viernes, 22 de enero de 2010

Teseo no usaba látigo

La quiero tanto que la entenderé siempre, la entiendo incluso cuando dice que no me quiere.

Después de semejante frase, cómo anular el impulso de escribirla, de robársela al autor, que la dijo sin pensar, de carrerilla, como chillan los niños que se insultan. Y yo, anonadado por la brutalidad de la declaración, por lo preciso de su amor, por el valor de la sentencia, me quedo rumiando las palabras que se escaparon de sus tripas confusas. La quiero tanto que la entiendo hasta cuando no me quiere. Con el látigo volando sobre su cabeza y aterrizando sin freno en su espalda, Celta se flagela sentado, fumando un cigarro que se consume despacio, con la lengua desatada y el corazón en llamas, con el alma herida como los perros de La Prusia, que sin alimento se dejan caer en cualquier lugar del camino esperando nada.

Yo, como casi siempre, no sé qué decir cuando me hablan de amor, porque creo que cada vez sé menos sobre el tema, será por eso por lo que de un tiempo a esta parte, demasiado quizá, escribo tanto sobre él. Así que en mi inoperancia sólo alcanzo a quitarle el látigo al compañero de casa y de masoquismo, espetándole con tanta rectitud como cariño que no puede obviar el valor de lo que está haciendo, que no es otra cosa que acoplarse sin chistar a las decisiones de ella (incluso si decide no amarle más), reprimiendo las que él quiere tomar: irse, buscarla, traerla, demostrarle, amarla, hacerla madre de los niños más guapos que se han visto en este continente, donde abundan los retoños hermosos.

Celta, joder, que tienes los cojones cuadrados, como se suele decir en una hipérbole que desafía a la anatomía. Te has venido solo al culo del mundo, porque si el mundo en su redondez perfecta tiene un culo, ese es Nicaragua, que busca limpiarse pero lo hace con el papel manchado que le proporcionan sus dirigentes, demasiado inmaculados ellos. Y es que Celta se vino acá sin su perra de raza rara, sin esa furgoneta suya que cuenta más kilómetros de los que hace un peregrino motivado, sin droga que esconder, sin Elia que acariciar… cuando lo único que declara no saber hacer este hombre es lidiar con la soledad y con la melancolía. Como yo, maldita sea, como yo. Sé estar solo, él también, pero no tenemos ni idea de cómo dormir a gusto sin entrelazar las piernas con las de una mujer por la que no dormimos, nunca aprenderemos a dejar de buscar a alguien con la que compartirlo todo, la taza del váter, la cafetera, la marca de tabaco, las baldas de la nevera, la limpieza de una casa que una vez fue de los dos y ahora no es de nadie, porque al que se la alquilen después no es nadie comparado con los que una vez habitaron aquellas paredes. Qué difícil es cocinar para uno solo, qué odisea es llenar el frigo cuando el cocinero es el que ocupará la mesa servida para uno, mesa flanqueada por varias sillas por si viene visita, pero sillas vacías los días de diario, de rutina. Y Celta y yo somos de los que queremos una rutina en pareja, que entonces deja de ser rutina para convertirse en vida, en aventura, en riesgo de ser abandonado y volver a cenar solo, mirando al frente sin ver nada.

Mientras leía El retrato de Dorian Gray en inglés, Celta llamaba al pasado con un móvil que en Nicaragua es del futuro. Volvía él de una llamada demasiado rápida con la cara del que no ha oído lo que quiere oír pero sí lo que le tenían que decir, y lo sabías antes de marcar su número, iluso. No me llames más, no te quiero, Celta, déjame, olvídame un tiempo, por favor. El siempre bello Mr. Gray quedaba en suspenso, porque al que le sangraba el alma en tiempo real suspiraba en voz alta conclusiones que tendría que sacar por sí mismo, pero, una vez más y para subrayarlo, por sí mismo Celta no se cree capaz de gran cosa, cuando es sabido por todos los que hemos tenido oportunidad de conocerle un poco que sí él hubiera sido Teseo, el Minotauro no habría tenido lugar dónde esconderse en su propio laberinto, y Ariadna podría haber esperado tranquila, cosiendo quizá las velas del barco que debía llevarles de vuelta, a que llegara el héroe con la cabeza del animal sangrando en su mano izquierda, pues con la derecha porta la espada mágica. Pero Celta cree que sin Elia todo Minotauro es inmortal, imposible de cazar. Por eso, en un intento de aconsejar desde mi completa inocencia, le recomiendo que empiece a pensar en sí mismo, que aparte a Elia de ese torbellino que tiene por cabeza, que se meta de lleno en el laberinto pero esta vez no para buscar a nadie, sólo para aniquilar al Minotauro, por el mero placer de matar, de vivir él. Pero los consejos de poco valen cuando el que los da no cree demasiado en ellos, porque yo también creo que es imposible dejar de pensar en quien realmente te activa las neuronas por las mañanas y te las adormece por las noches. Despertarse sin cuerpo ajeno pero con la mente acompañada por quien no está, eso le pasa a Celta, eso me ha pasado a mí, eso creo que me sigue pasando, aunque la que no tengo a mi lado ahora mismo no tiene ni cara ni nombre, o si la tiene no la quiero ver y el nombre no lo quiero escribir, no me sale escribirlo.

Así que él se va a entretenerse con cualquier cosa, a practicar el arte de lo difuso, y yo me quedo entreteniéndome como mejor sé, robándole el látigo y usándolo para escribir. Cuando Celta vuelva de buscar cualquier objeto baladí, le leeré esto en voz alta y entonando, para que sonriamos los dos al final y nos volvamos a agradecer sin pudor el habernos encontrado entre tanta gente, huyendo los dos de mierdas que queremos dejar atrás pero que a veces parece que tienen alas, mierdas voladoras que no nos dejan tranquilos. Porque qué difícil es reconocer la empatía y aún más lo es ponerle buena cara a un tiempo que se nos antoja jodido cuando en realidad es estupendo, que la mierda no vuela, coño, y sólo nos persigue si se lo permitimos. Por fin no sólo hacemos lo que queremos, sino que nos place hacerlo sabiendo que nos hace bien. No te olvides de ella, amigo, nunca, aunque quieras no podrías, ya lo sabes, pero enterremos el puto látigo que de nada sirve sobre el lomo propio cuando cualquiera nos diría que estamos haciendo lo que tenemos que hacer, que es buscarnos a nosotros mismos sin nadie que interfiera, para bien o para mal. Y si ella dice que no la llames más, la próxima vez marca el número de tu móvil desde ese mismo móvil, para que, por la aburrida lógica de la tecnología, te dé comunicando y así entiendas que es símil de que estás ocupado, contigo mismo y con el mundo, pero tú solo y con él a tus pies, sin hundirte ya en el fango sino chapoteando en agua que se va aclarando según pasan los días, porque al final los días pasan aunque aquí en el Trópico a veces las horas duren mucho más que sesenta minutos. Y al Minotauro nos lo comemos con patatas y a Ariadna que le den por culo, que se quedó gritando en una isla perdida. Y volveremos a buen puerto, aunque sea como él, con las velas negras que debían servir sólo para anunciar su muerte, pero si la tormenta destroza las blancas, mejor usar esas que quedarnos a la deriva buscando la isla donde abandonamos a la desagradecida Ariadna. Y ni Elia es Ariadna, ni tú eres Teseo, ni el Minotauro es nuestro miedo a la soledad, pero qué bien queda la metáfora. Sonriamos, de nuevo, así.

1 comentario:

Maktub dijo...

ufffffffff y es que no me sale otra cosa. Te superas en cada post pero este especialmente me gusta, como romántica profesa y oficialmente declarada. Y el de terminando con Anna increíble también...

Hablas mucho de amor, si... Pero no me sorprende, me gusta.

Me pongo ahora mismo con el mail que te debo o eternizaré esa dulce tarea!! :)

Beso!