sábado, 19 de mayo de 2018

Ni conmigo ni sin ti

Descalzarte en el césped en los últimos días de primavera, esos que prometen verano, la única estación que espanta la nostalgia. Plantar el talón, encoger los dedos y arrancar hierba como si fuera una misión encomendada. Verte hacer lo mismo pero entre sábanas.

Hacer la cama al levantarte, cada mañana. Deshacerla contigo, cada mañana. Encontrártela hecha por las noches. Encontrarte en ella por las noches. Repetir cada día. Cada noche. Hacer de esa rutina la aventura más loca jamás contada.

El primer trago de una caña bien tirada. Violar la primera capa de espuma. Ninguna cerveza de las que pueden venir después podrá equipararse con ese engullir inaugural. Uno que empiezas a paladear cuando asoma el camarero, transportando ámbar que harás desaparecer. Que apartes la silla libre de mi mesa y asientas al camarero y eso ya es suficiente comunicación.

Escribir sin saber sobre qué y de repente, plasmar esa frase. Esa frase que te hace detenerte, releerte, amarte. A ti también, porque cada frase que me hincha el ego te la debo, porque me lo desinflas a cada rato.

La mezcla de idiomas en el Retiro un domingo por la tarde. No entender nada de lo que dicen, pero saber, sin atisbo de duda, que no son reproches, ni quejas, ni críticas. Que son lindezas disfrazadas con acentos desconocidos y sílabas absurdas, pero que te hacen sonreír. Saber por qué sonreír lleva tilde. Que se la pones tú.

La risa del niño echándole una carrera a la marea que le envuelve los tobillos, los manguitos apretados en sus bíceps que son de todo menos bíceps, su gorro de tela que no puede domar los rizos tras las orejas. Intentar adivinar su nombre mientras le ves en la orilla. Pensar si ese nombre te gustaría para nuestro futuro.

Oír tu voz al descolgar el teléfono haciendo desaparecer tu nombre de la pantalla de mi móvil, dando pie a un cronómetro que mide lo que hablamos, nunca lo que nos decimos.

Dejar atrás el cartel con el nombre del pueblo, a donde vuelves todos los veranos. Abrir la puerta de esa casa por primera vez y hasta el año que viene. Tal vez contigo.

Despeinarte en casa al volver de la peluquería y, entonces sí, comprobar que el corte favorece. ¿Por qué los peluqueros cortan tan bien el pelo y peinan tan mal al hombre? Despéiname sin que sea esa la acción protagonista, ya responderemos preguntas después.

Una tortuga huyendo, qué oxímoron. Como no llamarte más porque me hará bien.

Saber que yo solo me valgo, aunque contigo nada tenga precio. Y mucho menos los pequeños placeres que hacen que, al final, todo merezca la pena. Incluso la pena.

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