jueves, 3 de diciembre de 2009

El abrazo que necesitaba Cata y la Acción de Gracias que quería Pete

19/11/09

Sin Diazepam esta vez, duermo también del tirón, a pesar de que han instalado dos fluorescentes más afuera de la casa amarilla, por lo que ya no existe la oscuridad total, ni dentro para los que dormimos, ni fuera para los que aún quieren robar.
Me levanto a las seis y media, sólo Cata y Jose están vivos en la casa, desayunando fuera y hablando bajito. Zumito y yogur y a despertar a Klara, que siempre es un placer, infiltrándome en su mosquitera y haciendo de los besos un despertador.
Ben está desayunando y le pregunto qué tal se encuentra, me dice que mejor, pero que no bajará a la obra, lo cual me parece lógico, que los golpes de calor son duros. Pero el cabrón se pira de buena mañana a Managua, donde ha quedado con colegas para pegarse un fiestón en un concierto de un grupo alemán, Die Toten Hosem, los pantalones muertos. Klara se sorprende, pues en su tierra son conocidos. Fucking Ben está malo para lo que quiere. Dice que lo mismo se junta en León luego con Vanessa, Reanne y Haley, que tienen ese viaje planeado para el finde. Que conmigo no cuenten, que voy a secuestrar a la germana y llevármela a un hotel en toda regla, aunque ya verás como coincide con que este fin de semana ella la tiene.

No hay agua en el frigo para bajarla a la obra. Lau y Eider se la llevaron ayer para la gimkana y no la han repuesto, por lo que habrá que contentarse con tres botellas de agua del tiempo. Por suerte hoy no hace tanto calor como ayer.

En la obra, a Pete se le llevan los demonios por el tema del agua. Está claro que los que más la necesitan a lo largo del día son los obreros, pero ha sido un despiste, sin más, y habrá que dejar claro en la reunión que para la obra se necesitan, y es que se necesitan, al menos cinco botellas de agua helada.

Hoy no toca seguir apisonando el suelo. Los moldes que limpié ayer ya están puestos allá donde se levantarán columnas hacia el cielo, así que toca rellenarlos de mezcla. Toca pala, y para mis lumbares no es lo mejor. Pete me enseña a dar paladas sin forzar la rabadilla. Flexión de rodillas, abdominales en tensión y a darle duro. Es como si intentaras cagar de pie, pero el caso es que funciona. El problema es que a la decimoquinta palada se te empieza a olvidar, la espalda empieza a curvarse y las abdominales se relajan. Lo tengo que dejar al rato porque empiezo a notar el pinchazo.

Aparecen Endika y Tess, que aún no se han ido en su viaje hacia el norte, siempre hacia el norte. Están de gomorra total, o incluso algo borrachos aún, sobre todo Endika, que hace de la verticalidad un imposible y se deja caer en el suelo. Por su parte, Tess tuvo que ir ayer a Costa Rica a renovar el pasaporte, que quieren pasar por Honduras y El Salvador, y menos mal que se dio cuenta a tiempo, así que por eso se retraso el viaje, pero de hoy dicen que no pasa, por mucho que Endika sea incapaz de mantener una conversación o de andar sin trastabillarse. Está gracioso con su resaca, y se ríe solo y los nicas se mofan de él, y fuma casi sin fumar y abre los ojos por inercia más que por necesidad. Consigue contarme que reservó su billete de vuelta a España por Internet, eligiendo el aeropuerto de San José como lugar de partida. Y no se dio cuenta de que el buscador no le reservó el vuelo desde San José de Costa Rica. Ni siquiera desde San José de Panamá, sino desde San José de California. Manda huevos, el vasco, que poco se fija. Y claro, cambiarlo ahora le cuesta mucho más de lo que es permisible, por lo que no le queda otra que encontrar un vuelo barato a California para ya de ahí coger ese vuelo que tiene pero que en realidad no quiere. Y se van los dos resacosos camino de su casa para hacer la maleta, que aunque Endika se arrastra y hace por vivir, o se van hoy no se van nunca. Y nosotros a darle duro a la pala, aunque yo no tanto que siento fuego allá donde la espalda pierde el nombre.

Cata asoma por donde hacemos mezcla y trae la cara bañada en tristeza. Resulta que ha encontrado a un hombre en el proyecto que haría el tejado por 10.000 córdobas, sólo 1.000 más de los que ofrecía El Gato y que fue lo que la doña acepto, y carajo, la diferencia son 50 míseros dólares, y la doña sigue diciendo que no, aunque este presupuesto sí incluye mano de obra. Es decir: le vamos a dar 9.000 córdobas a un tipo de Granada que no los necesita tanto, y en cambio no ayudamos a un tipo del proyecto, dándole trabajo, que es la mejor manera de ayudar, y no sólo a él, sino también al que contrate para echarle una mano. Por eso Cata no conoce hoy la felicidad, y sin decirle nada le sonrío y la abrazo y responde como no creía yo, apretándome en un arrebato. No sólo se siente inútil, sino que ha visto la oportunidad de hacer algo por un par de familias, pero la doña ya pasa de cambiar planes, y la frustración se cierne sobre la pequeña catalana a la que sólo le falta llorar.

Cada vez entiendo menos muchas cosas de Casas de la Esperanza. Construir casas para gente que o concluye que no la necesitaba o que simplemente no la va a poder pagar (una mujer que antes vivía en el camino y ahora lo hace en el proyecto dice que lleva cinco meses sin pagar y que sigue sin poder abonar, por lo que probablemente se tendrá que volver a su antigua casa, aunque sopeso que la doña no se lo permitirá aunque no le pueda pagar; y también está el caso del desencantado y amable Lenin). La gente hace vida fuera y estaba acostumbrada a vivir en hilera a lo largo del camino, con un solo vecino a cada lado, con su retrete fuera de la casa y su cocina de leña, por lo que me pregunto si de verdad quieren las casas como les dijeron a Ángel y a Judith al nacer la ONG. Además, si una comunidad de 36 casas, una familia por casa, no consigue entenderse ¿cómo se van a entender las ochenta y pico que están proyectadas para ACE2? Me sigue pareciendo encomiable lo que están haciendo Ángel y Judith, pero ya no sé hasta qué punto es bueno lo que estamos haciendo. No somos sus padres, pero no les dejamos volar, y encima les construimos casas que tal vez no quieran. No es nuestro problema si primero la piden y luego caen en la cuenta de que una casa de cemento, cocina de gas y retrete en el interior, suelo de baldosa y agua potable, no es el sueño que tenían, pero sí es nuestra obligación darnos cuenta ahora que aún estamos a tiempo, antes de construir las otras 86 casas. Empiezo a divagar sobre esta ONG, y eso es bueno para mi conciencia pero tal vez no tanto para mi estancia prolongada aquí. Tengo claro que no voy a colaborar en algo que no me convenza. Una escuela taller es útil, siempre, daremos habilidades a gente que antes las aprendía de forma autónoma y sin reconocimiento, pero hacerles casas… ya no lo sé. Pero el caso que simplemente no lo sé, no he terminado de concluir nada, así que me doy tiempo, que sólo llevo unas semanas aquí y considero que en menos de seis meses no te das cuenta ni de la mitad.

En cuanto al curro, hoy también hay que mojar el suelo que hemos apisonado ya, pero con manguera, y eso me lo puedo permitir, aunque Mitch se hace con ese puesto de trabajo. Al rato, en un despiste, la manguera es mía y puedo sentirme útil de nuevo, que me he tirado una hora sentado y mirando cómo se crea la mezcla, cagándome en la puta y resignándome ante mi fatalidad lumbar. En un susurro le pregunto a Cata el motivo por el que estoy encharcando suelo, que no quiero que se enteren los nicas de lo necio que soy, y Cata me explica que con el agua se compacta más el suelo, se rellenan grietas del subsuelo, y entonces luego hay que volver a apisonar, todo en busca de la solidez total. Bien, esto no ha hecho más que empezar.

Termino de regar los dos cuartos apisonados, con Chepe y un amigo haciendo travesuras con la manguera y volviéndome loco, pero Chepe es hijo de Pico y no puedo mostrarle mi enfado al niño delante de su marmóreo padre. Me acuerdo de la primera película que se proyectó en la Historia del Cine, la de El jardinero regado, y ese soy yo si no me ando con ojo, que Chepe y su amigo sin nombre buscan que me enfade de verdad.

Comidita y a la práctica de fútbol con esa jauría de chavales que hacen conmigo lo que quieren. Cata y Klara se bajan para Granada, que Cata ha quedado con El Gato, el que va a hacer el techo, para que le baje en coche a ver los materiales, y Klara quiere aprovechar el viaje motorizado. Pero finalmente El Gato aparece en bici y a las dos les toca andar. Yo me juntaré con la alemana en el cibercafé cuando termine el entrenamiento para ir a reservar ese lujazo que nos vamos a marcar.

Recojo niños en el mango y sale Lenin de su casa, en donde está enfangado con tareas de bricolaje y se disculpa y me cede la responsabilidad. Se juntan unos diez niños (Jonathan, que sigue sabiéndose mayor que el resto; Abraham, portero de los Alcones; el pequeño Gerar; Dayson, que se queja de todo; Darian, de buena disposición pero gesto inmutable; Pedro, que se une a medias; otro Dayson, que sólo llega para el partidillo). Propongo empezar con el zigzagueo en torno a conos, con el balón bien pegado al pie, y pateo a puerta con Abraham haciendo sus funciones, y dadle a la pelota con el interior del pie, campeones, que si no se os van al carajo. Luego cambio el ejercicio y hacen centros al área, donde deben recibir, controlar a un toque, y rematar a puerta. Una chica que mira con un grupo el entrenamiento me pide unirse, y le digo que claro. Se llama María y debe contar unos 14. Parece que va a llover y lo deseo, que mi paciencia tiene un límite, pero las nubes no me regalan nada y el entrenamiento ha de continuar.



Y cuando ya están hartos y yo no me hago respetar, toca partidillo, en un campo pequeño y limitado por los conos. Hago yo los equipos, se empiezan a unir más chavales, que cuando es un partidete todos quieren jugar. Y juegan duro y de repente un niño de unos siete años se enfada con uno mayor que él y le insulta como sólo he oído a Tuco hacerlo, en El bueno, el feo y el malo: "negro costeño hijo de 100 putas", y estoy tan estupefacto que no sé ni qué hacer ante semejante arrebato de racismo y falta de respeto, así que sigo haciendo de árbitro neutral, mascando para mis adentros semejante improperio, pura literatura.



Se pone a mi vera un mocoso con gafas de sol enormes, que me pide que le tire una foto mientras pone pose de cantador de reggaeton.



A lo lejos, en la misma cancha, Lau, Eider y Marta se las ven y las desean con otra horda de niños detrás de una de las porterías. A las cuatro y diez decido que ya es suficiente por hoy y recojo la bola y los conos y me pongo en marcha para Granada, con el espinazo riéndose de mí y casi haciéndome cojear. Me cruzo en el camino con el pequeño Erik, que no sabía que había práctica. Va con un amigo, que tiene la la piel del dedo gordo del pie totalmente levantada, pero no se queja ni nada, corre en competición con Erik para ver quién llega antes a la venta, importándole poco la sangre, los pies descalzos que se deslizan sobre guijarros y la loca carrera de su diminuto amigo.



A lo lejos el Mombacho lleva una falda de nubes que le infiere más autoridad.



Llego al ciber donde está Klara enganchada al Facebook. Le pregunto qué dicen sus amigas de mí y me enseña el interrogatorio de una: "Name, Wie alt, nett?", y luego me muestra su respuesta: "Julio, 28, nett ;)". Escueta y concisa, como alemana que es. Bien por ella, que me mira envuelta en nube de algodón rosa y se ríe por mi cara de aprobación. Y nos vamos en busca de El Patio del Malinche, que se lo enseñé ayer y le gustó mi elección.

Resulta que el hotel lo llevan un matrimonio de catalanes, aunque hoy no están. Y de repente veo un futuro plausible: un hotel instalado sobre una casona colonial restaurada, con patio interior, dos balconadas asomándose, y todo decorado con madera y cerámica. Esto hay que pensarlo con calculadora.

Nos cuesta 80 dólares la noche, cambiándonos de habitación el segundo día, que hay que hacer malabares para que el hotel siga acogiendo sus expectativas. Pinta muy bien, la habitación es cuca y Klara sonríe con el futuro próximo entre los dientes. Después de hacer la reserva hacemos una parada en el Kelly's Bar, típico bar para gringos donde hay hora feliz, así que unas piñas coladas para celebrar que este fin de semana seremos europeos de nuevo. Y ante el cóctel hablamos sobre lo que cuesta el hotel y la moralidad de lo que vamos a hacer, sobre la falsedad del dinero y la hipocresía que supondría renunciar a nuestra condición de primer mundistas, que lo somos y lo seremos siempre, y qué diferencia hay entre pillarse una habitación de hotel como esa y salir por las noches de pedo por Granada, que eso no lo hace ningún prusiano y nadie se lo plantea como una blasfemia falta de toda moral. Me gusta que mi conciencia me pinche en las meninges, como le decía Marcellus Wallace a Butch mientras amañaban el combate en Pulp Fiction, y me gusta hablarlo en voz alta para finiquitar el debate interno con que no estoy haciendo nada más que responder a las expectativas: soy europeo en Nicaragua, y punto, y eso quedó claro en el momento en el que me compré un billete de avión que aquí casi nadie podría permitirse. De La Prusia a un hotel de 80 pavos la noche, soy hombre de gran espectro para el alojamiento.

Sigo dándole vueltas a lo de montar un hotel en un sitio como éste, y pensamos ambos que tiene mucho más atractivo hacer un hotel con encanto que un bar para guiris, que en el primero además darás más trabajo y no provocarás la borrachera insultante de un gringo en un lugar en el que los nicas no saben cuánto cuesta la piña colada. Y después de hacer de la economía mundial el blanco de nuestras iras, tiramos para casa, que ya son más de las siete y hay cena de Acción de Gracias en ciernes. Cogemos un taxi que nunca ha subido para La Prusia y a mitad de camino está desesperado por el mal estado de éste, pero yo le animo, que yendo suave con el carro todo es posible. El hombre habla de pavimentar el camino, como tantos me han comentado ya, y yo ya no hago por aclarar nada, le dejo hablar mientras le indico hacia donde ir en cada bifurcación, y ya queda menos, hombre, que llegamos, es ahí, muchas gracias y buenas noches.

En la casa Cata me cuenta que Jose se quiere mudar a la casa roja, la que es de Arantxa y otra chica que no conozco y que alquila a los voluntarios que estén dispuestos a pagar el alquiler. Yo entiendo al bueno de Jose, el antropólogo inocente que ama la independencia y al que además el asunto de los 100 córdobas que desaparecieron seguro que le han terminado de rematar. No sólo le entiendo, sino que se me ha adelantado, que si todo sigue yendo bien con la alemana, esa era una opción interesante para hacer de los besos rutina y del sexo algo normal y no una aventura.
Les enseño a Ale, Lau y Cata el hotelito, que me he guardado la web en el PC. Ale se confiesa envidioso, Lau me dice pijo, y lo sé, y me da igual, porque ya he tenido ese debate conmigo mismo y porque un día es un día, una alemana es una alemana, y tengo dinero, qué cojones. Cata no se pronuncia.

Ale se va el jueves y no saben qué hacer este fin de semana en el que yo seré rey por un día, entronado con una germana sin reino. Me piden que les cuele en el hotel, de risas. Pues por mí, claro, coño, y si el desayuno es buffet libre, arramplo con lo que sea.

La doña avisa a Ale de una urgencia en la venta de al lado, donde nos lavan la ropa por 30 córdobas (subieron el precio 10 córdobas, que aquí nadie es tonto y los voluntarios que hemos llegado en el último mes hacemos buen uso de ese servicio). La hija menor de Chilo, Ana María, tiene un dolor fuerte en el estómago, se retuerce y no puede dormir. Con sus nica-pants, cualquier camiseta y una linterna atada a la frente, soy minero, Ale va con su botiquín a la llamada. Lau le acompaña a la urgencia, mientras Pete ultima el Pavo y llegan los invitados: Pico, Mula y Alex.





Mientras unos juegan a la escoba y otros al Catán, Pete ultima una cena que le está llevando seis horas y que le encanta hacer. Dice que cocinar sin prisas es un placer y que va por delante del horario planeado. Ha invitado a Eva y a Judith a cenar con nosotros (que nunca lo hacen pues prefieren cenas ligeras) y éstas no han podido menos que aceptar tan magnífico detalle. Nadie se queda fuera en Acción de Gracias.

Justo cuando estamos sirviendo el pavo con todos sus condimentos vuelven Ale y Lau de la venta de Chilo. La niña tiene un dolor fuerte en la boca del estómago y la operaron de apendicitis el año pasado. Para Ale es una infección peritoneal, que probablemente necesite de pruebas en el hospital y quién sabe si una intervención. Por lo pronto le ha dado medicamentos para aliviarla y parece que la niña ha conseguido dormirse. Veremos mañana, dice Ale, con la resignación del que sabe.
Al terminar la cena reflexiono en una hamaca. Acción de Gracias no es una tradición, es un sentimiento, y me place sobremanera haber formado parte de esto. Estoy realmente agradecido y me siento afortunado de haber participado en el ritual yanki de Pete, que está satisfecho y le da las sobras a Pico para que se las lleve a Chepe, que de eso va Acción de Gracias. Al final, como en toda tradición, civil o religiosa, te crees lo que quieras y le buscas el significado que quieras. Para mí, esta cena, en La Prusia, tiene todo el sentido del mundo. Probablemente en un rancho de Texas donde se malpaga a los jornaleros sea la paradoja más hipócrita del mundo, pero aquí, donde un yanki lejos de su familia quiere hacernos sentir como una familia multirracial, es tierno y unificador.



A las 21.30 me retiro al catre, con dolor de cabeza después de un día largo y un cansancio injustificado, pues en la obra no he podido hacer gran cosa más que buscar el consuelo de una arquitecta desesperada y en la práctica de fútbol sólo los niños corrían.

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