lunes, 9 de julio de 2018

La pelea

Es como si le oyeras pensar. Porque le oyes pensar. Y piensa mal de ti. Piensa que no vales, que eres un proyecto inconcluso, que no llegarás a ser el hombre que imaginaste de niño. Cree que nada de lo que te propones lo culminas, que eres experto en dejarlo todo a medias. Está convencido de que has perdido más de lo que has ganado, mucho más. ¿Es que acaso has ganado algo, alguna vez?, te pregunta, riéndose. ¿Es que acaso has ganado a alguien?, se burla.

No ofende quien quiere, sino quien puede. Y estás permitiendo que pueda. Diríase incluso que quieres. Esta pelea, al final, te la estás buscando, por no saber alejarte, por no aprender a olvidar, por no perdonar. Hace tiempo que ni te perdonas. Así que no te vas, te quedas frente a él, apretando fuerte los dientes, hasta que te duele la mandíbula. Porque pase lo que pase, no te va a saltar los dientes. Los puños los tienes cerrados desde hace rato. Te vas a liar a hostias, no te concedes otra salida. De repente, te has puesto en guardia. Un poco ladeado, las piernas ligeramente combadas, la izquierda un poco adelantada, el pie derecho apuntando al noreste. El puño derecho pegado a tu mejilla, con el codo pegado al lumbar. La mano izquierda igualmente cerrada, pero un poco más apartada de la cara, midiendo. Te oyes respirar. Procuras hacerlo más despacio, pero no más flojo. Llenas los pulmones por la nariz, los ojos fijos en él, no eres consciente de lo poco que parpadeas y las pupilas ocupan todo tu iris. En tus ojos, en ese momento, todo es negro. Nada se mueve sin que lo percibas. Su pecho inflándose, sus labios ya cerrados, su posición de diestro.

Ya no piensas en qué te ha hecho, en cómo has llegado hasta ahí. Si has sido tú el que ha provocado, no eres consciente. Notas una gota de sudor haciendo rapel junto a tu oreja derecha. Pero no hace calor, no notas la temperatura, podrías ahora mismo estar desnudo en la Antártida y esa gota de sudor haría también su recorrido, surcándote el perfil antes de desaparecer, porque todo lo que era se ha ido quedando en tu piel, un reguero de asco, de odio, aunque desconoces hacia qué. No, no te mientas, no lo desconoces.

Por la mañana ya te dolía la cabeza. Remoloneaste tanto en la cama que sólo quedaba tiempo para saltar a los pantalones, agarrar cualquier camiseta, ponerte calcetines desemparejados y las zapatillas desgastadas que no te atas. Otro día sin ducharte. Otro día sin desayunar. En el trabajo has pasado las horas queriendo estar en cualquier otro sitio. Sandra te molestaba cada vez que te preguntaba algo, el cliente cada día sabe menos lo que le conviene, y Antonio podría haberse quedado en casa, que el resultado hubiera sido el mismo. A las tres en punto has apagado el ordenador sin salir de Windows, has desplazado la silla hacia atrás, y antes de que se dieran cuenta, ya fumabas de camino a casa arrastrando los pies. Has descongelado un arroz que te ha sabido a nada, te has tomado dos paracetamoles de un gramo para intentar asesinar a los obreros que querían remodelar tu cabeza armados de taladros y sierras, y has pensado en todo lo que no harás mañana, en todo lo que dejarás sin acabar, en el sueño que te entrará a media mañana por haberte pasado media noche en vela, fumando a oscuras y repasando los últimos tres años.

Sueltas por fin el puñetazo. Siempre golpea primero, dicen los que saben. Has medido bien, el golpe ha llegado justo en el momento en el que el brazo habría quedado completamente extendido. Cuando vayas a pegarle a alguien, la idea es que el puñetazo le atravesaría la cabeza si fuera posible. Has inclinado el cuerpo como te enseñaron, has pivotado sobre la pierna derecha, la de apoyo, y la izquierda bien fijada en el suelo, y no has separado en ningún momento la diestra de la mejilla, por si te devuelven el golpe aprovechando que al atacar, tal vez no defiendas. Has lanzado el directo de izquierda desde la cadera y tu brazo se ha convertido en hormigón mientras volaba hacia la cara de ese que ya no ves. Porque has impactado tan fuerte en el espejo que lo has roto, te has rajado los nudillos, y te has quedado mirando tu imagen resquebrajada. Por mucho boxeo que practicases, nunca te habías peleado, y ahora que has pegado el primer golpe, sabes que él único derrotado sigues siendo tú.

Al salir del baño con la mano envuelta en una toalla, te has sentado en el sofá y te has acordado de lo que querías ser de niño. Tú, pero no así.

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