domingo, 31 de mayo de 2015

Como intruso

Llega con su silla plegable y antes de afianzarla en la arena me dedica una ligera inclinación de cabeza, reconociendo mi presencia y mi mirada. Al minuto y medio está en el agua. Es un tipo canoso y robusto, de unos 50, y actúa como si esto fuera rutina. Dura poco en el mar y se queda de pie, goteando, mirando nada, mirando al frente, mirándolo todo.

Una chica de bañador de colores imposibles pasa a nuestro lado, bordeando el mar, sin hacerle caso, demasiado concentrada en una conversación telefónica que dura una eternidad, pues se ha recorrido la playa cuatro veces desde que estoy yo espiando. Hable con quien hable, es más importante que el mar, que le acaricia incansable los tobillos y no consigue distraerla, como si el mar fuera rutina.

Una señora de pelo corto y gris, como la ceniza de un puro, hace punto, mientras el que debe ser su marido charla con otro hombre igual de tostado que él, con gorra parecida, con gafas de sol ambos, escondiéndose de un sol infinito que lleva atizándoles toda la vida. Ella teje una prenda blanca que en breve será algo concreto, pues la mujer avanza rápido, como si fuera rutina, como si tuviera fecha de entrega.

Unos amigos se calan sombreros y despliegan sus toallas en círculo, como si fueran a iniciar un ritual, para no darse la espalda, como si ya hubieran aprendido a base de prueba-error que hay que tenerse a la vista, aunque sea para darle paz al cuello y no ofrecer espalda al que te quiere de frente.

La chica del móvil pasar de nuevo en su paseo de ida y vuelta, de ida y vuelta, no va a ninguna parte ni llega a ninguna meta. El hombre que me saludó ha vuelto a la silla y desenfundado una lata de cerveza. La mujer mayor no participa aún en la conversación de su marido y da otra vuelta con la aguja.

Una embarazada se acaricia el futuro, justo sobre el ombligo, y dobla los dedos de los pies para escarbar en la arena, para asirse al mundo antes de que cambie. Nada será rutina ya para ella, que le pregunta al mar si será niño o niña. Y yo, que soy intruso en estas vidas, contemplo sus rutinas mientras me invento la mía, una rutina que incluye un cuento como éste, que no es cuento siquiera, sólo son existencias extrañas que eligieron el mar, para obviarlo o para tenerlo. Como la chica rubia de tetas pequeñas, pequeñas protuberancias en su piel blanca, que decoró sus piernas y su torso con tatuajes verdosos de formas que no distingo y que se sienta en la orilla y abre las piernas y deja que el mar la folle a cada ola que muere en su sexo. Y ella no se inmuta con ninguna embestida, pero si estuviera más cerca yo juraría que se le eriza el vello de la espalda y que los músculos se le tersan ante cada empujón de espuma.

Lejos irrumpe música intrusa, electrónica, barruntada desde un chiringuito que invita a ser joven, aunque tengas más de 60 y hagas punto bajo una sombrilla más roja que la espalda del inglés que mira de reojo a la chica del móvil que vuelve a pasar, otra vez, otra vez.

Suena el mar combatiendo contra un estruendo disotequero, enfrentando rutinas.

La chica cuelga por fin y se quita las lágrimas de las mejillas y, sin una voz que le regale tristeza, se detiene y repara en el mar. Y yo… yo soy espectador de sus vidas mientras sigo haciendo lo posible por ser protagonista de la mía, ahora que el mar es mío, por un tiempo. Todo dura sólo un tiempo, menos el mar.

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