viernes, 15 de junio de 2018

El assessment

- Es que el assessment hay que hacérselo también al cliente.

Es uruguaya, o argentina. No sé tanto de acentos. Pero lo que sí tengo claro es que su timbre de voz son uñas arañando la pizarra de mis meninges.

- Porque el cliente no siempre tiene la razón.

Habla tan rápido como fuerte. Me da la sensación de que se la oye en todo el convoy. De que todos la están odiando como yo. De que se gesta una lapidación de lo más justificada. Intento concentrarme en el libro. Sólo me quedan diez páginas, pero pienso en que Hemingway en esta situación también elucubraría con arrancarle las cuerdas vocales a esta pelirroja raquítica que alecciona sobre el trato a una empresa cliente.

- Porque el assessment debería ser bidireccional, ¿sabés lo que digo?

Supongo que decir ‘evaluación’ está prohibido en su mundo. Que sólo ‘assessment’ define el assessment. Sólo el inglés la autoriza ante su audicencia, que somos las decenas de viajeros, no sólo las dos barbas que están con ella, asidas ambas a la barra vertical y lisa del vagón de metro. Supongo que si no se aferrasen a ella, el huracán sudamericano las arrasaría.

Uno es gordo, mira a su alrededor, viste una camisa de manga corta azul con puntos blancos, de sus hombros cuelga una mochila y va tan despeinado que es imposible que sea casual. Es un peinado encubierto, es un estudio del caos. Que los pelos disparen cada uno a un punto cardinal no es obra del azar. No hay tanto azar. O lo mismo antes del monólogo de su compañera llevaba él la raya al lado, pero no hay gomina que resista semejante temporal.

El otro me da la espalda, lleva un jersey fino azul marino, con hombreras, tipo militar. Le atisbo barba similar que al orondo, bien recortada, y no carga mochila. Ella debe ser la coordinadora de cuentas, con su chaqueta rosa, su bolso de cuero colgando despreocupadamente de la mano derecha, que la lleva a la altura de su falda floral, todo el brazo laxo, el otro trepando por la barra, porque parece que la mano izquierda se le resbala a cada rato, como si su torrente de voz le provocara sudores a sí misma. Ronda los 45 diría yo, lleva el pelo cobrizo mal cogido por una coleta y se dirige siempre al del jersey. Él debe ser el ejecutivo de cuentas. El otro debe ser técnico de estrategia digital, y no le miran. Parece que quiere opinar, veo sus patéticos intentos, como un pez fuera del agua, boqueando sin éxito, pero es imposible encontrar un silencio que le invite, porque la verborrea de ella cubre todo espacio-tiempo, como un agujero negro, todo lo engulle y lo anula. Calla incluso a Hemingway, qué delito, y la sentencia es, obviamente, recibir 50 latigazos, que yo mismo le daría con la correa de su bolso de otra década. Es tan delgada que es inexplicable la energía que emplea en su diatriba.

- Si a vos te hacen assessment, ¿por qué no hacérselo a ellos?

Como vuelva a decir ‘assessment’ tiro de la manija de parada de emergencia. No veo otra solución. Salvémonos todos. Seré el héroe.

El gordo ignorado se muerde la uña del meñique, lo que interpreto como señal de desesperación. Me mira. Pero en realidad no percibo que implore auxilio, sufre un síndrome de Estocolmo de aúpa, se ve incapaz de liberarse o pedir ayuda, ha quedado relegado a la nada, todos los sentidos de supervivencia anulados. De todas formas, tampoco iba yo a rescatarle, porque hace cinco minutos deseaba leer y ahora sólo quiero matar. No hay compasión, todo lo ocupa la imagen de ella estampada contra la barra y el silencio. El silencio.

- Mañana hablamos vos y yo y repasamos el assessment.

Por increíble que me resulte, concluyo en un rápido oteo que soy el único que en este momento aprobaría la pena de muerte sin juicio rápido siquiera. A nadie más parece perturbarle la jirafa de coleta rebelde. No atisbo ira en el resto. Admiro su impasibilidad.

Al fondo oigo una guitarra. La mejor música de Madrid la oyes en el metro, leí una vez. Pues hoy no. Porque aquí todo es assessment.

- Además, es que nuestro assessment no tiene porqué ser positivo. Si lo hacen mal, pues lo hacen mal. Y hay que decírselo. Hacérselo saber.

Una jauría de lobos aúlla en mi cabeza. El libro hace tiempo que lo cerre, fuerte, fuerte. Si lo sigo apretando atravesaré la cubierta. La vena del cuello se me ha transformado en una boa. Pero el guitarrista resiste, cual tamborilero que guía a los soldados en la batalla cuando ya no quedan balas y no queda sino ajustar bayonetas.

- ¿Entendés? De nada sirve el assessment si luego todo va a seguir igual.

Hay gente que sigue atrapada en su móvil, o conversando con el de al lado. ¿Cómo pueden, cómo lo hacen para ignorar el berrido de becerra que inunda el subterráneo de la bulliciosa Madrid? Podría alejarme a otra parte del metro, que con los vagones estos interconectados con muelle, sin puertas, puedes recorrer entero el tren. Pero no lo hago. Primero, porque me convenzo de que se sería inútil, que su voz ya me ha infectado como una venérea, haciendo fútil huir. Y segundo porque, como en los sueños, soy incapaz de moverme. No me responden las piernas.

La llaman por teléfono. Lo saca de su chaqueta rosa y se pone a hablar. En bajo. ¡En bajo, será posible! Susurra al teléfono. Sus acompañantes callan, no aprovechan para interactuar entre ellos. ¡Corred! Como en sueños, de nuevo, no logro hablar, avisarles para que hagan suya la oportunidad, como si me hubieran cosido la boca.

Imagino que al otro lado del teléfono está ese cliente del que despotricaba antes, pero mucho ruido – tanto ruido – y pocas nueces. Cobarde. ¡Expresa ahora lo que antes compartías con todo el pasaje del metro de la línea diez! ¿Qué fue del assessment ahora, eh?

Alonso Martínez. Mi puerto. Mi salvación. Al fin me muevo, para apearme y sabiendo qué será lo primero que le cuente al psicólogo hoy. Paso junto al ciclón y le musito “el assessment” cerca de sus orejas de pendientes de perlas. Cruzo la puerta, piso el andén, sin girarme, sonriente, disfrutando de una venganza que nadie ve.

Subo las escaleras con la cara deformada por esa sonrisa malévola, me empiezo a reír mientras asciendo, y los que bajan me observan, extrañados ante la alegría tangible que me provoco yo solo. Soy el loco que sonríe y trata de contener su propia risa mientras va escaleras arriba, sin más compañía que la legión que habita en mi cabeza. Porque la felicidad en soledad llama la atención, como escribir en una Moleskine en el Retiro sobre un viaje en metro en el que no ocurrió absolutamente nada pero pasó absolutamente de todo. Sólo porque estaba allí, queriendo estar en un no-lugar y transformarlo en escenario.

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