No se levantaba nunca antes de las once. El despertador, infatigable, le pedía romper esa costumbre. Todas las mañanas. Siempre a las nueve. Pero Jonás no sucumbía. Estirar el brazo, silenciar el pitido, darse la vuelta, pensar que tal vez mañana sería un buen día para amanecer antes, y dejarse llevar, un par de horas más. Siempre un par de horas más.
La goma de los calzoncillos había
llegado a su límite, y estos se sostenían en su sitio desafiando a toda ley
física existente. La camiseta, blanca en un pasado no muy lejano, decorada con
un dibujo representando el ojo con pestaña postiza de Alex, el protagonista de
La naranja mecánica, llevaba tanto tiempo sin visitar la lavadora que
probablemente ya repelía el agua. Los calcetines tenían tantos agujeros que
hacía meses que no cumplían su función. El pelo, en busca y captura en
cualquier peluquería y peleado públicamente con todo tipo de peines, champús,
mascarillas y gominas, brotaba en absoluta libertad allá arriba. Si no fuera
barbilampiño, Jonás luciría una barba en la que sería posible refugiarse en
caso de que vinieran mal dadas.
Aunque llevaba años sin cocinar, la
grasa era ya parte de la vitrocerámica y el fregadero jamás estaba despejado de
platos roñosos. Sólo las tazas tenían la suerte de pegarse una ducha alguna
vez, sin casi jabón, para volver a recibir, todas las mañanas, una buena
cantidad de café. Sin leche, sin azúcar, no por gusto, sino por falta de
existencias en su nevera y armarios. Si volviese a pisar el supermercado, sería
como el retorno del hijo pródigo.
Así, con el café en soledad, la
camiseta ya adherida al cuerpo, la planta de los pies negra y la nariz ya
liberada de mocos gracias a un dedo trabajador, se sentaba todas las mañanas
frente al ordenador, de teclado pegajoso y pantalla polvorienta. Cigarro en los
labios y legañas en los ojos. Sin mails que leerse, sin noticias de interés y
conociendo ya todo el porno que sabía encontrar, aún tenía los arrestos de
abrir un nuevo documento de Word. Sorbía café, fumaba sin reparar en dónde caía
la ceniza, inventaba una nueva forma de materia al amasar la cera de sus oídos con
las excrecencias que descubría en sus fosas nasales y pensaba que hoy, sí, hoy,
volvería a escribir.
De vez en cuando echaba un ojo al móvil,
ese que llevaba tanto tiempo sin recargar que ya no estaba seguro de a qué
compañía pertenecía. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo que descolgar?
Había renunciado a buscar trabajo.
No por haber agotado todas las opciones. Como Bartleby, prefería no hacerlo. Su
subsistencia era algo que bien podría estudiarse en las mejores universidades.
Sin emolumentos, sin subsidios, sin caridad, llegaba al final del día,
irremisiblemente. Su excusa, hacia él mismo pues no tenía que rendir cuentas a
nadie más, se limitaba a un “soy escritor” que cada vez le costaba más
pronunciar, porque se lo decía en voz alta, tal vez para así darle más empaque
a sus convicciones. Si es que las tenía.
Y así llegaba el mediodía, y las
horas de la veintena, y las madrugadas, y el Word seguía virgen, el cenicero
rebosaba colillas, la nevera y la despensa veían multiplicados los arañazos y
el papel higiénico había menguado en grosor de manera imperceptible. Caía en la
cama sin haber visto ninguna película digna de recordar, sin haber leído nada
más allá de las advertencias del paquete de tabaco, y sin haber bebido más agua
que la que cabe en un vaso chato. Y, por supuesto, sin haber pulsado una sola
tecla, ni siquiera había movido el cursor del ratón.
A la mañana siguiente, el
despertador reiniciaba su vida. Sin saber que lo eran, Jonás reincidía en sus hábitos.
Hasta que, puede que fuese jueves,
se duchó, buceó en el armario hasta encontrar una camisa no demasiado arrugada,
se cepilló un poco las zapatillas y los dientes, se atusó el pelo, sonrió ante
el espejo y bajó a la calle. El portero se le quedó mirando, a la hija de la
vecina del quinto le habían salido tetas y la panadería de enfrente había
cerrado y sido sustituida por una cerrajería. No había recorrido dos calles
cuando se desmayó.
El despertador volvió a sonar al
día siguiente. Y siguió sonando hasta que, una semana después, agotó las pilas.
Jonás, atado a un suero y sin probar el tabaco, habitaba una cama de hospital y
suplicaba por una hoja y un boli. Quería escribir, ya sabía la historia.
Cuando murió a las dos semanas, su
madre puso en venta el apartamento y enterró a Jonás en el cementerio del
pueblo, ese al que él había dejado de ir hacía más de diez años. Nadie se dio
cuenta de que el móvil de Jonás había vuelto a sonar, y de que el nombre de
ella estaba en pantalla.
Ella no sabía nada. Sólo llamaba
para ver cómo iban las cosas. Si Jonás hubiera descolgado, hubiera respondido
que perfecto, que no podían ir mejor, que estaba escribiendo como loco y que
ahora ya sí, podía decirlo, estaba contento.
Pero nadie descolgó, y ella se
olvidó, y nadie visitó la tumba de Jonás ni encontró nada de lo que había
escrito, porque lo cierto es que algo sí tenía escrito, y tal vez no fuera muy
bueno, pero era de Jonás.
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