domingo, 7 de marzo de 2010

En busca de los mayas

De Tegu a las ruinas de Copán, que es parada obligatoria para cualquiera que deambule por Honduras. Nos perderemos la provincia de Lempira, con la ciudad de Gracias y con las comunidades indígenas como principal reclamo, y no pasaremos por el Caribe, donde Tela y Ceiba son ciudades de postal, pero Copán estaba marcado en nuestra ruta y la vamos a cumplir, al menos de momento. Así que nos armamos de valor y paciencia y nos vamos a por el bus que nos llevará a Copán, al norte de Honduras, a 12 kilómetros escasos de la frontera con Guate. Son unos 150 kilómetros, distancia que en España se recorre en menos de dos horas, pero que aquí se dilata hasta las ocho horas, haciendo escala en La Entrada. Hay que estar muy motivado para este tipo de trayectos.

A las 8 estábamos en la terminal de la Sultana de Occidente, compañía que hace el recorrido hasta La Entrada, lugar famoso por ser centro neurálgico del tráfico de cocaína. Compramos el boleto, desayunamos unas baleadas, plato típico guatemalteco (tortillas de maíz con mantequilla, puré de frijoles, huevos y un trozo de queso) y nos encaminamos al bus. De camino me intentan vender un taburete, qué cosa más absurda. Le digo al tipo que no, que llevarlo hasta España sería una odisea, a falta de una excusa mejor. Pero él se empeña en demostrarme que es ligero. Mientras, otro me pide un dólar, y le digo que no. Insiste diciendo que es para beber, y yo le respondo que justo por eso no se lo doy. Entonces cambia su versión diciendo que lo usará para comer. Me río con ganas y le dejo con la mano abierta delante de mí. Nos encaramamos al autobús, que no es de los escolares yankis, es un autobús de ruta de los que vemos cada día en España. Ocupo un asiento junto a la ventana y compruebo que va a ser difícil dormirme. El respaldo no se reclina.

Junto a mí se sienta un tipo chele, es decir, blanco, con gorra de marca, pelo teñido y bolsito a juego con los pantalones. Se duerme a los dos minutos de arrancar y se espatarra de tal manera que su rodilla derecha invade mi espacio. Mal.

La carretera está en obras, toda ella, es decir, todo el trayecto vemos obreros asfaltando, arreglando o poniendo quitamiedos de hormigón, dándole a la pala o al martillo neumático, con sombreros o gorras, siempre con la cabeza cubierta, como casi todos los hondureños que he visto hasta ahora. La primera montaña que ascendemos tiene dos fallas tremendas, media carretera se ha desmoronado por la ladera. En el periódico La Tribuna que se ha comprado James leo que la falla de la carretera de Danli a Tegu (por la que vinimos hace tres días) está en tan penosas condiciones - también tiene una falla demencial que la convierte en una carretera de un solo carril, aunque conserva los dos sentidos - por culpa de la constructora que se encargó del proyecto, y que es española. El pie de foto dice "La nefasta actuación de la empresa española X ha dejado la carretera de Danli casi inservible". No siempre compensa facilitar la inversión extranjera. El caso es que en esta carretera, para sortear una de esas fallas (no quiero imaginar cómo debe ser ir conduciendo y que se hunda la carretera bajo tus neumáticos) hay que invadir el carril contrario, por lo que los obreros van deteniendo el tráfico en cada sentido en intervalos de quince minutos. Cuando llegamos a esa falla nos toca a nosotros esperar, así que allí estamos, en medio de ningún sitio, rodeados de un paisaje de pinos, esperando a que nos den el visto bueno para avanzar nosotros y que esperen los que bajan por la ladera. Detenidos en nuestro ascenso, nos vemos asaltados por vendedores ambulantes, con todo tipo de comidas y bebidas. A saber cómo se han enterado de que es en este punto donde se detiene el tráfico, y hasta aquí trasladan sus viandas para venderlas a los desesperados conductores y pasajeros. Toda esta escena, con un mercado ambulante improvisado en la nada, me recuerda a ese pasaje de Ebano, de Kapucinski, donde los africanos hacen lo mismo aprovechándose de un boquete en la carretera, llegando a crear un pueblo en torno a él, porque nunca lo reparan, y los conductores tienen que aminorar la marcha hasta detenerse, y se convierten en clientes. No soy Kapucinski, no estoy en África, pero el mundo es demasiado pequeño para no acordarme del polaco.

Mientras esperamos pienso de nuevo en las diferencias entre Honduras y Nicaragua. En Nicaragua no vi obras públicas efectuándose en ningún lugar, ni tantos obreros con chalecos reflectantes (¡con chalecos reflectantes!) trabajando juntos. Camiones hormigonera, grúas, martillos automáticos, cables tendidos entre las ramas de los árboles para llevarles electricidad a los obreros, excavadoras... nada de eso vi en Nicaragua. Incluso hay obreros que miran como trabajan sus compañeros, vagueando, como en España, donde uno trabaja y miran diez.

Reanudamos la marcha y se despierta mi vecino, al que he conseguido doblegar a base de ligeros empujones en la rodilla para que no termine yo formando parte de la ventana. Decide que es momento de hablar conmigo, aunque yo estaba esforzándome para dormir. De la conversación destaco tres cosas: que es músico, cantante del grupo de merengue La Gran Banda; que ha hecho giras por Europa y que no le gustan las pizzas italianas, prefiere las del Pizza Hut; y que los españoles les hicimos un gran favor cuando les colonizamos. Atónito ante esta última declaración le doy coba para que se explique. Me dice que en Santa Bárbara, una zona del Pacífico hondureño, tiene las mujeres más bonitas del país. Me explica que la razón de su belleza es que allá se mezclaron mucho los españoles con las indígenas, dando a luz a una nueva raza de gente, con mujeres bellísimas. "Si no fuera por ustedes los españoles, seguiríamos teniendo esos rangos indígenas tan feos. Gracias a ustedes, ahora somos más guapos". Es decir, lo mejor de la conquista salvaje que hicieron Alvarado y sus colegas se limita a las mujeres guapas que vemos hoy día. Estupefacción, pues al principio pienso que me está vacilando, pero habla en serio. Nunca pensé que la conquista tuviera nada de bueno para esta gente, pero mira tú por dónde que me acaban de descubrir una bondad.

Y así continuamos el trayecto, dejando atrás muchas industrias, de esas que escasean en Nicaragua, y conversando con Carlos, que así se llama el cantante, al que no le gustan los mejicanos pero sí los europeos, que tienen sus ciudades muy limpias. Yo le digo que a mí me gusta más la cultura de estos lares, que en Europa vivimos subyugados por el tiempo, por el reloj. Le importa poco lo que le digo.

Finalmente llegamos a La Entrada, y al poner un pie en el asfalto y muriéndome por un cigarro, aparece un tipo gritando "Copán Ruinas, el último bus". Enciendo el cigarro, le doy tres caladas, espero a que Tom y James se suban, le doy otras tres caladas, lo tiro al suelo, lo piso maldiciendo, y de nuevo en camino. Otras dos horas, esta vez en un bus escolar de esos que me encantan, para hacer los 60 kilómetros que nos separan de las primeras ruinas mayas que veré en mi vida.

El paisaje es hermosísimo. Montañas y bosques, bosques y montañas, y la carretera por la que circulamos uno atisbo de desarrollo. Los pueblos por los que pasamos viven de esa carretera, con muchas pulperías, y todos los varones, o casi todos, llevando sombreros blancos de ala ancha, sentados a la vera de la carretera o a caballo, mirando pasar la vida o trabajando del campo. Y nosotros les vemos y les dejamos de mirar en unos segundos, porque sólo estamos de paso, y ellos no experimentarán nunca lo que es eso.



En Copán, poniéndome la mochila sobre los hombros y a punto de encenderme un cigarro, joder, que quiero fumar, maldita sea, me vuelven a asaltar, esta vez de dos en dos. Que si este hotel es mejor, que vénganse conmigo, que se lo dejo a cuatro dólares por cabeza, que les ofrezco paseos a caballo, que bienvenidos a Copán, que no le hagan caso a ese que yo llegué primero y mi hotel tiene Internet gratis, que además os vendo maría, que soy el contacto para todo en esta ciudad, que síganme que yo los acomodo. Termino espantándolos con un "acabo de llegar, déjenme sentarme con mis amigos y nosotros decidiremos donde vamos, por favor". Me hacen caso, pero sólo en lo que respecta a alejarse dos pasos, escrutándonos con la mirada, esperando a que les hagamos una seña. Finalmente optamos por hacernos los duros y les decimos que nos vamos a dar una vuelta, que queremos ver hostales por nuestra cuenta, que ya les diremos algo, que no se enojen porque no les prometimos nada.

Copán es un pueblecito de muchas cuestas, parecido a Chinchilla. Todas las calles son empedradas y hay mucho turismo. Hay taxis de tres ruedas por doquier, sufriendo para subir las cuestas cargando turistas, y muchas pick ups poderosas de los lugareños. Hay muchos hoteles, muchos hostaluchos, demasiadas tiendas de regalos e incluso varias agencias de viajes. Es un lugar próspero, con las calles limpias y plantas en los balcones. El parque central esta encementado, tiene unas jardineras pulcras y hombres que se esconden bajo sus sombreros blancos sentados en bancos de piedra, como en cualquier pueblo de España al atardecer. Algunos jóvenes nos miran sin interés, otros nos ofrecen más maría y los guardias armados de los bancos ni siquiera nos ven pasar. Sólo somos otros mochileros con ganas de ver ruinas.

Tras mucho preguntar concluimos que la primera oferta que nos hicieron es la mejor, tal vez incluso demasiado buena. Cuatro dólares por persona para una habitación triple, con tele por cable, baño privado e Internet gratis. Somos desconfiados porque el mundo así nos ha enseñado, aunque muchas veces nos equivoquemos, porque la gente buena existe, y el interés comercial también. Seguimos al primer joven que nos importunó y que insiste en venderme maría aunque yo le digo que no, que yo sólo quiero ver ruinas y tomarme unas cervezas. Se llama Freddy Jose y me responde que le da igual cómo le llame, si Freddy o Jose, mientras le invite a un fresco. Nos conduce al hostal Mar Jenny, donde todas las mesas del comedor están llenas de sombreros blancos devorando una cena. Subimos a ver la habitación, que es lo prometido, y encima hay agua caliente. Pasamos por delante de una pequeña terraza con tres hamacas, el lugar de esparcimiento del hotel y comprobamos como la mayor parte de las habitaciones están libres. James comenta que toda esta situación le recuerda a la película Hostel, la de Eli Roth, esa aberración gore en la que unos ricos muy ricos de Europa del Este se dedican a torturar a mochileros que caen en sus redes atraídos por precios demasiado buenos y hoteles demasiado encantadores. Luego se despiertan amarrados y con una pierna de menos. Pero decidimos que correremos el riesgo, que la mujer que estaba en recepción no tiene pinta de asesina y que el tal Freddy habla demasiado para ser el eslabón de una mafia. No insiste en venderme maría.

Nos vamos a cenar por ahí, más baleadas por favor, aunque yo no toco el puré de frijoles, que estoy hasta los cojones de ellos, de todo lo que se parezca a una judía pinta. Guiados por la Lonely Planet nos dejamos caer en el Vía Vía, un hostal lleno de gringos y en el que sirven cervezas belgas porque los dueños son de allá. Pero nosotros queremos Imperial, que Marlon nos introdujo al producto nacional y nos ha gustado. Nos tomamos tres, vemos como dos orientales intentan ligar con dos rubias sin éxito ninguno, planeamos el día de mañana, ruinas por fin, y nos vamos al hotel, a descansar, que ocho horas en autobús dejan baldado a cualquier gringo. En la tele echan Goodfellas y oigo por primera vez a Joe Pesci en su lengua natal. Me arrepiento tanto de haber visto tantas buenas películas dobladas. Nos dormimos descojonados por los pedos que Tom y yo somos incapaces de retener y por la teoría de James de que nos despertaremos en pelotas y atados a un poste con dos gordos psicópatas decidiendo qué miembro cortarnos primero. No hemos vuelto a ver a Freddy, o a Jose, y no le he invitado al fresco. Tal vez mañana en vez de ver ruinas mayas protagonicemos un sacrificio maya.

1 comentario:

Tom dijo...

Me llamaste James de nuevo y !no soy James! Soy Tom. Disfruta todo que Guatemala te ofrece... y sabe que te quiero, Julita.

- Tom