martes, 30 de junio de 2009

Ser invisible en mi trama

Me pican para escribir. Me retan, me instan, me hieren el orgullo para que escriba más, para que escriba, sin más.
Sé demasiado sobre escribir sin un tema, simplemente sentarte a escribir. Me gustaría más imaginar principios y finales de historias increíbles, y que fuese en el meollo del asunto en el que, sin plan, le dé forma a un cuento. Pero la ficción se me escapa entre los dedos porque estoy demasiado ocupado intentando vivir esta vida que a veces relato, a veces me invento, a veces edulcoro, y sólo de vez en cuando retrato sin matizar ni evadir.
Pero necesito ficción. Leo, estudio y veo, pero cada vez que me asalta un personaje, no sé en qué situación ponerlo. Cada vez que me imagino o presencio una situación digna de ser contada, me quedo sin protagonistas que no sean yo, yo, y un poco de yo. Me han recomendado que me ponga en la piel de una mujer. Ostia, pero si es que yo ahora mismo lo único que quiero es la piel de una mujer, pero no para enfundármela.
Una escritora (que vive de esto, vaya) me dijo no hace mucho que cuente esa historia que quiero contar, la que tengo en mi cabeza latiendo poderosa como los tamtams que atraen a King Kong. Yo me quedé mirándole sin decir nada, pero diciéndole tanto. ¿Historia? ¿Cuál es? La única historia que me asalta la cabeza no tiene nada de original, y probablemente ningún interés.
Así que me fijo en lo que me rodea en busca de un retazo de realidad que me sirva de crucero hacia la escurridiza ficción. Es curioso que sea escurridiza porque yo la invento y la destruyo a mi antojo, por lo que sólo es escurridiza porque yo la dejo. Como una serpiente amaestrada que de repente te muerde después de haberle alimentado con una rata blanca y muerta desde que nació.

El otro día, en un taxi nocturno volando hacia un garito desconocido, con una rubia al lado que es demasiado amiga para ser nada más, y con la nariz en estado de emergencia, le pregunté al que volaba en el asfalto si sabía dónde podíamos pillar un gramo. Así, sin más. Intuí que no le sentaría mal la pregunta, era joven y fornido, de esos de gimnasio, y en los gimnasios se mueven tantas cosas más allá de los músculos y el botox... Y acerté. No le molestó y me dio pistas... y siempre me trató de usted. Yo hablándole de perico y él diciéndome cosas del tipo "le puedo recomendar la plaza de Lavapiés, aunque yo no me fiaría del género". ¿Del género? Según la semiótica, sería más previsible una respuesta tipo "buf, sólo se me ocurre Lavapi, pero seguro que es una mierda". Pero no, educado como un inglés del diecinueve, me explicó hasta porqué no llamaba a un amigo suyo, demasiado estresado con la policía. Así que llegamos a nuestro destino, le di las gracias por todo, él respondió con un "no es lo más raro que me preguntan por las noches", y nos metimos en el garito buscando más de lo mismo pero al final sólo bailando y bebiendo.
Pero no sé contar esa historia, hoy no, hoy no me sale cómo. No sé situar a ese taxista en otro ambiente, en otra profesión, de día en otra ciudad. No sé desaparecer. Hoy no sé, porque hoy escribo sólo para que no se me atrofien las manos.

También viví una anécdota el otro día que bien podría ser espoleta de la más grande de las historias, pero como últimamente soy más autobiógrafo que cuentista, no consigo sacarme de la ecuación para que todo suene inventado.
Mierda, una vez fui inventor y ahora sólo sé pintar retratos al óleo. Ni putas caricaturas me salen. Pero me retaron y he respondido.

martes, 23 de junio de 2009

La edad de hierro

Está frío, me ha roto un colmillo y me provoca arcadas. El cañón de una pistola metido en la boca, y las manos atadas a la espalda, pero aún pienso con algo de claridad. Intento hablar, pero sólo salen gruñidos, y el metal que viola mis fauces se revuelve contra mi lengua, pues el que agarra el arma se ríe de mis balbuceos. Babeo y me asfixio, pero sigo teniendo ideas. Las ordeno, construyo mentalmente el discurso, impoluto de toda culpa, pero la Beretta silencia mi argumento. Miro hacia arriba, al que empuña el miedo, y él me devuelve la mirada como si yo no estuviera allí, como si mirara una piedra no muy diferente de la de al lado, y de la de al lado, y de la de al lado. Le interrogo con las cejas, abriendo los ojos y las fosas nasales, que mire bien adentro de mí y vea que no es mi boca la que tiene que estar mordiendo el hierro. Pero no recibo atención ninguna, como si mi poco público llevara tiempo dormido aun cuando el telón ya ha acariciado el suelo, y yo saludo y me quedo encorvado, esperando los aplausos, que no llegan nunca pese al dolor de espalda. Pero son los dientes los que me duelen, y el paladar, donde empiezan a escocer llagas, y el que tortura no mueve un músculo más allá de los de su brazo derecho, para agitar y voltear y meter y sacar el cañón de la pistola que nunca antes había salido de su funda. Y así llevamos lo que sólo serán minutos en el mundo pero son años en mi garganta y por extensión en mis entrañas. Los segundos no existen con una pistola apuntando a tu campanilla. El tiempo se detiene, se dilata, corre, avanza, retrocede, surca vidas que conocí y aquellas que quise conocer, pero no se comporta como dictan las rígidas manecillas de todos los relojes. Y entonces, luego, ahora, más tarde, no lo sé, ya, otro uniforme entra y la pistola desaparece de entre mis muelas, pero se queda en la mano del que antes reía y ahora sólo escucha. Escucha una sola palabra, y luego me mira. Y el que ha entrado vuelve a salir, esta vez sin cerrar la puerta, habiendo dicho sólo una palabra, esdrújula. Mátale. Y la pistola se apoya esta vez en mi frente, y el que antes no veía más allá de su arma me mira a los ojos. Por primera vez me mira a los ojos queriendo mirarlos. Pero nada más cambia, pues vuelve a reír, esta vez apretando el gatillo, y en esos segundos que fueron mucho más pude haber dicho algo, boca liberada de muerte, algo, lo que fuera, el discurso imaginado, la pregunta que cualquiera haría, porqué, carajo, porqué, una súplica, una exigencia de explicaciones que nunca compensarían el infierno, algo, lo que fuera, pero no dije nada. Cuando pude hablar no supe qué decir. No dije nada, pero abrí la boca y los ojos y las fosas nasales y estiré los dedos de las manos y de los pies. Todo mi cuerpo gritó, pero yo no.

jueves, 18 de junio de 2009

Dejando Sodoma envuelta en LSD

Decidiendo el otro día que Un hombre en la oscuridad no me había gustado demasiado, la verdad, me puse a ver la tele, pensando en Paul Auster y su vida en general. Terminé no deteniéndome en ningún canal. Del cero al cien en un buen rato, dándole al PR+ en intervalos de cinco segundos, lo justo para adivinar lo que emitía cada ocupante de mi cajita mágica. Yo recordaba a Martin Frost y decidí apagar, con el StandBy, claro, cuando completé el amplio espectro que ofrecía mi tele de cuarenta pulgadas, elecedé y no sé qué ostias más. Y salí a la calle murmurando sobre el novato Owen Brick, y juzgando si mejor dormir sobre una pila rectangular de libros o hundiéndome en el colchón de latex de dos quince por metro noventa que hace que entrar en mi habitación sea una suerte de Tetris. Duermo solo, pero follar es más cómodo. Follo solo, pero dormir es más cómodo. Qué más da, si tengo una cama que es como un velero, pienso.
Claudia jugaba en la acera con su diábolo, y Marta se le sacaba el humo a un Lucky, con la espalda apoyada en el pino de la entrada y sus minivaqueros dejando asomar media nalga. Marta me preguntó que dónde iba con esa cara de bobo, y les dije que no lo sabía muy bien, que simplemente había salido y ahora no tenía muy claro de hacia donde ir ni para qué. Que qué me recomendaban. Claudia dejó el diábolo corriendo en la cuerda y escondió una carcajada tras los labios apretados, mirando a su hermana con la cabeza baja. Marta descompuso su risa en un extraño resoplido, como si hubiera estado a punto de vomitar, todo muy vacuno, pero se hizo la inmutable, repelente hermana mayor amante de Melendi, e inquirió sobre mi salud mental. Yo le dije, textualmente y con la soltura de un político entusiasta, que el riego parecía circular con fluidez cual bólido en Silverstone, las ideas emanaban deprisa y los músculos me respondían, que no se preocuparan si me veían un poco ido, pobres niñas estúpidas, que podía ser el LSD que le robé a sus padres aprovechando que estaban follando sobre la mesa de la cocina mientras yo me colaba por la ventana del cuarto de Marta. El cigarro de ésta cayó al suelo, como el diábolo de Claudia. Sin hacer una mueca, sin querer hacerla en realidad, comenté si mejor calzarme o no para este incierto paseo que acababa de proponerme, pues sólo en ese momento me mire a los pies y los vi desnudos, pero contentos, como se debe estar cuando se está en pelotas. Claudia balbuceó una opinión favorable a qué menos que unas chanclas, y Marta se limitó a coger el cigarro del suelo para volverlo a tirar, indecisa. No les hice el más mínimo caso y me alejé dando pasos lentos pero firmes, convencido de que todo estaría por llegar.
Por lo visto, Marta y Claudia entraron corriendo en casa, entre asustadas e incrédulas, y claro, se encontraron a sus padres follando puestos hasta el culo de ácido, aún jóvenes y aún jipis, y de aniversario descontrolado. Me hubiera encantado verlo. Pero aquí estoy en ningún sitio, con la planta de los pies como barro seco y escribiendo en un cibercafé en el que no puedo pagar nada y deseando de todo menos volver, porque sigo creyendo que lo bueno está por llegar, tiene que llegar algún día. Hace tres días de aquello, cuando me infiltré en el cuarto de Marta, no sé muy bien si para masturbarme con uno de sus tangas o si para robarle algún porro. Hace tres días... y aún insisto en que Un hombre en la oscuridad no me gustó demasiado. Y sonrío y le digo al encargado que no tengo dinero y cuando me ve los pies me echa a patadas, literalmente, pero me da tiempo entre puntapié en el hígado y rodillazo en la espinilla a darle a enviar mail. Me lo envío a mi mismo. Pienso hacerlo más a menudo. Tal vez incluso con dinero, tal vez incluso con unas chanclas, hagámosle caso a Claudia. Pero no pienso volver.