domingo, 29 de julio de 2018

La falda

Era blanca con rayas rojas diagonales. Tenía vuelo, dos pliegues a los lados y un volante al final. La primera vez que se la vi puesta a Andrea supe que era para mí. A ella le quedaba justo por encima de las rodillas, y cuando andaba, la falda bailaba, como la bandera de un mástil en alta mar. Cada vez que ella avanzaba el pie derecho, la tela se henchía orgullosa, flamenca, y ocupaba aire a ese mismo lado. Y luego a la izquierda. Y derecha. Recuerdo que la veía salir de casa con la falda puesta y pensaba que mi hermana mayor era una sinfonía de cintura para abajo. Además, como siempre ha sido muy morena de piel, el blanco contrastaba con sus piernas largas y delgadas y el rojo de las rayas adelantaba el color de las uñas de sus pies. Yo no tenía edad para que Andrea reparara demasiado en mí, y menos cuando salía ella de casa en busca de sus amigas o de un nuevo novio de verano, así que yo creo que no se daba cuenta de lo que me podía llegar a hipnotizar el vuelo de su falda blanca con rayas rojas diagonales.

Así que, sí, como era de esperar, un día en que osó ponerse otra prenda, no sé si serían incluso pantalones, me colé en su cuarto, abrí el armario, saqué la falda y la extendí en su cama. Tendría yo ocho años, con lo que, ya se sabe, el tiempo a esa edad no responde a segunderos. No sé cuánto estuve ahí contemplando la falda. A mí posiblemente me parecieron minutos, y lo mismo fue un instante. Con ocho años no hay tiempo que perder, ni que ganar. Los días de verano son eternos y las noches no las vives. Así que allí estaba yo, soñando con bailar, con escenarios llenos de aplausos, con mi cara y mi nombre en los carteles de las taquillas. Mirando esa falda veía mi futuro. Me río ahora, porque ahora sé, claro, que con ocho años el futuro cambia por momentos, primero quieres ser artista, luego lo mismo quieres tener un huerto, al rato se te ocurre que no hay vida mejor que una dedicada a los animales, o que lo único que merece la pena en la vida es cocinar. Pero en aquel momento, en el cuarto de Andrea, una tarde de agosto, con mis padres echados la siesta y mi hermana adolescente fumando a escondidas con sus amigas y hablando de chicos y verbenas, yo lo que vislumbraba era una vida de ensayos, público, tablas y versos. Para eso había nacido y esa falda era sólo el principio. La alisé, la olí, repasé el volante con la punta de los dedos. Era como la piel ondulada de Castilla, como dice el himno de mi pueblo. Tuve tan claro que yo estaba en el mundo para vestirla como nadie, nadie, iba a ser capaz nunca de lucirla. “Y el premio a mejor artista del mundo es para…”. “Con todos ustedes,…”. Y en mi cabeza resonaban los vítores, la ansiedad de una platea que llevaba esperando aquella actuación meses, el nerviosismo de la orquesta, las bambalinas ahogadas en admiración hacia lo que iba a ocurrir. Hacia lo que yo iba a hacer. Iba a ser lo más grande que nadie podría ver en un escenario. Revistas llenas de elogios, entradas agotadas, hoteles, aviones, fans… pero sobre todo, yo, con un maquillaje sutil, una falda blanca y de rayas rojas diagonales y los pies dibujando milagros y mi voz llevando al éxtasis a todas las orejas afortunadas.

Me puse la falda. Me vencí a ella, a mi intuición. Me miré en el espejo del armario de Andrea. Me puse de puntillas, giré sobre los talones. La falda parecía haber sido fabricada para ese momento, para dividir mi cuerpo, bajo ella mis piernas girando y sobre ella mi tripa y mi pecho tatuados con orgullo. Giré y giré, salté, y me eché a reír. Me paré al fin, con la boca abierta y los ojos como océanos en calma. Respiraba agitado, no sé si cansado de bailar y soñar o por puro nerviosismo. Algo me decía, una especie de aviso agudo en mi cabeza, que aquello no era lo correcto. No podía saber qué era, pero llenaba la habitación, había menos aire. Baloo, el oso de peluche de Andrea, parecía mirarme asustado, y sus amigas presentes en las fotos de su pizarra de corcho negaban con la cabeza y cuchicheaban entre ellas. No hace falta que los mayores te prohíban o censuren algo para que en tu interior percibas que no cuadra. Será instinto. Pero me sentía tan completo con aquella falda, tan destinado a ella y ella a mí, que esa reprimenda disuasoria se quedaba afónica. No me sentía culpable, ni protagonista de una travesura, aquello no podía estar mal. ¿Cómo iba a ser dañino lo que tanto me colmaba? Me concentré en la imagen del espejo, en la falda blanca con rayas rojas diagonales, con sus dos pliegues laterales y su volante, y acallé aquella voz de vieja de pueblo que me censuraba. Las críticas provienen del miedo, y yo no sentía miedo. Durante años había experimentado un vacío que durante ese rato en la habitación de Andrea, con la falda puesta, había desaparecido. Aquello me llenaba de sentido. Aquello era yo.

Levanté la vista y vi a mi padre reflejado en el espejo detrás de mí. La sonrisa se volatilizó de mi cara. Aquello estaba mal. Muy mal. Temblé y perdí el color de la cara. Mi padre, despeinado y sin camiseta, frotándose los ojos y con la boca abierta, me ordenó quitarme la falda con un grito, se le hinchó la vena del cuello, me zarandeó cogiéndome de un brazo y exclamando que los niños no se visten con faldas. Esto es una aberración, escupió. Me acordaré siempre de esa palabra, aberración, que no sabía entonces qué significaba pero desde luego sonaba horrible.

Sé que ya no voy a cantar y bailar en un escenario. Hiciese lo que hiciese yo a partir de entonces, la decepción de mi padre nunca cicatrizó. Y con ella se murió ayer, conectado a su respirador y con su único hijo a los pies de la cama, pensando en una falda que nunca más se puso y perdonándole.

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