lunes, 16 de julio de 2018

Todo menos quedarte quieto

No lo van a entender. Tampoco se lo vas a explicar. Cuando sientes unas ganas irrefrenables de llorar, ¿para qué contarlo, si lo único que puedes hacer es justamente eso, llorar? Puede incluso que ni tú tengas claro los motivos por los que se te anegan los ojos, por los que las pestañas ya no hacen de presa y tus dos pantanos se desbordan, te inundan las mejillas, la riada escala la pendiente de tus labios y va a parar a la poza que es tu boca. ¿Cómo informar de lo que ocurre si ya ni haces por teorizar para buscar razones?

El dique se ha vuelto de barro y así no hay forma de mantener seco ningún valle, de mojarlo según convenga. Lo que eran nubecillas se han vuelto negras, se han unido y braman con la fuerza de cien toros salvajes. La tormenta. No eres Zeus, no hay nada que puedas hacer más que dejar que pase, es de esperar que en algún momento escampe. Todos los días sale el sol, aunque algunos no lo veas. El tiempo está loco, dicen. Pero locos estamos todos.

Sabes que ha sido verla. Sabes que ha sido la añoranza de lo que pisoteaste y el deseo de recomponer. Pero también sabes que no ha sido sólo eso. Es algo más. Verla en realidad te ha hecho comprender que pasó lo que tenía que pasar, por mucho que tu ego quiera discutirlo. Que ella está bien, y por lo tanto, si tanto te importa, eso debería ser suficiente para tú compartir su ilusión y su alegría por lo que hace, por lo que va a hacer, por lo que sueña, por lo que cumple, por lo que obtiene, por lo que le es concedido. Todo se lo merece. Y tú tienes la suerte de ser parte, de alguna manera. No es importante que no lo seas de la forma que añoras. ¡Cállate, ego! Lo importante es su sonrisa y su sincera querencia a compartirla contigo. Sabes que ha sido verla. Pero no quieres dejar de verla, y si eso implica llorar tres días, así sea. Que más pronto que tarde serán sólo dos. Luego será uno. Y luego volverá la sequía. Que es verano, y el tiempo en realidad no está tan loco. Sólo se reajusta. Como los relojes. Hay que saber ponerlos en hora, pero no por ello esperar que al cabo de un año no se adelanten o atrasen. La invariabilidad es el único desastre. Todo lo que vives al menos lo vives. Ya no contemplas refugiado en un salón. Ahora participas, y tal vez llegará el momento en que aprendas a dominar las reglas del juego. Nada que ganar. Nada que perder. Sólo a ti mismo, y la única derrota es quedarte mirando por la ventana.

Te has roto todos los huesos y antes de volver a correr, necesitas rehabilitación. Pero, recuerda, para romperse todos los huesos primero hay que arriesgarse a rompérselos. Puedes quedarte tumbado y así no habrá fractura. Has optado por lanzarte de cabeza sin medir el nivel del agua, descender por un barranco sin cerciorarte del amarre, saltar en paracaídas sin revisar el equipo. Has volado. ¿Qué más quieres?

Porque no, no ha sido sólo verla. En realidad, más ha influido verte. Sin espejos. En acción. Movimiento es vida. Has querido bailar sin saberte la canción, aunque te sonaba la música. El silencio sí lo reconoces, y sabes que no lo quieres. No hablas de calma, recuerda, hablas de silencio, de vacío. Para reconocer la calma y disfrutarla primero has de verte rodeado por hordas de bestias, y todas se llaman como tú. Salir de ahí sangrando tiene la recompensa de las sábanas blancas.

Llevabas tanto tiempo sin reconocerte que ya no tropezabas. Y te levantas.

Todo llega, y para ello, tienes que ir.

Y los que preguntan es porque no saben, y si no saben es porque no pueden, y si no pueden, no se lo reproches. Te acompañan pasajeros que invitas al viaje, el resto ven pasar el tren y tienen curiosidad por saber a dónde va. Como si el destino importara. Pero para la gente importa, porque todo tiene que tener sentido, y tú no eres nadie para sacarles del error. Por eso dirán cosas como “tú vales más”, “no sabe lo que se pierde”, “un clavo quita otro clavo”, o “no merece la pena”. Como si todo tuviera un precio, como si perder fuera una opción, como si fueras un martillo, como si para la pena hubiera que hacer méritos. Da igual. Si lo que les empuja a decirte eso es el cariño y el ansia de animarte. Pero es tu ánima, de ti depende. Su cariño en realidad te recuerda que tienes todo el derecho del mundo a estar triste. Que no lo quieran ver es porque ojos que no sienten, corazón que no ve. Sonríe. Asiente. Y llora. Al final, son tus ojos, y tus huevos, y tu pecho. Y ahí, desde donde todo se ve, y por tanto todo se siente, sólo se sube quien tiene billete, billete que tú regalas. Y las plazas son limitadas, en un tren que tú no manejas pero no descarrila, ahora que al fin vienen curvas después de cruzar una estepa que creaste no hace tanto.

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