miércoles, 7 de noviembre de 2018

Yo conduzco

- Ya lo sé.

Poco a poco el tono se me va agravando. La jovialidad con la que dije “venga, yo conduzco” ha ido dando pie a la sequedad. Las frases se me van acortando en la boca. Una paulatina economía de lenguaje, como un río que se va secando hasta ser arroyo y luego un meandro y luego barro. El torrente que fui al girar la llave de contacto se había estampado ya al salir de Madrid contra la presa construida por sus consejos, sus advertencias, sus premoniciones, sus recuerdos y sus miedos. Los posibles temas de conversación habían quedado reducidos, en espacio de diez minutos, a uno solo.

- Pues no lo parece. El límite en este tramo son ochenta.

El límite de velocidad. Las señales. Los intermitentes de otros. Las distancias con ellos. El estado del asfalto. Lo cerrado de unas curvas, el peralte de otras. Los cruces con poca visibilidad. Radares. Tiempos. La posición de las manos en el volante. Para todo había una opinión, una ironía, una reprimenda, un reproche. Sobre mi cabeza, la sensación de que hiciera lo que hiciera nunca iba a a ser respondido con el inicio de una charla sobre cualquier cosa que no pasara dentro del coche o cien metros en torno a él.

- Ya, papá, y vamos a ochenta y cinco. No pasa nada.

Dos meses hacía que había ido por esa carretera a más de cien. Una recta en llano, sin cambios de rasante, sin radares, sin tráfico. Pero esta vez era diferente. Esta vez el asiento del copiloto no era reposadero del tabaco, un mechero y el móvil. Esta vez lo ocupaba él, papá, Don Perfecto, con el cinturón de seguridad cortándole la respiración y la vista puesta en los espejos retrovisores y en los doscientos cincuenta y siete kilómetros que quedaban hasta el pueblo. Doscientos cincuenta y siete mil metros. Trescientos mil resoplidos. Y el depósito lleno y la hora de comer como hora anunciada de llegada – que solo faltaba que mamá empezara a llamar para preguntar “pero, ¿cuánto os queda? ¿Dónde estáis? Que os estamos esperando” –, por lo que no había motivos para parar, alejarse con la excusa de ir a mear, cerrar los ojos, oír coches pasando a la espalda y el viento amansando la paja en los prados castellanos. Tal vez alguna vaca que te mire boba, algún rapaz en el tendido eléctrico, alguna chica fumando en el mismo área de descanso. Música saliendo de otro coche. Un perro muerto en el arcén. Algo, cualquier cosa que me llevase a vaciarme de mi padre y de su barba y de sus gafas y de sus cincuenta años de experiencia al volante. Por no haber no había ni peajes en lo que restaba de camino, puta manía de coger la nacional por ahorrarse seis jodidos euros. Conducir, porque había querido, porque me gustaba conducir. Pero no así.

- Sí pasa. Pasa que si te multan lo pago yo. Y además al final de la recta vienen dos curvas cerradas. Y luego el puerto. Así que afloja.

Afloja tú, coño. Confía. Déjame hacer. No serán cincuenta años, pero son más diez los que llevo conduciendo. Lo mismo ya sé algo. Nunca me la he pegado. Algún susto, sí, pero como todos, supongo. Bueno, tú no, que eres infalible, claro. El insigne ingeniero. El hombre sabio. El lector incansable. El puto copiloto más pesado de la historia.

- Pero que no hay radares. Ni hay tráfico. Y aún falta para el final de la recta.

Esa mirada. Esa mirada que me horada y ese tragar saliva que me retumba. Ese carraspeo indicando que no hay argumento, que lo que dice podría anunciarse en el BOE. Que no ha lugar a la defensa. Y levantar el pie del acelerador, con una negación de cabeza y un chasquido de lengua. Ir a coger un cigarro.

- Pero si te has fumado uno hace nada.

Coger el cigarro igualmente. Poner el intermitente. Nadie de frente. Ir a adelantar. Un frenazo y un bocinazo detrás. El respingo de mi padre como si le quemara el asiento. El cigarro mordido. En el retrovisor, un Toyota y su conductor voceando porque ya había iniciado él la maniobra de adelantamiento y a mí se me había pasado echar un vistazo, no vaya a ser que…

- Tienes que ir con más cuidado, hijo.

Terminar de adelantar. Situarme en mi carril. Encenderme el cigarro demasiado babeado. No mirar a mi izquierda para no ver la cara en llamas del tipo del Toyota al adelantarnos por fin.

- Eso te pasa por ir como un loco y no mirar.

Ponerme a ochenta clavados. La aguja tapando la línea que marca esa velocidad. El pie en equilibrio sobre el acelerador para no pasarme ni un metro por hora. Las manos haciendo uso de las empuñaduras del volante, dándoles sentido.

- Tienes que estar más atento. Siempre tener claro que tienes delante, detrás y a los lados.

Frases de conductor de autoescuela. Reglas manidas. Obviedades. No concebir que lo mismo – lo mismo – lo que me distrae es ese bla bla a mi oreja, esa sarta de desaprobaciones. Esa tediosa y ancestral ganas de hacer de padre, porque cuando un hijo conduce, el padre es la conciencia del civismo en carretera. Así es y así será. Me imagino a Fernando Alonso conduciendo con su padre al lado y recibiendo lo mismo.

- ¿Quieres que conduzca yo?

Una gota de sudor que me resbala por la sien. Una gasolinera. Parar. Bajarme. Alejarme con el cigarro con un “voy a mear” que se queda flotando en el aire. Una vaca que me mira boba justo detrás de la gasolinera. Un Whatsapp de Marta preguntando si voy al pueblo ese fin de semana. Un Whatsapp de Jorge diciéndome que si salgo hoy, si ya le dije ayer que me iba el finde, qué coño le pasa a este tío. El timbre del móvil de mi padre sonando a todo volumen porque a los setenta el sentido del oído ya es un declive constante. La voz ahora calmada de mi padre respondiendo “sí, llegamos a comer, que hemos parado a mear. No. Todo bien. Juanjo conduce muy bien pero está algo cansado y ahora lo llevaré yo. Claro. Hasta luego”. Guardarme la polla que no se ni para qué he sacado si de espaldas no puede ver si finjo o si meo o si tengo ganas de salir corriendo campo a través y darle de hostias a la puta vaca porque qué cojones hago yo aquí si ni quiero ver a Marta, ni quiero conducir, ni quiero comida familiar, ni quiero tres horas más de coche, en silencio o respondiendo a preguntas a las que tendría que mentir o a las que respondería con un monosílabo. Tirar el cigarro y pisarlo y fijarme que junto a mi pie hay una moneda de dos euros. Agacharme a recogerla, sonreír.

- Deja, que sigo conduciendo yo. Va. Iré lento. Como tú quieras que vaya.

Encogerse de hombros papá y devolverme la sonrisa y decirme “vale, hijo” con diríase que algo de orgullo.

Ceder el paso para incorporarme y salir derrapando y con un carcajada.

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