Y cuando te asustas porque esos pensamientos que elegiste te traicionan y te encaminan a echarla de menos, abres de golpe los ojos y todo es blanco y eres ciego unos segundos y parpadeas rápido para recuperar el azul que es tu techo. Te giras y empiezas a nadar, mar adentro, como si fueras a algún sitio. Y un velero que pasa al fondo, y una nube que tapa el sol que te juzga, y de repente notas que hay resaca y percibes que te va a costar salir de ese agua que te ha manteado hasta hace no tanto. Das media vuelta y nadas, con brío, intentando volver a la playa que dejaste atrás para pensar, en lo que elegiste pensar. Las yemas de tus dedos son ya pasas y te pican los ojos llenos de sal y nostalgia, y el mar se ríe de tu esfuerzo. Te cansas y ya no comandas el ejército que son tus pensamientos, y ahora ya sí te vences y la echas de menos mientras flaqueas y ves que no has avanzado apenas, que el velero está muy lejos y que no hay nadie a quien gritarle en la playa, y mucho menos ella, que no sabes dónde está desde que decidiste que era hora de decirle “ya no te quiero”.
Dices su nombre en voz alta y se te llena la boca de agua, que escupes en un chorro que resbala por tu barbilla. Nadas a braza, luego a espalda, intentando recuperar algo de fuerzas, y vuelves al crol. Y en todo ese rato habrás avanzado diez metros que saben a poco, como todo lo que has avanzado desde que verbalizaste “ya no te quiero”. Empieza a dolerte la cabeza y notas el corazón bombeando sangre como cuando te corrías con ella.
Te ahoga el pasado justo cuando vuelve a salir el sol y un perro con collar te ladra desde la orilla.
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