domingo, 4 de noviembre de 2018

Agujeros

- Así que me llevo el mapa.

Elisa levantó la cabeza, dio una calada al cigarro, le miró arrugando la frente. Llevaba un rato sin escucharle, demasiado ruido tenía ya en la cabeza como para poder atender a lo que le decía él. Pero esa afirmación, dicha casi en bajo, sin emoción en la voz, sí la oyó. Pero una cosa es que le hubiera oído y otra que le estuviera entendiendo. Exhaló humo gris, parpadeó. Tuvo que carraspear antes de poder responder, de tan seca que se le había quedado la boca. Seca desde que había empezado aquella conversación, una que parecía anunciar que no habría siguientes.

- ¿Qué mapa?

Javi ladeó la cabeza y entrecerró los ojos, como intentando decidir si ella se estaba haciendo la tonta o si realmente no le había estado prestando atención. Se mordió el labio inferior, bajó la mirada al suelo de gres que siempre estaba frío y tragó saliva.

- El mapa. El mapamundi. El de los viajes. El de la pared. El mapa.

Detrás de Javi, sujeto con chinchetas al tabique, un mapa del mundo en tonos marrones y grises. Un metro y medio de largo, setenta centímetros de ancho. En algunos lugares había clavados alfileres con el cabezal rojo. Si estuviera dispuesto en una mesa en un cuartel militar, esos puntos serían enclaves enemigos, o grandes batallas libradas, o puntos defensivos. Lugares con significado estratégico. Pero en una pared de un piso de pareja solo podían marcar sitios a los que los inquilinos habían viajado. Aventuras, enfados por cansancio y estrés, anécdotas idiomáticas, gastronomía desconocida, alguna reclamación, rutas perdidas, mochilas sobrecargadas, aviones con retraso, malas digestiones, recuerdos hilarantes, barcos lentos, otros viajeros con los que se compartió noche y bebida pero nunca más vuelven a verse, cambios monetarios, sexo en camas incómodas, bajo mosquiteras, en coches alquilados, en tiendas de campaña, sobre la hierba, orgasmos extranjeros, algunos inesperados, otros programados, puede que incluso alguno con otra persona, pero eso no se dice, ni se pregunta. Sur de Marruecos, Santiago de Compostela, Nicaragua, Indonesia, París, Londres, Granada, Praga, Donosti, Lanzarote, Nueva York, Barcelona, Roma, Egipto, Almería, Grecia, Sicilia. Alfileres con cabezal rojo. Un viaje no se olvida, así que ese mapa y esos alfileres o funcionan como motivación para seguir perforando nuevos países y ciudades, o su único propósito es dar envidia y crear conversación con los que visitan y se paran ante el mapa con un vaso de vino, recorriendo con la vista las demarcaciones señaladas, comentando y preguntando por alguno de esos alfileres o recomendando sitios que en esa geografía todavía son vírgenes por no agujereados. Ese mapa y esos alfileres fueron idea de Javi, hace tiempo, cuando habían completado su cuarto viaje juntos, a Nueva York, cuando aún tenían ideas en común y se sorprendían pensando en futuros. Fue él quien compró la lámina y buscó esos alfileres y no otros. Ese sentimiento de propiedad hacia esa representación de vivencias conjuntas nunca existió hasta ese día en el que Elisa fumaba en el sofá, mirando a Javi de pie, sin prestarle mucha atención, y deseando que aquello terminase de una vez, que suficiente habían hablado ya. En rupturas se tarda más en explicarlas y prepararlas que en ejecutarlas. Si lo iban a dejar, para qué alargarlo. Elisa sonrió con media boca, arqueó las cejas, negó rápido y tres veces con la cabeza.

- Vale.

Ese era todo su afán por conversar con alguien que había sido tanto y que se desvanecía. Como el agua por el grifo cuando quitas el tapón. Se va en círculos hasta la última gota y con un último eructo, y aunque el lavabo conserva algún reguero de agua, esta se seca y allí no queda rastro, hasta que vuelves a abrir el grifo, pongas o no tapón.

Javi se quedó quieto medio minuto. Parecía esperar más defensa de Elisa, más desacuerdo. Pero Elisa dijo “vale”, apagó el cigarro en el cenicero y se echó hacia atrás, soltando aire y cruzando los brazos. Como quien espera a que terminen los anuncios para seguir con la película. Así que Javi se giró y se puso a quitar los alfileres. Santiago era un agujero. Nicaragua era un agujero. Almería y los baños desnudos en Cabo de Gata eran un agujero. Fue dejando los alfileres en uno de los bolsillos pequeños de la mochila azul, la que al principio se traía a casa, cuando aún no vivían juntos, cuando aún no viajaban, cuando ese mapa aún ni se había fabricado. Luego volvió a por las chinchetas que sujetaban el mapa a la pared. Viéndole, Elisa se preguntó qué sentido tenía un mapa agujereado por viajes hechos con la persona de la que te estabas separando. Mientras Javi lo descolgaba, Elisa se lo imaginaba en otra casa, poniéndolo en otra pared, tapando con celo blanco los agujeros, pintando ese trozo de celo de algún tono marrón o gris, viajando de nuevo, solo, con amigos, con otra, y empezando de nuevo la conquista del mundo. O tal vez no, tal vez dejase los alfileres existentes, que al fin y al cabo eran sitios en los que él había estado, tal vez incluso para los próximos viajes usase alfileres con cabezal de otro color, los rojos eran viajes con sus ex, los verdes los viajes de después, los negros los viajes con su nueva novia. O tal vez se llevase el mapa, lo enrollase, lo guardase en un armario y al poco lo terminase tirando a la basura y aquello solo era un arrebato.

Con el mapa enrollado y apoyado junto a dos maletas, la mochila y tres bolsas de deporte, Javi abrió la puerta. Elisa seguía en el sofá, mirando a la pared blanca.

- Me voy.

Elisa se fijó en la marca que había dejado el mapa tras siete años ahí colgado. Ya no solo eran los pequeños orificios de las cuatro chinchetas y las pequeñas muescas de los diecisiete alfileres. La parte de la pared que había estado cubierta parecía más blanca que el resto. Había estado protegida por una representación de su nomadismo ilusionado. El resto de la pared había soportado inclemencias de luz y polvo. Una parte era lo lúdico, vacaciones de sí mismos, y la otra parte, la mayoría del tabique, era la rutina, el día a día, la misma casa, las mismas mañanas. Javi carraspeó. Elisa parpadeó rápido, se mojó los labios, volvió a Javi.

- ¿Qué? ¿Cómo?

Javi suspiró.

- Que me voy.

Elisa sonrió, sin saber muy bien por qué.

- Vale.

Ya. Iba a pasar. Estaba pasando.

- Hablamos.

Elisa asintió con la cabeza, descruzó los brazos y se frotó las rodillas.

Javi abrió la puerta, salió al rellano, encendió la luz, llamó al ascensor, y mientras este venía fue entrando a por las maletas, las bolsas y el mapa enrollado. Cerró la puerta tras de sí y Elisa se quedó inmóvil, de nuevo mirando la pared, a ese rectángulo blanco que empezaba a atrapar polvo y luz.  Javi también había comprado la lámina del cuadro de la cafetería de Hopper, pero ese no se lo llevó, ni preguntó por él. Obvió esa decoración. Elisa siempre había encontrado triste ese cuadro, tan de noche, tan vacía la cafetería, ese cliente con sombrero, de espaldas, ensimismado. Esa pareja que no se miraba, ella de rojo mirando algo en su mano, él con la vista al frente y un cigarro en la mano. El camarero encorvado. La calle vacía. Qué guapa era ella. ¿La estaba mirando el tipo solitario? ¿Qué tenía ella en la mano? ¿Estaría tan blanca la pared detrás de la lámina? Se tumbó en el sofá, miró al techo. No se acordaba de haber estado con Javi en Donosti.


Llegó a casa de Antonio, se dieron un abrazo, cargaron los bultos a la habitación de invitados. Antonio le preguntó qué era eso que iba enrollado. Javi le cogió el cilindro y lo dejó apoyado en la mesa.

- El mapa.
- ¿Qué mapa?
- El de la pared. El mapamundi. El de los viajes.
- Y, ¿para qué lo quieres?

Javi se metió las manos en los bolsillos. Se dio cuenta de que tenía un agujero en el izquierdo. Le cabía el dedo índice. Se acordó de que se lo había hecho en el viaje a Donosti, al guardarse palillos de los pintxos, para ahorrarse alguno.

- No me quedaré más de un mes. Ya verás. Enseguida encontraré algo.

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