miércoles, 6 de junio de 2018

Sísifo, hasta cuándo

Sé que no me apetece. Sé que ya no lo disfruto. Bueno, como si supiera qué hostias es disfrutar. Pero es que le veo y me propone y no me resisto. Lo busco. Y después, cuando se va, me dejo llorar.

Otra vez. No puedo más.

Mentira. Sí puedo. Porque lo sigo haciendo. Hay que ser gilipollas. No, no me digáis que no.

Os lo cuento porque sé que podéis entenderme. Tal vez os hayáis visto en la misma situación. En ese punto en el que no quieres, pero no sabes detenerte. La negociación dura poco en mi cabeza, y siempre pierdo. Me pierdo. Ayer, duchándome a las dos de la mañana, volví a prometerme que aquella sería la última vez. Y hoy, ahora, paseo la mirada por la sala y elucubro sobre varios de vosotros. Sobre cómo sería. Sobre cómo me haríais sentir. Como si aún tuviera la capacidad de sentir. Creo que hago lo que hago porque no me permito sentir. Le tengo pánico a liberarme. Y sufro la condena. Porque esto es una condena. No han pasado ni 24 horas y ya me imagino con quién será la siguiente. La última vez. He vivido tantas últimas veces que la primera ya no existe. La primera será mañana. Y así, en bucle. Sé que no tenía que haber dejado de venir aquí, que mientras esté aquí, no caigo. Pero es que sé tantas cosas y son tan pocas las que cumplo… ¿Hasta cuándo, joder?

Esta mañana mi hija me ha vuelto a confesar que estaba despierta antes de levantarme yo, sólo para comprobar si salía del cuarto llorando otra vez. Creo que lloro todas las mañanas, y no me doy ni cuenta de que lo hago. Pero mi hija sí. No sabe por qué, ni me lo pregunta. Si lo hiciera, por supuesto la mentiría. Tal vez le hablaría de su padre, poniéndola en su contra, que aunque se lo tenga merecido, el muy hijo de puta, perdón, lo bueno que queda en mí me aprieta los dientes para que no le mente, para que le exculpe con el silencio. Y toda la culpa para mí.

No sé cuándo reconocí lo que me pasa. Dicen que sirve ser consciente. A mí me sirve para amortiguar el peso de esa culpa, pero sigue ahí. Ando encorvada por el peso de una mochila que no se ve pero con la que cargo, todos los putos días. Será una enfermedad, pero me da igual, porque yo lo que deseo lo tomo y lo que tomo no lo deseo. Estoy tan harta que… bueno, ya veis las cicatrices en mis muñecas. Y las que no se ven, porque inflarte a pastillas con una botella de ron no deja señales en el cuerpo. La garganta la tengo en llamas y el alma la tengo hecha pedazos, y ya no sé ni buscar las piezas del puzle. Un puzle de un millón de piezas que desmonté creo hace unos diez años y no he hecho ni por buscar la primera puta pieza.

Vine aquí buscando ayuda, y sé que me la dais, o mejor, me la ofrecéis, y salgo de aquí oliendo diferente, pero a los diez metros, apesto. Ese jodido hedor que hago por quitarme cada vez que me venzo y lo único que consigo es zambullirme más en él. En la misma mierda. Como cuando te frotas con una esponja recién usada o te secas con una toalla todavía húmeda, ¿sabéis la sensación? Yo diría que sí, aunque no lo sé realmente, porque cuando habláis soy toda oídos pero sólo escucho mis tripas y mi coño y mi cabeza que me chillan, asqueadas de soledad. Pues la sensación es la misma que la de lavarte en una ciénaga. La misma. Soy como el Sísifo ese. El de la piedra. Puta piedra. Me canso de empujarla, dejo que me aplaste, porque para qué, si va a volver a caer y me conozco la puta montaña de tanto subirla y bajarla. No sé quién me enseñó el mito ese. Seguro que alguien al que me follé. Que me folló. Porque yo ya no follo, me follan, me destrozan, por donde sea. Por el culo, por la boca, por el coño. Perdonadme. Me llamo Clara y soy una adicta al sexo. Gracias.

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