viernes, 29 de enero de 2010

De una suerte de asfixia

¿Sabes cuándo estás con alguien, con una chica, digo, y, siendo la situación de lo más inocente y trivial, ocurre algo, algo que tal vez sólo tú ves, sólo tú quieres ver? Algo absurdo, nada fuera del más aburrido normal, pero que te inquieta; algo que te despierta, que te hace pensar en si esa chica te ha sugerido de más, en si podrías con un poco de labia y de descaro mecer el curso de los acontecimientos previsibles hacia el terreno del juego de la seducción, de los dobles sentidos. ¿Sabes de lo que te estoy hablando? Claro que sabes.

Es como en Los puentes de Madison, cuando Meryl Streep sólo está fregando los platos, qué cosa más habitual, sin colores. Pero de repente ya no está sólo fregando los platos porque Clint Eastwood se le ha acercado más de lo normal, sin cambiar el tema de conversación monótono, sin hacer nada más que acercarse a donde ella friega, consiguiendo que ella ya no esté sólo fregando, allá con las manos enguantadas y hundidas en el agua jabonosa. El pistolero que envejeció romántico le roba el espacio vital a ella, provocando que la escena se llene de colores que no se ven pero se palpan, y ella quiere seguir fregando pero, preguntándose por qué, se ha puesto nerviosa. Han invadido su aire y Eastwood está ya por todas partes, tan cerca, su respiración se nota, la de ella se detiene. Sus cuerpos se rozan cuando él se cruza sobre el fregadero para alcanzarle algo a una madre que no esperaba volver a sentirse tentada por un hombre. Hay una explosión silenciosa en cada vena, músculo y hueso de los dos maduros que no esperaban encontrarse y que, sin más, se estaban buscando después de todo. Él monopoliza el oxígeno y ella boquea, como en un incendio, él es el viento y ella el árbol que se deja quemar, vencida.

Pues algo así me ha pasado hoy, siendo yo mucho más joven que Eastwood y ella sin querer ser Meryl Streep, y con el símil con la película revelándose en mi mente, rebelándola. Ella me repasaba las rastas, haciéndome un favor con el que le gusta entretenerse, los dos solos en mi casa, sin música, sin más conversación que la que propiciaba mi pelo y el país en el que estamos. Ella sólo enredaba mi pelo y en un momento que no sabría recordar he empezado a elucubrar en cambiar de tercio, en enredar yo con el suyo, no para cambiarle el peinado... para despeinarla. Pero un pensamiento tan suculento como ese se ha adormecido por la lógica de lo que es visible: sólo me está haciendo las rastas, llevamos dos meses conviviendo en grupo y ella quiere aprender a tejer así el pelo y yo soy el cobaya. Nada ha hecho ella para activar mi perversión y mi deseo, pero su cuerpo estaba tan cerca del mío que podríamos haber pasado por siameses. Yo sentado en un taburete bajo, ella en una silla, en un plano superior, con mi nuca a la altura de su pecho. Sus piernas quedaban cruzadas a mi izquierda, su muslo derecho marcando mi cadera a través de unos pantalones de tela fina, de la finura exacta para revolucionarme las neuronas, su pie desnudo apoyado en la mesa, quemándose por el láser de mi mirada, oculta para ella, que haya atrás sólo me colocaba la cabeza, me la ladeaba o me la erguía o me la hundía, tiraba del pelo y frotaba mechones, ella sólo hacía algo intrascendente, pero yo quería ser Meryl Streep, que al fin y al cabo sólo estaba fregando y al final mira como acabaron, despejando de cacharros la mesa de la cocina para revolcarse como adolescentes.

Todo se ha venido abajo con grandilocuencia, como el frente del Pacífico con Hiroshima y Nagasaki devastadas, como las demoliciones mal planeadas, como los peores matrimonios. Todo se ha frustrado con una tercera pisoteando mi imaginación, irrumpiendo allí donde dos, sólo dos, luchábamos sin armas por un aire que sobra pero que de repente faltaba. La batalla que sólo se libraba en mi retorcida cabeza, tan cerca de donde sus dedos bailoteaban, ha durado unos minutos que se le han escapado al tiempo, que han volado de la esfera de su reloj, porque hace mucho que yo ya no quiero saber la hora. Ha sido uno de esos ratos en los que podría haber pasado lo inconcebible, pero hemos dejado que todo siguiera su curso, manso, sin olas a por las que lanzarse. Puede que ella no se haya percatado de nada, que sólo los rescoldos de mi niñez justifiquen lo que he dibujado en el más rico de los silencios, pero me da igual, porque sin espacio me he puesto algo nervioso, y eso ha hecho que el día de hoy haya merecido la pena. Y mañana será otro día y me acordaré de esto y me sonreiré y responderé nada si alguien pregunta por esa expresión estúpida que se me ha escapado, porque no pasó nada, ni iba a pasar, supongo, pero podría haber pasado, y ese podría, ese condicional que conjuga mi ego, sólo mi ego, me ha sentado a escribir, porque el deseo es ese privilegio humano tan poderoso que puede convertir el momento más prosaico en un relato como éste.

3 comentarios:

Maktub dijo...

Es que los Puentes de Madison es muy graaaaande!

Y tú deja de escribir tan bien que ya me empiezas a caer mal! xD

Cómo se puede terminar un pots tan chulo con esta puta frase??? "porque el deseo es ese privilegio humano tan poderoso que puede convertir el momento más prosaico en un relato como éste"

Te odio! :)

Mixha Zizek dijo...

Muy de acuerdo con ela anterior post, excelente final, Y escribes muy bien. Sabes esa peli es una de mis favoritas tiene escenas maravillosas donde una puede sentarse a pensar cunato dolor, amor y desesperación y a la vez kilos de pasión que revientan hasta la muerte. Me gustó co mo guiaste el texto, besitos

ALE dijo...

Julito...eres el puto amo!