lunes, 28 de mayo de 2018

Los rusos llaman a mi puerta

Quiero rusos. Quiero mucho de los rusos. Quiero a Chejov y a Dostoievski. Presiento que los necesito. Que los he anhelado todos estos años. A ellos y a sus personajes sucios. A sus calles sucias. A sus esquinas vivas. Algo me dice que me han estado persiguiendo todo este tiempo y me he empeñado en despistarles. En cambiar el ritmo para perderles de vista.

O tal vez fuera yo el que buscaba seguir sus pasos, pero andaba a ciegas demasiado tiempo, perdiendo el rato leyendo cualquier cosa menos a los rusos. O directamente no leyendo. No puedes leer a los rusos obligado. Obligar a leer es un crimen. Obligarte es un suicidio, es el asesinato del arte de escribir. Porque escribir ha de implicar elegir. No puedes leer sin respirar cada párrafo. Es un insulto al que escribe y al que recibe. Y si puedes, es que no estás leyendo lo que debes. Es posible que leer malos cuentos sea parte del oficio, pero aun sigo desobedeciendo. Por eso el desenfreno ahora es zambullirme en la sencillez de los rusos, bucear en su pulcritud, entender que no hace falta mucho para decir tanto. Es Hemingway el que me ha pegado un coscorrón, un gancho de derecha, que sabía de boxeo, porque estuvo en la lucha y en la guerra y concluyó que vivir sólo puede hacerse como si fuera el último acto de amor. Cada hora. Y si Hemingway dicta sentencia, tú acatas. Y punto.

Necesito manosearlos, estrujarlos hasta conocerles como conoces tu nombre, que de tanto oírlo y no decirlo te suena extraño. Cada vez que un amigo te llama por tu nombre es porque después viene algo que requiere de la introducción de tu bautismo, tan importante suena tu nombre en boca de otros. Hay que atender a Antón y Fiodor.

Soy de yanquis, y de ingleses. Pero creo que en verdad siempre fui de rusos. Nunca digo en verdad. Tiendo a de verdad. Pero en esa frase que acabas de leer la preposición marca diferencia. En implica estar dentro. De sostiene propiedad.

Intuyo que tienen mucho que decirme, que han estado esperando 36 años para susurrarme lo que ellos saben y me exijo aprender. Han aguardado más de trece mil días hasta la llegada de esta noche, en la que París era una fiesta y yo lo desconocía como no sabía que ya han pasado más de trece mil días. Esta noche, al fin, resoplan y sonríen. Como a un alcohólico, no le puedes decir cuándo. El enfermo es el único con capacidad de sanarse. Además, que Chejov era médico. ¿No es increíble cuando todo cobra sentido, como la profesión de un ruso muerto?

No tengo más tarea que encontrar a los rusos y devorarlos. Tengo tanta hambre. Y con hambre no se puede correr, llegan mareos. Aminoro pues el paso, obediente de mis tripas, que rugen entre mis orejas, pues mi anatomía no es nada en comparación con la intuición, tan seca tantas jornadas. Ando, digo, para que me alcancen esos cadáveres rusos. Esta noche me acostaré con el agotamiento del jornalero. Soñaré oscuro, como los rusos.

Es obvio que tenía que escribir esto. Para abrirles la puerta a Antón y a Fiodor, que buscaban brindarme su amistad, tutearme, y yo no me daba cuenta, porque era sordo. Han llamado al timbre y ya sólo queda que se sienten a mi mesa y beban cerveza negra y me dejen mirarles hasta que huyan incómodos, dejando tras de sí la estela de la inspiración con la que ya me han drogado, aun cuando no han llegado.

¡Rusos! ¡Dadme rusos!

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