lunes, 4 de junio de 2018

No la toques

No la toques.

Porque es viscosa. Porque se arrastra. Porque vive bajo tierra y deambula sobre ella. Porque se contrae. Porque es una lombriz, que es lo único que es para un niño, porque para un niño las características de las cosas nunca tendrán valor, sólo importa lo que es. No asusta el tacto. Tocar es necesidad, para comprender.

Ahora, años después, tumbado en el césped notas la mucosidad rozándote el brazo y te encabritas, el corazón se acelera y cuando descubres el misterio, cuando te das cuenta de que era una lombriz, anulas tu infancia y te centras en cómo te perfilaron, para sentir asco ante algo que sólo es viscoso, sólo se arrastra, sólo vive bajo tierra y deambula por ella, sólo se contrae. Como tus años de experiencia, que dejan de ser más de treinta para ser menos de veinticinco, los últimos. No te hace daño, no te pica, no te escuece, pero te repugna. Porque te ha rozado. Como si eso fuera motivo, ahora que no eres niño y te devanas los sesos por los motivos. Los porqués, los para qué. Como si existieran ante todo lo que te pasa. Lo que te toca.

No la toques. Ódiala. Mátala si puedes, y si no, al menos apártala, tírala lejos, pero enganchándola con un palo o asiéndola con un papel que sea grueso, no quieres ni el más mínimo resquicio de baba perturbando la sequedad de tu piel. Porque así te adoctrinaron en un mundo lleno de lombrices.

El recuerdo del roce aumenta el asco, incluso tras razonarlo, impera el rechazo, tanto te han moldeado. No pones en marcha la memoria, que te haría recordar que sólo es una lombriz. En cambio, enciendes mecanismos aprehendidos, activas los resortes con los que quisieron protegerte y entre los que disiparon esos primeros años en los que todo lo tocabas, todo lo buscabas, y todo lo encontrabas.

No te manches. Las palmas sin tierra y las rodillas sin verde. Los codos sin raspones y las mejillas que ya no son mofletes, ni ya lo serán, porque según creces la mandíbula sustituye a la barbilla, las orejas se lavan por detrás y el pito es un pene. El culo llega un momento en que en realidad son dos nalgas, y las plantas de los pies se olvidan de a qué sabe el suelo.

Es inútil, por mucho que de repente asistas a tu propia lucidez y a la huida de la lombriz, que ya sólo su nombre moviliza tus defensas. Es inútil comprender que no ha lugar a una defensa si nunca hubo ataque y lo preventivo imposibilita unas consecuencias que reconoces inocuas, pero que por algún motivo – ah, los motivos, recuerda, hace sólo cuatro párrafos – no quieres.

Impoluto un día más, te metes en la cama recordando la infancia que ella te regaló y que aplastaste, con un pañuelo, por miedo, el mismo que te despierta una lombriz. Te duermes soñando con volverla a tocar, a que te roce, aunque vivas bajo tierra y deambules sobre ella.

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