jueves, 8 de noviembre de 2012

Un poco más de la serie Are you APP?

Siento dar la matraca sólo con cosas referentes a la serie Are you APP? en la que me he metido y que me está quitando la salud, pero reportándome mil millones de maravillas, pero no puedo resistirme a dejar este artículo y entrevista en vídeo.

El vídeo lleva intercalado fragmentos del tráiler, pero hay entrevistas al equipo de la serie.

FUCK YEAH!!!!

http://www.elmundo.es/elmundo/2012/11/08/television/1352373919.html

domingo, 4 de noviembre de 2012

Are you APP? ve la luz

Es la primera vez que no voy a publicar cuentos, reflexiones o locuras varias.

Hoy voy a aprovechar mi blog para difundir mi último trabajo profesional: soy cocreador y coguionista de Are you APP?

Es una webserie. Estrenamos el 14 de noviembre y el tráiler ya está online.

Espero que la disfrutéis.


viernes, 1 de junio de 2012

112 minutos


Después de casi dos meses, por fin se decidió. Puso la película que ella le había recomendado, la película que tenía a la espera desde entonces, y que no se atrevía a ver por miedo a lo que pudiera remover. Los diez primeros minutos le gustaron, le sorprendió la originalidad del argumento y la premisa. La siguiente media hora, pasó de la sonrisa a la lágrima, lo cual es síntoma de que la película es buena. Sin emoción no hay cine. La media hora que faltaba hasta culminar el segundo acto le deslumbró, y con el tercer acto se dejó llevar y terminó llorando a lágrima viva.

“Es preciosa”, le había dicho ella, cuando todavía su historia también lo era, la de los dos. 

Es preciosa, se repitió él con los títulos de crédito. Y sonriendo, embobado por el recuerdo inmediato de la trama, decidió escribirla. Dos meses sin saber nada el uno del otro y una película le empujó al teclado.

Mandó un mail corto, anunciando que había visto la película y que comulgaba con ella, era preciosa. Le deseaba que todo le fuera estupendo, le daba las gracias por haberle descubierto una película a la que él por sí mismo jamás le hubiera dado una oportunidad, se despidió con muchos besos y pulsó enviar. En ningún momento del mail perdió la sonrisa.

Luego fue al baño, a descargar la vejiga, porque otro síntoma de que una película es buena es que aguantas, aguantas y aguantas las ganas de mear, que darle a pausa supondría romper el encanto.

Mientras meaba, seguía sonriendo.

Luego mandó un par de mensajes a amigos cinéfilos, recomendando la película, pasando la bola.

Pasó la tarde repasando detalles de escenas que deberían pasar a la historia, para luego darse cuenta de que formaban parte de la suya, de la de ella, pero no de la de los dos, cuando estaban juntos.

Y no le importó. Después de dos meses, no le importó. El cine, a veces, funciona como terapia. El cine, a veces, te hace feliz.

Esa noche salió a tomar algo con amigos. Les habló de la película. Y se enamoró de una chica con piel blanca y pelo negro. 

Años después echaron la película en la tele. Recibió entonces un mail, de ella, claro. Estaba embarazada. Él no tuvo que hacer memoria, ni para recordar la película, ni para recordarla a ella. 

Se lo contó a su mujer, la chica pálida de pelo negro, que le besó como aquella primera noche, hicieron el amor como la primera vez, que no fue esa primera noche, y se rieron tomando una botella de vino desnudos en la cocina. 

Una película. Sólo una película. 112 minutos. Y la vida por delante.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Abandono


No se levantaba nunca antes de las once. El despertador, infatigable, le pedía romper esa costumbre. Todas las mañanas. Siempre a las nueve. Pero Jonás no sucumbía. Estirar el brazo, silenciar el pitido, darse la vuelta, pensar que tal vez mañana sería un buen día para amanecer antes, y dejarse llevar, un par de horas más. Siempre un par de horas más.

La goma de los calzoncillos había llegado a su límite, y estos se sostenían en su sitio desafiando a toda ley física existente. La camiseta, blanca en un pasado no muy lejano, decorada con un dibujo representando el ojo con pestaña postiza de Alex, el protagonista de La naranja mecánica, llevaba tanto tiempo sin visitar la lavadora que probablemente ya repelía el agua. Los calcetines tenían tantos agujeros que hacía meses que no cumplían su función. El pelo, en busca y captura en cualquier peluquería y peleado públicamente con todo tipo de peines, champús, mascarillas y gominas, brotaba en absoluta libertad allá arriba. Si no fuera barbilampiño, Jonás luciría una barba en la que sería posible refugiarse en caso de que vinieran mal dadas.

Aunque llevaba años sin cocinar, la grasa era ya parte de la vitrocerámica y el fregadero jamás estaba despejado de platos roñosos. Sólo las tazas tenían la suerte de pegarse una ducha alguna vez, sin casi jabón, para volver a recibir, todas las mañanas, una buena cantidad de café. Sin leche, sin azúcar, no por gusto, sino por falta de existencias en su nevera y armarios. Si volviese a pisar el supermercado, sería como el retorno del hijo pródigo.

Así, con el café en soledad, la camiseta ya adherida al cuerpo, la planta de los pies negra y la nariz ya liberada de mocos gracias a un dedo trabajador, se sentaba todas las mañanas frente al ordenador, de teclado pegajoso y pantalla polvorienta. Cigarro en los labios y legañas en los ojos. Sin mails que leerse, sin noticias de interés y conociendo ya todo el porno que sabía encontrar, aún tenía los arrestos de abrir un nuevo documento de Word. Sorbía café, fumaba sin reparar en dónde caía la ceniza, inventaba una nueva forma de materia al amasar la cera de sus oídos con las excrecencias que descubría en sus fosas nasales y pensaba que hoy, sí, hoy, volvería a escribir. 

De vez en cuando echaba un ojo al móvil, ese que llevaba tanto tiempo sin recargar que ya no estaba seguro de a qué compañía pertenecía. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo que descolgar?

Había renunciado a buscar trabajo. No por haber agotado todas las opciones. Como Bartleby, prefería no hacerlo. Su subsistencia era algo que bien podría estudiarse en las mejores universidades. Sin emolumentos, sin subsidios, sin caridad, llegaba al final del día, irremisiblemente. Su excusa, hacia él mismo pues no tenía que rendir cuentas a nadie más, se limitaba a un “soy escritor” que cada vez le costaba más pronunciar, porque se lo decía en voz alta, tal vez para así darle más empaque a sus convicciones. Si es que las tenía.

Y así llegaba el mediodía, y las horas de la veintena, y las madrugadas, y el Word seguía virgen, el cenicero rebosaba colillas, la nevera y la despensa veían multiplicados los arañazos y el papel higiénico había menguado en grosor de manera imperceptible. Caía en la cama sin haber visto ninguna película digna de recordar, sin haber leído nada más allá de las advertencias del paquete de tabaco, y sin haber bebido más agua que la que cabe en un vaso chato. Y, por supuesto, sin haber pulsado una sola tecla, ni siquiera había movido el cursor del ratón.

A la mañana siguiente, el despertador reiniciaba su vida. Sin saber que lo eran, Jonás reincidía en sus hábitos. 

Hasta que, puede que fuese jueves, se duchó, buceó en el armario hasta encontrar una camisa no demasiado arrugada, se cepilló un poco las zapatillas y los dientes, se atusó el pelo, sonrió ante el espejo y bajó a la calle. El portero se le quedó mirando, a la hija de la vecina del quinto le habían salido tetas y la panadería de enfrente había cerrado y sido sustituida por una cerrajería. No había recorrido dos calles cuando se desmayó. 

El despertador volvió a sonar al día siguiente. Y siguió sonando hasta que, una semana después, agotó las pilas. Jonás, atado a un suero y sin probar el tabaco, habitaba una cama de hospital y suplicaba por una hoja y un boli. Quería escribir, ya sabía la historia. 

Cuando murió a las dos semanas, su madre puso en venta el apartamento y enterró a Jonás en el cementerio del pueblo, ese al que él había dejado de ir hacía más de diez años. Nadie se dio cuenta de que el móvil de Jonás había vuelto a sonar, y de que el nombre de ella estaba en pantalla.

Ella no sabía nada. Sólo llamaba para ver cómo iban las cosas. Si Jonás hubiera descolgado, hubiera respondido que perfecto, que no podían ir mejor, que estaba escribiendo como loco y que ahora ya sí, podía decirlo, estaba contento. 

Pero nadie descolgó, y ella se olvidó, y nadie visitó la tumba de Jonás ni encontró nada de lo que había escrito, porque lo cierto es que algo sí tenía escrito, y tal vez no fuera muy bueno, pero era de Jonás.

lunes, 14 de mayo de 2012

Palacio de Cristal


Lo que me has enseñado, me lo quedo.

Lo que de mí has aprendido, te lo niegas.

Después de tantos meses, cuando ya sólo puedo hablar en pasado, sólo guardo lo que fue bonito. Ahora que sé que no todo lo fue.

Yo quería cambiar antes de encontrarnos. Yo era espoleta, tú fuiste el gatillo.

Y ahora que no hay balas, sigo el camino que empecé contigo, no por ti.

Por mí.

Sólo yo soy blanco de mis salvas.

A ti no iba dirigido ningún disparo.


Hinchas celebran triunfos en Neptuno. Sin que él sepa ni entienda.

Y ahora que yo entiendo, eres tú la que no sabes.

Soy la fuente del lago del Palacio de Cristal, que escupe agua como un geiser.

Tú eres los patos, que se alejan a la orilla por miedo a que les salpique.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Idiomas


Ahí está, en su esquina, ocupando el espacio que le reservan todos los días. Parece poca cosa, reducida en tamaño, pero es fácil que la vista se te vaya a ella. 

No se dirige a mí. No se dirige a nadie a quien yo conozca. Pero son muchos los que atienden sus explicaciones. Y yo, sin ser destinatario de sus mensajes, me sigo fijando en ella. Todos los días. Creo que estoy incluso aprendiendo a descifrarla.

Si he de ser sincero, que es una fórmula absurda para una reflexión interna, no me había fijado en ella hasta que la conocí, hace no tanto, en un restaurante italiano en el que no habíamos quedado pero en el que nos encontramos. Tomamos un vino frizzante, sin saber yo qué era eso pero luego dándomelas de entendido cuando lo sirvieron. Compartimos una ensalada, una pizza, alguna mirada y mi sentido del humor, acorde con el de ella. Luego fue un café, luego una cerveza, luego unos besos nerviosos y al fin una despedida, y hasta la próxima, aunque todos dudamos de que ocurra.

Después de aquello, empecé a buscarla, consulté sus horarios. Después de aquello, como con ella todos los días. Ella no lo sabe.

Yo degluto y ella mueve sus manos, exagera sílabas con la boca, comunica a los que no oyen lo que está diciendo la presentadora del telediario. Y yo, que oigo perfecto, bajo el volumen y estudio sus aspavientos, dándole sentido al lenguaje de signos porque es lo único que se me sigue ofreciendo de ella. Me agarro a su manera de cortar el aire para seguir respirándola. 

Pero, en realidad, sigo comiendo solo, en un apartamento cada vez más desordenado, y atrapar aire con los pulmones es cada vez más complicado. No hablo, ni escucho. Es su idioma en el que me quiero manejar.

jueves, 26 de abril de 2012

El ilusionista


Terminado el espectáculo se atrincheró a la salida. Cuando el mago salió, le costó reconocerlo, sin su capa, sin el maquillaje, sin la sonrisa inmutable, sin su verborrea.

Le siguió hasta el restaurante en el que él entró. Se sentó en una mesa cercana, le observó cenar, una ensalada y un pastel de ruibarbo. Ella nunca había visto ese pastel fuera de Inglaterra. Se pidió uno para disimular, aunque se lo comió con ganas.

Mientras él pagaba, ella apuraba un café solo. Dejó dinero en la mesa y anduvo tras el mago.

Tal vez porque era mago, tal vez porque ella no era espía, él se dio la vuelta y se encaró con ella.

- Me está siguiendo.

Ella se paró en seco, abrió la boca, miró a los lados, no dijo nada.

- Me está siguiendo, se nota.

- Sí. Te estoy siguiendo.

Él esperó una explicación, sin pedirla, pero todo apuntaba a que era inminente y necesaria.

- He estado en el espectáculo.

Las palabras, caprichosas, a veces se camuflan. Ella no quería jugar al escondite, se ofuscó. Frunció el ceño, le miró fijo.

- No me ha gustado. Lo siento. No me ha gustado.

Un breve ladeo de la boca fue toda la reacción en la cara de él. Como si no le importara. A ella no le agradó no causar ni siquiera una mínima sorpresa, un pequeño disgusto, cierta curiosidad. Así que, sin ser invitada, entró a degüello.

- No me ha gustado, porque no me lo he creído. Hablas muy bien, te mueves muy bien, eres aparente, pero no me creí ninguno de tus trucos. Lo siento. Es lo que hay. Quería decírtelo, no sé por qué, tal vez para ver si es cosa mía o que verdaderamente no haces magia si no sólo unos trucos que se desvelan para el ojo clínico, porque yo puede que tenga ojo clínico ¿sabes? Y por eso te he seguido, buscando el mejor momento para decírtelo, porque claro, al teatro no voy a volver, si no me gustó una vez, menos me va a gustar la segunda. ¿No? ¿Qué opinas? ¿Algo tendrás que decir, no? ¿De verdad no te importa nada lo que te diga el público? Porque claro, yo soy el público, y en teoría, eso dicen, el artista se debe a él, así que me lo debes. Sí, me lo debes. No me he creído nada.

Y él empezó a reírse. Primero intentando aguantarse la risa, luego ya dejándose vencer, carcajeándose. Ella dio un paso hacia atrás, con la boca aún abierta, con la respiración todavía algo acelerada después de haber echado palabras a borbotones casi sin haber cogido aire.

Por fin el mago consiguió apaciguar su risa aguda. Se quitó una lágrima del ojo, dejó escapar un par de estertores más, cogió aire, suspiró.

- Ay, de verdad, qué manera de hablar. Me ha dejado usted un poco confuso, señorita. Disculpe si le he ofendido al reírme, suelo reaccionar así cuando me avasallan. Y siento mucho si no se ha creído nada del espectáculo, yo lo he hecho lo mejor que he podido. Y si le sirve de explicación, son trucos ópticos, consistentes en engañar a su cerebro. Si su cerebro no se ha dejado engañar, entonces una de dos: o es una superdotada, o tiene un cerebro infantil. Son las dos masas cerebrales que menos se acogen al engaño visual. No pretendo ofenderla. Está demostrado.

- Pues no soy superdotada, y creo que no tengo el cerebro de una niña de 12 años. Creo, simplemente, que la magia no existe. Me trajeron hoy aquí para demostrarme lo equivocada que estaba y mire el resultado. Nefasto. Un fiasco. Qué decepción.

- ¿Cree en la magia, señorita?

- Obviamente, ahora no.

- ¿Tiene ilusión?

- ¿Cómo?

- Que si tiene ilusión. Que si cree en la fuerza de la ilusión, en la imaginación, en el poder de la mente para provocar que ocurran cosas que queremos que ocurran. ¿Cree en eso?

- No lo sé.

- Entonces no cree. Es una pena. Que pase una buena noche.

Se dio la vuelta para alejarse. Dio un paso. La voz de ella le volvió a frenar.

- No, no creo en la ilusión. No tengo ilusión. Ni por la magia ni por nada. El amor no existe. La esperanza es un invento que hemos creado para justificar nuestra inocencia. Los cuentos sólo son cuentos. Las películas sólo son películas. Y los trucos sólo son falsos. En la vida real, la de todos los días, no hay lugar para la ilusión. Aunque nos empeñemos. Es algo en lo que confiamos para que el camino sea llevadero. Eso es lo que pienso.

Él no se giró, no miró los ojos acuosos de ella. Se centró en la baldosa que tenía delante. Encorvó la espalda. Se hizo más pequeño. Así, dándole la espalda a ella, respondió tras unos segundos de silencio. Tenía los ojos cerrados.

- Entonces no somos más que los peces, que se pierden todo lo que hay fuera del agua, que una gallina, que no puede volar pero tiene alas. Estaríamos mutilados, si todo lo que usted dice es cierto. Sólo existe lo que captan nuestros sentidos, dice usted. ¿Pero usted no sueña acaso? ¿No anhela nada? ¿No...

- Basta, por favor.

Ella estaba llorando. Él se giró, negó con la cabeza.

- Un mago no es quién para ayudarle a creer, señorita. Sólo soy un ilusionista. Mi trabajo es apuntalar algo que usted debe dejar brotar.

- Pero yo quiero, yo quiero que funcione, creerme sus trucos. Quiero amar. Quiero todo eso que usted dice. Pero no existe. Ya no.

- ¿Por qué ya no? ¿Qué le ha ocurrido?

- Que me he despertado, sin más.

- ¿De un mal sueño?

- Del mejor de todos.

- Pues mientras soñaba, la ilusión estaba ahí. La ilusión no desaparece. Sólo hay que darle otra oportunidad.

- No creo en segundas oportunidades.

- Usted usa mucho el “no creo”, cuando alguna vez parece que creyó.

- Perdone. Siento si le he molestado. Me marcho ya, le dejo tranquilo.

Sólo en la última frase ella le trató de usted. Él se quedó mirándola, viéndola alejarse y perderse detrás de cualquier esquina.

Al día siguiente, en la función, el mago desapareció de verdad, no surgió de otra puerta ni entre el público. Los periódicos se hicieron eco. El teatro canceló, claro, todas las funciones. Devolvió el dinero. Nada más se supo del Gran Hugo.

Sólo ella sabía.

Hemeroteca


En la pared, un póster de una exposición a la que no te acompañé.

En el armario donde guardo el café, el té que yo no bebo.

En el cuarto de baño, lociones y cremas que yo no uso.

En el despacho, amarradas a la pizarra de corcho, notas agradecidas que me dejaste para que leyera cuando te habías ido.

Al lado de éstas, recuerdos de un viaje que hice a ti.

En la terraza, una orquídea que me dio por regalarte, sin motivo, con todos ellos.

Pegada a la nevera, una receta que me dictaste.

En la estantería, un libro que me enviaste y un manual que me enseñaste. A medias, los dos.

Y ni tiro el póster, ni regalo el té, ni vacio tu presencia en mi baño, ni arranco notas ni recuerdos del corcho, ni dejaré de regar la flor, cocinaré lo que me enseñaste, y me terminaré los dos libros.

Porque todo me duele, pero todo me gusta. Porque no quiero olvidar, aunque esté todo perdido, yo jugué, hasta el último minuto, forcé la prórroga, fallé el último penalti, pero allí estaba yo para tirarlo cuando el resto se amilanaba. Así que no le daré la espalda a nuestra hemeroteca si las noticias que la adornan las motivamos los dos, conscientes. Ni añorar lo pasado ni descreer el futuro, sólo sentirme a gusto con el presente sabiendo que lo hice bien. Lo hice bien. Lo hice bien.

Vuelvo a escribir cuando tú no me lees. La melancolía espolea mi creatividad, como los poetas malditos. Ni soy poeta ni estoy maldito, pero ahora que ni me oyes ni me ves es cuando aprovecho para hablarte. Lástima que no puedo mirarte. Mientras te vistes. Mientras te desvistes. Mientras te enfadas. Mientras duermes. Mientras te ríes. Porque te he hecho reír tantas veces que tu frase "pero qué tonto eres" es una melodía que, como los olores, te traerán de vuelta cuando me tope con ella.

Música, letras y tú.


miércoles, 25 de abril de 2012

Soñar

Llevaba tanto tiempo sin hacerlo que estaba convencido de que ya no iba a soñar más. Que esa oportunidad le quedaba negada, para siempre. Dormirse y despertarse, y entre medias, nada. Cerrar los ojos, perder la conciencia, recuperarla horas después sin pruebas de haber existido en ese lapso. Probablemente el mundo siguiese funcionando, pero él no participaba, él estaba dormido. Sólo dormido, cerebro en pausa, imaginación en huelga, ojos quietos, sin REM que valga.

Hace cinco años, cree, fue la última vez que vivió estando dormido. Ha pasado el tiempo y el recuerdo de lo que soñó entonces se va deformando, pero aseguraría que fue un sueño bonito, mutilado por un brusco despertar, sin alarma y sin deberes, un despertar natural, pero doloroso pues daba fin a una aventura sólo por él engendrada. Pero fue un sueño rico. Y atípico. Nada que ver con poder volar. Ni con ser perseguido y que las piernas no respondan en la carrera. Tampoco trataba sobre estar desnudo ante la multitud. Nada que ver con felaciones, ni con un trabajo que estresa tanto que se aparece de nuevo en lo onírico, donde no procede. No.

Aquella vez, casi seguro, aquella última vez, soñó que podía soñar. Que incluso él estaba dotado con ese privilegio. Y, afirmaría casi convencido, fue feliz, estuvo tranquilo, soñó incluso que podría prolongar el sueño mucho más allá de estar dormido.

Hasta que se despertó. Porque quiso. Ningún pitido, ningún ruido del exterior, ningún meneo físico, ningún sobresalto. Nada de eso fue necesario para vaciar la mente y abrir los ojos, erguirse casi de un salto, casi sudando, casi agitado, respiración acelerada y un espacio por reconocer. Allí, sentado en la cama con el pecho desnudo, el sueño se evaporó.

Han pasado cinco años y, cuando se creía en capacidad de asegurar que no le iba a volver a pasar, cuando casi lo había aceptado y asimilado, cuando se sentía conforme con ello y dispuesto a vivir así, reincidió. Dormido como estaba no todo fue negro. Alguien encendió la luz, iluminó su mente, irradió su cuerpo, puso en marcha la maquinaria, maquinaria que él daba ya por obsoleta y desvencijada, por estropeada, camino del desguace, pura chatarra inútil. Las turbinas resoplaron, las ruedas con dientes oxidados crujieron y chirriaron y empezaron a rodar, moviéndose las unas a las otras, activando palancas, haciendo correr cintas transportadoras de experiencias. Escenas, secuencias, actos, películas. Todo proyectado en su cabeza, por su cabeza, desde su cabeza. Y él protagonista de una historia que en realidad ni escribía ni dirigía.

Y qué gozo. Qué maravilloso aprendizaje. Qué viaje sin moverse del sitio.

Soñó que amaba. Y que le amaban. Como hace cinco años. Esta vez no fue él el que quiso huir del sueño. Le echaron de allí. Él quería seguir creando un mundo.

Pero sólo fue un sueño.

Ahora sabía que podía volver a soñar, aunque seguía sin poder elegir qué. Mucho menos dependía de él en qué momento aparecería el cartel de Fin, seguido de los títulos de crédito, con su nombre apareciendo en casi todos los roles. Y el de ella, claro.