lunes, 28 de junio de 2010

De paso por la estepa

- Que me caso, tío.

Menos mal que no es una videoconferencia, menos mal que mi cara sólo la ve mi espejo.

- ¡Coño!

Voy a decir más, pero ella está lanzada.

- Sí, tío. Nunca he tenido algo tan claro. ¿Sabes lo que digo? Que te está pasando algo y piensas "esto era, esto y sólo esto era lo que tenía que pasar".

Intento mentir con un sí pero ella es una avalancha de entusiasmo.

- Pensarás que estoy loca, pero estoy tan segura, estoy tan feliz. Sé que es él.

Se toma un respiro, ahogada por su propia ilusión. Es mi turno, turno de enhorabuenas y felicidad compartida y buenos deseos, aunque estoy demasiado consternado como para sentir todo eso.

- Pues no pienso que estés loca, pienso en la suerte que tienes. Qué bien, tía, cuánto me alegro, qué envidia te tengo.

Y por esos derroteros sigue la conversación, y ella se ríe y yo imagino su cara y pienso que no me la voy a volver a follar y cuando ella me pregunta qué estoy haciendo para irnos de cañas, me invento que estoy con gente en casa. Quedamos para la semana que viene, claro, fijo, qué bien, eres la mejor, y colgar y cara del que ha visto diez fantasmas a la vez.

Dejó el teléfono en la mesa, la pantalla se apaga y yo lo sigo mirando. Me recuesto en el sofá y se me escapa una sonrisa al pensar que una follamiga debería ser como el Papa, no debería poder casarse nunca. No son conscientes del desbarajuste que provocan. De acuerdo, me he ido en un viaje muy largo y muy silencioso, y suponía que a la vuelta habrían cambiado varias cosas, entre ellas que mi agenda contendría números que no iba a poder volver a marcar.

Pero resultó que al volver muchos de esos números existían y sus dueños y dueñas seguían siendo los mismos, y no fue tan difícil recuperar hábitos que creí desterrados por los que se quedaron mientras yo me alejaba. Quedé y besé y follé de nuevo caras, cuerpos y mentes que intuí habrían rehecho su vida, sin resérvame plaza en ella. Qué bien, el tiempo no ha pasado. Qué inocente hay que ser para escribir esa frase.

Porque la gallega de ojos oceánicos se casa con un chico que conoció siete meses atrás, más o menos cuando yo subía a un avión rumbo a todas partes. Porque siendo así, qué extraño sería mantener una relación con ella, de amistad digo, cuando bien sabido es que el que empezó siendo follamigo difícilmente será amigo de futuro. Su número sigue siendo su número, pero ya no es la misma llamada que habría hecho yo hace menos de un año.

Me burlo de mí mismo pensando en una hipotética crisis de los 30. Me burlo de mí mismo porque se casa una chica que conocí en un barco en el Adriático, que besé en una cervecería de Guzmán el Bueno, con la que desayuné cuando vivía por Puerta de Toledo y con la que volví a quedar y a dormir en el piso de Avenida de América. Pues claro que se casa, imbécil, porque el mundo sigue girando por mucho que tú corras en el otro sentido, por mucho que creas que no estás cerca de los 30 e igual de solo.

Porque ya no son follamigas lo que quieres, ni ellas que tú sigas siendo el eterno follamigo. Quieres otras cosas y ni las atisbas, ni las buscas, para qué, y al final vuelves a tirar de móvil y pasa lo que pasa y la realidad es un muro de cemento y tú te has quedado sin frenos y entiendes por fin, con los sesos sobre la fachada de un edificio de cuarenta plantas, que prefieres subir una pendiente despacito que seguir en una recta que no necesita de esfuerzos del motor. Pero estoy en una estepa, maldita sea.

lunes, 21 de junio de 2010

Leyendo(te)

Un vestido liviano, de colores grises, y debajo unas piernas de prometedora piel suave, con el tobillo fino, que siempre fui fetichista con los tobillos, y unas sandalias con cuña elevando una figura delgada pero me da a mí que carnosa. El pelo, recogido sobre la coronilla en un moño de adolescente rebelde, de color oscuro con mechas castañas, ondulado y seguro que difícil de dominar. Los ojos grandes y oscuros, parecen cansados, más bien aburridos. No van engalanados con maquillaje, unas leves ojeras subrayan esos círculos de brea que son ojos que muy abiertos no parecen mirar gran cosa. Los labios son gordos y no se alargan hacia los extremos, al menos no sin sonreír, seguro que tiene una sonrisa de esas que transforman caras y sacan arrugas tiernas. El hueco central del labio superior es pronunciado, marcando una frontera en esa carne rosa pálido, cumbre de una boca que debe ser besada de todas las maneras posibles, pero besada con constancia, no ha de olvidársele nunca a esa boca la codicia que despiertan en el que la besa, y en el que se imagina siendo el que la besa.

Vas en metro, porque en Madrid las musas viajan en metro.

Entras y no te sientas, te agarras a la barra y lees uno de esos posters que reproducen los primeros párrafos de un libro, apología a la lectura adornando el gusano metálico que devora las entrañas de Madrid. Lo lees pausada y al terminar buscas otro inicio de una historia en otra pared del vagón. Suele haber dos de esos cartelitos culturales por cada vagón, y éste en el que ella es reina no es excepción. Te desplazas ligera, como si flotaras en el traqueteo de tan poco oportuno escenario. Sueltas una barra y te ases a una nueva como si fueran lianas, tú amazona urbana. El vestido vuela lo justo, dándole más gracilidad al movimiento de tus tobillos, que giran sobre sí mismos, como si bailaras, desplazándote un par de metros, deteniéndote ante otro trozo de literatura regalada.

Primero tus pies están a en simetría, y a medida que avanzas en el extracto de lectura, el píe izquierdo se va alejando. Combas el cuerpo a la derecha, todo el peso en esa pierna, la otra descansando, apartada y un poco curvada. El brazo derecho entrelazado con la barra vertical que sube a tu lado, y el izquierdo muerto y pegado al cuerpo. Es la parte derecha de tu cuerpo la que ahora te sostiene. Dirían los machistas de la antigüedad que ese es tu lado masculino, que lo siniestro es lo que tienes laxo en esa postura. Yo sólo opino que es una pose maravillosa para ser contemplada, los gémelos mirándome, el culo a la altura de mis ojos, el hombro izquierdo desnudo, el cuello estirado hacia la derecha, acompañando al cuerpo y a la lectura. Supongo que sólo mueves los ojos, el resto se mantiene congelado para mi estudio. El espacio que existe entre el cuello de tu camisa y tu oreja izquierda, la que yo veo desde donde estoy sentado, es terreno por descubrir, es el sueño de un vampiro saciado, es lo que me empujaría a cometer una imprudencia como interrumpirte.

Terminas y deshaces la escena y te sientas, a mis dos, con una puerta a tu derecha, la de enfrente la guardo yo también a mi derecha, y nadie en el espacio que nos divide, sólo aire, contaminado, invisible, concentrado. Te repaso empezando por los pies, recreándome, más como un biólogo que como un pervertido, tal vez con un poco de ambos. Las uñas pintadas de rojo y… de repente estiras las piernas, levantando las sandalias del suelo, los muslos tensionados. Busco tus ojos y ellos también están mirando tus pies. Vuelvo a los pies sin darme cuenta de que estoy sonriendo. Bajas de nuevo tus uñas y mis deseos y mi parada es la siguiente.

Jugando a leer las cartas del contrario, yo diría que, obvio, te gusta leer, que estás aburrida o cansada un domingo y has quedado con alguien para entretenerte, lo primero me lo dicen tus ojos, lo segundo me lo dice la atención que le prestas a tus pies. O la cosa no va bien con tu chico o no lo tienes, adivino. También me da por intuir que tienes treinta y pocos y que si te propusiera una gilipollez tan grande como bajarnos a tomarnos un café en cualquier sitio te preguntarías porqué no.

Llega Diego de León, agarro la bolsa de plástico que casi olvido debajo de mi asiento, recorro el espacio virgen y me planto a tu lado antes de que las puertas se abran. Sigues mirando nada, al frente. Las puertas desaparecen y yo doy un paso y ya no estoy en el teatro, tú teatro, se ha terminado tu obra, las puertas se cierran tras de mí, cae el telón y yo sigo los carteles que me guían a la salida y... escribo, qué otra cosa voy a hacer.

lunes, 19 de abril de 2010

La primera vez

La primera vez que follé, o que me follaron, más bien, me esforcé, mientras me follaban, en pensar en lo feo que me resultaba mi amigo Víctor, estrategia recomendada para no terminar demasiado pronto ("tú piensa en algo desagradable, porque como te centres en que estás follando, te corres en cero coma, fijo"). No funcionó, claro. A los siete segundos miraba a Marta con cara de lástima y ella me preguntaba "¿ya?", allá arriba, desnuda y silueteada en la oscuridad, con tono de voz aburrido.
Hoy disfruto del sexo pensando en el que estoy teniendo y no me preocupo por cuando me corro, aunque eso tampoco funciona.

La primera vez que escribí fue en el colegio, en inglés, en clase de Historia. El profesor era un tipo recto y sin sonrisa, Mr. Anderson, y no se creía que aquel ejercicio fuera mío. Me interrogó buscando mis fuentes, pero debió de comulgar con la mirada incrédula de un niño de 11 años al que no le costó escribir aquello y no esperaba sorprender a nadie. El texto debía narrar una situación de desalojo en la Inglaterra medieval, un latifundista echando a un campesino de su casa. Yo lo hice en diálogo, con un lugareño taimado y vapuleado y con un burgués cruel y sin conciencia. Fue la primera y la única vez que vi a Mr. Anderson calificando con una A un ejercicio o un examen. Todo mi curso habló de ello aquel día. Yo no entendía nada. No era para tanto, y si lo era, no concebía porqué.
Un profesor más inglés que la Union Jack fue el primero en acariciar el ego de mi escritura, que entonces era sólo un bebé.

La primera vez que besé a una chica fue en uno de los bancos de piedra que rodean las jardineras de los parques de Azca. Se llamaba Virginia, iba a un curso menos que yo en el colegio y compartíamos ruta de autobús, la ocho, donde también iban Ana y Miguel, que esperaban ansiosos la crónica de aquella cita preadolescente. Recuerdo que la estaba haciendo un chupetón en el cuello y empecé a subir la cara, tensando el cuello, buscando su boca, con los ojos abiertos, descubriendo otros labios e improvisando.
Ahora cuando beso no me excuso en marcar cuellos, y no suelo improvisar, ya sé besar rico.

La primera vez que viajé solo, sin siquiera mi hermano mayor, fue a Inglaterra, a los 18, a trabajar en lo que fuera. Terminé empleado en The Bell's Pub en Londres, poniendo pintas a hooligans con una cantidad de tatuajes inversamente proporcional al de sus neuronas, pero nos cogimos cariño y me creí el chaval más protegido del barrio de Hounslow Central. También fue la primera vez que trabajé. En realidad, Londres supuso muchas primeras veces. La primera vez que me detuvieron, la primera vez que vomité en un lavabo, la primera vez que me tiraron una botella, que esquivé, la primera vez que me hice amigo de alguien que me doblaba la edad, la primera vez que empecé a conocerme.

La primera vez que me fumé un porro fue a la salida del instituto, un viernes de primavera. Me fui con algunos chavales experimentados a una esquina apartada en la Castellana, cerca de la glorieta de Rubén Darío. Terminé amarillo verdoso, como los gusanos, y balbuceándole a mi hermano al volver al instituto que aquello estaba malísimo, que no comprendía cómo a él le podía gustar el hachís, y que yo pasaba de aquella mierda. Me pasé al tabaco, y luego aprendí a fumar porros.

La primera vez que me enamoré, a saber qué es eso y si aquello se corresponde, pues de niño el amor es factible cada día y el tiempo colorea lo que ya ha perdido tono en la memoria, fue de Cristina. Llegué a regalarle rosas un San Valentín, con un par, yendo al colegio con el ramo y aguantando el chaparrón de mil alumnos pijos, como yo. Fue la primera chica a la que, mirándola a los ojos, sujetándola por los hombros contra la pared para que no huyera, le dije te quiero. Luego ella se fue corriendo y yo me quedé sonriendo, liberado, con mis amigos cerca espiando.

Hoy es la primera vez que pienso en lo que me ocurrió de nuevas y ya no tiene nada de misterioso, pero sigo haciendo o provocando, sigue pasando. Pero listando esos momentos que me anticiparon una rutina se me cuelan otros que no pueden repetirse, pues la esencia de su inmortalidad reside en que fueron la primera piedra de una casa sin plano, fueron el pistoletazo a una carrera sin meta. Tal vez sólo un niño sepa besar, follar o enamorar por primera vez. Tal vez haya una edad para eso, para hacerlo por primera vez y así poder recordarlo de esa manera, con nostalgia y sonrisa pícara. Tal vez en la inocencia radica la virtud, pues corruptos como estamos ya no podemos aspirar a protagonizar secuencias que son imborrables por su naturaleza virgen. Espero estar equivocado, no sería la primera vez.

viernes, 26 de marzo de 2010

Five months later

Es raro volver, pero sigue siendo Madrid. Más extraño es comprobar que en 24 horas me he adaptado, que parece que ya soy perro viejo para esta ciudad, y ya no me va a sorprender. Ayer, sin haber cumplido un día en mi ciudad, cogí el coche para ir a llamar a algunas puertas y ver las caras de los sorprendidos, pues mi vuelta sólo la conocían dos. En el coche, en el semáforo, volvía a acelerar de los primeros, volvía a apuntarme a esa carrera absurda con los taxistas. Y de repente era consciente, y en mi cabeza retumbaba el al suave, mae, al suave. Sin querer me estaba dejando engullir por esta que es mi ciudad pero que no me gusta tanto.

He estado visitando amigos, que me abrían la puerta esperando un cartero comercial. He tenido charlas trascendentales con ellos, tomándonos unas cervezas con más cuerpo que las centroamericanas. El misterio de la vida y la felicidad son temas comunes ahora en mis conversaciones, la satisfacción, el descubrimiento, el modelo de vida... hablábamos como si estuviéramos en un ágora griega.

Me preguntan ¿qué tal te ha ido? y no sé qué responder, porque cómo se resumen cinco meses. Les digo que bien, que muy bien, que ha sido probablemente la experiencia de mi vida, pero no consigo hacerles entender lo que eso significa. Este viaje me ha respondido a muchas de mis preguntas, pero hay respuestas que no me gustan. Sigo siendo como Sara, que prefiere la promesa del futuro al presente que vivimos. Y esa probablemente sea la mayor de las diferencias que tenemos con los nicas a los que dejé atrás: ellos no tienen promesas en que creer, sólo les queda disfrutar lo que tienen delante, porque mañana queda lejos.

No sé, es todo extraño, pero lo que más me perturba es que en realidad no lo es. Lo que más me descoloca es que veo tremendamente fácil volver a una rutina de capital, de gran ciudad, de corre para llegar, de pisa para que no te pisen, de taxis con taxímetro y buses con paradas programadas, de maquinitas que funcionan y funcionarios maquinitas, de vivir sin vivir demasiado. Me está resultando más fácil, y lo fácil no me gusta. Ya no.

Me preguntan si voy a volverme a ir, y la verdad es que creo que sí, pero quién sabe, mae. Lo que me ofrece Madrid ya lo conozco. Lo que se me despliega ahí fuera, lejos de las fronteras, sólo lo conozco lo mínimo, y el desconocimiento es lo que me atrae. Tengo plata para seguir viajando, pero ahora sólo busco quedarme en donde dicen que están mis raíces y comprobar por fin si es aquí donde me quiero quedar o si es de aquí de donde quiero salir corriendo.

Hoy ya no me he despertado desubicado en esta cama mullida, de colchón caro y almohada dura. He abierto los ojos sabiendo dónde estaba, lo que iba a ver, qué paredes son esas y el desorden reinante, qué hacer, qué esperar. La mañana anterior me llevó unos segundos reconocer mi habitación, explicarme dónde amanecía esta vez. Hoy he ido al baño y he sabido qué hacer con el papel higiénico usado. Ayer me quedé buscando una papelera en el que botarlo, allí sentado en el inodoro, riéndome de mí mismo al acordarme de que en España las cañerías sí soportan el papel higiénico. Lo mismo cuando coja el primer taxi, tal vez esta noche borracho, intente pactar con el conductor el precio del viaje antes de iniciarlo. Pero seguro que al segundo viaje que haga ya sabré que aquí se funciona con taxímetro.

Sólo me está llevando unos minutos, un primer intento, el desenvolverme de nuevo en esta ciudad caníbal. Y me acuerdo de lo que dejé a 11.000 kilómetros, y sin querer estoy entrando en orbitz.com en busca de billetes baratos para después del verano. Me tengo que dar un tiempo aquí, que se me aposente lo que rumio, pero se me antoja complicado que me enamore de esta ciudad. Aunque sea mi ciudad, que no se dio cuenta de que me fui y a la que yo no eché de menos, y creo que empiezo a echar de más. Tengo que darme tiempo, lo sé, pero la concepción del tiempo varía dependiendo de tu posición en el globo. En otras latitudes, cinco meses, lo que estuve al otro lado del Atlántico, es mucho tiempo. En estas, cinco meses pasan volando, no es ni medio año, es una vuelta de liga, es un poco más que un cuatrimestre universitario, es un tiempo en el que no ha pasado nada. Y a mí me ha pasado de todo, tan lejos de aquí.

martes, 23 de marzo de 2010

Charlando con Toto

I.
- ¿Te vas a quedar un tiempo por aquí? - me preguntó Toto entre trago y trago de cerveza, los dos sentados en el muelle, con las piernas colgando y los ojos perdidos en el bosque de la otra orilla.
- No, me voy pronto de vuelta para España.
- Ah, te vas porque se acabaron las vacaciones y vuelves a enseñarle las fotos a los amigos y la familia, que los añoras - cruzó por mi cabeza que pudiera estar siendo cínico, pero no lo parecía. Sonreí y resumí.
- No... me voy a España porque si no, me quedo para siempre.
- Ah, hermano. Guatemala atrapa - cantó él, alargando la segunda 'a' de Guatemala y también la segunda del verbo.
- No sólo Guatemala.

II.
Íbamos andando por el camino que separa las piscinas naturales de Semuc Champey, un paraíso en el que puedes estar un día entero pormenos de cuatro euros, de mi hostal. De vez en cuando Toto interrumpía sus frases para saludar a los que nos encontrábamos o a las familias de la vera.
- Mira, eso es lo que más me gusta de mi pueblo... Buen provecho! – un hombre joven con mono azul de granjero, con un tirante desabrochado, acababa de partir con su machete una sandía, y tres niñas corrían a su alrededor, todas vestidas con sus trajecitos de telas de muchos colores. Todo ocurría en el patio de tierra, cerca de la leña apilada y bajo un techo de zinc. El hombre sonrió complacido y agradeció el deseo de Toto, que continuó hablando.– Con un solo melón haces feliz a una familia. Sí hermano, allá en Europa y en los Estados persiguen la vida, aquí vivimos.

lunes, 22 de marzo de 2010

En la selva, en la cama

He estado casi una semana en un lugar en el que te sientes nada, ni siquiera parte de algo. Tú no perteneces a la selva. Tu oído es nefasto, tu olfato está desentrenado y tu vista no reconoce detalles fundamentales para sobrevivir en la selva. No eres nadie acá, se pone en duda tu posición en la pirámide de los depredadores. Si no te has criado en la selva, en ella eres más presa que cazador, y darse cuenta de esta inversión de los papeles comunes, estando a 66 kilómetros de cualquier atisbo de civilización, causa una sensación cercana al alivio: por fin, sólo eres un hombre, un animal. Un brote de debilidad se despierta en tu humana omnipotencia.

Cuando contemplaba cómo el sol moría o nacía un día más, allá arriba, en lo alto de una pirámide maya cubierta todavía de vegetación, aún casi virgen de las violaciones del curioso, comprobaba lo poca cosa que puede ser un hombre, sólo un hombre, en medio de la maldita e inhóspita jungla. Por encima de aquella alfombra inmensa, que desenrollada se estira más allá del horizonte, verde y mullida, te empequeñeces. Estás solo. Allá en lo alto de la pirámide de La Danta, más de setenta metros de altura, veinte o treinta metros por encima de los árboles, encaramado en piedras que llevan ahí 2300 años, estás solo. Oyes a los monos aulladores, con un mugido grave y poderoso que retumba y rebota por la selva, y otros que contestan, y no les puedes ubicar, no aciertas a adivinar a qué distancia están, y porque ya les has visto sabes que su tamaño no se corresponde con su aullido, que si no es fácil imaginarse a King Kong bien cerquita.

Éste no es tu sitio, tus sentidos están colapsados por la inmensidad y la vida de todo, todo, lo que te rodea. Nadie. Tú solo, por encima de lo que te engulle. Con la caída del sol las aves se unen a los monos, hasta tal punto que les hacen una seria competencia. Y como en la ciudad sólo hay palomas y gorriones - odias a las primeras por su imparable escatología y a los segundos ya no los miras dar saltitos - por supuesto no sabes reconocer qué pájaros son esos que despiden al sol y se ponen de acuerdo para dormir seguros, pero atentos. A tus pies se desarrolla el principio de la vida y tú no eres capaz de entenderlo.

Y el sol se va. Y te quedas allí, osado. Y los monos y los pájaros se calman, pero toda la selva se mueve. Y las estrellas coronan lo que ya era perfecto. Tal vez tú seas lo único que sobra. Las estrellas se multiplican, y entonces tú ya eres un escarabajo, un bicho cualquiera, diminuto, con mundos de luz por encima de ti y tu mundo por debajo, porque en ese momento no hay más mundo para ti que la selva, nada ocurre fuera de ella, todo se ha detenido, sólo en estos cientos de kilómetros que te rodean por todas partes hay vida. Ves el mundo entero. Y tú estás por encima de él, y comprendes al fin que es ahí donde el hombre que conoces se siente seguro. Dominando lo que le devoraría en un descuido.

Todo esto lo escribo desde una habitación que invita a hacer el amor, de vuelta de la experiencia selvático arqueológica, esperando el fin de este viaje. Cuando conoces la fecha de vuelta, la definitiva, ahora ya sí, empieza la absurda contrarreloj. Llevo una semana con la mochila perfectamente colocada, casi sin deshacerla en cada hostal en el que me quedo, escarbando en ella para sacar algo, sin desmontar el encaje de bolillos que es un macuto de cinco meses de viaje. He adelantado el retorno sin cambiar el boleto: mi cabeza viaja ya hacia occidente, a mi cuerpo, como inerte, le quedan todavía días.

Descanso en una buhardilla, ocupo la habitación superior de un gran bungalow, mi techo es la caña sostenida sobre vigas de madera, que hace de rústico y acogedor tejado para este módulo del hotel. El suelo de mis efímeras y confortables posesiones lo conforman listones de madera envejecida, y allá donde hay ángulos de 90 grados, las paredes son de troncos cortados transversalmente. Tiene dos ventanas, una que da a un árbol de flor rosada, otra que da a un concierto de pájaros generosos. El hospedaje se conoce por La Paz y se esconde en un pueblo idílico a la vera del Lago Atitlán, San Marcos de la Laguna.

Y aquí estoy yo, de soñar en una hamaca atada a dos cedros a la sombra de una pirámide maya, a perderme en una cama grande, y hecha para hacer el amor hasta que se callen los grillos. Si solo en el corazón de la selva notas en tus huesos lo que eres y lo que puedes, es en una habitación como ésta, en unas sábanas que son estas, donde se te reitera lo que no tienes.

jueves, 11 de marzo de 2010

De una masajista llamada Darlene a un lugar de la selva

Me despedí de James y Tom con rapidez, ellos con el sueño en la cara, yo excitado por el comienzo de mi viaje en solitario. Llevaba esperando el bus que me llevaría a Guatemala City, y de ahí a Flores, veinte minutos, sentado en el jardincito-comedor del hostal Dionisio, fumando por fumar, no pensando. En la historia de mis encuentros y citas, soy yo el que espera. Rara vez estoy tarde.

En un momento me fui a cagar al baño compartido, y estando en la taza liberándome, llegó el bus a por mí. Veinte minutos de absoluta espera y el cabrón tiene que llegar cuando estoy cagando, cuando relajo la obsesión horaria a la que me someto, porque soy así de suicida, y la tensión de mis esfínteres.

Al entrar en el dormitorio, ya con el macuto en el hombro y las tripas contentas, para despedirme de las caras que había visto a diario los dos últimos meses, James estaba en la cama, y se revolvió irguiéndose al salir Tom del baño del dormitorio. Sonriendo me dio un fuerte abrazo, y le siguió James, en calzones, con más legañas que pupila y los pelos en guerra con la gravedad. Un 'nos vemos en el futuro, ya sabéis que tenéis una casa en Madrid', un'un placer, amigo, lo mismo digo', y salir, dejarles allí con su desconcierto y su viaje a Xela, donde Tom verá a sus amigos chapines (mote de los guatemaltecos). Acomodé mis dos mochilas en el minibús, me acomodé yo, pues estaba todavía vacio de pasajeros, y ya está, viajo solo, sin nadie que reconozca.

Y a recoger turistas por el centro de Antigua, con sus calles adoquinadas, todas ellas, sin excepción, no sólo una plaza o dos calles, no: todo el maldito centro, histórico, colonial y con tráfico de gente, taxis de esos de tres ruedas y techo de lona, pick ups y demás vehículos. Conducir por calles empedradas al estilo de hace cuatrocientos años hace que el trayecto urbano de la furgoneta sea como ir en carro tirado por caballos, como hace cuatrocientos años. Brincando en el asiento contemplé el entrar de más viajeros. A mi lado se sentaron dos españolas de pelo largo y cara fina y rosada, de unos treinta y pocos, diría yo, ambas vistiendo cazadoras de forro polar fino de The North Face y botas de invierno. Luego les tocó a una pareja de alemanes, jubilados y aventureros, él con un español con acento argentino y bigote tan gris como el pelo, asombrado porque un volcán que no es el Pacaya, allá a lo lejos y en este momento, tiene una columna de humo saliendo de su cráter, una torre de humo blanco. Se resistió a subir al minibús porque su cámara de fotos le obligaba a retratar el momento una y otra vez. Después de haber notado el calor de la lava del Pacaya ya no hay volcán humeante que me sorprenda. Tras ellos se encaramó un tipo de gafas de pasta y cabeza rapada para disimular una calvicie prematura. La última en subir fue canadiense, rubia de ojos verdes, rellenita y yo diría que en los 35, con un café en vaso de cartón en la mano y expresión de estupor y nerviosismo. No encontraba su boleto y creía que se lo había dejado en la cafetería donde había desayunado. Para allá que fuimos con el conductor recriminándole el despiste a la azorada turista. Entró en estampida a la cafetería y salió más descompuesta que antes, para revisar de repente su riñonera y descubrir por fin su boleto. De vuelta al minibús y con el conductor ya bromeando y sugiriéndola que se tomase dos cafés más, ella se disculpó y nos prometió el café a todos, y los presentes respondimos con una ronda de 'no problem', 'it's ok' y 'don't worry'.

La primera mitad del viaje en minibús me lo pasé hablando con las dos españolas. Amparo, 34 años, ha estado tres meses de cooperante en un orfanato pijo y católico en San Marcos, al norte del lago Atitlán,y ahora viaja con su amiga, que vino a verla hace un mes, quedándose un par de semanas ayudando a Amparo, y luego a hacer kilómetros por Guate antes de volver a España. Por eso van con esa ropa que de sólo verla me hace sudar: en España nieva sin parar.

Me cuentan que Guate les ha encantado, pero que la violencia les ha impresionado mucho, la machista, la extorsionista y la infantil. Un niño le dio una paliza a otro en el orfanato, enviando al derrotado al hospital, y el castigo fue decirle que no lo hiciera más y trasladarle de cuarto. Un niño y una niña de once años se besaron y casi les expulsan. Amparo y su amiga me reconocen que no comulgan con el catolicismo, que Amparo se esperaba otra cosa, pero que se quedó, imponiendo que no iría a misa ni a ningún acto religioso.

También vieron como mataban a un hombre que no había querido pagar el impuesto revolucionario de la mafia local. Pasaban por allí y, tal como suena, vieron como lo mataban. Me quedo con el "¿cómo lo mataron?" amarrado a la punta de mi lengua, ahora me arrepiento de no haber liberado mi mórbida curiosidad. ¿Lo mataron a machetazos, un tiro en la nuca? Qué fallo el mío.

Yo les cuento que de todos los centroamericanos, los nicas son los más majos, claro que sí, haciendo patria. Que Nicaragua es estupendo, y más pobre que Guatemala. Que el voluntariado ha sido una experiencia tremendamente enriquecedora y que viajo solo por Guate. Me echan 20 años y se quedan bizcas cuando les revelo la verdad entre risas. Suma y sigue, el pacto que hice con el diablo sigue vigente. Si la cara es el espejo del alma, yo tengo la de un niño. No hay fallo.

Finalmente se bajan todos en el aeropuerto, sólo la canadiense olvidadiza se queda en su asiento. También va para Flores, y también quiere ir a Tikal. Se llama Darlene y vive en Costa Rica desde hace tres años.

Cogemos el bus para Flores, de la compañía Línea Dorada, cómodo y con un reposacabezas perfecto, de esos con un poco de orejas para ladear la cabeza y dejarla ahí cómoda, sin rotura de cuello. A mí me habían dicho que llevaba ventana, pero el asiento 16 (primera vez que cojo un bus con asientos asignados desde que salí de España) es de pasillo. Darlene va un par de filas más atrás, en el lado contrario y con ventana. A mi lado se sienta un tipo con el que no entablo conversación en las ocho horas de viaje. Por sus conversaciones por teléfono descubro que es conductor de autobuses en Guatemala Ciudad, pero prefiere dormitar y escuchar su música que platicar conmigo, lo cual me place.

Aparte de una parada de treinta minutos para comer un menú extrañamente sabroso, de estar a punto de estamparnos contra una pick up que estaba maniobrando a la salida de una curva cerrada, y de un telefilm ñoño e infame y en su versión original inglesa, lo único reseñable es una niña de vestido rojo, cara totalmente maya, pelo recogido en dos moñitos con goma también roja, y zapatitos blancos con tacón. Muy mona, muy inaguantable. Se pasó las dos primeras horas del viaje, chillando. No sabía hablar, sólo sabía gritar. Números, canciones, reproches a su hermano, cualquier cosa que salía de su boca superaba cualquier nivel de decibelios permisible. Pero nadie dijo nada.

Ella, cuando iba sentada y no de pie en el pasillo, lo hacía en el asiento justo detrás del mío. Patadas, la mano diminuta de repente en mi pelo, o en mi hombro, meneos del asiento. Imposible dormir, el odio saliéndoseme por todos los poros. Y los abuelos y sus padres sin remediarlo, incluso motivando su histrionismo con cuentos y sumas.

Después de sacar la cabeza un par de veces y mirarla con toda mi furia muda, sólo me quedó hablar. Me giré y solté un hastiado “ya, por favor”. La niña me miró como si hubiera visto un fantasma. Se agarró al apoyabrazos del asiento de su abuela y metió los deditos de su mano izquierda en la boca, abierta tanto como sus ojos. A partir de entonces habló, sin chillar más. Contento y avergonzado, me di la vuelta y procuré alcanzar un sueño ya demasiado escurridizo.

Y el viaje continuó y Darlene me confesó luego su estupefacción porque yo no lleve un reproductor MP3 para este tipo de viajes. Lo cierto es que sí es extraño, pero he desarrollado una buena capacidad para meditar y que no se me hagan tan pesados estos eternos trayectos centroamericanos. Y de repente Santa Elena nos engullió y aparecimos en la vecina Flores.

Flores está en medio del lago Petén Itza, en la provincia de Petén, la más septentrional de Guatemala, la que hace frontera, dibujada en línea recta y con un ángulo de noventa grados, con Belice y México. Es una ciudad turística, con un arco simple cruzando la carretera que, sobre el agua, une el pueblo de Santa Elena con este reclamo para gringos. Tiene calles estrechas y limpias, en cuesta pues la isleta es como un montículo grande, casas bajas, muchos hospedajes y restaurantes, cajeros automáticos, tiendas de artesanía, muchos negocios que montan tours para visitantes, un paseo marítimo como cualquiera de los paseos marítimos que existen en el mundo y que se autodenominan así, mucho policía e incluso militar, y un lago de nombre maya como contorno.

Resulta que Darlene andaba algo revuelta y le daba apuro compartir baño, pues su primera idea era la mía, ir a Los Amigos, el único hostal para mochileros, de estos con dormitorios con varias literas. Así que optamos por preguntar en cada hotel cuánto cuestan las habitaciones dobles con baño. Al final conseguimos un buen precio (40 quetzales por cabeza, unos cinco dólares) en un hotelito que mira al lago.

Cenamos por ahí y fue entonces cuando volví a verme en una de esas situaciones de las que desde hace un tiempo corto empiezo a ser consciente. No sé porqué, no sé qué impresión causo, pero me pasa mucho que gente a la que acabo de conocer, y sin borrachera de por medio, me cuenta de sopetón aspectos de su vida que son más propios de relaciones más estrechas. Y así, con un burrito contundente y un par de cervezas Gallo de por medio, me enteré de qué...

Darlene tiene 35 años y vive en la costa Pacífico de Costa Rica desde hace tres, trabajando de masajista, principalmente para surferos, y siendo propietaria, junto con una amiga y dos canadienses más, de un par de inmuebles en el país tico. Se ha hecho famosa en su zona por los masajes que da, vive bastante bien, y va reformando con poquita cosa su casa para hacerla más hogareña. Prefiere gastarse el dinero en viajes. Ahora resulta que su amiga, con la que se fue a vivir a la tropical Costa Rica desde la fría e inhóspita Canada y con la que compró las dos propiedades, se ha casado con un tico y tiene un hijo. Ahora viven los cuatro en la casa. No saben qué hacer con la casa.

Está liada con un tico llamado King que vive en la costa Caribe, a 12 horas de viaje de donde está ellá, y que tiene 23 años. Dice Darlene que la vida le ha curtido y es más maduro que los veintegenarios habituales, que trabaja alquilando chocitas para surferos en la playa, que folla muy bien y que fuma mota como ella. Que habla el inglés suficiente "but his english is not as good as yours", me dice Darlene, y con el que va a romper cuando vuelva de este viaje.

No aguanta que él le diga que va a hacer algo y que luego no lo haga. Como llamarla, y luego se excusa por la falta de contacto en que no tiene tiempo para llamar, aunque su vida sea hacer surf, trabajar un rato, salir a pescar, fumarse un porro, sobrevivir un poco. No soporta Darlene que cuando tienen una discusión, “I don’t argue, you know, I just discuss”, me desvela, King no diga ni haga nada para al final, después de acumular toda la mierda, explote como un niño. No se ve con este chico, porque no le ve cambiar ni intentarlo, aunque él insiste en que lo hará.

Luego se enternece y me dice que no puede sentir lástima de él, que le puede ayudar, pero no para siempre, que necesita que él haga algo. Me relata que cuando le conoció, hace cuatro años (él 19, ella 31), él acababa de perder a su mejor amigo, al que le consiguió el trabajo y le dio algunas opciones después de que el padre de King dejara de querer ser el padre de nadie cuando éste tenía 10 años. El amigo le acogió entonces, y le guió un poco. Este buen samaritano empezó tejiendo hamacas y vendiéndolas, le fue bien y montó lo de las chozas donde trabajaba King, y tenía incluso lanchas para hacer tours para turistas. Había progresado, había hecho dinero, y había despertando envidias en su entorno, entre ellas la de su hermano, que un día de desesperación le disparó por la espalda. El herido consiguió llegar hasta su casa, y allí murió con su mujer y sus hijos. Como no estaba formalmente casados, el negocio de las chozas no quedaba para ella, y King temía perder el empleo. "He is in a bad moment", suspira Darlene. Yo pienso que el desdichado King lleva en un mal momento desde hace diez años.

También se chulea con clientes potenciales que va a tener, tipo Gissele Bundchen, Mel Gibson o Matthew Mcconaughey, que tienen casas allá, aprovechándose de que no les conocen tanto y de que pueden llegar a sus terrenos en helicópteros.

Darlene está dudando de si volverse a Canadá. Se ha dado cuenta de que en realidad no tiene gran cosa en Costa Rica. Sus amigas de allá se han casado, sino con un hombre, con la cocaína, y ella no quiere ni lo uno ni lo otro, por lo que no anda con mucha gente. Que sabe que echa de menos a su familia y a sus amigos de Canadá, y que ahora que se sabe buena masajista, puede comenzar el negocio en cualquier parte.

Yo no le digo mucho de mí, en parte apabullado por la verborrea de esta simpática y vivida mujer, en parte porque me importa tanto como a ella, prefiero que me cuente ella, es más divertido.

Después de pagar me confiesa que tiene marihuana, que si yo fumo. Le digo que sí que me apetece, aquí en medio de un lago, en la terraza-ático de nuestro hotelito, donde encima hay tumbonas. Así que allí nos hacemos fuertes, con un lago delante y estrellas encima, un porro de mano en mano, silencio y meditación, risas sin sentido y bromas que se apagan en otro silencio que nunca es incómodo, y de repente me suelta, con el peta ya consumido: "would you like a massage? You know, I love doing massage in this kind of moments, I mean, with this sky, in an island in a lake, the frogs doing that weird noise, nothing but me...". Mi respuesta es obvia: "fucking hell, yes!"

Qué más podia yo pedir, quién me lo iba a decir, en mi primera noche de supuesto viaje en solitario: una canadiense, experta masajista, dándolo todo en mis cargados hombros y cuello, con un peta de por medio de una hierba de estas introspectivas, de mucho pensar en quién soy y a dónde voy, con un cielo precioso y estrellas fugaces de regalo, y un lago en silencio envolviéndolo todo, como ese croar de las ranas al que se refería Darlene, una especie de gorgoteo que empezaba a la izquierda y que alguna rana, si son ranas, más a la derecha le contestaba. Qué suerte la mía, niño.

Dormí como un bendito, quedando con Darlene en que mañana íbamos a ver las cuevas, para luego ella tirar para Tikal por la tarde, que si te sacas el ticket de entrada al parque a partir de las 15.30, entras al día siguiente también. Así ve el amanecer, que es lo que más recomiendan y que sólo se puede hacer si pernoctas en Tikal, en uno de los tres carísimos hoteles que viven de eso. Ese era mi plan cuando llegué, pero creo que voy a hacer una locura mayor: un viaje de tres días ida, tres días vuelta, por el medio de la selva, a pie, con mulas de carga para la tienda de campaña, las hamacas, la comida y el agua, con un nica como guía, rumbo al norte, hacia las ruinas de El Mirador. Por una trocha abierta en la selva, en la puta selva, hacia unas ruinas que no están del todo desenterradas. Pasando por otras más pequeñas, viendo amanecer todos los días desde las diferentes pirámides que nos vamos a encontrar, y volviendo por otro camino para ver otras ruinas más. Para ver más selva. Para sentirme más Indiana. Tal vez el nica huya al amanecer con las mulas y nuestros hígados para venderlos al mejor postor, o tal vez un jaguar devore nuestras tiendas, o puede que indios en taparrabos salgan de entre la maleza disparándonos con sus cerbatanas. O puede que andemos por el medio de la selva, flipando con los tucanes y algún venado, maravillándonos con la pirámide más alta de Guatemala, deletiándonos con amaneceres en la selva, con el despertar de la jungla, con los monos, y volvamos sin percance. Me dejo doscientos dólares en la experiencia, pero tengo que hacerlo. Y al volver, hago Tikal, como lo quiere hacer Darlene, que queda en que me escribe por Facebook cómo le ha ido y qué tengo que hacer si también quiero ver el amanecer desde la gran torre de Tikal, que dicen que es otro amanecer, porque ocurre justo por encima de la pirámide que queda enfrente del templo más alto de las ruinas más visitadas de Guatemala.

Así que Darlene se fue después de desayunar y de haber dormido en camas separadas sin nada peculiar ocurriendo en la noche, y de que me haya contado su vida en verso y la de su novio y la del hermano del amigo del alma del novio. Yo me he quedado todo el día en Flores, cambiándome a Los Amigos, con pocas ganas de relacionarme dado que mañana miércoles me voy a la selva y estoy tan ilusionado que todo lo demás me da igual. Me retraigo andando por la isla, cruzando a Santa Elena para ver un pueblo guatemalteco de verdad y echarle un vistazo a los buses que van a Tikal para cuando vuelva del corazón de la jungla, y ultimo el viaje con los del touroperador. Voy con un grupo de otros cuatro, volveremos el lunes y... quién sabe.

Vuelvo a estar solo. La selva me espera.

martes, 9 de marzo de 2010

Andando por ríos de lava

Antigua es, para empezar, Patrimonio Cultural de la Humanidad, toma castaña. Es decir, es colonial, está limpia, está llena de turistas, cuenta con edificios con mucha historia (por ahí está la casa donde vivió Bernal Díaz del Castillo, el que escribió la más creíble versión de la conquista), con un parque central que ya quisieran ciudades de Europa, y con calles empedradas donde cada adoquín sobresale lo mismo que el resto. En 1776 fue devastada por el último cabreo monumental del volcán que hoy se conoce como De Aguas, imponente sobre la ciudad. Fue su erupción final para luego morir, pero decidió llevarse por delante la que entonces era capital de Guatemala.



No fue hasta la década de los '60 del siglo pasado cuando se decidió reformar la ciudad y dejarla como la vemos hoy día, bautizándola, claro, como Antigua Guatemala. Desde entonces, pasear por Antigua es, por un lado, asombrarse con sus edificios medio en ruinas, medio restaurados, de la época de la colonización (Casa de Gobernación, iglesias, casas de nobles…), y por otro lado, olvidarse de que estás en un país de los llamados pobres. Miles de comercios, pero miles, y la mayor parte enfocados al turista. La competencia entre las agencias que organizan tours por los alrededores es infinita. Hay tantos hoteles, albergues, hostales y casas de huéspedes que parece increíble que queden sitios para las casas comunes de los lugareños. Hay cafeterías, restaurantes, pizzerías, discotecas, un Burger King, un Pizza Hut, comida china, y, en algún rincón, comedores típicos guatemaltecos, donde los lugareños comen y los turistas no entran.

De las primeras cosas que me llamaron la atención en Antigua fue un local con un gran anuncio que decía "Thinking about running your own business in Antigua? Ask here for locals to rent". Cada blanco es un símbolo de dólar andante, pero no sólo para los guatemaltecos, sino también para otros gringos ávidos de hacer dinero en un lugar en el que éste no existe.

Aparte de todo eso está el mercado, el normal y el de artesanía. El normal, el auténtico, es de lo mejorcito. Entrar en él y acordarse del de Granada supone entender que Granada es lo más falso que existe. Esto sí es un mercado. La mayor parte de los puestos están atendidos por mujeres que tienen al español como segundo idioma. El suyo natal, el que ellas mismas llaman "lengua", es incomprensible, es puro nativo, es un regalo para los oídos. No entender nada, por fin, de nuevo (tras mi experiencia en el Caribe, todo, en inglés y en español, es comprensible) es muy gratificante. Es volver a sentirse tonto en tierra de nadie.

Las mujeres en Guatemala, las que son de este precioso país, visten a la forma tradicional, no para ser reclamo de turistas encadenados a una cámara de fotos, sino porque es su tradición y cultura. Faldas largas de hilo y camisas a juego, todas con bordados, y probablemente un niño metido en una tela que atan en sus hombros para que el mozalbete sueñe en la espalda de su madre. El pelo, negro y lacio y recogido en coleta o en un moño, o en una trenza que enmarca su cabeza al estilo princesa Leia, y la cara tostada y resquebrajada por el sol, con ojos grandes y de obsidiana. Ahora entiendo que en Nicaragua, sin contar el Caribe, que eso era otro país, no hay un solo indígena o descendiente de. Aquí, en cambio, ves a la legua quien tiene sangre de mayas y quién no.



El mercado es un enjambre de puestos, con todo tipo de frutas, verduras, ropas, golosinas y artesanías. La artesanía guatemalteca es de la mejor que he visto, muy trabajada, muy valorada, muy barata. Irse del mercado sin comprar nada es harto difícil. Acarrear luego todo lo que has comprado es peor todavía. Acongojado porque todavía no tenía hamacas para colgar aunque sea en el pasillo de casa (¿cómo he podido vivir tanto tiempo sin hamaca, por Dios?), decidí comprarme dos allá. El chavo empezó diciéndome que una eran 180 quetzales. Le saqué las dos por 200, y fue más fácil de lo que parecía. Creo que, por mucho que regateé, por mucho que crea que he cerrado un buen negocio, me están dando el palo. Seguro. También me compré un ajedrez pequeño, hecho de pura roca, de fichas evocando runas mayas, uno de esos ajedreces que luego entiendes que sólo son decorativos porque resulta complicado acordarse de quién es el alfil y quién la reina. Souvenirs.

Como somos así de intrépidos (es decir, unos gringos flipados), comimos en el mercado, en un lugar donde sólo había guatemaltecos comiendo y voceando en su idioma incomprensible. Nos sentamos a una mesa con una mujer y su hija de unos diez años, provenientes de Ciudad de Guatemala. Nos cuenta la mujer que viene al mercado tres días a la semana a vender libros y cuadernos escolares infantiles, y que su hija le ayuda. Nos pregunta de dónde somos, qué hacemos acá, lo típico. Le contestamos eso, lo típico, mientras nos zampamos un caldo de res con maíz, zanahoria, yuca y un vegetal verde desconocido, todo por supuesto acompañado por muchas tortillas de maíz. El precio es tan ridículo que ni me acuerdo. El sabor es tan rico que no sé describirlo, sólo se salivar cuando hablo de aquello.

La primera noche nos juntamos con Rachel, una amiga de Tom, que había estado tres meses en Guatemala antes de su experiencia en La Prusia. Fuimos a unos cuantos locales de fiesta en Antigua. Odié el primero, me encantó el segundo. El primero era el típico garito que puedes encontrar en cualquier parte, con sus porteros con cara de gorila y seso de lombriz, cacheándote y sin dejarte entrar fumando. En la barra, alguna chica mirando mucho, muchos bebedores solitarios, y algún bailongo dándolo todo. Es el típico sitio en el mascas los problemas. Nos tomamos un par de cubalibres, muy rebajados, vimos como Tom y Rachel bailaban salsa, y salimos de allí, despotricando contra un antro como ese. El segundo era un patio interior, con un grupo tocando salsa, buen ambiente y rollito relajado. Algo más turístico, pero mucho más apetecible y acogedor. Y fue aquí donde Rachel me explicó que en Guatemala existe ley antitabaco y son muy estrictos con ella. Atontado, sigo sin entenderlo muy bien: no hay reductor de humos en los coches, no tienen energías renovables, las ciudades típicas (Antigua no lo es, recordemos que lleva el escudo de la UNESCO para protegerse de la penuria del país) están sucias, la basura se quema sin separar, los plásticos arden en pueblos pequeños, pero no se puede fumar en el interior de ningún local de Guatemala. Me cago en todo me cago. Y yo con mi tabaco Payasos (cómo no comprar un tabaco con ese nombre), sin poder fumar.

Todos los domingos en Antigua hay procesiones, los fieles se visten con túnicas como las de Semana Santa y desfilan por varios rincones de la ciudad. Nosotros nos lo perdimos. Creo que antes de volver a España haré una nueva parada en esta próspera ciudad. Porque lo que decidimos hacer al día siguiente fue... escalar un volcán que está en constante erupción. Con dos cojones.

El volcán Pacaya tiene algo más de 2.000 metros de altitud y la última vez que explotó de verdad fue en el 2000. En 2005 la fuerza de la naturaleza se dejó ver de nuevo, pero no fue para tanto. Hoy día puede verse el río de lava solidificado que quedó como recuerdo de aquella última combustión. Pero todos los días, y con esto quiero decir, a todas putas horas, hay lava saliendo a chorros de diferentes cráteres. Nuestro guía, un risueño y fornido personaje llamado Nelson y que me llamó España todo el camino, vive en San Francisco de Sales, un pueblecito alejado unos cuatro kilómetros del volcán. Le pregunté si es seguro vivir en un lugar como ese, tan cerca de Mordor (porque eso es Mordor, Frodo y sus colegas no tenían ni puta idea), y su única respuesta fue un encogimiento de hombros y un "bueno, estamos acostumbrados". Supongo que es difícil hacerse a la idea de lo que estoy diciendo, pero tened presente que en el rato que estuvimos por ahí, unas cinco horas, oímos unas diez explosiones, con su lluvia de rocas correspondiente. Al principio sentías un escalofrío, pero veías a los caballos tranquilos y al guía como quien oye llover y al final cada explosión era simplemente motivo de mofa. Cuando la erupción del 2.000, la lava bajó la ladera durante tres días. "Quince días más, y Nelson no vive", comentó el guía. Lo más jodido es que lo dice de verdad, porque no me imagino al pueblo siendo evacuado, sino siendo presa de una resignación brutal.

En la subida, Nelson nos iba explicando cositas, hablando español muy despacito, pues no sabía inglés. Nos señaló una planta geotérmica de la que sacaban energía, robándosela al volcán. Mediante dos turbinas de kilómetro y medio de profundidad extraían vapor para transformarlo en 25 megavatios de energía por hora. También nos señaló una laguna de agua caliente, potable, que servía para hidratar a 18 pueblos del entorno. Además, nos explicó que por ser el suelo rico en potasio y sin nada de fósforo, se pueden plantar muchas frutas allá, además de café. Es decir, de este volcán sacan beneficio de tres formas: turismo, energía, comida y agua pura. En Masaya, el volcán activo que visité en Nicaragua, sólo explotan el lado del turismo. Les queda tanto por hacer a los nicas. James apuntó que tal vez sea por falta de inversión extranjera en Nicaragua. Sea lo que sea, el caso es que de la energía que puede proporcionar un volcán, los nicas no la aprovechan de ninguna manera.

También pasamos por delante de unos cuantos árboles de Hormigos, de los que sacan la madera para hacer la marimba, ese instrumento típico y ancestral, como un xilógono gigante, tocado por unos cinco tipos a la vez y con los que hacen ritmos de cumbia, salsa y algo parecido al blues. Está en peligro de extinción, supongo que por las hormigas, pues ya nadie toca marimba, ahora se lleva bachata, merengue y reggaeton. Qué desgracia.

En nuestro grupo íbamos el escocés James y yo (Tom ya había estado en Pacaya y se quedó en Antigua, a juntarse de nuevo con Rachel, que está bastante buena, la cabrona, y yo con este hambre), además de una inglesa de cara de niña, unas suecas demasiado suecas y un australiano con ganas de ser aborigen. Iba éste tocando una flauta, bajo su sombrero de ala corta y sus rizos a lo Bisbal, andando por entre las piedras volcánicas haciendo sonar su flauta. Nuestro grupo, bautizado por Nelson como Águilas, era el más molón, qué duda cabe.

Y por ahí andamos, por una montaña negra, con un atardecer espectacular poniéndose detrás del volcán de Aguas, mucho más grande que el Pacaya, pero dormido, aburrido, y con nuestros palos que nos vendieron en San Francisco de Sales unos niños pesados.



Con los palos es más fácil subir, pero no son necesarios. Los niños, viendo que era el único que hablaba español entre tanto gringo, me acosaron un rato. Al principio era un bastón por cinco quetzales, pero conseguí dos por cuatro. Al que más insistía le pregunté si cuando el subía al volcán lo hacía con palo, y su respuesta fue una risa traviesa, y después de eso fue fácil regatearle el jodido palito. No era tan necesario al final, pero siempre es divertido meter el palo en la roca y ver como arde en cuestión de milisegundos.



He estado tan cerca de lava que mis botas se derretían, mi palo ardía, y mi mano podría haber tocado la lava si eso no hubiera supuesto perder los dedos. Ver la lava es como ver el mar por primera vez. Es conocer lo que hay bajo el suelo que pisamos, es asumir que nuestro planeta está vivo y que como se enoje de verdad, vamos a flipar. Borbotones de fuego líquido, la tierra rompiéndose por la furia del volcán, las rocas en vuelo vertical, el calor a más de 2 kilómetros de altura, y yo allí para olerlo, verlo, recordarlo por siempre, encenderme un cigarro con un trozo de lava agarrado con el palo, como Cocodrilo Dundee, o algo así. No podré fumar en vuestros bares de mierda, pero lo haré en el techo del mundo, un techo caliente y que se derrite.





A la bajada, una de las suecas, fotógrafa, claro, se cayó al pisar mal entre las rocas intentando tirar una foto. Más preocupado por el objetivo de su Nikon que por su crisma, se levantó con unos pocos rasguños. Podría haberse abierto su rubia cabezota contra las escarpadas rocas, o tal vez haberse caído por una grieta y arder hasta morir. Pero no, sólo fue una caída aburrida.

De vuelta a Antigua, a pasar mi última noche en compañía de un yanki simpático y gracioso y de un escocés callado y despistado. Ahora tocar viajar solo, primer destino Flores, y de ahí a las ruinas de Tikal. Ahora que veo la soledad como un yugo que me martiriza, he decidido viajar solo. No querías sopa, pues toma tres tazas.

lunes, 8 de marzo de 2010

En casa de la dinastía Yax Kuk Mo

Amanecemos con calma, que no hay prisa, tenemos todo el día para dedicárselo a las ruinas, y con nuestros cuerpos intactos, que nuestra imaginación está más corrupta que esta gente. Al final la oferta que nos hicieron era sólo eso, una buena oferta.

Buscamos un sitio para desayunar, nos ponemos hasta el culo, e iniciamos el paseo hasta las ruinas, ubicadas a kilómetro y medio del pueblo. Por el camino nos encontramos ya con estelas mayas, bordeando la carretera. Miden dos metros y sólo son un anticipo de lo que nos espera. Tom, que ya ha visto las ruinas de Tikal, espera que éstas de Copán le decepcionen. A mí las estelas ya me han puesto las pilas. El espíritu de Indiana al principio de El arca perdida está en mí. Sólo necesito tipos en taparrabos disparándome con sus cerbatanas, pues las esculturas mayas ya se me han aparecido.

Decidimos visitar primero el museo, al que se accede por un túnel cuya entrada está presidida por la mandíbula de una serpiente tremenda, como si estuvieras entrando en sus fauces. Los mayas consideraban que por sus túneles se accedía al inframundo, y que éste estaba custodiado por animales mitológicos. Sólo los grandes guerreros volvían de su interior con vida y ganas de contarlo.

En el museo guardan una reproducción de Rosalila, un templo que se conservó en el interior de una de las pirámides y que no se puede visitar en estos días. Nos tendremos que conformar con la reproducción, a tamaño real, majestuosa, impresionante, gigantesca, dedicada al dios sol y al cultivo del maíz. El original conserva su color rojo, y lo que tenemos delante está muy logrado. Aunque sabemos que es de cartón piedra, nos quedamos estupefactos. Estos mayas sabían lo que hacían, sin conocer el hierro para picar la roca y esculpirla. Genios del pasado.



El museo tiene fundamentalmente dos partes, el inframundo y la dedicada a la fertilidad. En la del inframundo hay muchas estelas de los reyes de la dinastía Yax Kuk Mo, que reinó hasta el S.IX de nuestra era. Luego fue desapareciendo por luchas tribales, y cuando llegaron los conquistadores ya sólo quedaban las ruinas. No fue hasta el S.XVII que se empezó a documentar bien este lugar que ahora hollamos nosotros con nuestras deportivas y nuestros vaqueros. Un murciélago con unos cojones tremendos (qué capacidad para esculpir tenían estos tipos) y muchísimos glifos abundan en el museo. Copán tiene la mayor cantidad de jeroglíficos descubiertos en ruinas mayas, sobre todo en la escalinata de la pirámide principal, que nos espera en un ratito. Vemos la entrada a la casa del escribano, parte de un calendario maya, bancos esculpidos y parte de un arca con los perfiles de los catorce monarcas esculpidos. Esto es sólo el aperitivo, y a Tom se le empieza a quitar de la cabeza una posible decepción. Salimos del museo y nos encaminamos hacia las ruinas por un sendero que serpentea por el medio de un trozo de selva con lianas y guacamayas, de las que en España vemos en jaulas o en reproducciones de peluche. Pueblan las ramas encima nuestro y pasan olímpicamente de nosotros.

Llegamos a las ruinas, primero a una explanada rodeada por gradas de piedra, con varias estelas protegidas por techos de zinc y que aún conservan restos de policromía. Los reyes representados van ataviados con plumas, agarran serpientes, en sus calzones tienen representados el disco solar en sus diferentes fases, y en su base se cuentan algunas de sus hazañas. Vamos sin guía, que era muy caro, y en algún momento nos arrepentimos, pero la verdad es que este lugar habla mucho por sí solo.

En un extremo de las ruinas está conservado magníficamente un lugar donde los mayas jugaban al juego de pelota. Tres pirámides, una escalinata alucinante, varias moradas de nobles, cabezas de ancianos talladas en piedras gigantes (los mayas creían que los ancianos sostenían el mundo, que era como un gran cocodrilo), rocas redondeadas imitando al sol y con canalones por los que circulaba la sangre de los sacrificados… cualquier cosa que intente escribir serían relatitos de niño chico alucinado por el poder de esta gente que dejó de existir pero dejó un legado para la posteridad. Ninguna de nuestras construcciones de ingeniería durará ni la mitad de lo que han durado estas pirámides.





Subiendo a una de ellas nos encontramos una serpiente de unos dos metros. Nos unimos a unos hondureños entusiastas que quieren que se mueva y la tiran piedras. Finalmente termina deslizándose hastiada a ocultarse bajo unas piedras, y su contorneo reptante nos embelesa a todos. No muerde, pero estrangula, aunque no es una boa. Dicen los lugareños que por las noches mata ciervos.



Después de sentirnos mayas un rato, después de que Tom reconozca que este lugar le ha impresionado tanto como Tikal, nos alejamos de un mundo en ruinas y cogemos un taxi de esos de tres ruedas de vuelta a una civilización que tiene mucho que envidiar a aquellos tipos que vestían con plumas y comían corazones humanos.

Hemos escalado pirámides que se construyeron hace más de mil años. Hemos visto jeroglíficos que cuentan historias que no nos creeríamos si las entendiéramos. Nos hemos tumbado en las camas de los nobles, dura piedra pulida sobre la que seguramente pondrían pieles o paja. Nos hemos topado con serpientes, guacamayas y tucanes que han tenido el detalle de dejarse ver. Hemos contemplado el inframundo y vuelto para contarlo. Hemos pisado piedras que originariamente no estaban aquí pero los afanados mayas transportaron para levantar un lugar majestuoso. He visto mis primeras ruinas mayas y ahora sé que quiero verlas todas, no en este viaje, pero volveré, al Yucatán, a donde sea, al medio de la selva para comprobar cómo unos hombres que fueron considerados salvajes distaban mucho de serlo.

Hoy me he sentido viajero de nuevo, aunque por la noche he reservado el vuelo para España, porque sigo pensando que tengo que volver, es una sensación, algo me dice que tengo que regresar. Estoy cansado, ilusionado por hollar tierras mayas, pero cansado. No puedes ver un mundo antiguo con agotamiento. No diré cuando vuelvo porque, como los mayas, quiero ser un misterio.

domingo, 7 de marzo de 2010

En busca de los mayas

De Tegu a las ruinas de Copán, que es parada obligatoria para cualquiera que deambule por Honduras. Nos perderemos la provincia de Lempira, con la ciudad de Gracias y con las comunidades indígenas como principal reclamo, y no pasaremos por el Caribe, donde Tela y Ceiba son ciudades de postal, pero Copán estaba marcado en nuestra ruta y la vamos a cumplir, al menos de momento. Así que nos armamos de valor y paciencia y nos vamos a por el bus que nos llevará a Copán, al norte de Honduras, a 12 kilómetros escasos de la frontera con Guate. Son unos 150 kilómetros, distancia que en España se recorre en menos de dos horas, pero que aquí se dilata hasta las ocho horas, haciendo escala en La Entrada. Hay que estar muy motivado para este tipo de trayectos.

A las 8 estábamos en la terminal de la Sultana de Occidente, compañía que hace el recorrido hasta La Entrada, lugar famoso por ser centro neurálgico del tráfico de cocaína. Compramos el boleto, desayunamos unas baleadas, plato típico guatemalteco (tortillas de maíz con mantequilla, puré de frijoles, huevos y un trozo de queso) y nos encaminamos al bus. De camino me intentan vender un taburete, qué cosa más absurda. Le digo al tipo que no, que llevarlo hasta España sería una odisea, a falta de una excusa mejor. Pero él se empeña en demostrarme que es ligero. Mientras, otro me pide un dólar, y le digo que no. Insiste diciendo que es para beber, y yo le respondo que justo por eso no se lo doy. Entonces cambia su versión diciendo que lo usará para comer. Me río con ganas y le dejo con la mano abierta delante de mí. Nos encaramamos al autobús, que no es de los escolares yankis, es un autobús de ruta de los que vemos cada día en España. Ocupo un asiento junto a la ventana y compruebo que va a ser difícil dormirme. El respaldo no se reclina.

Junto a mí se sienta un tipo chele, es decir, blanco, con gorra de marca, pelo teñido y bolsito a juego con los pantalones. Se duerme a los dos minutos de arrancar y se espatarra de tal manera que su rodilla derecha invade mi espacio. Mal.

La carretera está en obras, toda ella, es decir, todo el trayecto vemos obreros asfaltando, arreglando o poniendo quitamiedos de hormigón, dándole a la pala o al martillo neumático, con sombreros o gorras, siempre con la cabeza cubierta, como casi todos los hondureños que he visto hasta ahora. La primera montaña que ascendemos tiene dos fallas tremendas, media carretera se ha desmoronado por la ladera. En el periódico La Tribuna que se ha comprado James leo que la falla de la carretera de Danli a Tegu (por la que vinimos hace tres días) está en tan penosas condiciones - también tiene una falla demencial que la convierte en una carretera de un solo carril, aunque conserva los dos sentidos - por culpa de la constructora que se encargó del proyecto, y que es española. El pie de foto dice "La nefasta actuación de la empresa española X ha dejado la carretera de Danli casi inservible". No siempre compensa facilitar la inversión extranjera. El caso es que en esta carretera, para sortear una de esas fallas (no quiero imaginar cómo debe ser ir conduciendo y que se hunda la carretera bajo tus neumáticos) hay que invadir el carril contrario, por lo que los obreros van deteniendo el tráfico en cada sentido en intervalos de quince minutos. Cuando llegamos a esa falla nos toca a nosotros esperar, así que allí estamos, en medio de ningún sitio, rodeados de un paisaje de pinos, esperando a que nos den el visto bueno para avanzar nosotros y que esperen los que bajan por la ladera. Detenidos en nuestro ascenso, nos vemos asaltados por vendedores ambulantes, con todo tipo de comidas y bebidas. A saber cómo se han enterado de que es en este punto donde se detiene el tráfico, y hasta aquí trasladan sus viandas para venderlas a los desesperados conductores y pasajeros. Toda esta escena, con un mercado ambulante improvisado en la nada, me recuerda a ese pasaje de Ebano, de Kapucinski, donde los africanos hacen lo mismo aprovechándose de un boquete en la carretera, llegando a crear un pueblo en torno a él, porque nunca lo reparan, y los conductores tienen que aminorar la marcha hasta detenerse, y se convierten en clientes. No soy Kapucinski, no estoy en África, pero el mundo es demasiado pequeño para no acordarme del polaco.

Mientras esperamos pienso de nuevo en las diferencias entre Honduras y Nicaragua. En Nicaragua no vi obras públicas efectuándose en ningún lugar, ni tantos obreros con chalecos reflectantes (¡con chalecos reflectantes!) trabajando juntos. Camiones hormigonera, grúas, martillos automáticos, cables tendidos entre las ramas de los árboles para llevarles electricidad a los obreros, excavadoras... nada de eso vi en Nicaragua. Incluso hay obreros que miran como trabajan sus compañeros, vagueando, como en España, donde uno trabaja y miran diez.

Reanudamos la marcha y se despierta mi vecino, al que he conseguido doblegar a base de ligeros empujones en la rodilla para que no termine yo formando parte de la ventana. Decide que es momento de hablar conmigo, aunque yo estaba esforzándome para dormir. De la conversación destaco tres cosas: que es músico, cantante del grupo de merengue La Gran Banda; que ha hecho giras por Europa y que no le gustan las pizzas italianas, prefiere las del Pizza Hut; y que los españoles les hicimos un gran favor cuando les colonizamos. Atónito ante esta última declaración le doy coba para que se explique. Me dice que en Santa Bárbara, una zona del Pacífico hondureño, tiene las mujeres más bonitas del país. Me explica que la razón de su belleza es que allá se mezclaron mucho los españoles con las indígenas, dando a luz a una nueva raza de gente, con mujeres bellísimas. "Si no fuera por ustedes los españoles, seguiríamos teniendo esos rangos indígenas tan feos. Gracias a ustedes, ahora somos más guapos". Es decir, lo mejor de la conquista salvaje que hicieron Alvarado y sus colegas se limita a las mujeres guapas que vemos hoy día. Estupefacción, pues al principio pienso que me está vacilando, pero habla en serio. Nunca pensé que la conquista tuviera nada de bueno para esta gente, pero mira tú por dónde que me acaban de descubrir una bondad.

Y así continuamos el trayecto, dejando atrás muchas industrias, de esas que escasean en Nicaragua, y conversando con Carlos, que así se llama el cantante, al que no le gustan los mejicanos pero sí los europeos, que tienen sus ciudades muy limpias. Yo le digo que a mí me gusta más la cultura de estos lares, que en Europa vivimos subyugados por el tiempo, por el reloj. Le importa poco lo que le digo.

Finalmente llegamos a La Entrada, y al poner un pie en el asfalto y muriéndome por un cigarro, aparece un tipo gritando "Copán Ruinas, el último bus". Enciendo el cigarro, le doy tres caladas, espero a que Tom y James se suban, le doy otras tres caladas, lo tiro al suelo, lo piso maldiciendo, y de nuevo en camino. Otras dos horas, esta vez en un bus escolar de esos que me encantan, para hacer los 60 kilómetros que nos separan de las primeras ruinas mayas que veré en mi vida.

El paisaje es hermosísimo. Montañas y bosques, bosques y montañas, y la carretera por la que circulamos uno atisbo de desarrollo. Los pueblos por los que pasamos viven de esa carretera, con muchas pulperías, y todos los varones, o casi todos, llevando sombreros blancos de ala ancha, sentados a la vera de la carretera o a caballo, mirando pasar la vida o trabajando del campo. Y nosotros les vemos y les dejamos de mirar en unos segundos, porque sólo estamos de paso, y ellos no experimentarán nunca lo que es eso.



En Copán, poniéndome la mochila sobre los hombros y a punto de encenderme un cigarro, joder, que quiero fumar, maldita sea, me vuelven a asaltar, esta vez de dos en dos. Que si este hotel es mejor, que vénganse conmigo, que se lo dejo a cuatro dólares por cabeza, que les ofrezco paseos a caballo, que bienvenidos a Copán, que no le hagan caso a ese que yo llegué primero y mi hotel tiene Internet gratis, que además os vendo maría, que soy el contacto para todo en esta ciudad, que síganme que yo los acomodo. Termino espantándolos con un "acabo de llegar, déjenme sentarme con mis amigos y nosotros decidiremos donde vamos, por favor". Me hacen caso, pero sólo en lo que respecta a alejarse dos pasos, escrutándonos con la mirada, esperando a que les hagamos una seña. Finalmente optamos por hacernos los duros y les decimos que nos vamos a dar una vuelta, que queremos ver hostales por nuestra cuenta, que ya les diremos algo, que no se enojen porque no les prometimos nada.

Copán es un pueblecito de muchas cuestas, parecido a Chinchilla. Todas las calles son empedradas y hay mucho turismo. Hay taxis de tres ruedas por doquier, sufriendo para subir las cuestas cargando turistas, y muchas pick ups poderosas de los lugareños. Hay muchos hoteles, muchos hostaluchos, demasiadas tiendas de regalos e incluso varias agencias de viajes. Es un lugar próspero, con las calles limpias y plantas en los balcones. El parque central esta encementado, tiene unas jardineras pulcras y hombres que se esconden bajo sus sombreros blancos sentados en bancos de piedra, como en cualquier pueblo de España al atardecer. Algunos jóvenes nos miran sin interés, otros nos ofrecen más maría y los guardias armados de los bancos ni siquiera nos ven pasar. Sólo somos otros mochileros con ganas de ver ruinas.

Tras mucho preguntar concluimos que la primera oferta que nos hicieron es la mejor, tal vez incluso demasiado buena. Cuatro dólares por persona para una habitación triple, con tele por cable, baño privado e Internet gratis. Somos desconfiados porque el mundo así nos ha enseñado, aunque muchas veces nos equivoquemos, porque la gente buena existe, y el interés comercial también. Seguimos al primer joven que nos importunó y que insiste en venderme maría aunque yo le digo que no, que yo sólo quiero ver ruinas y tomarme unas cervezas. Se llama Freddy Jose y me responde que le da igual cómo le llame, si Freddy o Jose, mientras le invite a un fresco. Nos conduce al hostal Mar Jenny, donde todas las mesas del comedor están llenas de sombreros blancos devorando una cena. Subimos a ver la habitación, que es lo prometido, y encima hay agua caliente. Pasamos por delante de una pequeña terraza con tres hamacas, el lugar de esparcimiento del hotel y comprobamos como la mayor parte de las habitaciones están libres. James comenta que toda esta situación le recuerda a la película Hostel, la de Eli Roth, esa aberración gore en la que unos ricos muy ricos de Europa del Este se dedican a torturar a mochileros que caen en sus redes atraídos por precios demasiado buenos y hoteles demasiado encantadores. Luego se despiertan amarrados y con una pierna de menos. Pero decidimos que correremos el riesgo, que la mujer que estaba en recepción no tiene pinta de asesina y que el tal Freddy habla demasiado para ser el eslabón de una mafia. No insiste en venderme maría.

Nos vamos a cenar por ahí, más baleadas por favor, aunque yo no toco el puré de frijoles, que estoy hasta los cojones de ellos, de todo lo que se parezca a una judía pinta. Guiados por la Lonely Planet nos dejamos caer en el Vía Vía, un hostal lleno de gringos y en el que sirven cervezas belgas porque los dueños son de allá. Pero nosotros queremos Imperial, que Marlon nos introdujo al producto nacional y nos ha gustado. Nos tomamos tres, vemos como dos orientales intentan ligar con dos rubias sin éxito ninguno, planeamos el día de mañana, ruinas por fin, y nos vamos al hotel, a descansar, que ocho horas en autobús dejan baldado a cualquier gringo. En la tele echan Goodfellas y oigo por primera vez a Joe Pesci en su lengua natal. Me arrepiento tanto de haber visto tantas buenas películas dobladas. Nos dormimos descojonados por los pedos que Tom y yo somos incapaces de retener y por la teoría de James de que nos despertaremos en pelotas y atados a un poste con dos gordos psicópatas decidiendo qué miembro cortarnos primero. No hemos vuelto a ver a Freddy, o a Jose, y no le he invitado al fresco. Tal vez mañana en vez de ver ruinas mayas protagonicemos un sacrificio maya.

viernes, 5 de marzo de 2010

Cristo está cerrado

El segundo día en Tegu comenzó al estilo yanki. Desayuno en Dunkin Donuts, que tienen wifi, y que está situado enfrente del Hospital Escuela, por lo que la mayor parte de los clientes son estudiantes de medicina. Batas, libros, tarjetas de acreditación y tres gringos, todos rodeados de donuts multicolores y cafés en vasos de plástico. Por un momento nos da la sensación de que estamos al otro lado del Atlántico, o en cualquier lugar de los inmensos Estados Unidos. Leemos correos, le echo un vistazo a El País y volvemos a las calles de la capital de Honduras, que resulta que ya tiene un presidente reconocido por todos, Nicaragua incluida.

Volvemos a casa de Marlon justo antes de que llegue Silvia, ataviada con la camiseta del equipo de Honduras, que la quiero, la camiseta, digo. Nos montamos en su coche, automático, como todos, y vamos en busca de algún lugar en el que ver este partido que se presupone aburridísimo. Veo a mucha gente con la camiseta albiceleste del combinado nacional, incluso algunos coches llevan la bandera asomando por la ventanilla. Es sólo un partido amistoso.

En un lugar donde hacen pupusas y que queda cerca de la Casa Presidencial nos acomodamos para ver el partido. Honduras termina perdiendo 2-0 contra los turcos, que no irán al mundial, pero que son mucho mejores que los catrachos, que es como se conoce a los hondureños (y así me entero de que a los nicas, fuera de Nicaragua, les llaman mucos). Decepción en la cara de Silvia, total aburrimiento en la de Marlon. Volvemos a casa de nuestro anfitrión, habiendo comido ya y sin saber qué hacer por la tarde. Marlon nos dice que él tiene que irse a la universidad a arreglar unos papeles, tarea titánica pues están en huelga. Decidimos encontrar la manera de subir al Cristo que domina la ciudad. Marlon nos da unas explicaciones confusas, pero nos creemos auténticos viajeros y nos ponemos en marcha.

En Tegu hay unos taxis que hacen un recorrido fijo, los colectivos. Por 12 lempiras nos llevan al centro, y allí nos toca buscar el autobús que nos suba a El Picacho. Deambulamos un rato, pasamos por el Teatro Nacional en el Parque Herrera y tras preguntar un par de veces encontramos el autobús en cuestión. Está al lado de un mercado cochambroso con mucha zapatería y de un río en el que sorprendéntemente unos cuantos críos buscan oro. Creo que los españoles les despojamos de toda opción de encontrar siquiera una pepita.

El autobús es un minibús hecho a la medida de los centroamericanos, es decir, con el techo muy bajito. Corriendo el riesgo de sufrir una tortícolis, nos metemos en el barullo del tráfico de Tegu. El que más pita es el que más mola. Sorteamos coches, arañamos aceras, esquivamos peatones, frenamos en seco, aceleramos haciendo chirriar las ruedas, y algunos asientos se van quedando libres y conseguimos aposentar nuestros culos en ellos. El chavalo que recoge la plata (8.50 lempiras el trayecto, baratísimo) me promete avisarme en la parada que está más cerca del Cristo. En comparación con Nicaragua, el chavalo va gritando paradas que puedan interesar, por lo que no hay que estar tan atento.

Ascendemos por una carretera sinuosa, pasamos cerca de embajadas y casas de auténtico lujo, todas ellas con todo tipo de medidas de seguridad, y las chabolas se desperdigan por doquier. Finalmente el chavalo grita El Picacho, le miro, me asiente con la cabeza, y nos bajamos en una curva donde hay una venta y un camino de tierra que se mete hacia un parque. El Cristo está en un parque natural enorme, con un zoo, con unas vistas increíbles y con nadie en los alrededores pues son las 16.00 y cierran a las 17. Al llegar a la puerta de entrada nos informan de que el Cristo está cerrado, lo que supone un motivo de mofa para nosotros: y yo que creía que Cristo estaba en nosotros, en todos nosotros, y aquí está cerrado. Tom improvisa las primeras estrofas de una canción: "we went to see the Jesus, and the Jesus was closed". Y así vamos andando por un parque que tiene toda la pinta de ser reclamo para domingueros, con bancos y mucho espacio para hacer el cabra, barbacoas y columpios y miradores. Ascendemos hasta ellos, con el Cristo destacándose a nuestra izquierda. No podemos entrar hasta él, pero podemos verlo, porque sólo los elegidos pueden tocar a Cristo. No tiene los brazos abiertos como el del Corcovado de Río, sino que tiene los brazos un poco separados de las caderas, con las palmas mirando al frente. James dice que está en posición de decir "what the fuck?". Tiene una nariz prominente y debe medir todo él 32 metros, contando el pedestal. Es impresionante, pero no lo es tanto como las vistas. Todo Tegu a nuestros pies. Vemos el estadios nacional, el aeropuerto, las varias catedrales dispersas por la ciudad, los barrios chabolistas, los seis edificos altos que hay, los campos de fútbol de tierra en los que no juega nadie, el río, los mercados, la pobreza y algo de riqueza. Me meo sobre Tegu, literalmente, y Tom se descojona de mí. Perdemos un rato el tiempo allá arriba, entre los zopilotes y los árboles, atisbando una ciudad inmensa que sólo acoge a 1.2 millones de personas, y el sol empieza a descender, dorando una ciudad que no tiene nada de dorado, pero que nos gusta.

De vuelta en Tegu paramos en una cafetería a tomar un café e intercambiar impresiones. A Tom, con sus ojos azules, le miran muchas chicas. Aquí hay muchos blancos, muchísimos, creo que yo podría pasar por un hondureño, pero ninguno tiene los ojos azules, así que Tom es reclamo para las niñas. Hablamos sobre las diferencias entre Nicaragua y Honduras. La segunda parece algo más prospera, desde luego tiene muchos más establecimientos de cadenas extranjeras, como si la inversión de fuera estuviera mejor vista que en Nicaragua, donde sólo encuentras un McDonalds, a las afueras de Managua, y donde no ves una maldita fábrica. Como me dijo Miguel, el nica que conocí en Laguna de Perlas, a Nicaragua le falta industria para poder salir de la pobreza. Tiene un sector primario muy rico, pero el secundario directamente no existe.

Volvemos a casa de Marlon, hablando ahora sobre los EEUU. Tom se queja de que muchos voluntarios menosprecian su país sin conocerlo. Yo le informo de que está de moda ser antiamericano, que Bush nunca fue un buen publicista y que es muy fácil demonizar al país más poderoso del planeta. Pero que, como todo, seguro que tiene sus cosas buenas y sus cosas malas, que me encantaría conocerlo, que pase de quién diga tonterías fruto de la ignorancia y del no querer llevar la contraria. Que sí, que abogan demasiado por la educación universitaria privada, que se las ven y se las desean con la sanidad, pero que tienen la mejor carta de derechos del ciudadano hecha nunca, que hasta los franceses se fijaron en ella, que dan muchas más facilidades a los emprendedores, que la educación primaria tiene fama de ser buena (al menos la que no es de los guettos), y que no conozco a nadie que haya ido que venga hablando pestes sobre los EEUU. Nueva York, San Francisco, Seattle, Portland, Yoshemite, el gran cañón, hasta las jodidas Vegas, todo el mundo vuelve a España alucinado. Tom parece agradecer mi comprensión y me reitera que soy bienvenido a su casa si decido seguir mi viaje hacia el norte. Aún no sé que haré, si bajar de nuevo hacia Nicaragua, esta vez por el lado caribe de Honduras, o si hacerle caso, subir por el Yucatán y llegar a los EEUU, a Nueva Jersey, a un paso de Nueva York, una ciudad que sueño conocer, aunque sólo sea porque es escenario de Scorsese y Woody Allen. Pero me pierdo, que seguimos en Tegu...

Marlon se sorprende por lo bien que nos ha ido y lo barato que nos ha salido todo, se ríe por lo del Cristo fuera de horario y nos pregunta qué queremos hacer. Le decimos que no sabemos, cenar algo tal vez. Él dice que tiene un descuento en el Kentucky Fried Chicken y como nosotros no tenemos opinión en este momento, estamos demasiado cansados, le seguimos la corriente. Empezamos el día en un Dunkin Donuts, lo terminaremos en un KFC. Nos vamos en el coche de Keren, su hermana, a un centro comercial, pues resulta que ahí está el KFC. Es un centro comercial al más puro estilo estadounidense. Galerías anchas, fuentes, tiendas de ropa de marca, y todos los restaurantes de comida rápida apiñados en un mismo lugar diáfano, una sala enorme y circular, con mesas en el centro y todos los establecimientos de marcas rivales siendo vecinos, pared con pared. Keren y Marlon se van a comprar un bidón de agua y nosotros nos encargamos de ir pidiendo.

Tardan mucho en volver y Tom empieza a especular con el hecho de que nunca vuelvan, de que Marlon en realidad no se llame Marlon y la casa donde hemos dormido no sea suya. Tira de humor negro para imaginarnos en una situación en la que nos roban todo y nosotros mientras nos ponemos hasta el culo de pollo frito. Como me pasó en Rama Cay, me imagino un relato estilo Stephen King. En la tele, mientras, repiten el partido Honduras - Turquía.

Los clientes de estos restaurantes son familias enteras, bien vestidas, y parejas de jovenes que pasan la tarde de martes, o miércoles, no sé que en qué día vivimos, no me importa, en un centro comercial. Como los mallrats yankis. "Esa película se rodó en mi barrio", me dice Tom. Kevin Smith es de Nueva Jersey.

Llegan los hermanos, comemos, hablamos sobre Sin senos no hay paraíso, que lo están echando ahora en la tele y que resulta que es original de Colombia, comentamos tonterías sobre cine y nos vamos a tomar unas cervezas y a jugar al billar a un local cercano a casa de Marlon.

Hay tres mesas de billar y dos están ocupadas, una por el dueño del establecimiento y dos amigos, la otra por compañeros de trabajo encorbatados. En las dos juegan a un estilo de billar raro: todas las bolas se ponen en los laterales, en los puntos marcados, tres en los lados pequeños, seis en los largos, y la uno, la amarilla, queda en el centro. El juego consiste en ir metiendo las bolas secuencialmente: primero la número uno, y luego se va a por la dos, que hay que despegarla de los lados, y así sucesivamente. Es un juego divertido si eres un buen jugador, pero nosotros nos terminamos aburriendo y retornamos al clásico ralladas contra enteras. Antes de irnos, y habiendo trabado amistad con los lugareños que nos han explicado las reglas del juego, uno de ellos, enfundado en la camiseta de Honduras y algo borracho, se empeña en enseñarnos algunos trucos de billar. Termina con "el tiro del tonto" y nos reímos a gusto (en un extremo se ponen dos bolas juntas suspendiendo una tercera, y el truco consiste en dar con la blanca a la que no está tocando el tapete sin tocar las otras dos... al golpear el taco, la rodilla da contra la mesa, las bolas se desplazan y la que estaba en alto cae justo en el centro, que es a donde va la blanca, muy gracioso). Tres cervezas después, volvemos a la casa, a dormir pronto, que mañana queremos coger el bus hacia Copán Ruinas lo más temprano posible. Son unas ocho horas de autobús.

Duermo de nuevo demasiado apretado con Tom, con una leve lucha de codos, pero con menos fresco entrando por la ventana.

Dos días en Tegu bastante bien aprovechados, paseando mucho por el centro, viendo mucho policía armado, pero sin ningún niño pidiéndonos dinero como en Granada y sin ningún atisbo de peligrosidad, llegando hasta los pies de un Cristo que no está disponible para nosotros y jugando al billar al estilo Honduras. Y, además, visitando un centro comercial que nos vuelve a transportar al mal llamado Primer Mundo y que nos choca un poco. Un escocés, un yanki y un español estuvieron en Tegu y no les pasó nada, vieron mucho y disfrutaron más.

miércoles, 3 de marzo de 2010

En la ciudad que escala montañas

Por las noches refresca en Tegucigalpa, nada que ver con las noches de Granada, León o Estelí, donde el calor sofoca a cualquier hora. Aunque en realidad en poco se parece Tegu a lo que hemos visto de Nicaragua, no tiene similitud con la fea y cochambrosa Managua. El centro de Tegu, para empezar, existe, con su plaza, sus calles peatonales, sus comercios a ambos lados de esas calles. La gente pasea, no va o viene, se respira ambiente capitalino, joven, político, incluso cultural. No es cosmopolita, porque en Honduras apenas hay turismo, pero tampoco Managua lo es, no por falta de turistas en Nicaragua, sino porque no hay nada que ver en Managua y la gente no lo visita. Tegucigalpa, hundida en un valle, rodeada de montañas por las que se extiende la ciudad como una plaga de hormigas en escalada, no es como me imaginaba.

Al entrar por la autopista se despliega un mosaico de casas en las laderas de la montaña, al estilo de las favelas que he visto en fotos y películas. La montaña muere colapsada por un enjambre de casas puestas sin orden ni concierto. Pero eso es al entrar. Luego empiezas a descender en el autobús y vas a dar a una avenida ancha y repleta de coches, donde los cláxones son la banda sonora de una vida que parece ajetreada, donde parece que el tráfico se rige por la ley del más fuerte, no hay orden y mucho menos control. Pick ups, taxis, autobuses, camiones, berlinas y utilitarios se dan codazos para avanzar en el asfalto desgastado. No hay pasos de cebra en esas calles anchas, sólo puentes peatonales por los que andas sin oír lo que te cuenta el de al lado, porque el ruido de los motores y las bocinas te envuelve y marea.

Hay edificios altos, pocos, pero los hay, irguiéndose por encima de las construcciones de dos o tres pisos como los árboles que sobreviven a un incendio, solitarios entre las cenizas. El taxista nos lleva a donde hemos quedado con ese buen samaritano que es Marlon, el contacto que hizo Tom a través de coachsurfing.com y que nos acoge en su casa... sin pedir nada a cambio, sin esperar que le convidemos a nada. Hablo con el gordo taxista sobre el golpe de Estado que el Consejo Judicial ordenó a los militares llevar a cabo por las negativas del presidente electo Zelaya a acogerse a la ley. Me cuenta que fue horrible vivirlo, pero sólo por lo amoral de todo, que él no dejó de hacer su vida. Me confiesa que él cree en el respeto, que es motor de todo lo bueno. Y empezamos a hablar de fútbol, deporte nacional en Honduras, que no sabe nada de béisbol, al contrario que el país vecino. Que si España es el mejor equipo del mundo, que ama al Barcelona, que su sueño sería verlo jugar en directo, y que poco tiene que hacer Honduras contra La Roja en el próximo mundial. Pasamos al lado del estadio nacional, que mi primer interlocutor hondureño me muestra con orgullo y que a mí me recuerda al del Rayo Vallecano, tal vez un poco más grande. Y finalmente llegamos al barrio de Miraflores, custodiado por un edificio de unas veinte plantas que es conocido como el Continental. Allí nos despedimos del taxista, que me da la mano a la voz de "hermanísimo", aunque no nos volveremos a ver, nunca.

Marlon nos ofrece un par de colchones sólo por un motivo: porque él también ha sido viajero y nos da el trato que a él le gustaría recibir en ciudad extraña. Es un tipo de 25 años, recién licenciado en odontología, una carrera que sólo termina, dice, el 2% de los que la empiezan, y donde la mayoría son mujeres. Pelo lacio y negro, labios gruesos, ojos grandes y achinados, tez pálida, andares gráciles, inglés perfecto, consciencia política, fosas nasales en las que entrarían balas de revólver y una fila de dientes que son ejemplo para sus pacientes. Es generoso, es culto y está a nuestra disposición, porque sí, porque la gente buena existe en el mundo, incluso en Tegucigalpa, a donde nadie nos recomendó venir. Hasta Hernán Cortés salió corriendo de este país cuando intentó conquistarlo antes que sus rivales colonizadores, todos vasallos de una misma corona, pero todos esclavos del dinero que querían ganar.

Vive en un apartamento de un barrio acomodado, pero no pijo, de Tegu. Su hermana comparte piso con él, y nosotros invadimos sus pocos metros cuadrados, con nuestra suciedad, nuestros macutos, nuestro cansancio y nuestras ganas de no hacer nada después de un viaje calamitoso por las montañas de la frontera, donde el autobús dijo basta a medio camino y nos vimos en medio de ninguna parte, fumando a la vera de la carretera esperando a que el conductor averiguara qué carajo le pasaba a ese supuesto autobús expreso que hace el recorrido desde la frontera a la capital en tan sólo dos horas (122 kilómetros de trayecto). Al final tardamos unas tres horas y media.

En Tegucigalpa la mayor parte de las casas tienen alambre de espino y las ventanas enrejadas. Los policías van armados hasta los dientes y, cuando paseamos cerca del Congreso, vemos a tres hombres trajeados con cara de políticos, o politicuchos, y por delante de ellos un comando, con la mano en la culata de la pistola, un M16 colgándole del hombro, boina negra, cara de estar en guerra y buscar al enemigo y botas apretadas. Detrás del trío de ejecutivos, otro policía especial con la misma pinta que su compañero. Pero los jóvenes que vemos por el centro, por el downtown de Tegu, tienen pinta de ser tan peligrosos como yo, o como Tom, o como James, o como Marlon. Visten bien, llevan bolsos colgados del hombro, hablan bajito y gesticulan poco. Los trabajadores van y vienen, algunos encorbatados, los limpiabotas están por todas partes y un predicador vocea los privilegios de ser cristiano. Marlon no cree en sus políticos, está harto de ellos, y vivió el golpe de estado de 18 horas con una mezcla de parsimonia y asco. Su apartamento está cerca de la casa presidencial y veía los aviones pasando en vuelo rasante, atronando a la población con sus motores. El toque de queda lo experimentó con estupefacción. No podían salir a comprar nada, y los vecinos hacían trueque con sus existencias: una cerveza por un rollo de papel higiénico. El toque de queda despertó en esta gente un espíritu de comunidad, más que de miedo.

Nos cuenta que todo estudiante de medicina, odontología o farmacia debe dedicar el primer año de su vida laboral al gobierno, cobrando unos míseros 20 dólares al mes por eso que llaman servicio público, o prácticas, y que él prefiere denominar esclavitud. Como en la Rusia comunista, el Estado le designará un destino en el que cumplir ese servicio público, que empieza en mayo. Aún no sabe dónde trabajará, y por lo tanto donde vivirá, el próximo año.

Ha viajado por todo Centroamérica y tiene familia en Houston, Texas, por lo que viaja con bastante asiduidad al país más poderoso. Ama a su país, su cultura, es consciente del daño que hicimos los españoles y del que sigue haciendo EEUU y las multinacionales extranjeras. No se fía de ningún mandatario, lee mucho, La Carretera de Cormac McCarthy descansa en su librería, en inglés, y dice cosas como "What happens in Las Vegas, stay in Las Vegas". Hemos tenido mucha suerte con este chaval.

Nos lleva al museo de Identidad Nacional, donde por medio de murales y presentaciones audiovisuales conocemos un poco más sobre los indígenas de Honduras, sobre el cacique que da nombre a la moneda nacional, Lempira, que fue el que más guerra le dio a los colonizadores. Nos enteramos de que los restos más antiguos de Mesoamérica se encontraron en Honduras, que hay indígenas alejados del Caribe que siguen viviendo como hace 500 años, y que las ruinas mayas de Copán son de obligada visita. Marlon habrá estado en este museo docenas de veces, y nunca se cansa de visitarlo, en esta ocasión acompañando a este raro trío que acoge en su pequeño apartamento.

Salimos en busca de un café, desandamos el recorrido anterior, volviendo a pasar por el parque central, donde la estatua ecuestre de Francisco Morazán domina todo lo que está a la vista y donde la catedral se ha repintado con sus colores originales, y donde un nuevo predicador sigue arengando a las masas y revitalizando su fe. En una de las lomas un Cristo domina la ciudad, y bajo él un letrero gigante de Coca Cola, como el de Hollywood en Los Ángeles.

Para entrar a la cafetería Paradiso hay que llamar al timbre. Es un lugar acogedor, con un jardincito interior, los cafés tienen nombre de literatos (yo me tomo un Kafka, que es un granizado de café), las comidas de pintores y escultores, y los combinados de cineastas (el único vivo es González Iñarritu, no creo que se haya merecido ya estar ahí, pero ahí está, que al fin y al cabo es de aquí cerquita). Se respira un ambiente cultural que ralla con lo revolucionario, y en el balcón que queda encima del jardincito un loro suelta unos grititos que parecen los de una mujer rozando el orgasmo. Con su expreso entre las manos, Marlon nos cuenta que para él todo el golpe de Estado en realidad responde sólo a una cosa: petróleo. Por lo visto se ha descubierto una buena fuente de oro negro en la cosa de los miskitos, en el Caribe, y Zelaya firmaba acuerdos bajo la mesa para explotarlos. Si se llevaran a cabo, el llamado segundo pulmón del planeta (esa costa se une con la reserva Bosawás en Nicaragua formando una selva virgen) se iría al traste y quedaría como el pulmón de un fumador occidental, negro y corrompido. Zelaya se fue a golpe de pistola, Micheletti también, y el nuevo presidente Porfirio Lobo aún no ha tomado cartas en el asunto, motivo por el cual, dice Marlon, no es reconocido por muchos gobiernos. Aquel que no me dé concesiones de explotación de un petróleo que no es mío, no es mi amigo. Y a los miskitos nadie les ha preguntado, ni falta que hace, sólo son unos salvajes que no sabrían que hacer con el petróleo, que están fuera del mal llamado progreso, que bien se pueden ir a vivir a otro sitio y a la selva que le den mucho por el culo, que es más importante que muchos coches corran mucho, antes que podamos seguir respirando.

Después de despotricar contra el desarrollo, después de hablar de Guatemala y sus mujeres, de soñar con vivir mejor en un mundo que se va al traste y nosotros lo veremos, decidimos que sólo unas cervezas tienen algo de solución. Probamos las tres marcas más conocidas del país, donde la Imperial es la más fuerte y de más sabor, y nos retiramos a casa de Marlon a cenar algo. Allí conocemos a Silvia, una amiga de nuestro anfitrión, de piernas perfectas, mofletes hinchados, labios que son de negra a pesar de que es blanca, ojos negros y grandes y cejas tupidas. Tiene 23 años y una hija de 3, aunque vive con su madre, nada quiere saber del que la dejó embarazada. Terminó de estudiar farmacia, como la hermana de Marlon, y se divierte enseñándome palabras y expresiones hondureñas, algunas muy diferentes de las nicas, otras exactamente iguales. Si por mí fuera, que me enseñe otras habilidades de las mujeres de Tegu...

Y nos repartimos como podemos entre las pocas camas que hay, Silvia se va quedando con nosotros para mañana para ver el partido Honduras - Turquia (si Honduras gana un partido de fútbol, al día siguiente se decreta festivo, las resacas son demasiado poderosas) y yo me peleo con Tom en un colchón estrecho intentando dormir. Nos íbamos a marchar mañana hacia Copán, pero Tegu nos ha gustado y al menos habitaremos aquí una jornada más. Silvia dice que el Caribe, la costa occidental justo debajo de Copán, el pueblo de Gracias y otras tantas cosas más son muy dignas de verse, que el suyo es un país precioso aunque ningún gringo lo sepa. Si me lo enseñara ella, aquí me quedaba a conocerlo.

Llegué a Tegu pensando en que me tenía que ir pronto para España, que estoy como agotado de viajar, pero ahora tengo fuerzas renovadas, Tegu me gusta, sus mujeres también, mucho más que las nicas, Copán tiene una pinta estupenda, y tal vez me decida a ver el Caribe hondureño… tal vez cuando baje de nuevo, tal vez subiendo hacia Guate, quién sabe. No tengo ruta marcada, no tengo día para volver, no tengo una guía que me marque el camino, y empiezo a recuperar las ganas de viajar por este pequeño lugar llamado Centroamérica y que tiene tanto que ofrecer, por tan poco.

Dejé La Prusia llorando, visité León, capital de la revolución y cuna del gran Rubén Dario, con pocas ganas, aunque me enamoré del barrio indígena de Suitaba, paseé por Estelí pensando en llegar a Madrid temprano, nadé por el cañón de Somoto, donde también salté al agua desde algo más de diez metros, y me dormí cerca de la frontera con Honduras pensando qué coño estoy haciendo, no tengo porqué forzarme para viajar si ya no quiero viajar, no tengo nada que demostrar, tal vez necesite volver para descansar de verdad. Pero ahora, con un nuevo día desplegándose en la curiosa y atractiva ciudad de Tegu, grande y alargada, me dan ganas de coger el macuto y seguir caminando, y ya regresaré cuando considere que he visto lo que tengo que ver. Guate está en el punto de mira, pero Honduras se me está descubriendo como un país que conocer, algo que no ha hecho casi nadie de los voluntarios que he conocido, que pasaban de largo porque aquí no hay nada que ver, y qué equivocados estaban. Cortés se fue corriendo porque sólo buscaba oro y no le dejaron llegar, yo no busco oro y me están dejando llegar a donde yo quiera. ¿Quiero llegar? Cambio de opinión más que una menopáusica, pero ahora mismo sí quiero, sí y mil veces sí. Honduras merece la pena, y hoy juega contra Turquía, un país al que no llegué cuando hice el Interrail y siempre me arrepentiré de ello.

Un escocés, un yanki y un español en un lugar extraño, de nombre extraño, y sin una agenda de viaje marcada. ¿Qué puede salir mal? Todo... nada...