sábado, 2 de mayo de 2015

Otras historias interminables

Renunció al teléfono móvil cuando se dio cuenta de que no sonaba más que para despertarle cuando programaba la alarma. Contaba 128 contactos, y en realidad le importaban menos de una decena, y de estos, hacía meses que el nombre no aparecía en la pantalla acompañando la vibración. Era incapaz de amortizar ninguna tarifa plana y nunca entendió los beneficios de estar conectado a Internet 24 horas, si él sólo recibía correos publicitarios y prefería quedarse con la duda o preguntar a alguien antes que buscar la respuesta en enciclopedias especializadas.

Una vez se hizo un perfil en una red social, y a los dos días se había quedado sin ideas para hacerlas trascender ahí. Le gustaba más oír al que cuenta un chiste y verle luchando para no reírse por adelantado que leer 140 caracteres de ingenio. Su trabajo existía sin tecnología y las parejas siempre las recogió en bares, bibliotecas, trenes o reencuentros fortuitos, de esos que hacía tiempo no vivía. Tenía edad para ser casi un nativo digital, pero consideraba que aún no se había inventado nada que simulara mirar a los ojos.

Y así, un viernes noche se vio solo. Y se echó la culpa, por no estar donde está el resto, por no ofrecerse para que le vieran aunque no le buscaran, por no lucirse en escaparates de los que pudieran sacarle.

Se bajó al bar de enfrente e hizo lo que nunca antes había hecho, beber sin compañía, en la barra, haciendo girar el botellín, arrancándole la etiqueta y pelando cacahuetes. Era un bar como otro cualquiera, de los que no aparecen en callejeros de móvil, con un camarero cualquiera, de los que no conocen geolocalizadores ni sus posibilidades, con clientela que parecía tan habitual que era parte del mobiliario y que le doblaba la edad y que probablemente no sabía que era eso del 4G. La máquina de tabaco no ofrecía gran variedad, por supuesto no admitía billetes, y la tele tenía más culo que un babuino. Alguien jugaba al fútbol en ella y sólo el camarero prestaba atención cuando le dejaban. Las tapas brillaban por su ausencia, la tortilla parecía llevar allí toda la vida y había una botella de Anís del Mono junto a otra de DYC, a medio vaciar. Ningún proveedor se había hecho millonario gracias a ese bar.

Después del segundo botellín, miró al suelo, en realidad no miró, en realidad bajó la mirada para espantar cascaras de los vaqueros, y las cascaras se quedaron allí congeladas cuando se topó con unos pies metidos en zapatillas de bailarina, unos pies demasiado cerca de los suyos. Y a los pies les seguían unos tobillos finos, y a los tobillos, sin medias, le seguían unos gemelos tersos, y los gemelos terminaban en unas rodillas huesudas, y las rodillas morían en unos muslos que se escondían tras una falda. La falda era roja y lisa, negro un cinturón ancho que no cumplía ninguna función más que hacer contraste con la blusa blanca que tenía los dos últimos botones vagos, pues no hacían ningún amago de acercarse a sus respectivos ojales. Las tetas eran pequeñas pero estaban separadas por un recoveco en el que cabría un meñique, y el cuello regalaba yugular, subrayada por un colgante plateado, réplica del Auryn, esas serpientes que se muerden la cola y que aprendimos con Bastian. La barbilla puntiaguda, los labios finos y sin pintar, la nariz pequeña y un poco alzada, como si su dueña se guiara siempre por el olfato, las mejillas con el colorete justo para recordar que había vida en esa cara, y los ojos negros como el futuro del que renuncia a su presente, a su móvil y a todo lo que le engulle y de lo que quiere escapar. Unos ojos negros que le perforan y hacen que se sobresalte, como el niño al que pillan copiando. Una risa corta y condescendiente, un arqueo de la cabeza hacia atrás, regalando tiroides y haciendo bailar el Auryn, unos pendientes que tintinean porque son dos búhos diminutos meciéndose en unos aros no más grandes que el cacahuete que le hace a él atragantarse y toser. Cuando el camarero le da cambio para el tabaco, ella se aleja y es su pelo suelto y castaño el que se despide de él. El tabaco lo recoge doblando las rodillas, no la espalda, y el sujetador se adivina bajo la blusa, y ella se yergue y se va, desaparece, el partido sigue, los parroquianos ni han visto a la chica, no tienen ni puta idea de qué es el Auryn y mucho menos que un labrador puede volar, el camarero refunfuña un fuera de juego, y la cerveza se ha acabado. Otra vez. Deja él un billete de cinco en la barra, salta del taburete, tira fuerte de la puerta, es Atreyu, adivina la silueta de ella doblando la esquina, esquina que alcanza él en cinco poderosas zancadas, esquina que dobla para verla besando a un chico más alto, más guapo, con un móvil en la mano y una conversación a medias en la pantalla. Ninguno de los dos repara en él, como si La Nada se lo hubiera llevado, y se alejan agarrados por la cintura, ella con un cigarro ya en la boca, él tecleando con la mano libre, como sólo saben hacer los que quieren terminar una conversación incómoda. Y ahí se queda él, boqueando, que hacía ya tiempo que no corría, con aliento a cerveza y la piel de un cacahuete envolviendo un premolar.

De vuelta a casa, escribe. Y arranca diciendo algo tan vago como “Renunció al teléfono móvil”, porque no se atreve a empezar diciendo “Estoy solo y aburrido y harto de que no me pase nada, y no sé si es porque no soy valiente o porque me cansé de buscar y quiero que ahora me encuentren, aunque sea en un bar de mierda”. Y así entra en la madrugada y se va a acostar a una cama que ya no hace por las mañanas, cuando suena la alarma de un móvil que ya no se mueve de su mesilla, donde descansa La Historia Terminable y un bloc de notas que nunca consigue usar porque siempre se queda dormido pensando en esa idea que se merezca ser escrita.

Esa noche sueña con una chica en un bar, con una chica con la que habla y que termina pidiéndole el teléfono móvil para hacer que vibre algo más que el aparato que debería renovar, como tantas otras cosas, si no quiere convertirse en el tipo huraño que ya es sólo porque se cree rebelde y lo único que es, es iluso. Iluso porque ni una agenda a rebosar donde se repiten nombres de pila y tengas que ingeniártelas para diferenciarlos, ni un perfil lleno de fotos y vivencias, ni un mail en el que la bandeja de entrada esté siempre más violada que la de correo no deseado le van a hacer mejor de lo que es. Mañana por la mañana, cuando se despierte sin ganas, es cuando puede empezar a hacer que importe levantarse. Pero no lo hará, porque es de los que no se acuerda de lo que sueña, y de los que pensará que la chica no merecía la pena y que en el bar sólo hay zombies y él es mucho más que eso, solo en su casa, donde escribe para que no lo lea nadie. No vaya a ser que guste.

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