viernes, 29 de junio de 2018

Caramelos

No sé chupar un caramelo. Sólo aguanta un minuto sobre mi lengua antes de pasar a quedar atrapado entre mis muelas. El sabor dura hasta que lo parto, lo hago añicos en mi boca, mastico sin gozar el dulce, empiezo a tragar virutas de azúcar y, de repente, tengo la boca vacía y ganas de beber. En realidad, nunca fui aficionado a los caramelos. Me los meto en la boca por inercia, por mantener la lengua ocupada, por quitarles el envoltorio y oír el crepitar del plástico, que luego doblo con ahínco en busca de la simetría perfecta. Me entretengo más en el continente que en el contenido.

Y luego viene otro caramelo.

Hasta que ya no hay más. Y entonces, sediento, engullo agua hasta hincharme el estómago y la vejiga, y ya no queda atisbo de sabor alguno en el paladar, y lo que restan son las ganas de mear. Al tirar de la cadena me voy con el remolino, bajo la tapa para no verme perderme, y vuelvo al sofá a madurar lo que no tengo. Tú. Los caramelos. Y los plásticos que tiré a la basura de camino al baño.

Quise chuparte, pero terminaste destrozada entre mis muelas porque me puede el ansia de morder. Sabías a fresa, percibía el ácido de la manzana, disfruté la amargura del limón, y procuré desvelar tus misterios, esos sabores que no reconozco porque nunca fui buen catador. Por mucho que me lave los dientes, que revolucione el cepillo eléctrico, me quedan restos incrustados en las muelas. Los toco con la uña del meñique, no consigo arrancarlos. Los repaso con la lengua.

No puedo vivirte. Pensarte me duele. No consigo matar el deseo de tenerte como tú no quieres estar. No sé todavía mirarte sin que se me refleje el pasado, sin que vislumbre un futuro que no te sale ofrecerme, y así el presente se me atraganta como ese caramelo que ya ni muerdo, que dejo pasar a la garganta sin un mal masticar. Así que el único remedio es no verte, tal vez algún día pueda dejar de imaginarte. Llegará el momento en que consiga perdonarme, pero hoy por hoy, me frustra quererte. Me hunde quedarme sin el caramelo que me regalaste, que cogí con la misma fuerza con la que lo cagué, confuso como el niño al que le dicen eso no se toca. Y él, obvio, toca cuando no le miran.

Desde que abrí la bolsa de chucherías supe que esas eran exactamente las que yo quería. De todas las que había en la tienda, eran esas o ninguna. Lo tuve claro. Pero llegó noviembre y cerraron las heladerías. Me refugié en la comodidad de pensar que aquella bolsita duraría hasta la primavera, olvidada en un bolsillo de pantalón corto. Y cuando llegó abril, caduqué, permití que se derritieran los caramelos, eche los pantalones a la lavadora sin voltear los bolsillos. Y en mayo te perdí. Por no haber hecho lo suficiente para saborearte, despacio, un lametazo tras otro, arrancarte cada gusto. Y ahora busco no saberte para no acordarme de lo mal que lo hice cuando me fui dejándolo a medias. Sin convicción, pero enfadado, como ese niño. Hago por no soñarte para no revivir el error de no haberme dado cuenta de que eras todos los sabores, salados, dulces, picantes, calientes, fríos, maduros, frescos, verdes, intensos y longevos. Taninos y regustos. Ahora sólo me queda recuperar el hambre y concederme la tregua necesaria para sentarme de nuevo a la mesa, probar los aperitivos y mirarte ocupar la barra del mismo restaurante. Y sonreírte - sonreírme - por verte bien. Por verme mejor. De momento deambulo sin ganas de comer, porque lo que quiero probar ya no lo tengo, lo abandoné, lo dejé a la mesa para que lo retirara un camarero con más tino que yo.

Algún día aprenderé a comer caramelos. A dejar de quererte. A perdonarme. Recuperarme, y quizá, no, olvídalo, pero puede, por qué no, quién sabe... recuperarte. No. Primero aprender. A comer. Caramelos. Pero sólo aquellos como los que venían en un paquete con tu nombre de seis letras.

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