jueves, 30 de junio de 2011

Los faros

¿Qué habrías hecho tú? ¿Negarte? Sabes tan bien como yo que no hubieras salido vivo de aquella, que hacerse el héroe no es lo tuyo, ni lo mío, claro. Que además no sirve de nada. Habrían parado a otro, todo seguiría pasando igual a cómo pasó, pero tú serías un muerto más. Así que no, ni salí corriendo ni me enfrenté a ellos. Obedecí.

Lo peor es que, aun sabiendo que de nada habría servido poner por delante de mi supervivencia el honor y la moral, la dignidad, coño, la dignidad... porque tú y yo diferenciamos entre lo que está bien y lo que está mal, no como esos hijos de mala madre... aun sabiendo eso, decía, ya no soy el mismo. Dicen que estoy traumatizado.

Dicen que algo ha cambiado en mí, que ya ni río ni lloro, que no miro a los ojos, que hablo en voz baja y que como poco. Y yo qué sé. Son sus caras las que veo cuando me miro al espejo después de otra noche sin dormir. Son sus bocas balbuceantes las que me hablan cuando la gente me dice algo que ya no entiendo. Son sus manos sucias y temblorosas las que me agarran el brazo cuando intento llevarme la comida a la garganta. ¿Cómo voy a tragar si todo me sabe a sangre?

No me los puedo quitar de la cabeza. Eran seis. Dos mujeres. Un niño. Todos me suplicaron a través de esos enormes ojos que no lo hiciera, que les salvara. Pero cómo, joder, cómo. No podía hacer nada. Tú lo sabes, dime que lo sabes. Qué vas a saber. No estabas allí. Estaba yo solo. Y yo solo no soy nadie. Ahora menos todavía. Ahora que estoy más solo y perseguido por seis sombras sin cuerpo. Porque no sé dónde están los cuerpos. Probablemente los dejaran allí, o los quemaran, o vete tú a saber.

Ahora me doy cuenta de que lo último que vieron fue a mí. Claro. Cuando encendí las luces del camión para iluminarles, para facilitar el tiro de esos malditos ejecutores, tan borrachos y tan jóvenes que probablemente no se acuerden ya de nada, dejé en la sombra a los asesinos, pero dentro del camión, encima de los faros, frente a los que iban a morir y lo sabían, allí, en ese descampado, el que está junto a la tapia de la finca del Tuerto, dentro del camión, decía, bien visible, estaba yo. No sé qué cara estaría poniendo, creo que lloraba, no lo sé, pero esa cara es la última que vieron los fusilados aquellos. Qué habrían hecho, Señor. Nada que mereciera esa salvajada, seguro. Un niño. Y dos mujeres.

Y sí, ya sé lo que me vas a decir. Que olvide, que yo no tengo culpa de nada, que yo sólo pasaba por allí con el puto camión que ahora no me atrevo a coger. Me vas a aconsejar que me centre en mi mujer y en mi hija. Pero las estoy volviendo locas. Marta ya sólo habla de santos y mi niña, mi Carmen, no ha vuelto a abrir la boca desde que llegué a casa aquella noche.

Hace ya dos años.

Un niño. Dos mujeres.

Y ellos se reían. Se tambaleaban después de haber disparado sus fusiles de hombre en manos de críos, porque eran unos críos, te lo juro. No tendrían más de diecisiete. Les mataron y se rieron, alguno incluso se meó en los cadáveres.

Sólo después me dijeron que me fuera, y que no contara a nadie.

1 comentario:

Mixha Zizek dijo...

Excelente historia, realemnte es toda una crónica del diario. Esta historia la leí dos veces me ha gustado mucho.
Sobre todo el sentir de la voz interna y el remordimiento de la conciencia, es un relato estupendo, besos