miércoles, 3 de marzo de 2010

En la ciudad que escala montañas

Por las noches refresca en Tegucigalpa, nada que ver con las noches de Granada, León o Estelí, donde el calor sofoca a cualquier hora. Aunque en realidad en poco se parece Tegu a lo que hemos visto de Nicaragua, no tiene similitud con la fea y cochambrosa Managua. El centro de Tegu, para empezar, existe, con su plaza, sus calles peatonales, sus comercios a ambos lados de esas calles. La gente pasea, no va o viene, se respira ambiente capitalino, joven, político, incluso cultural. No es cosmopolita, porque en Honduras apenas hay turismo, pero tampoco Managua lo es, no por falta de turistas en Nicaragua, sino porque no hay nada que ver en Managua y la gente no lo visita. Tegucigalpa, hundida en un valle, rodeada de montañas por las que se extiende la ciudad como una plaga de hormigas en escalada, no es como me imaginaba.

Al entrar por la autopista se despliega un mosaico de casas en las laderas de la montaña, al estilo de las favelas que he visto en fotos y películas. La montaña muere colapsada por un enjambre de casas puestas sin orden ni concierto. Pero eso es al entrar. Luego empiezas a descender en el autobús y vas a dar a una avenida ancha y repleta de coches, donde los cláxones son la banda sonora de una vida que parece ajetreada, donde parece que el tráfico se rige por la ley del más fuerte, no hay orden y mucho menos control. Pick ups, taxis, autobuses, camiones, berlinas y utilitarios se dan codazos para avanzar en el asfalto desgastado. No hay pasos de cebra en esas calles anchas, sólo puentes peatonales por los que andas sin oír lo que te cuenta el de al lado, porque el ruido de los motores y las bocinas te envuelve y marea.

Hay edificios altos, pocos, pero los hay, irguiéndose por encima de las construcciones de dos o tres pisos como los árboles que sobreviven a un incendio, solitarios entre las cenizas. El taxista nos lleva a donde hemos quedado con ese buen samaritano que es Marlon, el contacto que hizo Tom a través de coachsurfing.com y que nos acoge en su casa... sin pedir nada a cambio, sin esperar que le convidemos a nada. Hablo con el gordo taxista sobre el golpe de Estado que el Consejo Judicial ordenó a los militares llevar a cabo por las negativas del presidente electo Zelaya a acogerse a la ley. Me cuenta que fue horrible vivirlo, pero sólo por lo amoral de todo, que él no dejó de hacer su vida. Me confiesa que él cree en el respeto, que es motor de todo lo bueno. Y empezamos a hablar de fútbol, deporte nacional en Honduras, que no sabe nada de béisbol, al contrario que el país vecino. Que si España es el mejor equipo del mundo, que ama al Barcelona, que su sueño sería verlo jugar en directo, y que poco tiene que hacer Honduras contra La Roja en el próximo mundial. Pasamos al lado del estadio nacional, que mi primer interlocutor hondureño me muestra con orgullo y que a mí me recuerda al del Rayo Vallecano, tal vez un poco más grande. Y finalmente llegamos al barrio de Miraflores, custodiado por un edificio de unas veinte plantas que es conocido como el Continental. Allí nos despedimos del taxista, que me da la mano a la voz de "hermanísimo", aunque no nos volveremos a ver, nunca.

Marlon nos ofrece un par de colchones sólo por un motivo: porque él también ha sido viajero y nos da el trato que a él le gustaría recibir en ciudad extraña. Es un tipo de 25 años, recién licenciado en odontología, una carrera que sólo termina, dice, el 2% de los que la empiezan, y donde la mayoría son mujeres. Pelo lacio y negro, labios gruesos, ojos grandes y achinados, tez pálida, andares gráciles, inglés perfecto, consciencia política, fosas nasales en las que entrarían balas de revólver y una fila de dientes que son ejemplo para sus pacientes. Es generoso, es culto y está a nuestra disposición, porque sí, porque la gente buena existe en el mundo, incluso en Tegucigalpa, a donde nadie nos recomendó venir. Hasta Hernán Cortés salió corriendo de este país cuando intentó conquistarlo antes que sus rivales colonizadores, todos vasallos de una misma corona, pero todos esclavos del dinero que querían ganar.

Vive en un apartamento de un barrio acomodado, pero no pijo, de Tegu. Su hermana comparte piso con él, y nosotros invadimos sus pocos metros cuadrados, con nuestra suciedad, nuestros macutos, nuestro cansancio y nuestras ganas de no hacer nada después de un viaje calamitoso por las montañas de la frontera, donde el autobús dijo basta a medio camino y nos vimos en medio de ninguna parte, fumando a la vera de la carretera esperando a que el conductor averiguara qué carajo le pasaba a ese supuesto autobús expreso que hace el recorrido desde la frontera a la capital en tan sólo dos horas (122 kilómetros de trayecto). Al final tardamos unas tres horas y media.

En Tegucigalpa la mayor parte de las casas tienen alambre de espino y las ventanas enrejadas. Los policías van armados hasta los dientes y, cuando paseamos cerca del Congreso, vemos a tres hombres trajeados con cara de políticos, o politicuchos, y por delante de ellos un comando, con la mano en la culata de la pistola, un M16 colgándole del hombro, boina negra, cara de estar en guerra y buscar al enemigo y botas apretadas. Detrás del trío de ejecutivos, otro policía especial con la misma pinta que su compañero. Pero los jóvenes que vemos por el centro, por el downtown de Tegu, tienen pinta de ser tan peligrosos como yo, o como Tom, o como James, o como Marlon. Visten bien, llevan bolsos colgados del hombro, hablan bajito y gesticulan poco. Los trabajadores van y vienen, algunos encorbatados, los limpiabotas están por todas partes y un predicador vocea los privilegios de ser cristiano. Marlon no cree en sus políticos, está harto de ellos, y vivió el golpe de estado de 18 horas con una mezcla de parsimonia y asco. Su apartamento está cerca de la casa presidencial y veía los aviones pasando en vuelo rasante, atronando a la población con sus motores. El toque de queda lo experimentó con estupefacción. No podían salir a comprar nada, y los vecinos hacían trueque con sus existencias: una cerveza por un rollo de papel higiénico. El toque de queda despertó en esta gente un espíritu de comunidad, más que de miedo.

Nos cuenta que todo estudiante de medicina, odontología o farmacia debe dedicar el primer año de su vida laboral al gobierno, cobrando unos míseros 20 dólares al mes por eso que llaman servicio público, o prácticas, y que él prefiere denominar esclavitud. Como en la Rusia comunista, el Estado le designará un destino en el que cumplir ese servicio público, que empieza en mayo. Aún no sabe dónde trabajará, y por lo tanto donde vivirá, el próximo año.

Ha viajado por todo Centroamérica y tiene familia en Houston, Texas, por lo que viaja con bastante asiduidad al país más poderoso. Ama a su país, su cultura, es consciente del daño que hicimos los españoles y del que sigue haciendo EEUU y las multinacionales extranjeras. No se fía de ningún mandatario, lee mucho, La Carretera de Cormac McCarthy descansa en su librería, en inglés, y dice cosas como "What happens in Las Vegas, stay in Las Vegas". Hemos tenido mucha suerte con este chaval.

Nos lleva al museo de Identidad Nacional, donde por medio de murales y presentaciones audiovisuales conocemos un poco más sobre los indígenas de Honduras, sobre el cacique que da nombre a la moneda nacional, Lempira, que fue el que más guerra le dio a los colonizadores. Nos enteramos de que los restos más antiguos de Mesoamérica se encontraron en Honduras, que hay indígenas alejados del Caribe que siguen viviendo como hace 500 años, y que las ruinas mayas de Copán son de obligada visita. Marlon habrá estado en este museo docenas de veces, y nunca se cansa de visitarlo, en esta ocasión acompañando a este raro trío que acoge en su pequeño apartamento.

Salimos en busca de un café, desandamos el recorrido anterior, volviendo a pasar por el parque central, donde la estatua ecuestre de Francisco Morazán domina todo lo que está a la vista y donde la catedral se ha repintado con sus colores originales, y donde un nuevo predicador sigue arengando a las masas y revitalizando su fe. En una de las lomas un Cristo domina la ciudad, y bajo él un letrero gigante de Coca Cola, como el de Hollywood en Los Ángeles.

Para entrar a la cafetería Paradiso hay que llamar al timbre. Es un lugar acogedor, con un jardincito interior, los cafés tienen nombre de literatos (yo me tomo un Kafka, que es un granizado de café), las comidas de pintores y escultores, y los combinados de cineastas (el único vivo es González Iñarritu, no creo que se haya merecido ya estar ahí, pero ahí está, que al fin y al cabo es de aquí cerquita). Se respira un ambiente cultural que ralla con lo revolucionario, y en el balcón que queda encima del jardincito un loro suelta unos grititos que parecen los de una mujer rozando el orgasmo. Con su expreso entre las manos, Marlon nos cuenta que para él todo el golpe de Estado en realidad responde sólo a una cosa: petróleo. Por lo visto se ha descubierto una buena fuente de oro negro en la cosa de los miskitos, en el Caribe, y Zelaya firmaba acuerdos bajo la mesa para explotarlos. Si se llevaran a cabo, el llamado segundo pulmón del planeta (esa costa se une con la reserva Bosawás en Nicaragua formando una selva virgen) se iría al traste y quedaría como el pulmón de un fumador occidental, negro y corrompido. Zelaya se fue a golpe de pistola, Micheletti también, y el nuevo presidente Porfirio Lobo aún no ha tomado cartas en el asunto, motivo por el cual, dice Marlon, no es reconocido por muchos gobiernos. Aquel que no me dé concesiones de explotación de un petróleo que no es mío, no es mi amigo. Y a los miskitos nadie les ha preguntado, ni falta que hace, sólo son unos salvajes que no sabrían que hacer con el petróleo, que están fuera del mal llamado progreso, que bien se pueden ir a vivir a otro sitio y a la selva que le den mucho por el culo, que es más importante que muchos coches corran mucho, antes que podamos seguir respirando.

Después de despotricar contra el desarrollo, después de hablar de Guatemala y sus mujeres, de soñar con vivir mejor en un mundo que se va al traste y nosotros lo veremos, decidimos que sólo unas cervezas tienen algo de solución. Probamos las tres marcas más conocidas del país, donde la Imperial es la más fuerte y de más sabor, y nos retiramos a casa de Marlon a cenar algo. Allí conocemos a Silvia, una amiga de nuestro anfitrión, de piernas perfectas, mofletes hinchados, labios que son de negra a pesar de que es blanca, ojos negros y grandes y cejas tupidas. Tiene 23 años y una hija de 3, aunque vive con su madre, nada quiere saber del que la dejó embarazada. Terminó de estudiar farmacia, como la hermana de Marlon, y se divierte enseñándome palabras y expresiones hondureñas, algunas muy diferentes de las nicas, otras exactamente iguales. Si por mí fuera, que me enseñe otras habilidades de las mujeres de Tegu...

Y nos repartimos como podemos entre las pocas camas que hay, Silvia se va quedando con nosotros para mañana para ver el partido Honduras - Turquia (si Honduras gana un partido de fútbol, al día siguiente se decreta festivo, las resacas son demasiado poderosas) y yo me peleo con Tom en un colchón estrecho intentando dormir. Nos íbamos a marchar mañana hacia Copán, pero Tegu nos ha gustado y al menos habitaremos aquí una jornada más. Silvia dice que el Caribe, la costa occidental justo debajo de Copán, el pueblo de Gracias y otras tantas cosas más son muy dignas de verse, que el suyo es un país precioso aunque ningún gringo lo sepa. Si me lo enseñara ella, aquí me quedaba a conocerlo.

Llegué a Tegu pensando en que me tenía que ir pronto para España, que estoy como agotado de viajar, pero ahora tengo fuerzas renovadas, Tegu me gusta, sus mujeres también, mucho más que las nicas, Copán tiene una pinta estupenda, y tal vez me decida a ver el Caribe hondureño… tal vez cuando baje de nuevo, tal vez subiendo hacia Guate, quién sabe. No tengo ruta marcada, no tengo día para volver, no tengo una guía que me marque el camino, y empiezo a recuperar las ganas de viajar por este pequeño lugar llamado Centroamérica y que tiene tanto que ofrecer, por tan poco.

Dejé La Prusia llorando, visité León, capital de la revolución y cuna del gran Rubén Dario, con pocas ganas, aunque me enamoré del barrio indígena de Suitaba, paseé por Estelí pensando en llegar a Madrid temprano, nadé por el cañón de Somoto, donde también salté al agua desde algo más de diez metros, y me dormí cerca de la frontera con Honduras pensando qué coño estoy haciendo, no tengo porqué forzarme para viajar si ya no quiero viajar, no tengo nada que demostrar, tal vez necesite volver para descansar de verdad. Pero ahora, con un nuevo día desplegándose en la curiosa y atractiva ciudad de Tegu, grande y alargada, me dan ganas de coger el macuto y seguir caminando, y ya regresaré cuando considere que he visto lo que tengo que ver. Guate está en el punto de mira, pero Honduras se me está descubriendo como un país que conocer, algo que no ha hecho casi nadie de los voluntarios que he conocido, que pasaban de largo porque aquí no hay nada que ver, y qué equivocados estaban. Cortés se fue corriendo porque sólo buscaba oro y no le dejaron llegar, yo no busco oro y me están dejando llegar a donde yo quiera. ¿Quiero llegar? Cambio de opinión más que una menopáusica, pero ahora mismo sí quiero, sí y mil veces sí. Honduras merece la pena, y hoy juega contra Turquía, un país al que no llegué cuando hice el Interrail y siempre me arrepentiré de ello.

Un escocés, un yanki y un español en un lugar extraño, de nombre extraño, y sin una agenda de viaje marcada. ¿Qué puede salir mal? Todo... nada...

1 comentario:

Maktub dijo...

Necesitas una brújula, aventurero ;)?

Siéntete afortunado y disfrútalo, me das tantaaa envidia (sana!), ainss!!!

Ahí va un besazo, guardalo en la mochila pa cuando lo necesites, muá!