miércoles, 2 de diciembre de 2009

Pico es capaz de reir conmigo, y sopa para resucitar muertos

18/11/09

Bendito sea el Diazepam. Bendito sea su principio activo y bendita sea la noche que he pasado, en la que he dormido del tirón, por primera vez, sin despertarme, y en la que mi espalda ha dejado de existir por unas horas. Me acosté a las diez y a las siete me ha costado sangre levantarme. Puedo decir que estaba a gustito en esa cama de mierda bajo esa mosquitera incómoda para el que gusta de rotar sobre el colchón. He asomado la cabeza fuera de la habitación en el momento en que entraba Ale, vestido con sus nica-pants y una camiseta de Italia y fumándose su primer cigarrito mañanero. Majete él viene a buscarnos a Klara y a mí para invitarnos a desayunar, que los de la casa azul de vez en cuando se marcan un homenaje y convidan a "los allegados", que somos los dos dormilones. Voy por Klara, a la que despierto con un susurro pero ella se asusta, para relajarse cuando me reconoce al otro lado de la mosquitera. Vuelve a cerrar los ojos, dibuja una sonrisa sin bostezar y busca mi mano, que se infiltra bajo la malla para acariciarla. Le digo que tenemos desayuno rico esperando, que se desperece, que yo voy hacia el olor a huevos revueltos, que aunque es murciano el cocinero, el desayuno yanki es lo que se estila.

Salchichas y huevos revueltos, Ale eres el mejor, y no sé cuántas veces te lo he dicho ya, pero todas eran ciertas. Todos han desayunado y ahí está el plato de Klara, que ya baja, todavía en pijama, todavía dormida. Y café para los dos, servido a nuestro gusto por Ale que hace de la amabilidad un oficio y no hay palabras de agradecimiento en el diccionario para expresarnos con justicia.

Ben ya se ha bajado a la obra, que hoy retorna a su antiguo puesto de trabajo. Pete, por supuesto, también, así que agarramos el saco de botellas de agua helada y para allá que vamos mi germana somnolienta, mi espalda invisible y yo. Paradita de camino para darnos los buenos días como se los dan los que se besan, y unámonos a los currelas.

Saludo a Mula, ya encaramado en la pared quitando moldes. Pico no anda por aquí y Alex hoy no estará en todo el día, así que sólo el sociólogo neuyorkino y el abogado de Connecticut son los otros ocupantes de la obra. Están los dos como Mula, quitando moldes. Klara y yo esperamos a que llegue Pico para que nos dé tarea, pero Pete se tiene que ir a por su pavo a La Colonia, que abre a las ocho, así que le sustituyo quitando clavos y apartando maderas para descubrir nuevos pilares de cemento.
Pico llega y le deja su bici a Pete para que vaya a por el pavo, que es mejor que la de Ben. El hecho de que se la preste sin problemas, siendo Pico, es todo un gesto de amistad. Tanto el capataz como Mula están de buen humor, y si a eso le unimos la llegada de Ben, hoy será un día divertido en la obra.

Música saliendo de la radio de Pete, Mula ya en el suelo fumándose un cigarro y canturreando y Pico con la media sonrisa plateada en la boca. Ben se dedica a reparar desconchones que han aparecido al quitar los moldes (posiblemente mea culpa por no haberle dados unos cuantos martillazos a los maderos antes de arrancarlos) y yo le pregunto a Pico si me pongo a limpiarlos. Me contesta que sí, que los van a necesitar, así que ya tengo tarea. Klara se pone con Eider, que acaba de llegar, a cortar barras de metal tirando de cizalla, que lo tiene que conseguir, orgullosa y obcecada alemana. Eider ya los parte en cinco empujones, vasca nata, y Klara no puede ser menos, aunque en esta materia de partir el hierro lo es porque no tiene ni la mitad de cuerpo que Eider (que no soy ciego y aún tengo buen gusto) ni por sus venas corre la sangre vasca que todo lo puede, por mis santos cojones de Donosti.

Y de repente se oye clac y Klara da saltos con los brazos en alto, como si hubiera metido un gol en el minuto 90 cuando iban empate. Lo ha conseguido, y se abraza a Eider, y paso por allí y me da un beso y una cosa más que puede hacer, y el triunfo en su mirada y "victory" a los cuatro vientos.

Ben termina de reparar desconchones y pega un salto de gato de lo alto de la pared al suelo, y al caer me mira chulo y yo le digo con voz grave "yeah, my name is Ben", y le encanta, se descojona, lo repite, pone pose de tipo duro y tensa los músculos. My name is Ben! Y al terminar la coña se pone con Pete y Mula a apisonar. Se les une Mitch, que viene de que Haley le enseñe la escuela y de más partes del proyecto, que ahora la canadiense más falsa que puedes conocer se las da de hospitalaria y entendida, y se quiere follar al chaval de Boston, que como no la conoce de verdad lo mismo cae, el infeliz. Y yo sigo quitando clavos de las maderas arrancadas y lijándolas para despegar el cemento que se ha quedado en las tablas.

El sol no tiene rival nuboso en el cielo y los que apisonan empiezan a pasarlo mal, aunque de vez en cuando Mula y Ben agarran su pisón como si fueran una mujer y bailan lo que suena en la radio, haciendo que los demás les miremos burlones. Y Pico grita que menos hablar y más trabajar, y el día de hoy en la obra es sin duda el más gracioso que he pasado hasta ahora. Ya somos un equipo de obreros de verdad, ya sólo nos queda silbar y piropear a cuanta mujer ose aproximarse.

Ben y Mula hablan de mujeres nicas, y de repente Ben dice "he conocido unas alemanitas en León", y ya no me lo puedo aguantar más y les explico porqué ale-manita es hacerse una paja en español, y los dos se ríen a gusto. Y en esas estoy en cuclillas dándole duro a la espátula, usándola de palanca para arrancar el cemento, cuando pasa Pico por detrás de mí. Me agarra el hombro y tira de él hacia atrás, con lo que termino con el culo en el suelo y él riéndose a gusto. Ahora sí que sí, soy alguien para él. Eso también es una victoria, alemana. Pico el inmutable me ha hecho objeto de broma, y eso es equivalente a que te ordenen caballero apoyando la espada sobre tus hombros.

El Diazepam y el resto de química se difumina y las lumbares empiezan a despertarse, pero sólo molestan, no duelen, pero ya son las once y media y sopeso entre bajarme ya a Granada a conectarme y llamar de una santa vez a casa y ponerme con el pisón. Y en esas pasa Ale, y sólo su presencia, que sólo viene a que le dé fuego, sin siquiera mencionar mi mal lumbar, me hace decantarme por Granada. Así que pregunto al personal que si quiere algo de Granada, que me voy ya para allá, y sólo Klara quiere una botella de dos litros de Coca Cola, y cuando me estoy yendo Pico me suelta que quién me ha dado permiso para irme ya. No le veo la cara, pero me está vacilando, así que le contesto que "el caballo Pete", y de su boca sale una especie de risa y lo doy por bueno.

Bajo a buen ritmo por el camino y me uno a Rafa y otro del equipo de fútbol por el camino, que van para el cole de uniforme. Tienen sólo dos horas de clase hoy, que ellos van a la escuela por la tarde. Una es de de mates y otra de español, y a ninguno de los le gustan las mates. Hablamos sobre el entrenamiento de mañana, y los dos coinciden en que debería de ser en San Matías, como acordamos ayer con los otros chavales. Yo sigo en mis trece, que no sé dónde está el campo, y ellos me lo explican, pero al estilo nica, que es como no explicar nada: antes de llegar a Las Camelias coges el camino que sale a la izquierda, andas unas cuatro cuadras, te metes por otro camino que sale a la derecha, otras cuantas cuadras, y ahí ya no sé dónde estoy, maldita sea. Orientándome están cuando baja un coche, al que paro y pregunto si nos bajan, y por supuesto que lo hacen, y de un salto nos subimos los dos niños y yo a la parte trasera del pick up. Ellos se bajan justo a la entrada de Las Camelias, voceándome que por ahí se va a San Matías, y se alejan con su pantalón azul y su camisa que algún día fue blanca. Yo sigo hasta el cementerio y allí me apeo, y de ahí sigo el camino andando, notando el estómago pesado y eligiendo pasear para ver si así lo convierto en liviano.

Llego al Llamadas Heladas, el locutorio con el aire acondicionado a todo meter, haciendo honor a su nombre, e intento comunicarme con casa. Dos intentos fallidos, con una voz mecánica de mujer diciéndome que el número marcado no existe. Qué coño no va a existir, carajo, si estoy llamando a casa y ese es un número de teléfono que nunca se olvida. En fin, cinco córdobas perdidas y la recepcionista sin acertar a darme una explicación. Sólo soy un gringo para el que cinco córdobas no son nada, qué más dará.

En el ciber están la doña y Eva tecleando lento, así que hago un quiebro, me desvío hacia la barra, pido en un susurro una Pepsi para asentar el estómago, una hamburguesa para volverlo a llenar de morralla, y un zumo de sandía, que el de naranja y zanahoria se ha acabado, y me siento en un lugar desde el que las dos españolas no me ven, que no quiero ni oírlas ni verlas, que son cargosas y la soledad se paga cara.

A lo mío estoy, oyendo las voces de Eva, viendo pasar a Judith al baño sin que ella se fije en mí, cuando llega Cata, con la que he quedado. Se descojona de que esté escondido y me ayuda a elegir hotel para el fin de semana, que me voy a pegar un capricho con mi alemana. Nos decantamos por el Hotel Patio del Malinche, que es muy cuco y además se llama como la mujer que enamoró a Hernán Cortés, como en la obra que una vez representé en España, cuando aún representaba, cuando aún amaba, y cuando era la mitad de lo que soy ahora.

Terminamos, atisbamos que ya se han ido las dos pesadas y salimos. En el Parque Central están montando el árbol de navidad más grande de Granada, con un calor infernal. Esto no tiene ni píes de cabeza. Y se oyen villancicos en las radios de los puestos callejeros, y yo sigo pensando que estoy en verano, pero no, estoy cerca de las navidad, que si en España la inicia EL Corte Inglés, aquí son todos los ciudadanos los que se adelantan un mes, entre su fervor católico y sus ganas de días festivos. Y los peces que beben en el río y Cata y yo trastornados por este desfase temporal.

Vamos hacia el Pali a comprar algo de provisiones, y Cata tiene un encargo de Mitch: comprarle unas chinelas. Le pregunto que qué le parece el nuevo yanki, que dice Klara que está bueno, y va la catalana y me suelta que para un polvo está bien. Pobrecito, que seguro que Haley piensa lo mismo y al final no elegirá bien, el chaval.

Terminamos con las compras y sin cumplir el recado de Mitch, que no sabemos si comprarle unas chinelas de mierda en el Pali o unas caras en una zapatería, y como es el típico caso de "hagas lo que hagas, la cagas", mejor no hacer nada. Un taxi y para casa, y de camino le comentamos lo raro que se nos hace ver los adornos navideños con un sol tan duro, y el taxista se descojona porque, como siempre, sólo somos unos gringos que no se enteran de nada. No tiene sentido explicarle que en España hace frío y que la navidad y la nieve van de la mano. ¿Nieve? Eso no lo han visto nunca.
En el porche, como siempre, Klara juega a las cartas, esta vez con Mitch, esta vez a algo que no conozco y que se juega con dos barajas francesas. Justo llega Marta de sus múltiples tareas, que es todo solidaridad ella. Nos enteramos entonces de que hay dos enfermos: Ben, que tiene un golpe de calor de la obra, que se ha pasado todo el día al sol sin beber mucha agua, tipo duro, mucho "My name is Ben" y luego no sabes ni tomar las mínimas precauciones. Fucking Ben. Y el otro enfermo es que el que no debería estarlo, el amigo Ale, que se ha hecho amiguete de un rotavirus intestinal que le tiene vomitando y en estado horizontal sobre su colchón mugriento. El único médico en diez kilómetros a la redonda es el único enfermo de verdad. Pero hoy cocina Reanne, y todavía no sé lo que ello supone. Se viste de druida y se prepara una sopa de pollo alucinante, para sobrevivir a nuestra lucha contra los prusianos (Lau dixit, que si no le reconozco sus aportaciones al diario me lo recrimina lanzándome colillas, algunas apagadas, otras aún humeantes). La sopa levanta a los muertos y a los vivos les devuelve una energía que no sabía que podíamos tener. Mira tú la canadiense, que mano tiene para sanar estómagos y cráneos calenturientos.

Y después de cenar Jose y yo nos damos cuenta de que falta un billete de 100 córdobas del fondo común de la casa amarilla. Era un billete que dejó el mismo Jose, que pagó lo suyo y aprovechó para cambiar, y que yo vi esta mañana. Lo comentamos en la reunión y, claro, nadie sabe nada. No entiendo estas cosas, y lo que no entiendo prefiero dejarlo pasar antes que hacer de Agatha Christie en busca del mayordomo culpable (está claro que es un voluntario, ningún ladrón deja sobras). A Jose le noto consternado, pero es de mi misma opinión. Joder, si alguien necesita 100 putos córdobas de mierda, que me los pida, que se los dejo sin problemas, sin intereses, y sin fecha de devolución, que para qué si aquí no existe El Cobrador del Frac. Si aquí no existe el frac.

Eva y Judith me reclaman al terminar la reunión, que tienen un problema con un teclado que no consiguen hacer funcionar en su portátil y ya saben que soy algo manitas con los ordenadores y me secuestran para que me enfunde mi traje de técnico. No consigo hacer nada, será el teclado, y de repente se va la luz y vivimos en la penumbra absoluta durante media hora, buscando una luna que probablemente alguien haya robado, que para eso estamos en La Prusia. Así no hay manera de jugar al póker o al Uno o a lo que sea, así que para la camita y mañana será otro día, con 100 córdobas menos en el bote, pero probablemente con luz natural y artificial de nuevo. Quién sabe si habrá luna, tal vez la devuelvan.

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