Allí sentado, en aquella playa, contemplando un cuerpo que había tenido debajo, encima, a los lados, ubicuo, se vio deseándolo, otra vez, todavía. El paréntesis que se dieron tras separar caminos había funcionado, parecía, ya sólo les unía una amistad sana, habían superado el dolor y el luto. Parecía.
Reían, compartían, se contaban intimidades, se burlaban del pasado mutuo, construían un futuro el uno sin el otro, y se bañaban juntos en el mismo presente, en el mismo mar, en un océano al que habían viajado de forma un tanto improvisada, tras una conversación telefónica y un retador “y por qué no”. Pero el océano cambiaba, la marea era otra en el momento en el que ella por fin se zambulló y empezó a bracear. El sol rebotaba en la piel húmeda, creaba reflejos en la brea que era su pelo, regaba de destellos su nado y a él le volvía a hacer la misma pregunta. Y por qué no.
Así que cuando salió del agua y se dirigió a él, ofreciéndole ahora unos pezones duros, una piel de gallina, un pubis depilado y una sonrisa congelada, él se tumbó y cerró los ojos. Y se esforzó en visualizar el momento de la ruptura, cuando rozaban la treintena y se despedían en la boca de metro de otra ciudad. No me odies, fue la despedida de ella después de un beso de lágrimas. Eso sí permanecería nítido en su frágil memoria. Pero no lo que hubo justo antes de esas tres palabas y esos lloros silenciosos. Abrió de nuevo los ojos, dejó que el sol le cegará y se incorporó pestañeando para recuperar visión. Y con las pupilas en acción, buscó su cara.
Ella se había puesto el bikini y miraba al frente, seria, con las gafas de sol bien fijadas y el pelo escupiendo agua y sal, agua y sal. Una nube tapó el sol y él se removió por un escalofrío.
¿No te bañas?, preguntó ella, mirándose los pies y cogiendo puñados de arena. Y por qué no, respondió él en un susurro, levantándose despacio y caminando indeciso hacia el mar, poniendo sus pies en las huellas que había dejado ella y percibiendo, sabiendo, que ella no le estaba mirando.
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