. Hoy vamos mi hermano y yo en su panga hacia allá, si quieren venir con nosotros...'. Laura y yo nos miramos, entre desconfiados y sorprendidos. Le decimos que no sabemos, que ya hemos quedado con un panguero que nos lleva por 1.500 córdobas. Cleveland, que así se ha presentado, exclama que eso es muchísimo dinero, que si nos vamos con él y con su hermano Gerry sólo nos cobran lo que vale la gasolina del viaje de ida, 600 córdobas, y que además nos invita a comer a casa de su hermana, aquí en Bluefields, antes de salir para allá, que Gerry hasta las dos o las tres no arrancará el motor. Qué carajo, arriesguémonos. Aceptamos y nos conduce hacia casa de su hermana, saliendo de la calle y adentrándonos en un laberinto de casas puestas sin orden ni concierto a la vera de la bahía. Un pequeño camino asfaltado que se divide cientos de veces sirve de paseo para los habitantes de este barrio llamado Punta Fría. Pasamos por una venta donde saludan a Cleveland y nos miran con sorpresa. La gente con la que nos cruzamos saluda con un Ay a Clev y él responde con un Ey. Me dice que si hablo inglés y le digo que sí y entonces se arranca en el idioma sajón, que es el propio del lugar. Me cuenta que él es rama auténtico, que su padre es el pastor de la iglesia morava de Rama Cay, que mañana sábado 13 de diciembre hay fiesta de promoción de los alumnos de secundaria en la isla y que es un placer para él llevarnos allí. Que la isla está a 18 kilómetros en medio de la bahía, que viven del pescado y que por ser vacaciones estarán todos allí. Paro en una venta a comprar una botella de tres litros de CocaCola para la familia de la hermana de Clev, que ya que nos dan de comer pues algo habrá que llevar. Y por fin llegamos a una casa imposible de diferenciar del resto, muy cerca del mar, con un seudo puente hecho de tablas sueltas adentrándose en la bahía hasta donde están las pangas familiares. En la casa está la hermana y alguno de sus hijos e hijas, a saber: Aysha, de unos diez, Danaly, de unos catorce, Harby, de 18 y estudiante de ingeniería civil y Gerrald, de 17 y novato en la escuela de enfermería. Todos chapurrean algo de español menos Aysha. La casa tiene dos habitaciones, un saloncito con la tele en una esquina y la nevera en otra, y la cocina de leña al fondo, con el acceso al patio donde está el retrete y el lavadero. El marido y cuñado de Clev no está, que está pescando, y la hermana está preparando pescado para la comida por lo que le da reparo darnos la mano. En total en la casa viven ocho personas y me pregunto cómo lo hacen si duermen todos en dos habitaciones.

Damos buena cuenta de la Coca Cola mientras Cleveland nos dice que podríamos comprar algo más para la comida, en plan arroz y esas cosas. Claro, hombre, sin problema, que la hospitalidad no se paga con dinero... o sí, pues en vez de llevarnos de compras nos piden el dinero y ya lo comprarán ellos. Les damos 100 córdobas y Clev nos acompaña al hotel a recoger nuestras cosas, que estamos a tiempo de dejarlo libre sin pagar un córdoba. Nos acompañan Danaly y Aysha, que van hablando con Laura mientras yo abro camino con Clev. Me dice que lo mismo nos cobran algo los del hotel, que tiene que llamar a su hermano Jimmy, que está en la isla, para decirle que vamos para allá, que qué barbaridad lo que nos querían cobrar por ir a Rama Cay y que hemos tenido suerte de encontrarle. Le doy la razón, porque así lo creo, porque soy inocente, pero eso todavía no lo sé, y tanto es así que le anuncio que tengo que pasar por el cajero para pagarle los 600 córdobas del viaje en panga. Ese es, obvio, el primer error. Pero eso es algo que no sabes hasta que lo haces, porque yo soy de los que confían en la buena voluntad de las personas, sean pobres como ratas o ricos como el tío Gilito. Pero la realidad es que si Cleveland sabe que vamos con mucho dinero, la isla lo sabrá en cuanto toquemos su muelle. Pero si en la vida no cometes errores no sabes apreciar los aciertos.

En el hotel se sorprenden de nuestro éxito mañanero y no nos cobran, en el cajero saco el dinero que no pude sacar en Granada porque cumplí el límite diario en dólares, Laura llama a casa y Clev a su hermano Jimmy y las hermanas pequeñas se ríen de mí cuando salgo del hotel con el bañador puesto, que me las doy de previsor sabiendo que si viajaremos en panga me mojaré. Volvemos a la casa, donde ya han hecho la compra y donde nadie menciona la posibilidad de darnos las vueltas del dinero que les dejamos. Ya está Gerry allí, preparado para conducir la panga, pero todavía sin la gasolina, así que nos vamos Clev, él y yo de nuevo a la ciudad y esta vez con un bidón vacio. De camino me sugiere Clev que deberíamos de comprar algo de licor para los amigos de la isla, que mañana es la promoción y esas cosas. Yo acepto sin reparos, qué menos que convidar a algo a la familia que nos está acogiendo. Le pregunto que qué beben allá, y me responde que Cañita, que es un aguardiente. Me señala la tienda donde venden, le pregunto que cuánto compro y él opta por la botella más grande, y yo le repito que cuánto compro, que si una o dos botellas y él se ríe y me dice que decida yo, y yo voy de generoso por la vida y entro en la tienda solo y pido dos botellas grandes de Cañita y una de Flor de Caña para mí. Y ese es el comienzo del segundo error, que cualquier antropólogo sabe que llevar alcohol a una isla de indígenas es de todo menos una buena idea. Ya los ingleses empleaban el alcohol para someter a los miskitos, y ahora la diferencia es que yo no soy colonizador, ni ellos miskitos, ni voy acompañado de soldados armados y carabelas rápidas. Dice Ian Gibson que el nombre miskito viene de la palabra inglesa para mosquetón, pues los colonos ingleses armaron a esa etnia para que sometiera al resto, entre ellos a los ramas, a los que estuvieron a punto de exterminar.

Antes de volver a la casa y con el bidón lleno y el alcohol a mano, paramos en una tasca a tomarnos un litro de Toña que increíblemente pagan ellos, sospecho que con lo que les ha sobrado o de la gasolina o de la compra para la comida. Mientras damos buena cuenta de la cerveza me doy cuenta de que estoy cómodo en un lugar que no conozco, con gente que no conozco y estando más solo que Malinche sin Hernán Cortés.
Caminando hacia la casa me comenta Clev que en la isla no hay policía y que si quiero podemos comprar marihuana, que él no fuma pero que me puede coger algo si me place. Le digo que con el alcohol es suficiente y él se sonríe y noto cierta decepción en su mirada de ojos pequeños y oscuros. Su nariz de aguilucho me apunta de nuevo y me dice que le haga un favor, que le deje doscientos córdobas para comprar marihuana, que él la vende en la isla en dosis más pequeñas y sacándose beneficio y luego me devuelve mi inversión. Total, son unos siete euros, así que venga, ahí lo llevas. Le acompaño a cometer el crimen, despistando a su hermano Gerry, pues Clev no quiere que se entere. Le pregunto porqué y me confiesa que es que acaba de salir de la cárcel, para ser más exactos lleva 28 días en libertad, que le encerraron por venta de cocaína y que aunque le cayeron cinco años salió en tres y medio por buen comportamiento y colaboración con el Gobierno en tareas carcelarias tipo organizar concursos de pintura y demás. Bien, nuestro primer contacto en Bluefields es un expresidiario extraficante. Y claro, no quiere que se entere su hermano mayor porque le correría a ostias por ser tan imbécil como para volver a coger droga habiendo salido hace nada de la cárcel. Ay, señor, cómo lo hago que siempre me junto con lo peorcito, pero en fin, ya está hecho, el tipo parece buena gente y la aventura es la aventura, donde todo puede pasar. Nos metemos por una callejuela y llegamos a una casa en la que entramos y Cleveland grita Hello. Sale una mujer gorda de tetas caídas que se alegra de ver a Clev. Nos cuenta que su marido sigue en la cárcel, que no sabe cuando le soltarán pues entró con Clev, que ella también estuvo encarcelada y que no le ha pasado nada. Que la vida es así. Y todo lo dice riéndose, que desgracias sólo son las que tú haces que lo sean. Nos comunica que no tiene nada para vender, que deberíamos probar en la casa de Fulanito. Así que salimos y Clev me dice que le espere sentado en un lugar, y así lo hago, sopesando el hecho de que llevo dos botellas de licor y otra de ron, que estoy esperando a un hombre que no conozco y al que le he dado doscientas córdobas para que compre marihuana y la venda en la isla, tercer craso error. Cualquier antropólogo consumado me vociferaría por el alcohol, por el dinero y por supuesto por la maría. Pero yo sólo soy periodista, soy un niño de 28 años y tengo ganas de llegar a la isla. Aparece Clev a lo lejos corriendo y haciéndome señas con la boca para que me adentre en los callejones que llevan a casa de su hermana. Y es que parece que aquí las manos no se usan para apuntar nada, sólo la boca. Ponen morritos y los alargan hacia el lugar al que se refieren. Le pregunto que si todo ha ido bien, me dice que sí pero que había una policía registrando a la gente y que por eso venía corriendo. Le digo que se ande con cuidado, hombre, que 28 días en libertad no son nada, una menstruación, menos de un mes, lo que vive una gacela coja en la sabana africana. Aprecia mi preocupación pero no le da importancia, y yo le hago repetir que me devolverá mis 200 córdobas. Pero qué iluso soy.

De vuelta por fin a la casa me pregunta Laura que qué hemos estado haciendo para tardar tanto y le susurro lo que hemos hecho y se descojona de mí. Comemos un pescado exquisito llamado róbalo, acompañado de arroz, yuca y banano maduro. Laura ha tirado alguna foto a la familia y el cuñado de Clev, un hombre feo como un trol de cuento, está por ahí, deambulando en silencio y sin camiseta. Gerry prepara la panga y al terminar de comer nos vamos. Resulta que al final en la panga, aparte de Clev, Gerry, Lau y yo, vienen otros once adultos, dos niños y tres bebés. Me da la impresión de que les hemos pagado el viaje a todos. También se une finalmente Harby, con el que Lau ha hecho buenas migas y que salta a la panga en el último momento. Parece que ha tenido que convencer a su madre para que le dejase ir.

El motor no es muy potente y vamos despacito alejándonos de tierra firme, dejando atrás Punta Fría, que desde el mar se ve como un panal desordenado de casas que jamás aguantarían un huracán. Bluefields fue completamente devastado por el huracán Juana en 1988 y lo reconstruyeron, pero parece que no hicieron mucho caso del desastre porque cualquier otra tormenta tropical se llevaría Punta Fría por delante. El huracán Aida que pasó por aquí hace un mes no tocó Bluefields. Gerry, protegido del sol con un gorro típico de explorador, va peleándose con el motor, que hace amagos de pararse. Las señoras y sus hijos se cubren la cabeza con toallas y camisetas y Harbi, Clev y otra hermana de éste que yo no conocía nos van dando conversación. Que si queremos comer la comida típica de la isla, pues claro, hombre, queremos ser ramas por unos días. Que cuántos días nos quedaremos, pues unos cinco. Que si nos mareamos, no parece. Y así hasta que finalmente el motor dice basta y nos quedamos un rato a la deriva a menos de un kilómetro de Bluefields, justo debajo de los postes de electricidad que cruzan la bahía de punta a punta, erigiéndose sobre el agua como delgados colosos pintados de rojo y blanco. Pangas a vela (velas hechas de bolsas de basura) nos adelantan con sólo dos ocupantes. Pangas de motor rápido provocan algo de oleaje que mece nuestra embarcación, y Gerry abre el motor y hace de mecánico en el mar. Al final consigue arrancar de nuevo y seguimos a ritmo lento. Nos dicen que se tarda unas dos horas, que Rama Cay está a dieciocho kilómetros, que no hay policía ni nada, alguna venta y poco más, que todos son pescadores y que vamos a comer sopa de ostiones y pescado, y nosotros encantados que nos sale el gallopinto y el pollo por las orejas. Y yo sigo diciendo Rama Cay, como se escribe, y Laura y la hermana desconocida me corrigen sin cesar, pues se dice Rama Ki, en inglés.

Clev parece el cachondo de la familia, porque hablando en rama hace que todos se rían, y no es de nosotros. Comenta no sé qué de las cédulas de identidad, de lo difícil que es conseguir una y más cuando acabas de salir de la cárcel, de que este gobierno es una mierda y de que una vez volcó en una panga a vela cuando llevaba un equipo de música enorme a la isla. Muy halagüeño todo. Y de repente Gerry empieza a pasar una lona de plástico hacia adelante, desenrollándola para que nos tapemos la cabeza pues se acerca lluvia. Y es terminar de colocarla y chaparrón. Qué control de la meteorología. Así que así vamos todos menos Gerry, sacrificado conductor, agachados y cubiertos por una lona de plástico negra y el agua repicando sobre nuestras cabezas y colándose por agujeros, mojándonos como yo había previsto, aunque yo pensaba en agua salada. A los diez minutos deja de llover y volvemos a sacar la cabeza y vuelve a hacer sol, así es el Caribe, tierra de huracanas y lluvias torrenciales que luchan contra el sol. Pasamos Round Key, o Isla Redonda, un islote perfectamente circular y cubierto por completo de maleza y palmeras, como si fuera la cabeza de un gigante que hace pie en el fondo del mar y sólo deja la coronilla en superficie. Y a lo lejos la silueta de Rama Cay se empieza a dibujar. Es una isla alargada, con dos montículos a los lados unidos por una depresión. No parece muy grande y está casi a la misma distancia de los dos límites de la bahía, cuyos cabos terminan un poco más allá.

Amarramos por fin en un muelle que no es sino una diminuta cala en la isla, sin playa a la vista, con un rompeolas enano que encierra una lagunita de agua donde unos niños se bañan y juegan con un velero de juguete. Alguna canoa aguanta las embestidas del oleaje y hacemos pie a tierra y escalamos el montículo donde está la iglesia morava y la casa de la familia de Clev. Hemos llegado a la isla que era objetivo del viaje a eso de las cuatro de la tarde del mismo día en el que aterrizamos en Bluefields. Es un triunfo, o eso creemos, porque en realidad no hemos hecho sino dar el primer paso de esta carrera contrarreloj que nos hemos propuesto para hacer un mínimo estudio de lo que antaño fue una tribu y se resiste a dejar de serlo. Dos blancos en una isla de ramas, sin más autoridad que la de un párroco viejo y con el viento soplando fuerte las palmeras dobladas. Pero sonreímos.

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