martes, 20 de noviembre de 2018

El tiempo, la escritura y tú

Hace no tanto, los libros los empezaba por la solapa, para leerme la biografía de quien lo firmaba y restar la fecha de su nacimiento a la de su primer libro publicado. Así veía si se me estaba haciendo tarde. Si podía tomarlo como referencia, respirar y pensar que aún me quedaba tiempo. O para apoyar el mentón en el pecho y decirme en bajito “ya no llegas”. Siempre hay prematuros, y la comparación me atormentaba, pero también hay Murakamis, y esa comparación la pasaba por alto, porque siempre fui más de bucear en lo que salgo perdiendo y correr deprisa allí donde puedo vencer. Como si esto fuera una competición. Una competición en la que nunca llegaré a la meta porque solo compito yo contra mi ego y la llegada no existe. Ni siquiera hay pistoletazo de salida. El único fin es la muerte y el único principio es cuando nací. Lo del medio no puede ser una carrera, me digo entre flato y flato.

Ahora que ya he publicado, lo que resto es la fecha de edición de ese libro a la fecha en la que estoy. Me imagino a futuros ojos leyendo la solapa de mi próximo libro y pensando qué hice durante esos años. Ilusas aquellas personas que concluyan que el tiempo transcurrido fue de preparación del libro que en ese momento estén a punto de leer. Pienso a veces en si mis editores habrán tirado la toalla, se habrán olvidado de mi ópera prima, de la cual conservo ejemplares que ya no sé a quién regalar. Voy poco al aeropuerto, pero cuando voy, siempre abandono uno con un cartel que dice “Recógeme y léeme”. Y dejo mi mail, mi Facebook y mi Twitter junto a la dedicatoria. Aún nadie me ha escrito. Tal vez la seguridad de un aeropuerto o el servicio de limpieza se deshacen de objetos sin dueño. Tal vez quien lo recogió no sepa español. Tal vez aún no lo haya leído. Tal vez sí y no le haya gustado. Tal vez lo disfrutó pero para qué contactarme. Tal vez mi libro ya no sea mío y por tanto no puedo esperar que me retorne algo.

Sigo pensando que el proceso de escribir lo completa quien lee. Sin tu cerebro columpiándose entre mis frases, estas no existen. Por eso no me resisto a publicar en el blog. Y porque soy un exhibicionista y quiero mostrarte que escribo bonito. Alimentas la voracidad de mi escritura.

Aún hoy, cuando me dicen algo o vivo algo que me sorprende o me divierte o me ilusiona o me asusta o me enamora o simplemente me envalentona, pienso, o incluso verbalizo ante quien crea la cita o con quien vivo la situación, “esto será un cuento”. Y luego no lo es. Porque supongo que hay cosas que se dicen o se hacen, pero no se escriben, porque dichas o hechas es como tienen que ser, y ya será otra cosa la que se escriba, inspirada o no por lo oído, por lo vivido, por lo motivado, por lo sugerido. Por lo callado. A Lucía le sigo debiendo un cuento que no sé ni empezar. A Elena le adelanté que aquellos Whatsapps serían gasolina de algo mayor y lo fueron, pero no por escrito. A mi psicólogo le digo que ahora leo más que escribo, y es verdad, pero tampoco leo tanto. Y mi padre si no ve un post publicado en dos semanas, se preocupa, porque una vez le dije que de lo que escribo no se preocupe, que se preocupe si no escribo. Y como el oficio del padre implica altas dosis de preocupación aun cuando el hijo está tan cerca de los cuarenta, me pregunta con el bigote tieso y la mirada rezumando algo de miedo. Y yo le sonrío y le digo que no pasa nada, que simplemente… no escribo.

Una copa de vino junto al ordenador me vitaminaba la escritura. Pero hace meses que no bebo solo porque ni una copa de tinto se merece la soledad. Y resulta que desde hace poco, bien poco, he empezado a fantasear más con el continente que con el contenido. Nuevas formas, nuevos procesos. Incluso tantear lo audiovisual, llevar lo escrito a audio o a vídeo, jugar con grafismos. Esto también se lo sugerí a Eva, que aún espera. Pero sí he cambiado en mis dos últimos cuentos la forma de expulsarlos de mi cabeza y ponerlos en este blog. Procuré no parirlos como suelo: vomitando, del tirón, invirtiendo no más de treinta minutos, como ocurre con esto que ahora lees. He pensado y repensado cada uno de esos dos cuentos, lo he iniciado y dejado a medias, reposando como ese vino que ahora ya sólo comparto, para luego ir trago a trago, frase a frase, no emborracharme. Los dos últimos cuentos han sido así, el del viaje en carretera de un padre y un hijo (nada es casual) y el del mapamundi que ya no está en la pared. Y el proceso me ha gustado, por diferente, por pensado, por, por fin, trabajado. Y me decían que se notaba el poso, pero no distorsionaba el estilo. Mi estilo. El estilo no lo visto, lo escribo, y lo ves. Nunca he trabajado lo que escribo. Pero aquí me tienes, borracho (nada es cierto) del torrente de palabras que tecleo compulsivo (siempre vuelvo), meditando lo justo lo que vendrá inmediatamente después al golpe en la barra espaciadora (sin golpes no hay huellas, sin huellas ¿cómo demostrar que estuviste?).

Si a esto que ahora terminas le dotara de una estructura más elaborada, ya no sería esto que ahora terminas.

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