lunes, 2 de julio de 2018

Cordones

Se te desatan los cordones a cada poco. No te los pisas, no tropiezas, pero te das cuenta porque ya no miras siempre para adelante, ya no estudias continuamente los tejados de Madrid, esos que sostienen gárgolas, que visten grandes relojes, o se engalanan con campanas, o tienen por sombrero estatuas de bronce de caballos encabritados. Ya no atiendes a los balcones que ahora son arcoíris y que nunca están cerrados, cuando hace dos meses estaban desnudos y los cristales reflejaban nubes. No intentas adivinar las plantas que los habitan ni lees los anuncios atados a sus barrotes. Ahora vas mirando hacia abajo, y así es como ves el cordón bailar cuando levantas el pie, estirarse en cuanto lo asientas.

No te detienes y te agachas en el mismo momento en que te percatas. Le concedes unos metros más al frenesí del cordón, que se ensucia, que despega, que se arrastra, que salta, que se desploma, que se levanta. Y al fin paras. Doblas la rodilla que precede al gemelo y al tobillo y al pie y a la zapatilla que se rebela, que no quiere encorsetarse, que desea expandirse, darle espacio al pie. Deshacerse. Practicas el nudo que te enseñó tu padre cuando eras aún más pequeño y te veía torpe para hacer el oval que hacen todos. Te atas los cordones como no has visto a nadie hacerlo. Los demás se lo atan raro, dibujan una O, hacen una vuelta, no lo entiendes. Nunca aprendiste. Así que tu padre te mostró una forma más simple. Siempre hay una alternativa. Y con ella te quedaste. Te sirvió. Aunque ahora el cordón se te desate a cada poco y pienses en el doble nudo que no haces porque entonces quedaría una maraña exagerada, y eso no se estila en tu mundo Puma. Te yergues. Sigues.

Piensas que no significa. Te vas a encender un cigarro, que extraes de un paquete duro de Lucky con el mismo interés con el que mueves el ratón del ordenador de la oficina cada mañana para despertar al disco duro. El mechero se mofa en tu cara, escupe la piedra en cuanto giras la rueda, una piedra lijada y ya minúscula. Chasqueas la lengua, rebuscas en los bolsillos, no vaya a ser que por ahí se esconda un mechero que no te pertenece y que alguien, en algún sitio, estará echando de menos y culpándote. Pero nada, ha tenido suerte, la que tú perdiste. Buscas con la mirada alguien que te sacie, que te prenda, que sea capaz de producirte humo, que encienda lo que tus labios aprietan y que consumirás en menos de cuatro minutos, con caladas largas. Te cruzas con la chica más guapa de la ciudad, pero para ti sólo es alguien, porque es verano en Madrid y tus ojos se empeñan en ver nevar. Habla por teléfono y al acercarte con nicotina colgando de tu boca, adivina, y al adivinar, busca en su bolso, abandonando el móvil entre la mejilla y el hombro, un “un momento” musitado a su novio que le está explicando por qué no pueden quedar hoy, y un mechero igual al tuyo que se materializa de las profundidades de Misako, que haces funcionar al segundo intento, que devuelves con un “gracias” que ni tú lo oyes, que vuelve a caer en el fondo del bolso de tela, pero no al mismo sitio en el que estaba antes, porque ahora el bolso va algo más lleno, de rabia, de pena, de excusas dichas por teléfono.

Nunca echas el humo por la nariz ni haces aros grises. Tragas bocanadas de ingredientes invisibles, agarras el filtro con el pulgar y el anular, el índice inquieto cubriendo el naranja moteado que chupas. No recuerdas la cara de la mujer que ha hecho posible que estés fumando en ese instante, esa que cuelga un Samsung 8 y suspira. Y a los tres minutos y cuarenta y siete segundos, con el mismo pulgar y el mismo anular impulsas lo que antes media ocho centímetros y ahora es más basura, y ves su vuelo, sus giros en el aire, bailarina de algodón vestida de marrón claro, porque no aprecias los colores en toda su gama. Y al rebotar contra el suelo, te das cuenta.

Se te desatan los cordones a cada poco.

Te rascas la cabeza. Te sonríes para disfrazar la incomprensión, o más bien, deja de engañarte, para ocultar el significado que sí le das. Otra persona pensaría únicamente que se le desatan los cordones a cada poco. Tú no. Tú no puedes. Y por eso, justo por eso, es por lo que escribes. Porque no estás contando que se te desata el cordón a cada poco. Estás contándolo todo, desde lo que piensas hasta lo que sientes, lo que añoras y lo que tienes, lo que deseas y lo que no puedes tener.

Así que te agachas, la rodilla te hace de bisagra, y esta vez, mientras te haces un doble nudo, miras al frente, con ganas de llegar a casa, leer, dormir, y que deje de ser lunes de una maldita vez.

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