jueves, 11 de marzo de 2010

De una masajista llamada Darlene a un lugar de la selva

Me despedí de James y Tom con rapidez, ellos con el sueño en la cara, yo excitado por el comienzo de mi viaje en solitario. Llevaba esperando el bus que me llevaría a Guatemala City, y de ahí a Flores, veinte minutos, sentado en el jardincito-comedor del hostal Dionisio, fumando por fumar, no pensando. En la historia de mis encuentros y citas, soy yo el que espera. Rara vez estoy tarde.

En un momento me fui a cagar al baño compartido, y estando en la taza liberándome, llegó el bus a por mí. Veinte minutos de absoluta espera y el cabrón tiene que llegar cuando estoy cagando, cuando relajo la obsesión horaria a la que me someto, porque soy así de suicida, y la tensión de mis esfínteres.

Al entrar en el dormitorio, ya con el macuto en el hombro y las tripas contentas, para despedirme de las caras que había visto a diario los dos últimos meses, James estaba en la cama, y se revolvió irguiéndose al salir Tom del baño del dormitorio. Sonriendo me dio un fuerte abrazo, y le siguió James, en calzones, con más legañas que pupila y los pelos en guerra con la gravedad. Un 'nos vemos en el futuro, ya sabéis que tenéis una casa en Madrid', un'un placer, amigo, lo mismo digo', y salir, dejarles allí con su desconcierto y su viaje a Xela, donde Tom verá a sus amigos chapines (mote de los guatemaltecos). Acomodé mis dos mochilas en el minibús, me acomodé yo, pues estaba todavía vacio de pasajeros, y ya está, viajo solo, sin nadie que reconozca.

Y a recoger turistas por el centro de Antigua, con sus calles adoquinadas, todas ellas, sin excepción, no sólo una plaza o dos calles, no: todo el maldito centro, histórico, colonial y con tráfico de gente, taxis de esos de tres ruedas y techo de lona, pick ups y demás vehículos. Conducir por calles empedradas al estilo de hace cuatrocientos años hace que el trayecto urbano de la furgoneta sea como ir en carro tirado por caballos, como hace cuatrocientos años. Brincando en el asiento contemplé el entrar de más viajeros. A mi lado se sentaron dos españolas de pelo largo y cara fina y rosada, de unos treinta y pocos, diría yo, ambas vistiendo cazadoras de forro polar fino de The North Face y botas de invierno. Luego les tocó a una pareja de alemanes, jubilados y aventureros, él con un español con acento argentino y bigote tan gris como el pelo, asombrado porque un volcán que no es el Pacaya, allá a lo lejos y en este momento, tiene una columna de humo saliendo de su cráter, una torre de humo blanco. Se resistió a subir al minibús porque su cámara de fotos le obligaba a retratar el momento una y otra vez. Después de haber notado el calor de la lava del Pacaya ya no hay volcán humeante que me sorprenda. Tras ellos se encaramó un tipo de gafas de pasta y cabeza rapada para disimular una calvicie prematura. La última en subir fue canadiense, rubia de ojos verdes, rellenita y yo diría que en los 35, con un café en vaso de cartón en la mano y expresión de estupor y nerviosismo. No encontraba su boleto y creía que se lo había dejado en la cafetería donde había desayunado. Para allá que fuimos con el conductor recriminándole el despiste a la azorada turista. Entró en estampida a la cafetería y salió más descompuesta que antes, para revisar de repente su riñonera y descubrir por fin su boleto. De vuelta al minibús y con el conductor ya bromeando y sugiriéndola que se tomase dos cafés más, ella se disculpó y nos prometió el café a todos, y los presentes respondimos con una ronda de 'no problem', 'it's ok' y 'don't worry'.

La primera mitad del viaje en minibús me lo pasé hablando con las dos españolas. Amparo, 34 años, ha estado tres meses de cooperante en un orfanato pijo y católico en San Marcos, al norte del lago Atitlán,y ahora viaja con su amiga, que vino a verla hace un mes, quedándose un par de semanas ayudando a Amparo, y luego a hacer kilómetros por Guate antes de volver a España. Por eso van con esa ropa que de sólo verla me hace sudar: en España nieva sin parar.

Me cuentan que Guate les ha encantado, pero que la violencia les ha impresionado mucho, la machista, la extorsionista y la infantil. Un niño le dio una paliza a otro en el orfanato, enviando al derrotado al hospital, y el castigo fue decirle que no lo hiciera más y trasladarle de cuarto. Un niño y una niña de once años se besaron y casi les expulsan. Amparo y su amiga me reconocen que no comulgan con el catolicismo, que Amparo se esperaba otra cosa, pero que se quedó, imponiendo que no iría a misa ni a ningún acto religioso.

También vieron como mataban a un hombre que no había querido pagar el impuesto revolucionario de la mafia local. Pasaban por allí y, tal como suena, vieron como lo mataban. Me quedo con el "¿cómo lo mataron?" amarrado a la punta de mi lengua, ahora me arrepiento de no haber liberado mi mórbida curiosidad. ¿Lo mataron a machetazos, un tiro en la nuca? Qué fallo el mío.

Yo les cuento que de todos los centroamericanos, los nicas son los más majos, claro que sí, haciendo patria. Que Nicaragua es estupendo, y más pobre que Guatemala. Que el voluntariado ha sido una experiencia tremendamente enriquecedora y que viajo solo por Guate. Me echan 20 años y se quedan bizcas cuando les revelo la verdad entre risas. Suma y sigue, el pacto que hice con el diablo sigue vigente. Si la cara es el espejo del alma, yo tengo la de un niño. No hay fallo.

Finalmente se bajan todos en el aeropuerto, sólo la canadiense olvidadiza se queda en su asiento. También va para Flores, y también quiere ir a Tikal. Se llama Darlene y vive en Costa Rica desde hace tres años.

Cogemos el bus para Flores, de la compañía Línea Dorada, cómodo y con un reposacabezas perfecto, de esos con un poco de orejas para ladear la cabeza y dejarla ahí cómoda, sin rotura de cuello. A mí me habían dicho que llevaba ventana, pero el asiento 16 (primera vez que cojo un bus con asientos asignados desde que salí de España) es de pasillo. Darlene va un par de filas más atrás, en el lado contrario y con ventana. A mi lado se sienta un tipo con el que no entablo conversación en las ocho horas de viaje. Por sus conversaciones por teléfono descubro que es conductor de autobuses en Guatemala Ciudad, pero prefiere dormitar y escuchar su música que platicar conmigo, lo cual me place.

Aparte de una parada de treinta minutos para comer un menú extrañamente sabroso, de estar a punto de estamparnos contra una pick up que estaba maniobrando a la salida de una curva cerrada, y de un telefilm ñoño e infame y en su versión original inglesa, lo único reseñable es una niña de vestido rojo, cara totalmente maya, pelo recogido en dos moñitos con goma también roja, y zapatitos blancos con tacón. Muy mona, muy inaguantable. Se pasó las dos primeras horas del viaje, chillando. No sabía hablar, sólo sabía gritar. Números, canciones, reproches a su hermano, cualquier cosa que salía de su boca superaba cualquier nivel de decibelios permisible. Pero nadie dijo nada.

Ella, cuando iba sentada y no de pie en el pasillo, lo hacía en el asiento justo detrás del mío. Patadas, la mano diminuta de repente en mi pelo, o en mi hombro, meneos del asiento. Imposible dormir, el odio saliéndoseme por todos los poros. Y los abuelos y sus padres sin remediarlo, incluso motivando su histrionismo con cuentos y sumas.

Después de sacar la cabeza un par de veces y mirarla con toda mi furia muda, sólo me quedó hablar. Me giré y solté un hastiado “ya, por favor”. La niña me miró como si hubiera visto un fantasma. Se agarró al apoyabrazos del asiento de su abuela y metió los deditos de su mano izquierda en la boca, abierta tanto como sus ojos. A partir de entonces habló, sin chillar más. Contento y avergonzado, me di la vuelta y procuré alcanzar un sueño ya demasiado escurridizo.

Y el viaje continuó y Darlene me confesó luego su estupefacción porque yo no lleve un reproductor MP3 para este tipo de viajes. Lo cierto es que sí es extraño, pero he desarrollado una buena capacidad para meditar y que no se me hagan tan pesados estos eternos trayectos centroamericanos. Y de repente Santa Elena nos engullió y aparecimos en la vecina Flores.

Flores está en medio del lago Petén Itza, en la provincia de Petén, la más septentrional de Guatemala, la que hace frontera, dibujada en línea recta y con un ángulo de noventa grados, con Belice y México. Es una ciudad turística, con un arco simple cruzando la carretera que, sobre el agua, une el pueblo de Santa Elena con este reclamo para gringos. Tiene calles estrechas y limpias, en cuesta pues la isleta es como un montículo grande, casas bajas, muchos hospedajes y restaurantes, cajeros automáticos, tiendas de artesanía, muchos negocios que montan tours para visitantes, un paseo marítimo como cualquiera de los paseos marítimos que existen en el mundo y que se autodenominan así, mucho policía e incluso militar, y un lago de nombre maya como contorno.

Resulta que Darlene andaba algo revuelta y le daba apuro compartir baño, pues su primera idea era la mía, ir a Los Amigos, el único hostal para mochileros, de estos con dormitorios con varias literas. Así que optamos por preguntar en cada hotel cuánto cuestan las habitaciones dobles con baño. Al final conseguimos un buen precio (40 quetzales por cabeza, unos cinco dólares) en un hotelito que mira al lago.

Cenamos por ahí y fue entonces cuando volví a verme en una de esas situaciones de las que desde hace un tiempo corto empiezo a ser consciente. No sé porqué, no sé qué impresión causo, pero me pasa mucho que gente a la que acabo de conocer, y sin borrachera de por medio, me cuenta de sopetón aspectos de su vida que son más propios de relaciones más estrechas. Y así, con un burrito contundente y un par de cervezas Gallo de por medio, me enteré de qué...

Darlene tiene 35 años y vive en la costa Pacífico de Costa Rica desde hace tres, trabajando de masajista, principalmente para surferos, y siendo propietaria, junto con una amiga y dos canadienses más, de un par de inmuebles en el país tico. Se ha hecho famosa en su zona por los masajes que da, vive bastante bien, y va reformando con poquita cosa su casa para hacerla más hogareña. Prefiere gastarse el dinero en viajes. Ahora resulta que su amiga, con la que se fue a vivir a la tropical Costa Rica desde la fría e inhóspita Canada y con la que compró las dos propiedades, se ha casado con un tico y tiene un hijo. Ahora viven los cuatro en la casa. No saben qué hacer con la casa.

Está liada con un tico llamado King que vive en la costa Caribe, a 12 horas de viaje de donde está ellá, y que tiene 23 años. Dice Darlene que la vida le ha curtido y es más maduro que los veintegenarios habituales, que trabaja alquilando chocitas para surferos en la playa, que folla muy bien y que fuma mota como ella. Que habla el inglés suficiente "but his english is not as good as yours", me dice Darlene, y con el que va a romper cuando vuelva de este viaje.

No aguanta que él le diga que va a hacer algo y que luego no lo haga. Como llamarla, y luego se excusa por la falta de contacto en que no tiene tiempo para llamar, aunque su vida sea hacer surf, trabajar un rato, salir a pescar, fumarse un porro, sobrevivir un poco. No soporta Darlene que cuando tienen una discusión, “I don’t argue, you know, I just discuss”, me desvela, King no diga ni haga nada para al final, después de acumular toda la mierda, explote como un niño. No se ve con este chico, porque no le ve cambiar ni intentarlo, aunque él insiste en que lo hará.

Luego se enternece y me dice que no puede sentir lástima de él, que le puede ayudar, pero no para siempre, que necesita que él haga algo. Me relata que cuando le conoció, hace cuatro años (él 19, ella 31), él acababa de perder a su mejor amigo, al que le consiguió el trabajo y le dio algunas opciones después de que el padre de King dejara de querer ser el padre de nadie cuando éste tenía 10 años. El amigo le acogió entonces, y le guió un poco. Este buen samaritano empezó tejiendo hamacas y vendiéndolas, le fue bien y montó lo de las chozas donde trabajaba King, y tenía incluso lanchas para hacer tours para turistas. Había progresado, había hecho dinero, y había despertando envidias en su entorno, entre ellas la de su hermano, que un día de desesperación le disparó por la espalda. El herido consiguió llegar hasta su casa, y allí murió con su mujer y sus hijos. Como no estaba formalmente casados, el negocio de las chozas no quedaba para ella, y King temía perder el empleo. "He is in a bad moment", suspira Darlene. Yo pienso que el desdichado King lleva en un mal momento desde hace diez años.

También se chulea con clientes potenciales que va a tener, tipo Gissele Bundchen, Mel Gibson o Matthew Mcconaughey, que tienen casas allá, aprovechándose de que no les conocen tanto y de que pueden llegar a sus terrenos en helicópteros.

Darlene está dudando de si volverse a Canadá. Se ha dado cuenta de que en realidad no tiene gran cosa en Costa Rica. Sus amigas de allá se han casado, sino con un hombre, con la cocaína, y ella no quiere ni lo uno ni lo otro, por lo que no anda con mucha gente. Que sabe que echa de menos a su familia y a sus amigos de Canadá, y que ahora que se sabe buena masajista, puede comenzar el negocio en cualquier parte.

Yo no le digo mucho de mí, en parte apabullado por la verborrea de esta simpática y vivida mujer, en parte porque me importa tanto como a ella, prefiero que me cuente ella, es más divertido.

Después de pagar me confiesa que tiene marihuana, que si yo fumo. Le digo que sí que me apetece, aquí en medio de un lago, en la terraza-ático de nuestro hotelito, donde encima hay tumbonas. Así que allí nos hacemos fuertes, con un lago delante y estrellas encima, un porro de mano en mano, silencio y meditación, risas sin sentido y bromas que se apagan en otro silencio que nunca es incómodo, y de repente me suelta, con el peta ya consumido: "would you like a massage? You know, I love doing massage in this kind of moments, I mean, with this sky, in an island in a lake, the frogs doing that weird noise, nothing but me...". Mi respuesta es obvia: "fucking hell, yes!"

Qué más podia yo pedir, quién me lo iba a decir, en mi primera noche de supuesto viaje en solitario: una canadiense, experta masajista, dándolo todo en mis cargados hombros y cuello, con un peta de por medio de una hierba de estas introspectivas, de mucho pensar en quién soy y a dónde voy, con un cielo precioso y estrellas fugaces de regalo, y un lago en silencio envolviéndolo todo, como ese croar de las ranas al que se refería Darlene, una especie de gorgoteo que empezaba a la izquierda y que alguna rana, si son ranas, más a la derecha le contestaba. Qué suerte la mía, niño.

Dormí como un bendito, quedando con Darlene en que mañana íbamos a ver las cuevas, para luego ella tirar para Tikal por la tarde, que si te sacas el ticket de entrada al parque a partir de las 15.30, entras al día siguiente también. Así ve el amanecer, que es lo que más recomiendan y que sólo se puede hacer si pernoctas en Tikal, en uno de los tres carísimos hoteles que viven de eso. Ese era mi plan cuando llegué, pero creo que voy a hacer una locura mayor: un viaje de tres días ida, tres días vuelta, por el medio de la selva, a pie, con mulas de carga para la tienda de campaña, las hamacas, la comida y el agua, con un nica como guía, rumbo al norte, hacia las ruinas de El Mirador. Por una trocha abierta en la selva, en la puta selva, hacia unas ruinas que no están del todo desenterradas. Pasando por otras más pequeñas, viendo amanecer todos los días desde las diferentes pirámides que nos vamos a encontrar, y volviendo por otro camino para ver otras ruinas más. Para ver más selva. Para sentirme más Indiana. Tal vez el nica huya al amanecer con las mulas y nuestros hígados para venderlos al mejor postor, o tal vez un jaguar devore nuestras tiendas, o puede que indios en taparrabos salgan de entre la maleza disparándonos con sus cerbatanas. O puede que andemos por el medio de la selva, flipando con los tucanes y algún venado, maravillándonos con la pirámide más alta de Guatemala, deletiándonos con amaneceres en la selva, con el despertar de la jungla, con los monos, y volvamos sin percance. Me dejo doscientos dólares en la experiencia, pero tengo que hacerlo. Y al volver, hago Tikal, como lo quiere hacer Darlene, que queda en que me escribe por Facebook cómo le ha ido y qué tengo que hacer si también quiero ver el amanecer desde la gran torre de Tikal, que dicen que es otro amanecer, porque ocurre justo por encima de la pirámide que queda enfrente del templo más alto de las ruinas más visitadas de Guatemala.

Así que Darlene se fue después de desayunar y de haber dormido en camas separadas sin nada peculiar ocurriendo en la noche, y de que me haya contado su vida en verso y la de su novio y la del hermano del amigo del alma del novio. Yo me he quedado todo el día en Flores, cambiándome a Los Amigos, con pocas ganas de relacionarme dado que mañana miércoles me voy a la selva y estoy tan ilusionado que todo lo demás me da igual. Me retraigo andando por la isla, cruzando a Santa Elena para ver un pueblo guatemalteco de verdad y echarle un vistazo a los buses que van a Tikal para cuando vuelva del corazón de la jungla, y ultimo el viaje con los del touroperador. Voy con un grupo de otros cuatro, volveremos el lunes y... quién sabe.

Vuelvo a estar solo. La selva me espera.

2 comentarios:

Maktub dijo...

Impresionante el atardecer. Todas las fotos. Tú. Los paisajes. Lo que cuentas. Tú y otra vez tú :)

Envidia.Envidia.Envidia.Envidia.Envidia.Envidia.Envidia.Envidia.Envidia.Envidia.Envidia.Envidia.Envidia.Envidia.Envidia...

love u,

laura

Anónimo dijo...

Suena muy bien todo lo que cuentas... me alegro muchisimo. Con que masajes, marihuana y estrellas ehh... jo tio, que suerte tienes!

Un beso!

Sandra.