domingo, 17 de enero de 2010

Con bola extra no hay game over

Celta dice que quiere dejar de llamarse yonki, sobre todo porque ya no lo es. Después de 14 años encadenado a la heroína, rompió las amarras hace tres, pero los coletazos de tanto tiempo con viento en contra le han roto demasiadas velas como para llegar fácil a buen puerto. Ahora remienda cada día, y va navegando cada vez más rápido, pero sabiendo que en cualquier momento puede llegar una tormenta inesperada. Como antes de venirse para acá, cuando fue abandonado por Elia y se refugió en una trinchera hecha de jaco, recayendo en el infierno. Estuvo tres días desenterrando el pasado y su hermano tuvo que ir a auparle de nuevo en el presente y en un futuro por el que va a tener que pelear duro, porque la droga te borra las ganas de luchar. Así que se vino para acá, a este lugar olvidado de un país desconocido, dejando atrás una novia con la que creía dormiría muchos años más y un polvo marrón claro que le hacía dormirse despierto. 11.000 kilómetros de distancia, un océano de por medio, decidido en siete horas.

Elia cuenta diez años menos que Celta, pero su cabeza tiene más rodaje de lo que pone en su DNI. Vivió con él y le sanó la perturbación de demasiados años inhalando y pinchándose la peor de las drogas existentes. Vivió con él y ambos aprendieron tanto el uno del otro que no sabían leerse a sí mismos sin fijarse ella en Celta y él en Elia. Pero ahora se acabó y Celta, que supo dejar de pensar en la heroína, no consigue quitarse a Elia de la cabeza, porque la mujer a la que amas puede ser el veneno más difícil de extraer, veneno rico y nunca mortal, pero veneno cuando se va. Estoy en mi bola extra, me confesaba Celta, y yo, que nunca jugué al pinball, sabía a qué se refería. Demasiadas partidas echadas a la vida, demasiadas bolas colándose entre las dos palancas, demasiadas oportunidades desperdiciadas por la codicia del placer inmediato. Pero ahora Celta, que se sabe aprovechando sus últimos veinte duros en una partida que se resiste a dar por terminada, ha dejado de jugar por jugar y se dispone a vivir como hacía tiempo. Pero Elia se dio por vencida en el juego, ya no quiere echar partidas a dobles con él, y cuando te has acostumbrado a tener una compañera con la que ganar, qué fácil es dejar laxos los brazos y dejarse perder. Porque ella se fue y él se vino a Nicaragua, a donde yo estaba solo y dispuesto a hacer de la Nochevieja algo de todo menos social, algo personal y reflexivo. Pero él llegó y yo le conté la existencia de esa laguna que le roba el nombre al volcán y Celta se entusiasmó con la idea de despedir el año bañándonos allá donde siglos ha bailoteaba la lava rabiosa. Y así, sin conocernos pero pensando que nos sabíamos, urdimos un plan perfecto con el que exprimir su bola extra, con el que agotarla y no dejarla nunca colarse por el agujero en el que Celta había caído tantas veces que ya era un hoyo grande como el cráter que un día fue éste. Con ese plan improvisado pero definitivo, nos pusimos en marcha, siempre sin perder de vista la bola, que un error de concentración puede llevar al desastre. Pero mientras la bola extra aún baile en la mesa, no hay game over posible.

Así pues, dos amigos de 24 horas pasamos juntos la Nochevieja, nadando los dos desnudos en el cráter de un volcán que nadie sabe cómo se llenó de agua. Armados con hamacas y una parrilla donde cocinar pollo y cerdo vivimos una Nochevieja que por única será inolvidable. El cráter del volcán está rodeado por selva, tupida selva reino de los monocongos que con sus gruñidos nos hacían saber que no estábamos solos allá, donde las únicas voces comprensibles eran las nuestras. Allá, entre dos árboles nudosos, atamos nuestras hamacas, demasiado tensas para ser cómodas, pero en el suelo es terreno vedado porque te devoran hormigas, tan pequeñas como cabronas. Y allá, en el agua cristalina y tibia porque el volcán no tiene fondo y en lo más profundo hierve lava que se resiste a morir, la luna llena, porque esta Nochevieja fue tan perfecta que hasta la luna buscó la exactitud de su redondez, iluminó nuestras brasas, nuestro baño, nuestros sueños para el año nuevo, nuestros deseos de cerrar el 2009, que no fue ni bueno ni malo.

Las costillas de cerdo nos supieron tan ricas que los cerdos deberían ser dioses. Los muslos enteros de pollo y la docena de alitas nos hicieron pensar que la gallina fue antes que el huevo, porque lo que fue primero es más noble y puro y no había esa Nochevieja nada más exquisito que esos muslos y esas alitas, aderezados sólo con una pizca de sal y abrasados sobre carbón. Celta soltaba gemidos orgásmicos cada vez que sus dientes arrancaban piel y masticaban carne que podía ser el relleno de la cornucopia. Yo reía viéndole gozar y rumiaba que son los pequeños placeres los que le dan significado a esta rara existencia.

Los baños en el agua negra con una lengua blanca que era la luna desparramada en un reflejo fueron lo que para Cleopatra eran baños en leche de burra. Fuimos los amos de la selva durante unas horas que empezaron en año impar y continuaron en par. Tarzán fue durante ese tiempo un lacayo más de nuestra inmortalidad.

Nos dormimos mucho antes de que el reloj marcase el fin de año, pero en realidad el último día del 2009 termina cuando te vas a la cama, a la hamaca. Así que a las nueve, tres horas después de que la luna se impusiera al sol con su magnificencia blanca, decidimos dar un salto y dejar que el 2010 nos atrapase en sueños primitivos.

Amanecimos antes que el sol, dándole tiempo a la selva a desperezarse. Y mientras Celta hacia sadhana para conseguir un propósito que cree que no sabe pero en realidad tiene claro, yo me desperezaba con la red de la hamaca tatuada en la espalda. Y al rato los cuervos y las cigüeñas y el guardabarranco piaban en éxtasis sobre las ramas de los guanacastes, los cedros y otros árboles desconocidos, adelantándose a los gritos de los monocongos, excitados por la luna llena que se escondía ya, dando paso al fuego que iluminaba nuestro trozo de selva, porque ese trozo, a partir de entonces y para todo el 2010, es nuestro, y ya sin manejar las palancas del pinball, misteriosamente, la bola extra parece que no se colará nunca, rebotará ella sola contra un salvavidas hecho de sueños y grandes propósitos, pero no por grandes imposibles, porque quien no persigue un sueño sólo mutila su talento y acorta su esperanza. Pero en este 2010 todo irá bien, todo será redondo como el año, porque cómo no serlo si lo primero que hicimos en el año estrenado fue bañarnos desnudos en un volcán, mirándonos y riéndonos, sabiéndonos afortunados. Porque lo fuimos esa Nochevieja, porque lo seremos todo el año y hasta que queramos. Y Elia, esté donde esté, nunca podrá soñar con un fin de año como ese, porque no está aquí, no está con Celta, no se está bañando desnuda porque sólo desnudos somos conscientes de nuestras limitaciones, y ella no quiere verlas en su cuerpo pero sí en el desgarbado de Celta. Fuimos enormes una noche, la última del año, y seguiremos siéndolo el resto de las 364 lunas que quedan, si queremos, sólo si queremos.

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