domingo, 25 de febrero de 2018

El descenso

Empiezas fuerte. No vas del todo bien equipado, el abrigo que has llevado es demasiado pesado. Pero tienes las botas de montaña, tienes los pantalones térmicos, tienes incluso el gorro de lana, que al poco te sobra. Mantienes un ritmo que no se corresponde con el tiempo que llevas sin ir al monte. Qué coño, con el tiempo que llevas sin abandonar el asfalto y ese aire que se te pega a los bronquios, lleno de humo, alquitrán, desidia. Así que al poco el corazón bombea pidiendo auxilio, el oxígeno no sabe dónde ir y las manos se apoyan en tus muslos a cada paso hacia arriba. Entiendes que, por muchas montañas que subieras hace años, de nada sirve, eso no es experiencia, es solo recuerdo, distorsionado porque ya no eres el de entonces, ni esa montaña es como cualquiera de las que subiste cuando creías que podías, y podías. De qué sirven las películas sobre alpinismo, de qué sirve temblar leyendo Mal de altura, de qué sirve no perderte ninguna noticia sobre himalayistas heróicos. De qué sirve, si solo estás en una montaña de tu comunidad, a 30 kilómetros de casa, y te sientes más perdido que cuando tenías que elegir carrera. De qué sirve si tienes atrofiados los músculos de no ejercirtarlos. El corazón es un músculo, imbécil.

Aminoras. No es tan duro el ascenso, pero es que tú eres menos duro aún, reconócetelo, no pasa nada. Encuentra tu rimo. Sigue. Y sigues, tardando más de lo estipulado, como si prever significase algo. Lo que significa es que llegues, cuando sea. Porque es lo que quieres, aquí, ahora, para eso has venido, para hollar la cima, resoplar, sentirte pleno por una puta vez.

Allí arriba, junto a una cruz que no sabes qué significa, ves tu ciudad, tu comarca. Ves un monte que se abrasó hace diez años, que en realidad solo conoces por aquella noticia, y porque coincidió con una Vuelta a España y recuerdas el pelotón surcando una carretera rodeada de ceniza, ceniza que ya no queda. Miras hacia abajo, ves que no era para tanto, que solo es que estás desentrenado y que te creías más de lo que eras. Nadie se olvida de trepar. Solo se olvida de sus límites, por no probarlos. Comes el bocata, bebes agua, te echas ese cigarro que has odiado mientras exhalabas pánico no hace tanto. Te sonríes, te felicitas, te perdonas.

Y empiezas a bajar, tranquilo. Esto es mucho más fácil. El camino es el mismo.

Trotas por la trocha. Tienes que venir más al campo, darle esquinazo a la rutina, un fin de semana está para eso, no para ser repetición del mismo viernes, sábado y domingo de hace siete días. Cada fin de semana debería ser una promesa. Eres joven para verlos como un descanso. Un fin de semana solo puede ser dos días y medio de soltar amarras, de probar cosas nuevas, de visitar a esos a los que ya no coges el teléfono, de exprimir cada segundo que pasas con ella y que lo que salga sea de todo menos lágrimas y mocos.

Y de repente te das cuenta de que ese no era el camino por el que casi vomitas mientras subías. Por ahí no has ido. Has dejado volar la cabeza y tus pies han puesto el piloto automático hacia vete tú a saber dónde. Si eres un puto inexperto, qué poco cuidado has tenido. No sabes a dónde tirar. Será por ese sendero de la izquierda. Tal vez entre las hayas de la derecha. Quién coño plantó aquí hayas para reforestar un incendio de pinos. Son las seis y media pasadas y empieza a atardecer y no tienes ni puta idea de dónde estás, de qué has hecho para llegar ahí, de en qué momento te has desviado, tú que por un momento creías que sabías lo que hacías. Como si haber subido a alguna montaña hace años te diera alguna capacidad, alguna sabiduría. Eres como un puto electricista en una barca de remos. Ves el pueblo allá abajo. Tirar en línea recta monte a través, eso concluyes como escapatoria segura, porque elegir un camino es lanzar una moneda al aire. Así que resoplas y tiras por donde no hay senda. Por donde no pasa la gente. Por donde nunca volverás a pisar.

Te cruzas con un rebaño de vacas pardas, y te parece buena señal. De alguna forma habrán llegado, y este no es el sitio donde las guardan. Siempre te ha llamado la atención como estos enormes animales miran a un humano en medio del campo. Sus ojos de mirada neutra parecen decir “qué coño haces aquí”, y te parecen sabias esas putas vacas que en realidad son estúpidas porque son poderosas y no lo saben, se ahuyentan con nada cuando si te embistieran no tendrías nada que hacer. No se creen lo que pueden hacer y pastar es todo lo que desean. Tal vez tengan razón, ellas al menos saben hasta dónde pueden llegar. Tú en cambio te has perdido en un monte al que suben familias con niños de edad de un dígito.

Llegas a una urbanización y te tranquilizan las farolas y los buzones y los coches aparcados porque te reconoces en ese entorno que desprecias de lunes a viernes. Preguntas por la calle en la que has aparcado justo cuando se encienden las bombillas de esas farolas que te reconfortan. Te has librado, te dices. Miras hacia arriba, por donde has conseguido bajar. Te parece ver a esa vaca de antes, te parece que se ríe de ti. Te tocas la ropa y la tienes llena de savia de jara pringosa. Raspones en las manos y una zarza atrapada entre los cordones de esas botas que te compraste en un centro comercial y que has usado no más de cinco veces.

Porque habrás subido cinco veces a la montaña, pero hace tanto que el camino ha cambiado y que es como volver a empezar. Cada ascenso será el primero, hasta que estés preparado y sepas reconocerte. Entonces, quizá entonces, puedas subir a la montaña y coger el ritmo bueno, hacer de la subida un placer y del descenso un reconocimiento. Entender que llegar a lo alto no es lo jodido. Lo que cuenta es saber lo que haces, hacerlo. Entonces, solo entonces, podrás decir que sabes estar en el monte. Y estar con ella.

Te montas en el coche, enciendes el motor y antes de quitar el freno de mano, te pones a llorar. Y entonces, porque eres egoísta, la llamas.

Al quitar el freno de mano es noche cerrada y tienes la boca seca.

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