Ahí está, en su esquina, ocupando
el espacio que le reservan todos los días. Parece poca cosa, reducida en
tamaño, pero es fácil que la vista se te vaya a ella.
No se dirige a mí. No se dirige a
nadie a quien yo conozca. Pero son muchos los que atienden sus explicaciones. Y
yo, sin ser destinatario de sus mensajes, me sigo fijando en ella. Todos los
días. Creo que estoy incluso aprendiendo a descifrarla.
Si he de ser sincero, que es una
fórmula absurda para una reflexión interna, no me había fijado en ella hasta
que la conocí, hace no tanto, en un restaurante italiano en el que no habíamos
quedado pero en el que nos encontramos. Tomamos un vino frizzante, sin saber yo
qué era eso pero luego dándomelas de entendido cuando lo sirvieron. Compartimos
una ensalada, una pizza, alguna mirada y mi sentido del humor, acorde con el de
ella. Luego fue un café, luego una cerveza, luego unos besos nerviosos y al fin
una despedida, y hasta la próxima, aunque todos dudamos de que ocurra.
Después de aquello, empecé a
buscarla, consulté sus horarios. Después de aquello, como con ella todos los
días. Ella no lo sabe.
Yo degluto y ella mueve sus manos,
exagera sílabas con la boca, comunica a los que no oyen lo que está diciendo la
presentadora del telediario. Y yo, que oigo perfecto, bajo el volumen y estudio
sus aspavientos, dándole sentido al lenguaje de signos porque es lo único que
se me sigue ofreciendo de ella. Me agarro a su manera de cortar el aire para
seguir respirándola.
Pero, en realidad, sigo comiendo
solo, en un apartamento cada vez más desordenado, y atrapar aire con los
pulmones es cada vez más complicado. No hablo, ni escucho. Es su idioma en el
que me quiero manejar.
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