sábado, 2 de enero de 2010

Diez días queriendo ser Caribe V - Titanic sin Di Caprio y descubriendo El Bluff

A las 6.30 Clev y yo volvemos somnolientos a casa de Andrés, a cerciorarnos de la hora de partida. El panguero está preparando la panga y nos grita que a las 7.30 sale con los músicos. A las 7.30 seremos liberados de nuestro Alcatraz particular. Volvemos a la casa, donde Lau ya está despierta y preparamos las mochilas, de las que esta vez no falta nada.

Nos despedimos del grueso de la familia McRea, agradeciéndoles una hospitalidad que no ha sido tal y una amabilidad que quedó frustrada cuando alguien nos robó. Lau ha hecho buenas migas con las hijas y se lleva el email de alguna, porque los indios ramas que viven en una isla perdida de la bahía de Bluefields tienen correo electrónico. Pescan como los amerindios de hace siglos, viven como ellos, pero tienen teles planas y en Bluefields se conectan a Internet.

Cuando volvemos a donde está amarrada la panga, que es más delgada que la de Gerry, es un tronco vaciado e impulsado por un motor, ésta ya está casi al completo, con los músicos y sus instrumentos y Danly oculto bajo unas gafas de sol. Se ve que prefirió quedarse de farra que batir un nuevo récord olímpico de remo de madrugada. Cuando estamos embarcando Laura tiene un momento de lucidez: se ha dejado los carretes en la casa de huéspedes. Sale escopetada a por su material de trabajo. Estaría bueno huir de esta isla maldita pero dejando parte de nuestra misión olvidada en ella.

La panga en teoría es más rápida que la de Gerry, por ser más pequeña y aerodinámica, pero también es más endeble, se menea más y el mar sigue rizado. Danly va sentado a proa, dándole la espalda al curso de nuestra navegación. Tras él, algunos músicos, con el bombo, las trompetas y los trombones. Entre ellos se ha acomodado Laura. Clev y yo vamos en el medio, y al final, justo a la vera de Andrés que va de pie manejando el motor, quedan otros tres músicos. Resulta que llevan todos una resaca descomunal y no se me ocurre nada peor que estrenarla en una panga que hace aguas y que, de tanto menearse, provoca lluvias de agua salada sobre nuestras cabezas. Los músicos de delante y Laura disponen de un toldo de plástico negro que algo les protege, pero Clev y yo a los diez minutos estamos calados de pies a cabeza.

Lo que iba a ser un viaje de menos de dos horas termina siendo una odisea de tres horas y media. El motor se declaró en huelga al kilómetro de Rama Cay y Andrés se las vio y se las deseo para arrancarlo de nuevo. Estando allá, a la deriva en medio del mar, un músico de pelo rizado al que llaman Bisbal declara que no sabe nadar, con la consecuente serie de bromas y vaciles por parte de sus compañeros, que se inclinan sobre babor o estribor haciendo que la panga se menee más para desesperación del pobre Bisbal. El mayor de los músicos no debe pasar de los 22. Clev les da la receta para preparar chicha, que les ha encantado, y así están con esa resaca en plena furia de Neptuno. Ni los conquistadores españoles se atrevieron a hacer tierra por aquí, y allá vamos nosotros, con más borrachos que marineros, con una panga de seis metros de largo y con un motor que se ríe de nosotros con un ahogado lamento cada vez que Andrés tira de la correa. Y de repente, el trompeta principal intenta tocar la canción de Titanic. Nos descojonamos a gusto, sabiendo que ninguno somos Di Caprio y que desde luego no hay una Kate Winslet a la que salvar. “Sálvate tú, mi amor”, grita uno de los músicos mientras la tonada se repite una y otra vez en un momento cómico que pasará a mi pequeña historia vital. Vacilan a Bisbal, que se deja y se ríe, sufren una goma indecible que a algunos les hace acurrucarse entre las rodillas buscando que el mundo no se mueva más de lo justo, posan divertidos ante la intrépida cámara de Laura, averiguan como preparar el elixir fruto de la fermentación del maíz, tocan la canción de la peli de James Cameron ahora con trombón y trompetas, se gastan bromas típicas de autobús escolar de Europa (uno de proa grita "yo soy melo" y otro en popa contesta "yo me llamo tiro", y el que ha iniciado el grito termina con un "somos el dúo me lo tiro"), y hacen planes para comer ostiones cuando lleguen a Bluefields, si es que llegamos alguna vez. Pero Andrés no ha desesperado y tras una larga media hora consigue que el motor vuelva a bufar y a impulsar nuestra pequeña embarcación rumbo a tierra firme, a donde llegamos algunos empapados, otros queriendo vomitar donde sea y Bisbal más relajado a poner un pie a tierra. Danly, erguido todo el viaje en la proa, con gafas de sol y bien vestido para sus traites en la ciudad, se ha mojado, increíblemente, el que menos. El que sabe, sabe. Nos despedimos de todo, pagamos 150 córdobas a Ándres y nos adentramos en la ciudad portuaria y sucia que dejamos dos días atrás.

Comemos algo calentito y rápido y vamos a La Isleña, donde nos dan la bienvenida y nos agradecen haber vuelto. Tiendo el dinero, empapado pero útil cuando esté seco, nos duchamos, quedamos con Clev en un par de horas para ir al Bluff, el puerto de mercancías que está al otro lado de la bahía y que en algún momento debió tener algo de encanto, pero ya no, y dormitamos un rato. En la panga se me ha ocurrido comentarle a Clev que me encantan los negros con rastas que tanto se ven por aquí, y que tal vez estaría cachondo hacerme rastas yo, que el Caribe me ha entrado hasta el tuétano. Dicho y hecho. Clev me dice que en la cárcel él se ganaba algo de plata también haciendo rastas y que él me las hace, que no hay más que hablar. Lo mío no era más que una divagación y él lo ha convertido en una promesa, así que me dice que comprará gomas de pelo y gomina y me las hace cuando volvamos del Bluff.

A las doce, como un clavo, está Clev en la puerta del hotel. Todos los nicas, por genética o costumbre, llegan un mínimo de media hora tarde a todos los sitios (lo que se conoce como quedar a "hora nica"), pero nuestro anfitrión no. Nuestro hombre es puntual hasta el aburrimiento, sabiendo que aún tiene mucho dinero que sacarnos y nada mejor que hacer en la ciudad hasta que llegue el momento de irse a Managua a esa entrevista de trabajo que consiguió, otra vez, porque "demostré mi talento", aunque talento no sea saber idiomas, ni hacer rastas, ni montar un laboratorio clandestino de cocaína en una isla cercana a Rama Cay, a donde nos quería llevar porque hay unas playas alucinantes. Cuando escribo esto me topo en El País con un reportaje de Carlos Salinas Maldonado describiendo las narcoaldeas que abundan en el Caribe nica, poblaciones perdidas en islas que, en connivencia con traficantes colombianos, sirven de base para operaciones clandestinas. Vuelvo a sentirme algo periodista sabiendo que he estado ahí, que de primera mano sé lo que es el tráfico de cocaína entre las islas y que no trabajo para El País que todo me lo paga y publica.

Para llegar al embarcadero que lleva a El Bluff, diferente al muelle principal desde donde salen las pangas a todos los demás destinos habituales, hay que meterse en un laberinto de callejuelas imposibles para terminar cruzando un callejón oscuro que desemboca en el mismo muelle. Nunca llegarías a él si no fueras acompañado por un paisano. En ese mismo callejón, recuerda Clev, mataron a tiros a un amigo suyo. Qué bonito y vivificante, hombre.

Preguntamos por la panga a El Bluff y nos dicen que somos los primeros viajeros. Aunque hay horarios, estos son sólo estimativos, pues en realidad la panga no zarpa hasta que no hay viajeros suficientes que hagan rentable el trayecto. Así que ser los primeros es una mala noticia, porque nos va a tocar esperar.

A la hora reunimos a los suficientes viajeros para emprender la marcha. Hasta El Bluff son unos veinte minutos, porque los servicios públicos de pangas emplean unas que en realidad son lanchas rápidas, con capacidad para veinte personas, anchas y con bancos más o menos cómodos y con motores potentes. Antes de salir, el panguero ordena a algún viajero que cambie de lugar para nivelar la embarcación. Surcamos el mar casi en posición vertical, con la proa levantada y saltando sobre el mar. Sólo los que van en las últimas filas se mojan un poco, porque los que vamos en las primeras nos salvamos de las salpicaduras provocadas por los aterrizajes de la panga tras un salto sobre una ola. Porque sabemos que esto es así y saben manejarlas, pero los saltos podrían partir la panga en dos y los chalecos salvavidas que distribuyen antes de partir no te hacen rebosar de confianza precisamente. Pero el viaje es tan arriesgado como divertido, y en menos de media hora llegamos a El Bluff.

Hay tantos barcos viejos y oxidados amarrados en hilera en el Bluff que no sabrías cuáles están para el desguace y cuáles se siguen usando como barcos mercantes. El muelle es pequeño y con poco tránsito de pasajeros, tal vez alguna mujer cargada con mucha compra para su pequeña venta en El Bluff. No tiene ningún atractivo a primera vista. Nos adentramos en la población, donde Clev conoce también a la mayor parte (su padre también tenía bajo su mando esta congregación) y nos va presentando a negros parlanchines con la cabeza cubierta de rastas. Nustro guía lleva como cuatro años sin venir y dice que no ha cambiado mucho, cosa que varía cuando llegamos al otro lado del delgado cabo sobre el que asienta El Bluff. Allí, donde, dice, antes había una playa extensa ahora hay un rompeolas que la divide en dos. Está sucia y anegada por las lluvias, y desestimamos la posibilidad de andar sobre el ancho y poderoso rompeolas para llegar al extremo del cabo, así que volvemos, siempre bajo la atenta mirada de un corrillo de muchachos que pierden el tiempo bajo un porche. En vez de volver por donde hemos venido, que sostiene Clev que eso da mala suerte, bordeamos una hilera de casas y nos adentramos en una pista ancha de grava. Nos cuenta que eso era un antiguo aeropuerto que usaba casi en exclusiva Somoza con su jet privado. Está en completo desuso y la maleza ha hecho acto de presencia en la pista. A lo lejos, vacas la cruzan y perros duermen sobre la grava. Es como un paisaje africano por el que se adentra Lau para tirar una foto a una negra joven que se aproxima con un cubo en la cabeza. Vacas, una negra porteadora, perros, una pista de grava olvidada por todos... podría ser cualquier lugar de Uganda, podría ser el aeropuerto que emplease allá otro dictador, aquél llamado Amin. Mientras Lau busca la foto del día, yo me quedo con Clev vacilando a un mono capuchino que está encadenado en una casa que linda con el aeródromo. Es como el mono de Indiana Jones y el Templo Maldito, pequeño y furioso y con una máscara blanca sobre su cabeza mientras el resto del cuerpo, con el pelo de punta, es negro. Sus chillidos sólo nos hacen gracia y me falta un dátil volando a punto de caer en la boca de Indi, siendo atrapado en el aire por su amigo árabe que le advierte de que están envenenados, apuntado al mono gemelo de éste que tengo delante y que no lo sabía y se comió uno y ahora está rígido en el suelo.
Para volver al camino principal, que está al otro lado de una hilera de casas, atravesamos la propiedad de un hombre, pidiéndole permiso primero y preguntándole si tiene perros después. Sí a lo primero, no a lo segundo, good morning and thank you very much y volvemos al camino. No avanzamos ni cien metros cuando pasamos al lado de una cancha encementada en la que una mujer de pelo revuelto, tetas como lenguados y ojos diminutos y ocultos bajo una carita rechoncha tiende la ropa. Clev se queda sonriéndola y se aproxima hacia ella con los brazos abiertos. Es Mabel, la madre de su amigo Fran, "un amigo que es como un hermano". Cuando reconoce a Clev después de tanto tiempo, ríe y da saltitos, se abraza a él dándole gracias a Dios por la visita, con lo poco que ha tenido que ver Dios (y si algo ha tenido que ver, me cago en él porque propició el robo de los 2.000 córdobas, que sin ese percance seguiríamos probablemente en Rama Cay). Mabel nos invita a entrar en su casa, que está siendo decorada con guirnaldas y luces navideñas por dos chavales de unos dieciséis. Es parlanchina como mi abuela y no pierde el buen humor a pesar de las desgracias que ha tenido que superar, a saber, porque nos las cuenta con detalle: a su hijo mayor lo mataron los sandinistas cuando la contra; su hijo menor, Fran, está en Miami, de ilegal, intentando ganar dinero para mandárselo a su santa madre; su otra hija está en Belice, habiendo renegado de sus cinco hijos, dos de los cuales son los que viven con Mabel y de los que ella se tiene que hacer cargo con su mísera pensión; y su marido se fue de casa cuando ella le echó por llevar prostitutas sin ningún tipo de decoro. Y todo eso lo cuenta evitando la melancolía y sonriendo a un pasado de dolor y a un futuro que no es prometedor. Nos dice que su hija, a la que fue a ver un día a Belice porque ya no podía más con la angustia, se ha vuelto a casar allá y tiene otros cuatro hijos, que aquí es "como si las mujeres tuvieran eso de jabón", apuntándose a la vagina y desternillándose ella sola de la risa, haciendo que nos tronchemos nosotros también. "Será por la langosta que tanto se come aquí, que se pasan todo el día dale que te pego, dale que te pego, y ellas como si lo tuvieran de jabón, hijo va, hijo viene". Como mi abuela, de la que no dejo de acordarme, se ríe traviesa ante esos avatares sexuales que rigen la cotidianidad del Bluff. Todo esto nos lo cuenta en la cocina, mientras nos invita a algo de agua. Luego nos hace pasar al saloncito, donde un cuadro de su hijo muerto preside la estancia y algunas bolsas de chucherías cuelgan al lado de la ventana, pues ella también regenta una venta con la que sacarse algún pesito más para mantenerse y para mantener a sus dos nietos. Dice que los tuvo que sacar de un reformatorio de Ometepe, que le han dado muchos disgustos pero que ahora parece que se están encaminando por "la senda del Señor". Es, como todo nica, religiosa hasta el final, y entiende que todas las desgracias de su vida han pasado por designio divino, y que eso un mortal no lo puede entender. Nos pregunta si nosotros creemos y Laura se sincera diciendo que no, y ella se ríe y dice que no pasa nada. Orgullosa de su hijo Fran, al que estuvieron a punto de deportar pero se escapo en el mismo aeropuerto de Miami, nos muestra el inodoro que ha mandado construir con 2.000 dólares que le mandó su hijo pródigo. Es un baño normal, con su retrete y su duchita y su lavabo, suelo y paredes con azulejos de colores vivos. Pero es que nadie tiene un baño como ese. Todo el mundo, como en Rama Cay o como en La Prusia, hace sus necesidades en un débil cubículo en el exterior de la vivienda. Mientras nos muestra con entusiasmo la obra de fontanería que tanto dinero le costó y que tan cómoda le hace ahora la vida, sus nietos juegan a God of War en la PlayStation, en una tele quemada y que hace que los colores se confundan. Volvemos al salón, donde nos ofrece de comer y no sabemos negarnos. Se pierde en la cocina excusándose con que nos va a convidar a lo que les ha sobrado a ellos para comer, y nosotros nos deshacemos en agradecimiento. Resulta ser un plato de arroz con caldo de patatas y verduras que está exquisito, de lo mejor que hemos probado más allá del pescado. Una mujer pobre invitándonos a comer de sus sobras.

Mabel es de la opinión de que con Somoza se vivía mejor, que todo era más barato (como así era en realidad, pero a costa de devastar el país a manos de empresas extranjeras gracias a la amistad inquebrantable con EEUU, y de aniquilar todo atisbo de oposición) y que ahora todo es carísimo, casi el doble que hace treinta años, que los sandinistas no han hecho nada por el Caribe, que les tienen olvidados y que sin duda con el dictador las cosas eran más fáciles. Que él venía al Bluff con su avión y que por aquí no ha vuelto a pasar nadie desde la revolución. Que la guerra es horrible y que su pobre hijo fue asesinado por los despiadados sandinistas cuando él sólo defendía lo que era suyo. Pero que todo debe ser por algún misterio que sólo Dios conoce y que no hay que perder el buen humor, que ella es así, que sigue saliendo por ahí, que la convidan a Toñas y que se lo pasa bien aún siendo tan pobre como es. Porque el primero que se reconoce pobre es el propio nica, y yo sigo pensando que qué es ser pobre si todo lo que te rodea también lo es. Qué quién es rico en Finlandia. Que pobre o rico sólo lo eres en comparación con lo que te rodea, y aquí todos tienen más o menos lo mismo y a ninguno le falta de comer. Que son pobres porque les han dicho que lo son, porque lo ven en la tele y porque una minoría insultante no esconde sus bienes.

Mostrando una conciencia política envidiable en una abuela pensionista que vive en un puerto olvidado en Nicaragua, critica a Ortega y a su supuesto gobierno de los pobres. Opina que un mandatario no puede aparecer en público en mangas de camisa sólo para mostrar que él es como su pueblo. Que quien se crea eso es un ignorante. Que debería vestir de traje y corbata, acorde con su oficio. Que sólo es el gobierno de los pobres que le votan, pues sólo a esos van destinados los bonos de comida que el gobierno tan altruistamente reparte. Que a ella no la engañan, que Mabel sabe lo que es Ortega y lo que aparenta ser para la masa. No interrumpimos su discurso porque, simplemente, no tenemos nada que decir. Qué sana es la afición política que tienen los nicas, que de todo hablan y todo lo valoran y critican con argumentos sopesados.
Dejamos a Mabel deshaciéndonos en elogios por la comida y por la charla y Laura no se lo puede aguantar y le da 100 córdobas, que no nos los ha pedido y que le cuesta coger. Colorada y riéndose, Mabel rechaza el dinero pero Laura insiste y al final acepta un dinero que se ha ganado sobre todo por no pedírnoslo y por haber personificado la amabilidad y el saber estar. Una mujer que roza los setenta y que viste con ropas descoloridas nos ha enseñado lo que es la hospitalidad sin que el dinero lo pervierta. Porque llega un momento en Nicaragua en que no sabes si el que te llama amigo realmente lo es cuando empieza a pedirte dinero para comprar cosas. Será cultural, que sí que te consideran su amigo, pero que tienes más dinero que él y que, por ser tu amigo, bien se lo podrías dejar. Pero Mabel no, Mabel nos ha invitado a agua, comida y café sólo por el placer de convidar a su casa a unos turistas y al amigo íntimo de su hijo autoexiliado.

Cogemos de vuelta la panga a Bluefields, saltando sobre las olas de nuevo y sentándonos lo más adelante posible, que ya nos hemos quedado con la copla. Clev se viene al hotel, donde empieza a hacerme las rastas al estilo Caribe, es decir: primero trenzas, y te las dejas unos días para que el pelo se seque bien, y luego ya las deshará y las transformará en las rastas deseadas. Así que nos metemos en la habitación del hotel con el nica, ante la mirada atónita de los meseros, que sospechan algo, tal vez droga, tal vez un trío, pero quién sabe. Durante dos horas Clev transforma mis greñas en trencitas finas, haciéndome parecer ridículo y sabiendo que si ya daba el cante antes sólo por ser blanco en tierra de negros, ahora lo daré doblemente, por ser lechoso y por tener el pelo como un enjambre de culebras mareadas.

Terminamos la labor de peluquería y nos vamos a cenar algo. Y de ahí a El Cima, un garito popular en Bluefields que, incluso siendo domingo, está bastante lleno. A diferencia de los garitos de Granada, aquí suena reggae, aquí hay muchas más mesas y la pista es más pequeña. Y por ser reggae y no música para bailar agarrados, chicas bailan con chicas y chicos bailan con chicos, en grupos, divertidos, meneando el culo como yo no he visto antes. Y el reggae se baila de verdad, a lo africano, completamente tribal, rítmico y contundente, dando saltos, moviendo tobillos con los brazos estirados dejándolos laxos en el aire y meneando la cabeza donde las rastas bailan y se enredan. Con un litro de Toña en la mesa simplemente estudiamos el ambiente, relajado y alcohólico, con muchas más chicas guapas y sexys que en el maldito Pacífico. Aquí hay negras con los ojos claros, viva la mezcla de razas y los milagros de la genética. Tienen la cara limpia y seguro que suave, el cuerpo fino hasta que llega al culo, prominente, como un volcán en la llanura, un culo que llama a gritos a las manos del hombre que sepa dominarlo, porque es belleza salvaje lo que se despliega ante mis ignorantes ojos. Lau también se muestra extasiada con el despliegue de musculatura mulata, y Clev se menea en la silla, diciéndonos que lleva cuatro años sin bailar y que no puede remediarlo, pero nosotros estamos cansados y El Cima no nos ofrece más que un repaso visual a las maravillas nocturnas del Caribe. No estamos para bailar, no estamos para charlas con desconocidos y desde luego no estamos para beber hasta que lo anterior nos apetezca. Así que, ante la decepción de Clev, anunciamos que nos retiramos al hotel. Clev nos acompaña hasta la puerta del hotel y allí nos deja sanos y salvos, pero contándonos que para ir a Managua a la entrevista de trabajo tiene que pagar el viaje de ida, que el de vuelta se lo financia la empresa contratante. Que el viaje a Managua le sale por 200 córdobas. Sabiendo que nos está pidiendo el dinero sin pedírnoslo, como hace este cabroncete pícaro, le decimos que nada, que buena suerte y que nos vemos a la vuelta, que mañana nos vamos a Laguna de Perlas, una bahía al norte de Bluefields y que también fue base de piratas ingleses, por lo que no veremos a Clev hasta que volvamos. Yo, con mis rastas por hacer pero con trenzas sobre mi cuerpo europeo, le prometo que le llamaremos cuando volvamos, que me tiene que trabajar el pelo para darme un toque caribeño que me costará olvidar, y Laura se suma diciendo que ella quiere tirarle fotos a la familia de la hermana de Clev, allá en Punta Fría, o sea que no se preocupe que tendrá noticias nuestras cuando volvamos. Así pues, hasta luego Clev, que después de tres días, casi 24 horas al día contigo, necesitamos volar solos por el Caribe que nos has empezado a enseñar. El plan es, ya que hemos terminado antes de lo debido con los ramas, aprovechar el tiempo extra para conocer a los miskitos y garifonas que viven en poblaciones de la bahía de Laguna de Perlas (que no es una laguna, pues está abierta al mar, pero qué más da) y luego volver a Bluefields a conocerlo mejor y hablar con los creoles. Cuatro etnias en diez días, no está mal teniendo en cuenta nuestra frustración por haber salido antes de tiempo de la isla que era objetivo del viaje y que se ha quedado en el inicio de aventura más duro y salvaje que podríamos haber hecho. Todo lo que venga ahora será suave, seguro. O eso creemos. Hasta las 12 del mediodía no sale la panga a Laguna de Perlas, o sea que por primera vez en estos días no hay que madrugar.

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