miércoles, 2 de mayo de 2018

Nunca tiraste el látigo

Las cosas no pasan porque tengan que pasar. Pasan porque hacemos que pasen. Por acción o quietud, pero es demasiado fácil sacarnos de la ecuación, responsabilizar al destino. No me toques los huevos, Paulo Coelho. Si por un lado somos capaces de crear nuestro destino pero por otro las cosas pasan porque tienen que pasar, en esa contradicción me pierdo. Suficiente perdido estoy ya. Y ya he llegado a ese punto en el que o me encuentro o, por mucho que pongáis mi cara en carteles y en el Twitter de la Guardia Civil, desaparezco. Así que no puedo en este momento creerme que sí, que si algo pasa, es porque el orden natural así lo contemplaba. Si ahuyentar a la mujer que perseguí es el orden natural de las cosas, me cago en el orden natural de las cosas. No me creo capaz de todo, no es eso, no tengo un ego tan desmedido, y menos ahora. Solo me empeño en la idea, en la fijación, de que soy responsable de lo que hago y de lo que no hago, de lo que digo y de lo que me callo, de lo que confieso y sobre lo que miento. No será sano, tiendo a flagelarme (sigo en las mismas, mi hermano celta, ya ves, el puto látigo), pero es a lo que me tengo que agarrar para confiar en que cambiarán las tornas. En que podré cambiarlas. En que haberte hecho daño es el fracaso más grande que puedo reconocer, aunque al menos queda la lección inherente a cada fiasco. Porque haberte tenido tan cerca y haber hecho lo posible por alejarte es solo cosa mía. La alineación de los planetas me la trae al pairo.

No niego que nos afecte la luna. Joder, si determina mareas, quién soy yo para negar su influjo, como si yo fuera más que un océano. Pero no es ningún satélite el que me llevó a decirte “me quiero ir”. Y me fui. Sin atender a las constelaciones a ver cuál estaba más cerca ese sábado por la mañana que fue de todo menos un sábado por la mañana. Romper un sábado es como pedir sushi en un McDonalds. No cuadra. Pero pasa. Porque hacemos que pase, porque entramos en el McDonalds.

Antes del verano paseé los ojos por el horóscopo del 20 Minutos mientras esperaba el ascensor. Por supuesto no me creo nada de ese cuento de hadas, pero eso no quita que me lo lea cada vez que doy con uno, porque que vivan los cuentos, que vivan las hadas, y que vivan las promesas que nos hacen estar más atentos. Luego lo olvido rápido, que lo de “en el trabajo serás valorado” o lo de “tu familia estará cerca estos días” pues no me dice nada. Pero aquel día no sé por qué quien redactó aquel horóscopo decidió, por una vez, ser conciso: “El 9 de agosto conocerás a alguien y te enamorarás”. El 9 de agosto. Coño, qué concreción. Así que obvié todo lo demás, pero no la fecha anunciada.

El 9 de agosto llegó y, obvio, no conocí a nadie. Me lo pasé en carretera, yendo de un pueblo a otro, esquilmando las vacaciones, como la mayor parte de mis veranos. Mi padre conduciendo y yo confirmando en el calendario del móvil que el horóscopo es lo que rellena un hueco de un periódico que vive solo de la publicidad.

A los dos días fue cuando la conocí. Que ya sabía quién era, pero no nos conocíamos más allá de “soy el hijo de” y tú “familia de”. En ese mismo momento, con aquel 20 Minutos relegado al olvido, te quise. Antes, cuando sabía quién eras pero no te conocía, alimentabas mi imaginación y tu imagen en bañador motivó que mi derecha se aferrara a mi polla. Aquel día, tu conversación, tus ideas, tu pasado, conocerte al fin, cegó la vista y alumbró el deseo de besarte todas las mañanas.

Fue el 19 de agosto cuando rindió fortaleza, cuando me dejó entrar en sus dominios, cuando me permitió ser parte de ella, cuando a la mañana siguiente nos besamos tras yo ser lo primero que veías en el nuevo día, tras ser tú mi primera visión un 20 de agosto, tras haber follado como ni podía imaginarme cuando los dedos de mi diestra abrazaban esa polla que también estabas conociendo. Quien escribiese aquellas líneas bajo el título “Libra” no se creería lo que estaba escribiendo, pero conmigo solo falló por diez días. O lo mismo quiso poner “19 de agosto” y por espacio o por errata el uno voló. El caso es que lo predicho parecía darse. El destino me movía. Ja.

Hoy, ocho meses después, escribo esto para cagarme en el destino, pero sobre todo, para, claro, sacar el látigo. Porque aunque la experiencia sirve de armadura, el fin de una relación siempre lo vives de nuevas. Tal vez el pasado te ayude a asimilarlo mejor. Pero lo vivido en realidad no sirve cuando te vas a la cama y aun la hueles y miras al gato y ves que él también sabe. Que él también la echa de menos. Que él también te culpa. Se irá el olor de la almohada. Se irán sus frases. Se irá su risa. Se irán sus enfados. Se irán sus mejillas como hogazas de pan recién hecho. Se irá su trenza. Pero seguirás oliéndola, escuchándola, mirándola. Al menos durante un tiempo.

El tiempo que tarde en recomponerme y entender que, oye, lo mismo las cosas pasan porque tienen que pasar.

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