jueves, 21 de enero de 2010

Por hacer algo

Pues a ver por dónde empiezo. Supongo que por cuando me jubilé, sí, yo creo que ahí es cuando todo empezó a irse al garete, al menos aún más que habitualmente. Pues eso, resulta que cuando me jubilé lo único que pasó es que no pasó nada, ya sabe. En ningún momento eché de menos el ayuntamiento, pero vamos, ni de broma, porque además yo no era ni de lejos imprescindible en el ayuntamiento, ni siquiera el alcalde, Hernán Cedilla en aquél entonces, lo era, ya sabe, estaba siempre demasiado ocupado comprando por Internet cualquier estupidez carísima y probablemente tan inútil como él, como se comprobó después cuando investigaron las cuentas municipales, usted lo recordará bien. Pero bueno, a lo que iba. Después de jubilarte la gente dice que es entonces cuando puedes dedicarte de verdad a la familia, y es lo que hice, ¿no? Sí, ya sé, es una broma pesada, pero qué le voy a hacer si desde hace dos días estoy como chispeante. Pues eso, que la gente dice que después de retirarte puedes entregarte a la familia otra vez, que con el trabajo la dejas de lado y todo eso, pero como dice Larry Weicester en la serie esa de abogados, "la gente no sabe nada, las personas son las que aportan información válida", eso seguro que usted lo sabe bien. Además, en mi caso, mi único hijo, ese vago de Marco, no requería de una atención desmesurada que nunca le di, siempre fue Conchi la que le preparó la comida y la merienda y le planchó y le lavó cuando era demasiado pequeño para entender que el jabón no se come, pero mira que era tonto ese hijo mío. Y mi marido, que asimismo nunca fue un lumbreras, tampoco reclamaba mojigato ese caso que parece que rompe tantos matrimonios, la falta de comunicación y esas tonterías que está claro que no son fundamentales pero que muchos creen que son pilar de algo tan ficticio como una pareja bien avenida. Sólo el silencio y las visitas a las respectivas suegras consolidan durante años un matrimonio, sabe usted, apúntese esa que lo mismo le sirve. Además, él tuvo suerte con la suya, con su suegra, digo, mi madre, que murió cuando Jonás y yo aún éramos novios, allá por el Pleistoceno, si me permite la broma. Y ya que me deja hablar, pues no paro, ya ve, tanto tiempo sin decir ni mu y ahora parece que no puedo parar. Pues eso, que Jonás, que era seis años menor que yo, nunca llegó a casa antes de las ocho, que la zapatería la cerraba a las siete y media, como un clavo, con clientes o sin ellos, nunca tuvo vista para los negocios, y Marco tenía ya, cuando me jubilaron, digo, edad suficiente como para independizarse con Jimena, con la que no se casaba porque la amaba demasiado, decía, el muy gracioso, recitando a ese engreído de Oscar Wilde. No se lea esa oda a la vaguería que es El retrato de Dorian Gray, menuda pérdida de tiempo, en el siglo diecinueve parece que publicaban cualquier cosa. Pues eso, me decía Marco "Para qué me voy a ir de casa, mamá, con lo bien que se está aquí, y así encima te hago compañía", mentiroso. Dejé de preguntarle por qué no se iba a su propia casa cuando su novia, la Jimena, se instaló en el cuarto que Marco había ocupado desde que nació y en donde sustituyó los pósters esos feos de videojuegos y películas que no conozco por cuadros aún más feos de un tipo llamado Murado, y también pusieron puzles de catedrales que nunca visitaré, puzles que habían hecho a dúo, hasta ese punto se querían, fíjese qué cosas. Jimena era enfermera en el hospital de mi amiga Ruth, y ya sé que lo sabe, pero ya le digo, no puedo dejar de hablar, será que estoy nerviosa. Yo le preguntaba por Ruth, claro, por cortesía, ya sabe, pero sólo me respondía, qué aburrida era la Jimena, "nada" cuando yo le preguntaba lo típico, "qué se cuenta Ruth", y eso. ¿Sabe usted que Ruth se murió de repente de un colapso nervioso en la cola del super? Esa sí que es buena, menudo epitafio, ¿se imagina? "Se fue a por uvas", esa es mía, mi padre decía que yo tenía sentido del humor, pero yo creo que mi padre nunca me conoció muy bien. Pues eso le pasó a Ruth. Y poco que contar del resto de mis amigas, si es que alguna lo era, que cuando te haces vieja parece que ya no hay nada que contar, no hay confidencias ni chismes que hagan valer una amistad, ya sabe, y si no lo sabe, lo sabrá, ya verá, la vejez es una mierda pero es clarividente. Ya, ya voy, deme un segundo que recapitule. Ah, sí, que mi hijo no se iba, mi nuera se nos metió en casa y mi marido respiraba por obligación más que por necesidad. No me mire así, que usted no le conoció, a no ser que se comprase alguna vez unos mocasines en la tienda de la calle Alcázar, ¿no? Pues no le conoció, y mejor para usted, habría sentido lástima de él, y no hay nada peor en el mundo que dar lástima con las mujeres o con el trabajo, como decía mi padre cuando decía algo con sentido. Pues eso, y encima mis amigas, o lo que fueran, ya le digo, seguían trabajando. No es que yo fuera la más vieja de todas, o puede que sí, ahora que lo pienso, pero bueno, el caso es que seguían yendo al mercado la Puri, a la oficina la Mari, al bufet la Inma, al hospital... ah, no, el hospital no, que la única amiga médico que tenía expiró sin que hubiese ningún médico más en aquél Eroski… pues eso, que ellas seguían yendo al trabajo a resolver algún asuntillo que el novato que las sustituía - porque estoy segura de que alguna se había jubilado también - no atisbaba a resolver, o directamente no quería sabiendo que aquella vieja que se aburría en su casa podía hacerlo más rápido y encima la haría sentirse importante. Y sin pagarla, claro, que en la economía del trabajo se tiene en cuenta todo, ya ve usted. Pues eso, que desde que me jubilaron las conversaciones telefónicas con ellas fueron reduciéndose hasta que sólo una secretaria del banco o una teleoperadora aburrida y de nombre extranjero, ya sabe, Wendi, o Mariela, o Yoselín, o alguna horterada por el estilo, marcaba el número de casa para preguntar por mí. Al final no contestaba al teléfono y le decía a Conchi que dijera que no estaba, fíjese. Y así me tiré tres años, que se dice pronto, divagando sobre qué hacer, allá sentada en el sillón ocre del salón. Hice todos los sudokus del mundo, por mucho que haya evolucionado el dichoso jueguecito, y todas las sopas de letras las resolvía en menos de cinco minutos. Ya sé qué esto no le importará, pero me da bastante igual, la grabadora esa parece que no se cansa, pues yo tampoco. A todo esto, ¿usted sabe por qué han sido siempre tan simples esas sopas que son cualquier cosa menos sopas? Yo tampoco, es como si estuvieran hechas para tontos, será que están hechas para tontos, aunque yo me considero más lista de lo que usted se piensa, que me mira, sí, usted, como si fuera un mono en el zoo, y no me diga que no, no me contradiga que aquí puedo decir lo que me venga en gana, faltaría más. Pues eso, sopas de letras de capitales, comidas italianas, útiles de cocina, nombres de presidentes, nombres de mujeres de presidentes, apellidos de famosos, montañas, ríos nacionales, todo cosas absurdas y olvidables, todas las hice, porque Conchi seguía haciendo la comida y lavando la ropa y limpiando los cristales y pasando el aspirador por cada rincón de la única casa en la que he vivido, pues la heredé de unos padres que decidieron morirse demasiado pronto y mi marido nunca fue lo suficientemente ambicioso, el muy conformista, o lo mismo es que fue lo listo que hay que ser para no hipotecarse nunca, valiéndole con una casa en las afueras y unos vecinos con los que nunca hablamos más allá del ascensor sobre temas tan tontos como un clima que no interesa ni al hombre del tiempo. ¿Puede creerse que ni siquiera siendo los vecinos de más antigüedad llegamos a entrar nunca en las rotaciones para presidente de la comunidad? Qué cosa más rara, ¿verdad? Voy, hombre, voy, no se impaciente que aún es pronto, no es ni la hora de comer, por muy funcionario que sea, que yo también lo era y era de las pocas que cumplía mi horario. Pues eso, que después de tres años aburrida como una col decidí apuntarme a clases de yoga cuando, después de tres años de engordar y resolver enigmas de periódico, las varices de las piernas eran como los túneles que hace un topo cabreado, mire, estoy inspirada. Dejé de ir a la tercera clase, por mucho que la maestra, una niña pija llamada Cecilia, llamara a casa incitándome a volver y convenciendo a Conchi para que me pasara el teléfono, que invento más odioso. "Que le va a hacer muy bien, mujer, ya verá, confíe en mí", y qué iba a confiar yo en semejante criaja, que iba todos los días en mallas como una cualquiera, como la mujer de un gitano, o peor, como las que van al gimnasio buscando musculitos que le alegren el coño, perdóneme, es que ya ve, estoy lanzada, y hablando del tema, ya me vendría bien a mí bien uno de esos cachitas, ya sabe, que Jonás hacía tiempo que dejó que la Viagra cogiera telarañas en su neceser, retando a la fecha de caducidad, porque que la Viagra tenga fecha de caducidad es como marcarle la muerte al hombre que la compra, así de mórbida me he vuelto, porque el que compra Viagra suele ser ya viejo cuando acude a la farmacia, con la misma vergüenza con la que de adolescente compró sus primeros condones, como usted, seguro, pues eso, son ya demasiado viejos e inoperantes como para andarse con "consumir preferentemente antes de". Con "consumir preferentemente" valdría. Esa también es buena ¿eh?, está a punto de reírse, que se le nota en como arruga los labios, hombre, que seré lo que usted quiera pero a observadora no me gana nadie, ya ve, después de años en un sillón aprendes a vivir de mirar. ¿Por dónde iba? Ah, sí, por cuando dejé lo del yoga, qué sopor. Pues después de eso probé con siestas de cuatro horas y esas series de argumento rebuscado. Sólo cuando en el centro comercial no había serie que no me hubiera tragado en dos idiomas diferentes me dediqué a los coleccionables, a todos ellos, pero ya sabe que sólo salen en septiembre, y para octubre ya dejaba de bajar al kiosco, que empezaba a correr la rasca y prefería quedarme en casa, sí, en el sillón ocre que le comenté, es que era muy feo, qué quiere que le diga, pero para qué tirarlo, decía Jonás, si aún sirve y debe tener tus posaderas marcadas, me decía, queriendo ser gracioso y resultando sólo impertinente, es que tenía pocas luces, el pobre. Y después de todo ese tiempo, de las amigas que se desvanecieron, del yoga, de sudokus, de crucigramas, de series infumables, de más sillón ocre, de siestas interminables y que me levantaban un dolor de cabeza terrible, todo eso durante cinco años o por ahí, sí, cinco años y algo, llegó un día Jonás anunciando muy pomposo él que iba a dejar la zapatería, que la vendería y que así podría pasar más tiempo conmigo, y de repente ya no pude más y tomé la iniciativa, sí, sí, la tomé, después de un lustro de no hacer nada, que mira que es difícil no hacer nada, pero se puede, le digo yo que se puede. Al día siguiente, a eso de las seis, aprovechando que Marco estaba en su cuarto con la Jimena y que aún faltaban un par de horas para que llegara ese majadero con el que me casé, dejé el gas abierto y las ventanas cerradas, busqué el mismo super donde Ruth murió portando hortalizas para un gazpacho y esperé a que el puro de Jonás, que llegó puntual como siempre, derrumbara aquella maldita casa, con él dentro, con Marco y su novia follando en el cuarto, perdone la expresión, pero para qué decir hacer el amor si eso no existe, aquí ya sólo se folla, y ellos lo hacían en mi casa, sin respetar nada. Y los jodidos vecinos estaban reunidos en el piso de abajo, claro que lo sabía, estaban debatiendo sobre el presupuesto del año siguiente. Cuando volví al edificio humeante me entró la risa, ya ve, se me había olvidado reírme y todo, y fue entonces cuando me acerqué a Conchi, que lloraba en la acera de enfrente, tras el cordón amarillo, y le dije "ya hice algo, Conchi". Y poco más tengo que contar al respecto, espero que le haya gustado la historia. ¿Puedo irme ya? No es que tenga nada que hacer, es que si por mí fuera me echaba una buena siesta.

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