martes, 9 de marzo de 2010

Andando por ríos de lava

Antigua es, para empezar, Patrimonio Cultural de la Humanidad, toma castaña. Es decir, es colonial, está limpia, está llena de turistas, cuenta con edificios con mucha historia (por ahí está la casa donde vivió Bernal Díaz del Castillo, el que escribió la más creíble versión de la conquista), con un parque central que ya quisieran ciudades de Europa, y con calles empedradas donde cada adoquín sobresale lo mismo que el resto. En 1776 fue devastada por el último cabreo monumental del volcán que hoy se conoce como De Aguas, imponente sobre la ciudad. Fue su erupción final para luego morir, pero decidió llevarse por delante la que entonces era capital de Guatemala.



No fue hasta la década de los '60 del siglo pasado cuando se decidió reformar la ciudad y dejarla como la vemos hoy día, bautizándola, claro, como Antigua Guatemala. Desde entonces, pasear por Antigua es, por un lado, asombrarse con sus edificios medio en ruinas, medio restaurados, de la época de la colonización (Casa de Gobernación, iglesias, casas de nobles…), y por otro lado, olvidarse de que estás en un país de los llamados pobres. Miles de comercios, pero miles, y la mayor parte enfocados al turista. La competencia entre las agencias que organizan tours por los alrededores es infinita. Hay tantos hoteles, albergues, hostales y casas de huéspedes que parece increíble que queden sitios para las casas comunes de los lugareños. Hay cafeterías, restaurantes, pizzerías, discotecas, un Burger King, un Pizza Hut, comida china, y, en algún rincón, comedores típicos guatemaltecos, donde los lugareños comen y los turistas no entran.

De las primeras cosas que me llamaron la atención en Antigua fue un local con un gran anuncio que decía "Thinking about running your own business in Antigua? Ask here for locals to rent". Cada blanco es un símbolo de dólar andante, pero no sólo para los guatemaltecos, sino también para otros gringos ávidos de hacer dinero en un lugar en el que éste no existe.

Aparte de todo eso está el mercado, el normal y el de artesanía. El normal, el auténtico, es de lo mejorcito. Entrar en él y acordarse del de Granada supone entender que Granada es lo más falso que existe. Esto sí es un mercado. La mayor parte de los puestos están atendidos por mujeres que tienen al español como segundo idioma. El suyo natal, el que ellas mismas llaman "lengua", es incomprensible, es puro nativo, es un regalo para los oídos. No entender nada, por fin, de nuevo (tras mi experiencia en el Caribe, todo, en inglés y en español, es comprensible) es muy gratificante. Es volver a sentirse tonto en tierra de nadie.

Las mujeres en Guatemala, las que son de este precioso país, visten a la forma tradicional, no para ser reclamo de turistas encadenados a una cámara de fotos, sino porque es su tradición y cultura. Faldas largas de hilo y camisas a juego, todas con bordados, y probablemente un niño metido en una tela que atan en sus hombros para que el mozalbete sueñe en la espalda de su madre. El pelo, negro y lacio y recogido en coleta o en un moño, o en una trenza que enmarca su cabeza al estilo princesa Leia, y la cara tostada y resquebrajada por el sol, con ojos grandes y de obsidiana. Ahora entiendo que en Nicaragua, sin contar el Caribe, que eso era otro país, no hay un solo indígena o descendiente de. Aquí, en cambio, ves a la legua quien tiene sangre de mayas y quién no.



El mercado es un enjambre de puestos, con todo tipo de frutas, verduras, ropas, golosinas y artesanías. La artesanía guatemalteca es de la mejor que he visto, muy trabajada, muy valorada, muy barata. Irse del mercado sin comprar nada es harto difícil. Acarrear luego todo lo que has comprado es peor todavía. Acongojado porque todavía no tenía hamacas para colgar aunque sea en el pasillo de casa (¿cómo he podido vivir tanto tiempo sin hamaca, por Dios?), decidí comprarme dos allá. El chavo empezó diciéndome que una eran 180 quetzales. Le saqué las dos por 200, y fue más fácil de lo que parecía. Creo que, por mucho que regateé, por mucho que crea que he cerrado un buen negocio, me están dando el palo. Seguro. También me compré un ajedrez pequeño, hecho de pura roca, de fichas evocando runas mayas, uno de esos ajedreces que luego entiendes que sólo son decorativos porque resulta complicado acordarse de quién es el alfil y quién la reina. Souvenirs.

Como somos así de intrépidos (es decir, unos gringos flipados), comimos en el mercado, en un lugar donde sólo había guatemaltecos comiendo y voceando en su idioma incomprensible. Nos sentamos a una mesa con una mujer y su hija de unos diez años, provenientes de Ciudad de Guatemala. Nos cuenta la mujer que viene al mercado tres días a la semana a vender libros y cuadernos escolares infantiles, y que su hija le ayuda. Nos pregunta de dónde somos, qué hacemos acá, lo típico. Le contestamos eso, lo típico, mientras nos zampamos un caldo de res con maíz, zanahoria, yuca y un vegetal verde desconocido, todo por supuesto acompañado por muchas tortillas de maíz. El precio es tan ridículo que ni me acuerdo. El sabor es tan rico que no sé describirlo, sólo se salivar cuando hablo de aquello.

La primera noche nos juntamos con Rachel, una amiga de Tom, que había estado tres meses en Guatemala antes de su experiencia en La Prusia. Fuimos a unos cuantos locales de fiesta en Antigua. Odié el primero, me encantó el segundo. El primero era el típico garito que puedes encontrar en cualquier parte, con sus porteros con cara de gorila y seso de lombriz, cacheándote y sin dejarte entrar fumando. En la barra, alguna chica mirando mucho, muchos bebedores solitarios, y algún bailongo dándolo todo. Es el típico sitio en el mascas los problemas. Nos tomamos un par de cubalibres, muy rebajados, vimos como Tom y Rachel bailaban salsa, y salimos de allí, despotricando contra un antro como ese. El segundo era un patio interior, con un grupo tocando salsa, buen ambiente y rollito relajado. Algo más turístico, pero mucho más apetecible y acogedor. Y fue aquí donde Rachel me explicó que en Guatemala existe ley antitabaco y son muy estrictos con ella. Atontado, sigo sin entenderlo muy bien: no hay reductor de humos en los coches, no tienen energías renovables, las ciudades típicas (Antigua no lo es, recordemos que lleva el escudo de la UNESCO para protegerse de la penuria del país) están sucias, la basura se quema sin separar, los plásticos arden en pueblos pequeños, pero no se puede fumar en el interior de ningún local de Guatemala. Me cago en todo me cago. Y yo con mi tabaco Payasos (cómo no comprar un tabaco con ese nombre), sin poder fumar.

Todos los domingos en Antigua hay procesiones, los fieles se visten con túnicas como las de Semana Santa y desfilan por varios rincones de la ciudad. Nosotros nos lo perdimos. Creo que antes de volver a España haré una nueva parada en esta próspera ciudad. Porque lo que decidimos hacer al día siguiente fue... escalar un volcán que está en constante erupción. Con dos cojones.

El volcán Pacaya tiene algo más de 2.000 metros de altitud y la última vez que explotó de verdad fue en el 2000. En 2005 la fuerza de la naturaleza se dejó ver de nuevo, pero no fue para tanto. Hoy día puede verse el río de lava solidificado que quedó como recuerdo de aquella última combustión. Pero todos los días, y con esto quiero decir, a todas putas horas, hay lava saliendo a chorros de diferentes cráteres. Nuestro guía, un risueño y fornido personaje llamado Nelson y que me llamó España todo el camino, vive en San Francisco de Sales, un pueblecito alejado unos cuatro kilómetros del volcán. Le pregunté si es seguro vivir en un lugar como ese, tan cerca de Mordor (porque eso es Mordor, Frodo y sus colegas no tenían ni puta idea), y su única respuesta fue un encogimiento de hombros y un "bueno, estamos acostumbrados". Supongo que es difícil hacerse a la idea de lo que estoy diciendo, pero tened presente que en el rato que estuvimos por ahí, unas cinco horas, oímos unas diez explosiones, con su lluvia de rocas correspondiente. Al principio sentías un escalofrío, pero veías a los caballos tranquilos y al guía como quien oye llover y al final cada explosión era simplemente motivo de mofa. Cuando la erupción del 2.000, la lava bajó la ladera durante tres días. "Quince días más, y Nelson no vive", comentó el guía. Lo más jodido es que lo dice de verdad, porque no me imagino al pueblo siendo evacuado, sino siendo presa de una resignación brutal.

En la subida, Nelson nos iba explicando cositas, hablando español muy despacito, pues no sabía inglés. Nos señaló una planta geotérmica de la que sacaban energía, robándosela al volcán. Mediante dos turbinas de kilómetro y medio de profundidad extraían vapor para transformarlo en 25 megavatios de energía por hora. También nos señaló una laguna de agua caliente, potable, que servía para hidratar a 18 pueblos del entorno. Además, nos explicó que por ser el suelo rico en potasio y sin nada de fósforo, se pueden plantar muchas frutas allá, además de café. Es decir, de este volcán sacan beneficio de tres formas: turismo, energía, comida y agua pura. En Masaya, el volcán activo que visité en Nicaragua, sólo explotan el lado del turismo. Les queda tanto por hacer a los nicas. James apuntó que tal vez sea por falta de inversión extranjera en Nicaragua. Sea lo que sea, el caso es que de la energía que puede proporcionar un volcán, los nicas no la aprovechan de ninguna manera.

También pasamos por delante de unos cuantos árboles de Hormigos, de los que sacan la madera para hacer la marimba, ese instrumento típico y ancestral, como un xilógono gigante, tocado por unos cinco tipos a la vez y con los que hacen ritmos de cumbia, salsa y algo parecido al blues. Está en peligro de extinción, supongo que por las hormigas, pues ya nadie toca marimba, ahora se lleva bachata, merengue y reggaeton. Qué desgracia.

En nuestro grupo íbamos el escocés James y yo (Tom ya había estado en Pacaya y se quedó en Antigua, a juntarse de nuevo con Rachel, que está bastante buena, la cabrona, y yo con este hambre), además de una inglesa de cara de niña, unas suecas demasiado suecas y un australiano con ganas de ser aborigen. Iba éste tocando una flauta, bajo su sombrero de ala corta y sus rizos a lo Bisbal, andando por entre las piedras volcánicas haciendo sonar su flauta. Nuestro grupo, bautizado por Nelson como Águilas, era el más molón, qué duda cabe.

Y por ahí andamos, por una montaña negra, con un atardecer espectacular poniéndose detrás del volcán de Aguas, mucho más grande que el Pacaya, pero dormido, aburrido, y con nuestros palos que nos vendieron en San Francisco de Sales unos niños pesados.



Con los palos es más fácil subir, pero no son necesarios. Los niños, viendo que era el único que hablaba español entre tanto gringo, me acosaron un rato. Al principio era un bastón por cinco quetzales, pero conseguí dos por cuatro. Al que más insistía le pregunté si cuando el subía al volcán lo hacía con palo, y su respuesta fue una risa traviesa, y después de eso fue fácil regatearle el jodido palito. No era tan necesario al final, pero siempre es divertido meter el palo en la roca y ver como arde en cuestión de milisegundos.



He estado tan cerca de lava que mis botas se derretían, mi palo ardía, y mi mano podría haber tocado la lava si eso no hubiera supuesto perder los dedos. Ver la lava es como ver el mar por primera vez. Es conocer lo que hay bajo el suelo que pisamos, es asumir que nuestro planeta está vivo y que como se enoje de verdad, vamos a flipar. Borbotones de fuego líquido, la tierra rompiéndose por la furia del volcán, las rocas en vuelo vertical, el calor a más de 2 kilómetros de altura, y yo allí para olerlo, verlo, recordarlo por siempre, encenderme un cigarro con un trozo de lava agarrado con el palo, como Cocodrilo Dundee, o algo así. No podré fumar en vuestros bares de mierda, pero lo haré en el techo del mundo, un techo caliente y que se derrite.





A la bajada, una de las suecas, fotógrafa, claro, se cayó al pisar mal entre las rocas intentando tirar una foto. Más preocupado por el objetivo de su Nikon que por su crisma, se levantó con unos pocos rasguños. Podría haberse abierto su rubia cabezota contra las escarpadas rocas, o tal vez haberse caído por una grieta y arder hasta morir. Pero no, sólo fue una caída aburrida.

De vuelta a Antigua, a pasar mi última noche en compañía de un yanki simpático y gracioso y de un escocés callado y despistado. Ahora tocar viajar solo, primer destino Flores, y de ahí a las ruinas de Tikal. Ahora que veo la soledad como un yugo que me martiriza, he decidido viajar solo. No querías sopa, pues toma tres tazas.

1 comentario:

Javier Muñiz dijo...

hola Julio, soy javier, gracias por tu comentario, lo borre del blogg porque soy muy resevado y no me gusta que determindada gente que lo lea sepa cuales son mis gustos y lo que uno lleva dentro, pero te lo agradezco en el alma, te dejo aqui mi email por si quieres poder contarme alguna cosa más, o lo que veas conveniente, eres muy amable te estoy profundamente agradecido, siempre tuyo...
javitxucorleone@hotmail.com

gracias eternas, buen día